16

Llegué a San Diego poco antes del mediodía. La casa de los Trask, en Bayview Avenue, estaba cerca de la base de Point Loma, con vistas sobre North Island y la bahía. Era una sólida casa rústica construida sobre las laderas de la colina. Con un bien cuidado césped y macizos de flores.

Llamé a la puerta con el llamador de hierro en forma de caballo marino. No obtuve respuesta. Volví a llamar, esperé, e hice girar el picaporte. La puerta no se abrió.

Caminé alrededor de la casa, mirando a través de las ventanas, tratando de actuar como un presunto comprador. Las ventanas estaban cerradas por pesadas cortinas. Sólo pude echar un vistazo a unos aparadores de abedul y a un fregadero de acero inoxidable repleto de platos sucios. Al garaje contiguo le habían echado cerrojo por dentro.

Regresé a mi coche, que había aparcado en diagonal al otro lado de la calle, y me dispuse a esperar. La casa era bastante corriente, pero, por algún motivo, me llamó la atención. El movimiento del puerto y del cielo, las lanchas y los barcos de pesca, aviones y gaviotas, todo parecía girar en relación a ella.

Los minutos de espera se hicieron interminables. Pasaron furgonetas de reparto y algunos cochecitos de niño empujados por madres. La calle no era muy frecuentada por la gente que vivía en ella. Salvo para transportar cosas. Sus habitantes se quedaban en las casas, como si quisieran expresar un sentimiento de propiedad y aislamiento.

Un viejo coche que nada tenía que ver con la calle subió la colina dejando tras de sí rastros de humareda y precedido por el repiqueteo de una correa del ventilador que necesitaba engrase. De él bajó un gran hombre huesudo. Llevaba una sucia camisa gris y una sucia barba gris, y cruzó la calle sin hacer ruido con sus gastadas alpargatas. Bajo un brazo llevaba un canasto mexicano redondo. Llamó, igual que yo, a la puerta principal de los Trask. Y como yo, trató de forzar el picaporte.

Miró calle arriba y abajo, y luego me miró a mí, moviendo la cabeza rápida e instintivamente, como un viejo animal. Yo estaba leyendo un mapa de carreteras del estado de San Diego. Cuando volví a mirar hacia el hombre, había abierto la puerta y la estaba cerrando tras de sí.

Salí de mi coche y anoté los datos del suyo: Randolph Shepherd, Cabañas Conchita, Imperial Beach. Sus llaves estaban en el contacto. Me las metí en el bolsillo junto con las mías.

Al lado derecho del asiento delantero había un ejemplar doblado del Times de Los Ángeles, abierto por la tercera página. Bajo un titular a dos columnas se veía una noticia sobre la muerte de Sidney Harrow y una foto de su joven cara de vividor, que, en realidad, yo nunca había visto.

Me mencionaban como el descubridor de su cadáver; nada más. No nombraban a Nick Chalmers. Pero citaban una declaración del capitán Lackland: decía que esperaba detener a alguien antes de las próximas veinticuatro horas.

Todavía tenía la cabeza metida en el coche de Shepherd cuando éste abrió la puerta de la casa de los Trask. Salió furtiva pero rápidamente, casi a pesar suyo, como si una explosión le hubiera empujado fuera de la casa. Durante un momento sus ojos se mantuvieron perfectamente redondos, como si fueran bolitas de vidrio, y su boca parecía un redondo agujero entre su barba.

Al verme se detuvo en seco. Recorrió con la mirada la soleada calle, como si estuviera en un desfiladero rodeado de altos muros.

—¡Hola, Randy!

Una mueca de sorpresa dejó al descubierto sus dientes marrones. Con tremenda desgana, igual que un hombre que atraviesa un mar profundo y helado, cruzó la calzada y se me acercó. La expresión de su cara se transformó en una mueca tonta.

—Yo venía a traerle unos tomates a la señorita Jean. Yo cuidaba el jardín del papá de la señorita Jean. La verdad es que tengo la mano verde, ¿sabe…?

Levantó la mano. Su pulgar en forma de espátula era grande, cubierto de suciedad y provisto de una sucia uña carcomida.

—¿Siempre acostumbra forzar cerraduras cuando hace un reparto, Randy?

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Es policía?

—No exactamente.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Es usted famoso. Deseaba conocerle.

—¿Quién es usted? ¿Un policía?

—Policía privado.

Pero cometió un error. Por otra parte los había cometido toda su vida: su rostro cicatrizado lo demostraba. Intentó clavar la uña de su pulgar en mis ojos. Al mismo tiempo, trató de hacerme caer de rodillas.

Aferré la mano con que me apuntaba y se la retorcí. Durante un momento nos quedamos absolutamente quietos y callados. Los ojos de Shepherd brillaban de rabia. Pero no pudo aguantar. Su cara sufrió una serie de alteraciones, como un desfile de fotos de un hombre que se está volviendo cansado y viejo. Su mano se aflojó y la solté.

—Oiga, jefe, ¿le parece bien si me voy ahora? Tengo un montón de repartos que hacer.

—¿Qué está repartiendo? ¿Problemas?

—No, señor. Yo no hago eso. —Lanzó una mirada a la casa de los Trask, como si su presencia en la calle le sorprendiera—. Tengo mal carácter, pero no le haría daño a nadie. No le he hecho daño a usted. Usted ha sido quien me lo ha hecho a mí. Yo soy el que siempre sale perdiendo.

—Pero no es el único.

Dio un respingo, como si hubiera hecho una observación hiriente.

—¿Adonde quiere llegar, caballero?

—Ha habido un par de asesinatos. Eso no es ninguna novedad para usted.

Busqué el periódico en el asiento de su coche y le enseñé la foto de Harrow.

—No le he visto en mi vida —dijo.

—Tenía el periódico abierto en esta página.

—Yo no. Lo recogí así en la estación. Siempre recojo mis periódicos en la estación. —Se inclinó hacia mí, sudoroso e inquieto—. Escuche, me tengo que ir ahora, ¿entiende? Tengo que obedecer una urgente necesidad de la naturaleza.

—Esto es más importante.

—Para mí no lo es.

—Para usted también. ¿Conoce a un joven que se llama Nick Chalmers?

—No está… —Se contuvo y volvió a empezar—: ¿Cómo ha dicho?

—Me ha oído. Estoy buscando a Nick Chalmers. Tal vez él le está buscando a usted.

—¿Para qué? Nunca le hice nada. Cuando descubrí que Swain estaba planeando el secuestro… —Se contuvo de nuevo y se cubrió la boca con la mano, como si quisiera empujar las palabras hacia adentro o esconderlas como pájaros en su barba.

—¿Swain secuestró al joven Chalmers?

—¿Por qué me lo pregunta a mí? Soy tan inocente como un pájaro.

Pero atisbo el cielo con los ojos entrecerrados, como si un garfio o un lazo descendieran hacia él desde el cielo.

—Tengo que apartarme de la luz del sol. Me produce cáncer de piel.

—Es una muerte lenta y agradable. La de Swain fue más violenta.

—Nunca conseguirá acusarme a mí, hermano. Hasta los policías del Point me tuvieron que soltar.

—No lo hubieran hecho de haber sabido lo que yo sé.

Se me acercó más, arrastrándose con las rodillas ligeramente dobladas, pareciendo más bajo de lo que era.

—¡Soy inocente, lo juro por Dios! ¡Por favor, señor, déjeme ir ahora!

—Apenas hemos comenzado.

—Pero no podemos quedarnos aquí.

—¿Por qué no?

Su cabeza giró sobre su cuello como guiada por un mecanismo automático, y miró una vez más hacia la casa de los Trask. Mi mirada siguió la suya. Noté que la puerta principal estaba entreabierta.

—Ha dejado la puerta abierta. Será mejor que vayamos a cerrarla.

—Ciérrela usted —dijo—. Tengo un maldito calambre en mi pierna. Tengo que sentarme o me caeré.

Se sentó detrás del volante de su cacharro. No podía ir lejos sin la llave de contacto, pensé, y crucé la calle. A través de la abertura de la puerta y tras el dintel pude ver unos rojos tomates desparramados por el piso del vestíbulo. Entré con cuidado para no pisarlos.

De la cocina salía olor a quemado. Una cafetera de vidrio había hervido hasta secarse y se había partido en pedazos. Jean Trask yacía al lado, sobre el suelo de vinílico verde.

Tiré el enchufe de la cafetera eléctrica y me arrodillé cerca de Jean. Tenía heridas de arma blanca en el pecho y un gran tajo en el cuello. Estaba en pijama y un salto de cama de nylon rosa, y su cuerpo aún estaba caliente.

A pesar de que Jean estaba muerta, oí respirar en algún lugar. En el fondo de la cocina una puerta abierta conducía, pasando por el lavadero y el secadero, al garaje contiguo.

El Ford sedán de George Trask estaba aparcado en el garaje. Cerca de él, sobre el suelo de cemento, yacía boca arriba Nick Chalmers. Aflojé el cuello de su camisa. Luego miré sus ojos: estaban en blanco. Le golpeé con fuerza, en las dos mejillas. No reaccionó. Me oí a mí mismo emitir un gemido.

En el suelo, a su lado, había tres tubos de barbitúricos vacíos. Los recogí y me los guardé en el bolsillo. No había tiempo para buscar nada más. Lo más urgente era hacerle a Nick un lavado de estómago.

Levanté la puerta del garaje, fui a buscar mi coche en la acera de enfrente y retrocedí con él por la entrada de coches. Levanté a Nick en brazos —era un hombre grande y no resultó fácil— y lo acosté en el asiento trasero. Cerré el garaje. Luego empujé la puerta principal para dejarla cerrada.

Entonces noté que Randy Shepherd y su cacharro habían desaparecido. Evidentemente era tan hábil en hacer arrancar coches como en abrir puertas sin llave. Dadas las circunstancias, no podía reprocharle que se hubiera ido.