17

Bajé por Rosecrans hacia la carretera 80 y dejé a Nick en la entrada de ambulancias del hospital. Acababa de producirse un accidente automovilístico y todo el personal de servicio estaba ocupado. Buscando una camilla, abrí una puerta y vi a un hombre muerto. La volví a cerrar en seguida.

Encontré una camilla de ruedas en otro cuarto, la llevé afuera y deposité a Nick sobre ella. Lo empujé hasta el mostrador de urgencia.

—Este muchacho necesita un lavado de estómago. Está lleno de barbitúricos.

—¿Otro más? —dijo la enfermera.

Sacó un formulario para que lo llenara. Luego le echó un vistazo a Nick y me pareció que sus hermosos rasgos inertes la conmovieron. Hizo caso omiso del expediente por el momento. Me ayudó a conducir a Nick a una sala de tratamiento y llamó a un joven médico de apellido armenio.

El médico controló el pulso y la respiración de Nick, y observó sus pupilas contraídas. Se volvió hacia mí:

—¿Sabe qué ha tomado?

Le enseñé los envases que había recogido en el garaje de los Trask. Tenían escrito el nombre de Lawrence Chalmers y los nombres y las dosis de los medicamentos que habían contenido: hidrato de cloruro, Nembutal y Nembu-Serpin.

Me miró inquisitivamente.

—¿No las habrá tomado todas?

—No sé si los frascos estaban llenos. No creo que lo estuvieran.

—Esperemos al menos que no lo haya estado el frasco de hidrato de cloruro. Veinte cápsulas de ésas pueden llegar a matar a dos hombres.

Mientras hablaba, el médico comenzó a introducir una sonda de plástico por las ventanillas de la nariz de Nick. Ordenó a la enfermera que le cubriera con una manta y preparara una inyección de glucosa. Después se volvió a dirigir a mí.

—¿Cuánto hace que se ha tragado todo este mejunje?

—No lo sé con exactitud. Unas dos horas tal vez. Entre paréntesis, ¿qué es el Nembu-Serpin?

—Una combinación de Nembutal y Reserpina. Es un tranquilizante utilizado para tratar hipertensiones y también en tratamientos psiquiátricos. —Sus ojos se encontraron con los míos—: ¿El muchacho tiene problemas emocionales?

—Bastantes.

—Entiendo. ¿Es usted un pariente?

—Un amigo —le dije.

—Se lo pregunto porque tiene que ser internado. En intentos de suicidio como éste, el hospital exige enfermeras permanentes, y eso cuesta dinero.

—No será un problema. Su padre es millonario.

—No me diga. —No parecía impresionado—. Además, su médico de cabecera tendrá que verle antes de que le internemos. ¿De acuerdo?

—Haré todo lo que pueda, doctor.

Encontré una cabina telefónica y llamé a casa de los Chalmers, en Pacific Point. Contestó Irene Chalmers.

—Habla Archer. ¿Puedo hablar con su esposo?

—Lawrence no está. Ha salido en busca de Nick.

—Puede dejar de buscarle. Ya le he encontrado.

—¿Está bien?

—No. Se ha tomado las drogas y le están haciendo un lavado de estómago. Estoy llamando desde el hospital de San Diego. ¿Me entendió?

—Sí, el hospital de San Diego. Conozco el lugar. Estaré ahí lo antes posible.

—Traiga también al doctor Smitheram y a John Truttwell.

—No estoy segura de poder hacerlo.

—Dígales que es un caso de fuerza mayor. En realidad lo es, señora Chalmers.

—¿Se está muriendo?

—Podría ser. Esperemos que no. Entre paréntesis, será mejor que traiga el talonario de cheques. Necesitará enfermeras particulares.

—Sí, por supuesto. Gracias.

Su voz era inexpresiva, y yo no podía asegurar si realmente me había entendido.

—De modo que traiga el talonario o algo de dinero.

—Sí, claro. Sólo estaba pensando; la vida es tan rara, parece avanzar en círculos. Nick nació en ese mismo hospital, y ahora usted dice que puede morir ahí.

—No creo que eso suceda, señora Chalmers.

Pero se había echado a llorar. Me quedé escuchándola durante un instante, hasta que colgó el receptor.

Puesto que no denunciar un asesinato no era buena política, llamé al departamento de policía de San Diego y le di al sargento de turno la dirección de George Trask, en Bayview Avenue.

—Ha ocurrido un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Una mujer ha sido herida.

La voz del sargento sonó con más fuerza e interés:

—¿Cuál es su nombre, por favor?

Colgué y me apoyé contra la pared. Mi cabeza estaba vacía. Creo que estuve a punto de desmayarme. Al recordar que había pasado por alto el desayuno, recorrí el hospital y encontré el bar. Tomé un par de vasos de leche y comí unas tostadas con un huevo pasado por agua, como un inválido. Los acontecimientos de la mañana me habían revuelto el estómago.

Regresé a la sala de urgencias, donde aún estaban ocupados con Nick.

—¿Cómo está?

—Es difícil de decir —dijo el médico—. Si llena su ficha, le admitiremos provisionalmente y le pondremos en una habitación particular. ¿De acuerdo?

—Perfecto. Su madre y su psiquiatra estarán aquí más o menos dentro de una hora.

El médico levantó las cejas.

—¿Está muy enfermo?

—¿Se refiere a la cabeza? Bastante enfermo.

—Me lo imaginaba —hurgó bajo su bata blanca y sacó un pedazo de papel rasgado—. Se le ha caído esto del bolsillo.

Me lo alargó. Era una nota escrita con lápiz:

«Soy un asesino y merezco morir. Perdonadme, mamá y papá. Te amo, Betty».

—No es un asesino, ¿verdad? —preguntó el médico.

—No.

Mi negativa me sonó poco convincente, pero el médico la aceptó.

—Por regla general, la policía quiere ver ese tipo de notas suicidas, pero no tiene sentido ocasionarle más problemas al muchacho.

Doblé la nota, la guardé en mi cartera y me fui antes de que cambiara de idea.