21

La calle principal estaba silenciosa e iluminada cuando caminamos de regreso hacia el coche. Las estrellas estaban en su lugar y bastante cercanas. No recuerdo haber visto ni una sola persona hasta que entramos en el restaurante para llamar por teléfono a George Trask.

Contestó en seguida, con voz húmeda y afónica:

—Al habla con el domicilio de los Trask.

Le expliqué que era un detective y que quería hablar con él acerca de su esposa.

—Mi esposa ha muerto.

—Lo siento. ¿Puedo ir hasta ahí y hacerle algunas preguntas?

—Supongo que sí. —Hablaba como un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo.

Moira me estaba esperando en el coche, acurrucada como un gato azul-plateado en un sótano.

—¿Quieres que te deje en el hospital? Tengo algo que hacer.

—Llévame contigo.

—Es un asunto bastante desagradable.

—No me importa.

—Te importaría si arruinaras tu matrimonio y acabaras liada conmigo. Paso la mayoría de mis noches haciendo esta clase de cosas.

Su mano presionó mi rodilla.

—Sé que me puedo herir a mí misma. Me he vuelto vulnerable. Pero estoy cansada de portarme siempre de manera profesional por razones de prudencia.

La llevé conmigo a Bayview Avenue. El coche patrulla se había ido. El Volkswagen negro con el guardabarros abollado aún estaba en la cochera de George Trask. Recordé dónde lo había visto: bajo el herrumbroso garaje de la señora Swain en Pasadena.

Llamé a la puerta principal y George Trask nos hizo pasar. Su tambaleante cuerpo estaba cuidadosamente vestido con un traje oscuro y corbata negra. Parecía haberse hecho cargo de la situación, como un empleado de pompas fúnebres. El dolor asomaba en sus ojos enrojecidos y en el hecho de que no se acordaba de mí.

—Ésta es la señora Smitheram, señor Trask. Es una asistente social especialista en psiquiatría.

—Es usted muy amable por haber venido —le dijo—. Pero no necesito esa clase de ayuda. Todo está bajo control. Pase al salón y tome asiento, ¿quiere? Le ofrecería un café, pero no me permiten entrar en la cocina. Y de todos modos —continuó, como si le insuflaran voz desde algún lugar remoto— la cafetera se rompió esta mañana, cuando asesinaron a mi esposa.

—Lo siento —dijo Moira.

Seguimos a George Trask hasta el salón y nos sentamos frente a él uno al lado del otro. Las cortinas de las ventanas estaban entreabiertas y pude divisar las luces de la ciudad que titilaban sobre el agua. La belleza de la escena y la mujer que estaba a mi lado me hicieron más consciente de la pena que agobiaba a George Trask, la de un solitario aislamiento en el mundo.

—La empresa ha sido muy comprensiva —dijo para seguir la conversación—. Me han dado permiso por tiempo indeterminado, con sueldo. Eso me da la oportunidad de poner todo en orden, ¿eh?

—¿Sabe quién asesinó a su esposa?

—Existe un probable sospechoso… con antecedentes criminales tan largos como su brazo… Conoció a Jean toda su vida. La policía me pidió que no mencionara su nombre.

Tenía que tratarse de Randy Shepherd.

—¿Le han cogido?

—Esperan hacerlo esta noche. ¡Ojalá lo consigan, y cuando lo hagan que lo envíen a la cámara de gas! Usted y yo sabemos por qué los crímenes son tan frecuentes. Los tribunales no condenan, y cuando condenan no aplican la pena de muerte. Y hasta cuando lo hacen la ley es burlada en todo sentido. Asesinos convictos andan sueltos, ya no imponen la cámara de gas; no es de extrañar que la ley y el orden estén por los suelos.

Sus ojos estaban dilatados y fijos, como si estuvieran presenciando una visión del caos.

Moira se levantó y le tocó la cabeza.

—No hable tanto, señor Trask. Le perturba.

—Lo sé. He estado hablando todo el día.

Cubrió con sus grandes manos su cara encendida. A través de sus dedos pude ver brillar sus ojos como monedas. Su voz continuó inmutable, como ajena a su voluntad:

—Ese tipo inmundo merece la cámara de gas; aunque no la haya matado, es personalmente responsable de su muerte. Él la inició en su última manía de buscar a su padre. Vino aquí, a casa, la semana pasada, con sus proyectos y cuentos, le dijo que sabía dónde estaba su padre y que podría reunirse de nuevo con él. Y eso fue lo que ocurrió —agregó, deshecho—. Su padre está muerto en su tumba y Jean está con él.

Trask se echó a llorar. Moira le tranquilizaba con murmullos más que con palabras.

Sólo al cabo de un rato noté que Louise Swain estaba de pie en el umbral, como si fuera el fantasma de su hija. Me puse de pie y fui hacia ella:

—¿Cómo está, señora Swain?

—No muy bien. —Se pasó una mano por la frente—. La pobre Jean y yo nunca pudimos llevarnos bien… Era la hija de su padre…, pero nos preocupábamos la una por la otra. Ahora no me queda nadie.

Sacudió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—Jean debió haberme escuchado. Yo sabía que se estaba metiendo de nuevo en líos y traté de detenerla.

—¿A qué clase de líos se refiere?

—Toda clase de líos. No le hacía bien dar vueltas en torno al pasado, imaginando que su padre estaba vivo. Y no era seguro. Eldon era un criminal y se relacionaba con criminales. Uno de ellos la mató porque había averiguado demasiado.

—¿Está segura de eso, señora Swain?

—Segurísima. Recuerde que hay cientos de miles de dólares en juego. Por ese dinero cualquiera mataría a quien fuera —sus ojos se entrecerraron como heridos por una luz brillante—. Un hombre sería capaz de matar a su propia hija.

Conseguí llevarla hasta el vestíbulo, para que no pudieran oírla desde el salón.

—¿Cree que su esposo aún podría estar vivo?

—Podría estarlo. Jean lo creía. Debe haber una razón detrás de todo lo que ha sucedido. He oído de hombres que cambiaron su rostro con cirugía plástica para poder ir y venir.

Su mirada miope se detuvo en mi cara, como si estuviera buscando cicatrices quirúrgicas que me pudieran identificar como Eldon Swain.

Otros hombres, pensé, habían desaparecido dejando en su lugar cadáveres que se les parecían. Le dije a la mujer:

—Hace unos quince años, en la época en que su esposo regresó a México, mataron a un hombre en Pacific Point. Le identificaron como su esposo. Pero esa identificación es insegura: está basada en fotografías que no son muy buenas. Una de ellas es la que me dio anoche.

Me miró azorada.

—¿Eso ocurrió anoche?

—Sí. Comprendo cómo se siente. Anoche mencionó que su hija tenía las mejores fotos de la familia. También habló de algunas películas de familia. Podrían ser útiles para la investigación.

—Entiendo.

—¿Están aquí, en esta casa?

—Algunas de ellas están aquí, seguro. Las acabo de ver. —Separó sus dedos—. Por eso tengo polvo en mis dedos.

—¿Puedo echar un vistazo a esas fotos, señora Swain?

—Depende.

—¿De qué?

—Dinero. ¿Por qué tendría que darle algo gratis?

—Podría ser una prueba en el asesinato de su hija.

—¡No me importa! —gritó—. Esas fotos son todo lo que me queda… Todo lo que puedo mostrar de mi vida. El que las quiera tendrá que pagar por ellas, así como yo tuve que pagar por todo. Y puede ir a decirle eso al señor Truttwell.

—¿Qué tiene que ver él con esto?

—Usted está trabajando para Truttwell, ¿no es así? Le pregunté a mi padre quién era y él dice que Truttwell puede pagarme muy bien.

—¿Cuánto pide?

—Deje que él haga una oferta —dijo ella—. Entre paréntesis, he encontrado la caja de oro que usted buscaba… La caja florentina de mi madre.

—¿Dónde estaba?

—No es asunto suyo. El hecho es que la tengo y que también está en venta.

—¿Era realmente de su madre?

—Con toda seguridad. Descubrí lo que había ocurrido con ella después de su muerte. Mi padre se la dio a otra mujer. No lo quería admitir cuando se lo pregunté anoche. Pero le obligué a hacerlo.

—¿La otra mujer era Estelle Chalmers?

—Está enterado de sus relaciones con ella, ¿eh? Supongo que todo el mundo lo sabe. Fue descaro darle el estuche de alhajas de mi madre. Tenía que ser de Jean.

—¿Por qué tiene tanta importancia, señora Swain?

Se quedó pensando un momento.

—Supongo que tiene que ver con todo lo que le ha ocurrido a mi familia. Nuestra vida entera se deshizo. Otras personas se quedaron con nuestro dinero y nuestros muebles, y hasta con nuestros pequeños objetos de arte. —Después de pensarlo otro momento agregó—: Recuerdo que cuando Jean era sólo una niña, mi madre la dejaba jugar con la caja. Le contó la historia de la caja de Pandora, ¿sabe?, y Jean y sus amigas imaginaban que lo era. Al levantar la tapa quedaban en libertad todos los problemas del mundo.

La imagen la asustó hasta el punto de hacerla callar.

—¿Me permite ver la caja y las fotos?

—¡No! ¡No puede! Ésta es mi última oportunidad de conseguir un pequeño capital. Sin capital uno no es nadie, no existe. No me va a hacer perder mi última oportunidad.

Parecía estar llena de rabia, pero probablemente era dolor lo que sentía. Había pisado en falso y caído en el vacío, y sabía que estaba hundida en la miseria para siempre. El sueño que defendía no tenía futuro. Era una fantasía del pasado, de cuando vivía en San Marino con un marido rico y una piscina de quince metros.

Le dije que discutiría el asunto con Truttwell y le recomendé que cuidara bien la caja y las fotos. Luego, Moira y yo dimos las buenas noches a George Trask y nos encaminamos hacia mi coche.

—¡Pobre gente!

—Has sido una ayuda, Moira.

—¡Ojalá hubiera podido serlo! —Moira se calló—. Sé que algunas preguntas no tienen sentido. Pero de todos modos voy a hacerte una. No tienes por qué contestarla.

—Adelante.

—Cuando encontraste a Nick hoy, ¿estaba en estos alrededores?

Vacilé, pero no durante mucho rato. Estaba casada con otro hombre, cuya profesión tenía reglas que diferían de las mías. Le contesté rotundamente que no.

—¿Por qué lo preguntas? —añadí.

—Porque el señor Trask me dijo que su mujer tenía algo que ver con Nick. No conocía el nombre de Nick, pero su descripción era exacta. Parece que los vio juntos en Pacific Point.

—Pasaron algún tiempo juntos —dije escuetamente.

—¿Eran amantes?

—No tengo motivo para pensarlo. Los Trask y Nick formaron un triángulo bastante insólito.

—Los he visto más insólitos —dijo ella.

—¿Estás tratando de decirme que Nick pudo haber matado a la mujer?

—No, no es eso. Si lo pensara no estaría hablando de eso. Nick ha sido nuestro paciente durante quince años.

—¿Desde 1954?

—Sí.

—¿Qué pasó en 1954?

—Nick se puso enfermo —dijo sin darle importancia—. No puedo hablar del origen de su enfermedad. Ya he hablado demasiado.

Casi habíamos regresado al punto de partida. Aunque no del todo. Mientras conducía de regreso al hospital, sentí cómo se reclinaba contra mí, tímida, suavemente.