Shepherd y yo caminamos hacia el este, a lo largo del Monumental Road, hasta el cruce con la carretera que corría de norte a sur. Cuando vio mi coche se echó atrás. Lo podía llevar en un santiamén de regreso a la penitenciaría.
—Entiéndalo bien, Randy. No le estoy buscando a usted. Quiero su información.
—¿Y qué obtendré yo a cambio?
—¿Qué es lo que quiere?
Contestó con rapidez y fervor, como un hombre que hubiera sido despojado de sus derechos:
—Quiero un trato justo una vez en mi vida. Y dinero suficiente para seguir viviendo. ¿Cómo puede un hombre dejar de infringir la ley cuando no tiene dinero para vivir?
Era una buena pregunta.
—Si tuviera lo que me corresponde —continuó—, sería un hombre rico. No estaría viviendo de tortas y ajíes.
—¿Estamos hablando del dinero de Eldon Swain?
—No es de Eldon Swain. Le pertenece a cualquiera que lo encuentre. La ley de limitaciones expiró hace años —afirmó con tono de leguleyo de cárceles—. Y el dinero es de quien lo encuentre.
—¿Dónde está?
—En algún lugar de estos alrededores. —Hizo un gesto circular que incluía el seco lecho del río y los desnudos campos que estaban detrás—. He estado estudiando este lugar durante veinte años, lo conozco como la palma de mi mano.
Parecía un explorador que hubiera perdido el juicio buscando oro en el desierto.
—Todo lo que necesito es un poco de buena suerte y encontrar las coordenadas. Soy el heredero legal del Eldon Swain.
—¿Cómo es eso?
—Hicimos un trato. Él estaba interesado en una parienta mía. —Probablemente se refería a su hija—. Así que hicimos un trato.
Pensar en eso le levantó el ánimo. Entró en mi coche sin discutir, y dejó su bulto en el asiento trasero.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Podemos quedarnos donde estamos, por el momento.
—¿Y después?
—Cada uno se irá por su camino.
Me echó una rápida ojeada, como si quisiera sorprenderme en una mentira.
—Me está engañando.
—Espere y verá. Ante todo vamos a aclarar una cosa. ¿Por qué ha ido hoy a la casa de Jean Trask?
—Fui a llevarle unos tomates. Pensé que tal vez estaría durmiendo. A veces duerme muy profundamente, cuando ha estado bebiendo. No sabía que estaba muerta, hombre. Quería hablar con ella.
—¿De Sidney Harrow?
—Ésa era una de las razones. Sabía que la policía le haría preguntas acerca de él. El hecho es que yo le presenté a Sidney, y no quería que la señorita Jean mencionara mi nombre a los policías.
—¿Porque sospechaban de usted cuando se produjo la muerte de Swain?
—Ésa era también otra de las razones. Sabía que habían abierto de nuevo ese viejo caso. Si aparecía mi nombre y averiguaban mi relación con Swain, me iba derecho a la cárcel otra vez. ¡Demonios! ¡Mi relación con Swain se remonta a treinta años atrás!
—Por eso no identificó su cadáver.
—Así es.
—Y permitió que Jean siguiera creyendo que su padre estaba vivo y le buscara.
—La hacía sentirse mejor —dijo—. Nunca descubrió que había muerto.
—¿Quién le mató?
—No lo sé. ¡Lo juro por Dios! ¡Sólo sé que no fui yo!
—Mencionó usted un secuestro.
—Es verdad. Pero no tengo nada que ver con eso. Admito haber sido un ladrón en mis tiempos, pero los delitos de envergadura nunca fueron mi especialidad. Cuando empezó a planear ese secuestro me separé de él. —Shepherd agregó pensativo—: Cuando Swain regresó de México en 1950 no era el mismo de antes. Creo que se volvió un poco loco allá abajo.
—¿Swain secuestró a Nick Chalmers?
—¡De ése era de quien hablaba! Yo mismo nunca vi al chico. Hacía mucho que me había ido cuando pasó eso. Y nunca salió en los periódicos. Supongo que los padres taparon todo el asunto.
—¿Para qué iba a intentar un secuestro un hombre que poseía medio millón de dólares?
—No me lo pregunte a mí. Swain se pasaba la vida cambiando de historia. A veces afirmaba que tenía el medio millón, a veces decía que no lo tenía. A veces afirmaba que lo había tenido y perdido. Una vez dijo que se lo había quitado un guarda de frontera. Su historia más inverosímil era la del señor Rawlinson. El señor Rawlinson era presidente del banco en el que trabajaba Eldon Swain, y él aseguraba que el señor Rawlinson había robado el dinero y que le acusó a él.
—¿Podía haber sido verdad?
—No veo cómo. El señor Rawlinson no iba a arruinar su propio banco. Y desde entonces se quedó en la calle. Lo sé porque una parienta mía trabaja para él.
—Su ex esposa.
—¡No se queda corto! —exclamó sorprendido—. ¿Ha hablado con ella?
—Un poco.
Se inclinó hacia mí, vivamente interesado:
—¿Qué dijo de mí?
—No hablamos de usted.
Shepherd pareció desilusionado, como si se le hubiera quitado importancia.
—La veo de vez en cuando. No tengo resentimientos, aunque se divorció de mí cuando yo estaba en la penitenciaría. Puedo decir que casi me alegré de separarme —dijo con amargura—. Habrá notado que lleva sangre mezclada en las venas. Estar casado con ella era como una herida para mi amor propio.
—Estábamos hablando del dinero —le recordé—. Parece estar muy seguro de que Swain lo robó y se lo guardó.
—Sé que lo hizo. Lo tenía consigo en las cabañas Conchita. Eso fue muy poco después de haberse apoderado de él:
—¿Usted lo vio?
—Sé de alguien que lo vio.
—¿Su hija?
—No. —Con tono beligerante agregó—: Deje a mi hija fuera de esto. Se está portando bien ahora.
—¿Dónde está?
—En México. Se fue a México con él y no regresó nunca.
Contestó con un tono de superficialidad, y me pregunté si estaría diciendo la verdad.
—¿Por qué regresó Swain?
—Siempre había pensado en volver, al menos eso creo yo. Había enterrado el dinero a este lado de la frontera. Me lo dijo él mismo más de una vez. Me ofreció una parte si aceptaba asociarme con él para llevarle por ahí y ayudarle en algunas cuestiones. Como le dije, no estaba muy en forma cuando regresó. El hecho es que necesitaba un guardaespaldas.
—¿Y usted fue su guardaespaldas?
—Eso es. Yo le debía algo. Eldon Swain había sido un buen hombre en un tiempo. La primera vez que me soltaron bajo palabra me contrató como jardinero en su propiedad en San Marino. Era un lugar de película. Le cultivaba rosas grandes como dalias. Es terrible que un hombre como ése muera envenenado por sus ambiciones en un terraplén de ferrocarril.
—¿Llevó usted a Swain a Pacific Point en 1954?
—Eso lo admito. Pero fue antes de que empezara a hablar de secuestrar al chico. No le hubiera secundado en esa jugada. En aquella ocasión me marché inmediatamente de la ciudad. No quería tener nada que ver.
—¿No le mató antes de irse, por casualidad?
Me dirigió una mirada indignada.
—¡No, caballero! No me conoce lo suficiente, señor. No soy un hombre violento. Mi especialidad es mantenerme lejos de los líos y de la cárcel. Y lo sigo haciendo.
—¿Por qué le encerraron?
—Robó de coches. Allanamiento. Pero nunca llevé un revólver.
—Tal vez fuese otro quien mató a Swain, y usted quien le quemó las manos para borrar las huellas dactilares.
—¡Qué disparate! ¿Para qué iba a hacer una cosa así?
—Para que no le siguieran el rastro a través de él. Supongamos que usted le robó a Swain el dinero del rescate.
—¿Qué dinero del rescate? Jamás vi ningún dinero del rescate. Yo estaba de vuelta aquí, en la frontera, en la época en que secuestró al chico.
—¿Eldon Swain era corruptor de menores?
Shepherd miró de soslayo el cielo.
—Puede ser. Siempre le gustaron los jóvenes, y cuanto más viejo se volvía más jóvenes le gustaban. El sexo siempre fue su debilidad.
No acababa de creerle. Pero tampoco dejaba de creerle del todo. El alma que traslucía a través de sus ojos era como agua enfangada, continuamente removida por miedos, fantasías y codicia. Envejecía por un desesperado afán de dinero y, a estas alturas, estaba dispuesto a convertirse en lo que su afán le sugiriese.
—¿Adónde va ahora, Randy? ¿A México?
Se quedó callado durante un momento, mirando más allá de la pradera, hacia el sol que se estaba poniendo hacia el oeste. Un reactor del ejército nos sobrevoló como una golondrina, acallando los ruidos de un tren de carga. Shepherd lo observó hasta que se perdió de vista, como si representara su última esperanza perdida.
—Será mejor que no le diga adónde voy, caballero. Si necesitamos volver a encontramos seré yo quien se ponga en contacto con usted. No intente jugarme una mala pasada. Como decir que me vio en casa de la señorita Jean. Porque usted también estaba allí.
—No del todo. Pero no le voy a delatar a menos que encuentre algún motivo para hacerlo.
—No lo encontrará. Estoy tan limpio como el jabón. Y usted es un hombre limpio —agregó compartiendo conmigo su única dudosa distinción—. ¿Qué tal si me da un poco de dinero para el viaje?
Le di cincuenta dólares y mi nombre, y pareció satisfecho. Bajó del coche con su hatillo y se quedó esperando al lado de la carretera hasta que le perdí de vista por mi retrovisor.
Volví a las cabañas y encontré a la señora Williams trabajando en la que había dejado vacía Shepherd. Cuando aparecí en el umbral dejó de barrer y me miró agradablemente sorprendida.
—No creí que regresara —dijo—. Me imagino que no le ha encontrado, ¿eh?
—Le he encontrado. Hemos tenido una agradable conversación.
—Randy es un gran charlatán.
Se quedó cohibida, sin atreverse a pedirme abiertamente la segunda cuota de su dinero. Le di los otros cincuenta. Los sostuvo con delicadeza entre sus dedos, como si hubiera atrapado un raro ejemplar de polilla o mariposa. Después los guardó en su escote.
—Se lo agradezco mucho. Me viene muy bien este dinero. Supongo que usted sabe cómo es…
—Creo que sí. ¿Desea ayudarme con más información, señora Williams?
Sonrió.
—Le diré cualquier cosa salvo mi edad.
Se sentó sobre el desgarrado colchón de la cama, que crujió y se hundió bajo su peso. Yo cogí la única silla del cuarto. Un rayo de sol atravesaba la ventana, lleno de brillante polvillo. Puso un haz de luz sobre el gastado suelo de linóleo.
—¿Qué quiere saber?
—¿Cuánto tiempo estuvo viviendo Shepherd aquí?
—De vez en cuando, desde la guerra. Iba y venía. A veces, cuando estaba realmente hambriento, trabajaba con los cosechadores de fruta. O reunía un dólar o dos desbrozando algún jardín. Hubo una época en que fue jardinero.
—Me lo dijo. Trabajó para un tal señor Swain en San Marino. ¿Le habló alguna vez de Eldon Swain?
La pregunta la deprimió. Bajó la mirada hasta sus rodillas y comenzó a jugar con el dobladillo de su falda.
—Usted quiere que le diga las cosas como son, como dicen los niños.
—Por favor, hágalo.
—No me hace quedar bien. Todo el problema está en que una hace cosas por dinero… cosas que no hubiera hecho cuando era joven y pura. No hay nada que la gente no haga por dinero.
—Lo sé. ¿Adónde quiere llegar, Florence?
Respondió con un monótono suspiro, como para quitarle importancia y duración a su culpa:
—Eldon Swain vivió aquí con su amiga. Era la hija de Randy Shepherd. Eso fue lo que trajo aquí a Randy por encima de todo.
—¿Cuándo fue eso?
—Vamos a ver. Fue justo antes del lío con el dinero, cuando el señor Swain huyó a México. No tengo buena memoria para las fechas, pero ocurrió en algún momento hacia el final de la guerra. —Después de pensarlo un momento, agregó—: Recuerdo que se estaba luchando en Okinawa. Williams y yo seguíamos las batallas. Muchos inquilinos nuestros eran marineros.
Le hice volver al tema.
—¿Qué ocurrió cuando Shepherd vino aquí?
—Nada importante. Más que nada mucho griterío. No podía dejar de escuchar algunas cosas. Randy quería que le pagaran por entregar a su hija. Ésa era su mentalidad.
—¿Qué clase de chica era su hija?
—Era una chica hermosa. —Los ojos de la señora Williams se humedecieron con la emoción casi maternal de una alcahueta—. Morena y delicada. Cuesta entender que una chica como ésa andara con un hombre que tenía el doble de edad.
Se volvió a acomodar en la cama y los muelles emitieron débiles chirridos.
—No me cabe duda de que andaba tras su parte del dinero.
—Usted dijo que eso pasó antes de lo del dinero.
—Seguro, pero Swain ya estaba planeando el robo…
—¿Cómo lo sabe, señora Williams?
—Los agentes dijeron eso. Este lugar fue un hervidero de agentes la semana que siguió a su huida. Eligió este sitio para dar su salto final hacia México.
—¿Cómo cruzó la frontera?
—Nunca lo averiguaron. Pudo haber saltado el cerco de la frontera o haber cruzado de manera normal, bajo otro nombre. Algunos de los agentes pensaban que había dejado el dinero tras sí. Es probable que Randy sacara de ahí la idea.
—¿Qué pasó con la chica?
—Nadie lo sabe.
—¿Ni siquiera su padre?
—Así es. Randy Shepherd no es la clase de padre con el cual una chica desea mantenerse en contacto si puede evitarlo. La mujer de Randy también sentía lo mismo por él. Se divorció la última vez que estuvo en la penitenciaría, y cuando salió volvió aquí. Desde entonces ha estado yendo y viniendo todo el tiempo.
Durante un rato nos quedamos sentados en silencio. El rectángulo de sol en el suelo se estrechaba a ojos vistas, dando la medida del atardecer y del movimiento de la tierra. Al fin me preguntó:
—¿Cree que Randy regresará?
—No lo sé, señora Williams.
—Casi deseo que lo haga. Tiene mucho en contra, pero a través de los años una mujer se acostumbra a ver a un hombre por ahí. Ni siquiera tiene importancia qué clase de hombre sea.
—Además —dije—, fue su penúltimo inquilino.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted me lo dijo.
—Así que yo se lo dije… ¡Me gustaría vender este lugar si encontrara un comprador!
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—¿Quién es su último inquilino?
—Nadie que usted conozca.
—Vamos a ver.
—Un tipo joven que se llama Sidney Harrow. Pero no le he visto desde hace una semana. Se fue en una de esas búsquedas imaginarias de Randy Shepherd.
Saqué la copia de la foto de graduación de Nick.
—¿Shepherd le dio esto a Harrow, señora Williams?
—Puede ser. Recuerdo que Randy me enseñó esa foto. Quería saber si me recordaba a alguien.
—¿Y bien?
—No. No tengo muy buena memoria para las caras.