El coche se desvió de la autopista 101 en dirección al mar. La carretera rodeaba el pie de una colina marrón y se adentraba en un desfiladero circundado por robles achaparrados.
Regresé a San Diego y entré por Bayview Avenue hasta llegar a la casa de George Trask. El sol se acababa de poner y todo estaba rojizo, como si la sangre de la cocina de la casa se hubiera fundido débilmente con la luz.
Un coche que no podía recordar dónde había visto antes —un Volkswagen negro con los guardabarros abollados— estaba aparcado en la entrada de coches de la casa de los Trask. Un coche de la policía de San Diego estaba aparcado en la curva. Pasé de largo y reemprendí mi camino hacia el hospital.
La mujer de la recepción me informó que Nick estaba en la habitación 211, en el segundo piso.
—Pero no le permiten recibir visitas a menos que se trate de un pariente cercano.
Subí de todos modos. En un sofá para visitantes, frente al ascensor, la señora Smitheram —la esposa del psiquiatra— estaba leyendo una revista. Sobre el respaldo de su silla se veía un abrigo doblado con el forro hacia afuera. Sin saber por qué, me alegré mucho al verla. Me acerqué al sofá y me senté a su lado.
En realidad no estaba leyendo, sólo sostenía la revista. Tenía la vista fija en mi dirección, pero sin verme. Sus ojos azules miraban hacia adentro, hacia sus pensamientos, otorgando a su rostro una austera belleza. Observé cómo sus ojos iban cambiando a medida que se iba dando cuenta de mi presencia, hasta que por fin me reconoció.
—¡Señor Archer!
—Yo tampoco esperaba verla aquí.
—Sólo he venido por pasear —dijo—. Viví en el estado de San Diego durante varios años durante la guerra. No he vuelto desde entonces.
—Hace mucho tiempo de eso.
Inclinó la cabeza.
—Justamente estaba pensando en todo ese tiempo, y en cómo fue pasando. Pero usted no está interesado en mi autobiografía.
—Sin embargo, lo estoy. ¿Estaba casada cuando vivía aquí?
—En cierto sentido. Mi esposo estuvo en ultramar la mayor parte del tiempo. Era cirujano en aviones de transporte.
Su voz encerraba un orgullo triste, que parecía referirse por entero al pasado.
—Es usted mayor de lo que parece.
—Me casé joven. Demasiado joven.
Me gustaba la mujer y daba gusto hablar por una vez de algo que no tuviera relación con mi caso. Pero ella volvió a llevar la conversación a él:
—La última noticia con respecto a Nick es que está saliendo de esto. La única duda es en qué condiciones lo hará.
—¿Qué piensa su esposo?
—Es demasiado pronto para que Ralph dé su opinión. En este mismo momento está en consulta con un neurólogo y un neurocirujano.
—La neurocirugía no tiene mucho que ver con un envenenamiento por barbitúricos, ¿verdad?
—Desgraciadamente, ése no es el único problema de Nick. Tiene una conmoción. Debe haberse caído y se ha golpeado la parte posterior de la cabeza.
—¿O le golpearon?
—También es posible. De cualquier manera, ¿cómo llegó a San Diego?
—No lo sé.
—Mi esposo dijo que usted le trajo aquí, al hospital.
—Es verdad. Pero no le traje a San Diego.
—¿Dónde le encontró?
No le contesté.
—¿No me lo quiere decir?
—Así es. —Cambié de tema sin demasiada delicadeza—: ¿Están aquí los padres de Nick?
—Su madre está sentada a su lado. Su padre está a punto de llegar. No hay nada que usted o yo podamos hacer.
Me puse de pie.
—Podríamos ir a cenar.
—¿Adónde?
—Al bar del hospital, si quiere. La comida es discreta.
Hizo una mueca.
—He cenado demasiadas veces en los bares de los hospitales.
—He pensado que no quería ir demasiado lejos.
La frase tenía un doble sentido que los dos entendimos.
—¿Por qué no? —contestó—. Ralph estará ocupado durante horas. ¿Por qué no vamos hasta La Jolla?
—¿Ahí vivía durante la guerra?
—Es usted buen adivino.
La ayudé a ponerse el abrigo. Era un visón azul-plateado que hacía juego con el mechón gris de su cabello. En el ascensor dijo:
—Vamos, pero con una condición. No tiene que hacerme preguntas acerca de Nick y de su álbum familiar. No puedo contestar a determinadas preguntas, lo mismo que usted. Por tanto, ¿para qué echar a perder las cosas?
—No las echaré a perder, señora Smitheram.
—Mi nombre es Moira.
Durante la cena me dijo que había nacido en Chicago y practicado como asistente social psiquiátrica en la Universidad del Hospital de Michigan. Allí conoció a Ralph Smitheram, y se casó con él. Smitheram estaba a punto de completar su internado en psiquiatría. Cuando ingresó en la Marina y fue destinado al Hospital Naval de San Diego, ella le siguió a California.
—Vivimos en un viejo y pequeño hotel, aquí en La Jolla. Estaba bastante abandonado, pero me gustaba. Cuando terminemos de cenar quiero ir a ver si aún sigue ahí.
—Podemos ir.
—Estoy corriendo un riesgo, al regresar aquí. ¡No se imagina qué hermoso era! Fue mi primer contacto con el océano. Cuando bajábamos a la ensenada, por la mañana temprano, me sentía como Eva en el paraíso. Todo era fresco, nuevo y puro. No tenía nada que ver con esto.
Con un movimiento de mano descartó las cosas que la rodeaban: la pesada decoración pseudohawaiana, los camareros de uniforme negro, la música de fondo, todas las cosas que acompañaban al Chateubriand de quince dólares para dos.
—Esta parte de la ciudad ha cambiado —admití.
—¿Recuerda cómo era La Jolla en los años cuarenta?
—También en los treinta. En esa época vivía en Long Beach. Veníamos a practicar el surf aquí y en San Onofre.
—¿«Veníamos» se refiere a usted y su esposa?
—A mí y a mis compañeros —dije—. A mi esposa no le interesaba el surf.
—¿Pretérito?
—Presente. Se divorció de mí allá por los años cuarenta. No le echo la culpa. Quería una vida organizada y un esposo con cuya presencia pudiera contar.
Moira escuchó en silencio las informaciones acerca de mi pasado. Después de un momento dijo, como si hablara para sí misma:
—¡Ojalá me hubiera divorciado yo en aquel entonces! —Sus ojos se levantaron hacia los míos—. ¿Qué deseaba usted, Archer?
—Esto.
—¿Quiere decir estar aquí, conmigo?
Creí que esperaba un cumplido, pero después me di cuenta de que se estaba burlando un poco de mí. Continuó:
—Me cuesta justificar una vida entera de sacrificio.
—La vida tiene su propia recompensa en sí misma —repliqué—. Me gusta penetrar en las vidas de las personas y volver a salir de ellas. Vivir en un mismo lugar con las mismas personas me aburría.
—Ése no es el verdadero motivo. Conozco su tipo. Siente una pasión oculta por la justicia. ¿Por qué no admitirlo?
—Tengo una oculta pasión por la compasión —dije—. Pero lo que sigue recibiendo la gente es justicia.
Se inclinó hacia mí, con un gesto femenino cargado de cierta calidez sexual.
—¿Sabe qué le va a ocurrir? —dijo—. Envejecerá y dejará de ser usted mismo. ¿Le parece justo eso?
—Moriré antes. Y eso será compasión.
—Es usted terriblemente inmaduro. ¿Lo sabía?
—¡Y cómo!
—¿No le irrito?
—La verdadera agresividad es lo que me irrita. Pero usted no es agresiva Todo lo contrario. Se está portando como una madre, sugiriendo que será mejor que me vuelva a casa antes de que sea demasiado viejo, o no tendré quien me cuide en mi vejez.
—¡Si será…! —exclamó con un enfado que se convirtió en risa.
Después de cenar dejamos mi coche donde estaba, en el aparcamiento del restaurante, y caminamos a lo largo de la calle principal hacia el mar. La marea estaba alta y la sentía rugir y retroceder como un león marino asustado por el sonido de su propia voz.
Al final de la última curva giramos hacia la derecha y pasamos por delante de un flamante edificio de oficinas de varios pisos, hasta llegar a un motel que estaba en la otra esquina Moira se detuvo y lo miró.
—Creí que ésta era la esquina, pero no lo es. No recuerdo para nada ese motel. —Entonces cayó en la cuenta de lo que había ocurrido—. Ésta es la esquina, ¿no es cierto? Echaron abajo el viejo hotel y en su lugar construyeron el motel.
Su voz sonaba muy emocionada, como si junto con el viejo edificio hubieran demolido parte de su pasado.
—¿No se llamaba hotel Magnolia?
—Así es. El Magnolia. ¿Estuvo allí alguna vez?
—No —dije—. Pero parece haber tenido mucho significado para usted.
—Y lo sigue teniendo. Viví en él durante dos años después que Ralph se hizo a la mar. Ahora pienso que fue el período más real de mi vida. Nunca se lo había dicho a nadie.
—¿Ni siquiera a su marido?
—A Ralph menos que a nadie. —Su voz se hizo dura—. Cuando uno trata de contarle algo a Ralph, él no oye. Sólo oye los motivos que le hacen a uno decir eso, o lo que él supone que son los motivos. Oye algunas de sus implicaciones pero no su sentido real. Es la deformación profesional de los psiquiatras.
—Está resentida con su esposo.
—¡Ahora le toca a usted! —Pero siguió—: Estoy profundamente resentida con él y conmigo misma. Ha ido madurando dentro de mí.
Había echado a andar, arrastrándose más allá de la esquina iluminada, cuesta abajo, hacia el mar. El rocío flotaba como una nube luminosa alrededor de las diseminadas luces. El césped verde y el sendero que bordeaban la cuesta estaban desiertos. Mientras caminábamos por el sendero siguió hablando:
—Al principio estaba enfadada conmigo misma por hacer lo que había hecho. Sólo tenía diecinueve años cuando empezó, y estaba llena de un normal sentido de culpa adolescente. Más tarde estaba enfadada por no haber seguido hasta el final.
—No está hablando con demasiada claridad.
Había levantado el cuello de su abrigo para protegerse del rocío. Al mirarme por encima de él parecía un bandido que se protege con un antifaz.
—Tampoco pienso hacerlo.
—Sin embargo, creo que lo desea.
—¿Para qué? Todo ha acabado… Está completamente pasado y acabado.
Su voz sonaba desolada. Se alejó rápidamente de mí y la seguí. Se sentía insegura, una mujer de mediana edad que busca a tientas una línea de continuidad en su vida. El sendero era oscuro y angosto y hubiera sido fácil —accidental o intencionalmente— caer por entre las rocas hasta el rugiente oleaje.
La conduje hacia la ensenada, el centro físico del pasado que había estado recordando. La espuma blanca se pulverizaba en la pendiente de la playa. Se quitó los zapatos y me hizo descender los escalones. Estábamos justo en el borde del agua.
—Ven y tómame —dijo dirigiéndose al agua, a mí o a alguien más.
—¿Estuvo enamorada de un hombre que murió en la guerra?
—No era un hombre. Sólo era un muchacho que trabajaba en la oficina de correos.
—¿Venía aquí con él cuando se sentía como Eva en el paraíso?
—Sí. Aún me siento culpable. Vivía aquí, en la playa, con otro muchacho, mientras Ralph estaba en ultramar defendiendo a su patria. —Su voz se volvía sardónicamente halagadora siempre que mencionaba a su marido—. Ralph me escribía cartas largas y llenas de conceptos, pero que no tenían sentido. En realidad yo quería rebajarle, porque estaba tan seguro de sí y era tan sabelotodo. ¿Le parece que estoy un poco loca?
—No.
—Sonny era un loco, ¿sabe? Más que un poco…
—¿Sonny?
—El muchacho con el que vivía en el Magnolia. En realidad, fue uno de los pacientes de Ralph, y así fue como llegué a conocerle. Ralph sugirió que le vigilara. ¿No le parece una ironía?
—Cállese, Moira. Creo que se está buscando problemas.
—Algunos se los buscan —dijo—. A otros les caen encima. Si sólo pudiera volver atrás y cambiar algunas cosas…
—¿Qué cambiaría?
—No estoy segura. —Hablaba con bastante amargura—. No hablemos más de eso, ahora.
Se alejó de mí. Sus pies desnudos dejaban ligerísimas huellas en la arena. Admiré la gracia de sus movimientos mientras se alejaba, pero regresó hacia mí con torpeza. Estaba caminando hacia atrás, tratando de hacer coincidir sus pies con las huellas que había dejado, y sin conseguirlo.
Caminó hacia mí y se volvió, apretando su pecho, forrado de piel, contra mi brazo. La atraje hacia mí. Había lágrimas en su rostro, o tal vez era rocío. De todos modos, tenían sabor a sal.