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Cuando la señora Chalmers y yo regresamos a la sala de espera, el doctor Smitheram y su mujer estaban conversando con Larry Chalmers.

El médico me obsequió con una sonrisa que no llegó hasta sus inciertos, inquisitivos ojos.

—Moira me dice que la ha invitado a cenar. Muchas gracias.

—Ha sido un placer. ¿Qué posibilidades tengo de hablar con su paciente?

—Mínimas. En realidad, inexistentes.

—¿Ni siquiera un minuto?

—No sería conveniente, tanto por razones físicas como psíquicas.

—¿Cómo está?

—Naturalmente, sufre una gran depresión y está física y emocionalmente decaído. En parte se debe a la excesiva dosis de reserpina. También tiene una ligera conmoción.

—¿Cuál es la causa?

—Diría que le golpearon en la parte de atrás de la cabeza con un objeto romo. De cualquier manera está mejorando mucho. Le debo un voto de gratitud por haberle traído aquí a tiempo.

—Todos se lo debemos —dijo Chalmers dándome un formal apretón de manos—. Ha salvado la vida de mi hijo.

—Ambos hemos tenido suerte. Sería bueno que la suerte continuara.

—¿Qué quiere decir, con exactitud?

—Opino que la habitación de Nick debería estar vigilada.

—¿Piensa que podría escaparse de nuevo? —preguntó Chalmers.

—Es una idea. No se me había ocurrido. Lo que me preocupaba era protegerle.

—Tiene enfermeras permanentes —dijo el doctor Smitheram.

—Necesita un guardia armado. Ha habido varios asesinatos, no queremos otro. —Me dirigí a Chalmers—: Puedo conseguirle tres turnos por unos cien dólares diarios.

—Hágalo sin demora —dijo Chalmers.

Bajé las escaleras e hice un par de llamadas telefónicas. La primera, a una agencia de vigilancia de Los Ángeles con sucursal en San Diego. Dijeron que dentro de media hora enviarían a un hombre que se llamaba Maclennan. Luego llamé a las cabañas Conchita en Imperial Beach. La señora Williams contestó con voz baja y afligida.

—Habla Archer. ¿Ha regresado Randy Shepherd?

—No, y es probable que no lo haga. —Bajó aún más su voz—. Usted no es el único que le anda buscando. Tienen el lugar completamente vigilado.

Me alegré de oír eso, porque significaba que no tendría que hacerlo yo mismo.

—Gracias, señora Williams. No se preocupe.

—Es más fácil de decir que de hacer. ¿Por qué no me dijo que Sidney Harrow estaba muerto?

—No le hubiera hecho ningún favor.

—¡No lo sabe usted bien! ¡Pondré en venta este lugar tan pronto como me quite a éstos de encima!

Le deseé suerte y salí a la puerta para tomar un poco de aire. Poco después, Moira Smitheram salió también y se me acercó.

Encendió un cigarrillo de un paquete nuevo y lo fumó como si le estuvieran tomando el tiempo con un cronómetro.

—No fumas, ¿verdad?

—Dejé de fumar.

—Yo también. Pero tengo que fumar cuando estoy enfadada.

—¿Por qué lo estás ahora?

—De nuevo por Ralph. Va a dormir en el hospital esta noche para que le puedan llamar en cualquier momento. Sería lo mismo estar casada con un trapense.

Su rabia parecía superficial, como si estuviera encubriendo un sentimiento más profundo. Esperé a que ese sentimiento saliera a relucir. Tiró su cigarrillo y dijo:

—Detesto los moteles. ¿Piensas regresar a Pacific Point esta noche?

—Voy a Los Ángeles oeste. Puedo acompañarte.

—Es muy amable de tu parte. —Bajo su tono formal podía percibir una excitación que se hacía eco de la mía—. ¿Por qué vas a Los Ángeles oeste?

—Vivo allí. Me gusta dormir en mi propio apartamento. Es la única continuidad en mi vida.

—Pensaba que aborrecías la continuidad. Cuando cenábamos dijiste que te gustaba entrar y salir de la vida de los demás.

—Es verdad. En particular de las personas que encuentro en mi trabajo.

—¿Personas como yo?

—No estaba pensando en ti.

—¡Ah! Creí que te estabas refiriendo a un esquema general —dijo con cierta ironía— en el cual se supone que todos deben encajar.

Un joven alto y fuerte, con el cabello cortado al cepillo y traje oscuro, emergió de las sombras del aparcamiento y se dirigió a la entrada del hospital. Le llamé:

—¿Maclennan?

—¡Sí, señor!

Le dije a Moira que volvería en seguida y acompañé a Maclennan en el ascensor.

—No permita que nadie entre —le dije— excepto el personal del hospital, doctores y enfermeras, y los familiares más cercanos.

—¿Cómo sabré quiénes son?

—Se los presentaré. Lo que más me interesa que vigile son los hombres, lleven o no batas blancas. No deje entrar a ningún hombre a menos que una enfermera o un médico que usted conozca le acredite.

—¿Teme un intento de asesinato?

—Puede ser. ¿Está armado?

Maclennan abrió su chaleco y me enseñó su automática en su cartuchera.

—¿A quién tengo que buscar?

—Desgraciadamente, no lo sé. Además tiene otra obligación. No deje que el muchacho se escape. Pero no use el revólver contra él ni ninguna otra cosa. Todo este asunto gira alrededor de él.

—Seguro, lo entiendo.

Tenía la parsimonia de los hombres corpulentos.

Le acompañé hasta la puerta de la habitación de Nick y pregunté a la enfermera particular por el doctor Smitheram. La puerta se abrió del todo cuando salió el doctor. Pude echar una mirada a Nick, que descansaba con los ojos cerrados, la nariz apuntando al cielo raso, con sus padres sentados uno a cada lado. Los tres tenían el aspecto de formar un friso, de un rito en el cual la inclinada cama del hospital hacía las veces de altar de sacrificios.

La puerta se cerró tras ellos en silencio. Presenté a Maclennan al doctor Smitheram, quien nos miró irritado y con preocupación:

—¿Son realmente necesarias estas alarmas y dispositivos?

—Creo que sí.

—Yo no. Le aseguro que no le permitiré instalar a este hombre en la habitación.

—Sería más efectivo que estuviera allí.

—¿Efectivo contra qué?

—Contra un eventual intento de asesinato.

—¡Eso es ridículo! El muchacho está perfectamente a salvo aquí. ¿Quién podría tener interés de matarle?

—Pregúnteselo a él.

—No lo haré.

—¿Me permite que lo haga yo?

—No. No está en condiciones…

—¿Cuándo lo estará?

—Nunca, si piensa amedrentarle.

—Amedrentarle es una palabra mayor. ¿Está tratando de molestarme?

Smitheram soltó una risita.

—Si trataba de hacerlo parece que lo ha conseguido.

—¿Qué está tratando de defender, doctor?

Sus ojos se entrecerraron y respondió con rapidez:

—Estoy defendiendo… Defendiendo mi derecho y mi obligación de proteger a mi paciente. Y ningún ex marinero hablará con él ahora o nunca si puedo impedirlo. ¿Está claro?

—¿Qué pasa conmigo? —dijo Maclennan—. ¿Estoy contratado o despedido?

Me volví hacia él, tragando mi rabia.

—Está contratado. El doctor Smitheram desea que se quede afuera, en el pasillo. Si alguien objeta su derecho a estar aquí diga que los padres de Nick Chalmers le han contratado para protegerle. El doctor Smitheram o una de sus enfermeras le presentará a los padres cuando lo crean oportuno.

—¡No veo la hora! —dijo Maclennan en un murmullo.