15

Dejé a Truttwell en el centro. Me indicó cómo llegar a la clínica del doctor Smitheram. Ésta resultó ser un gran edificio moderno en los elegantes alrededores de Monte vista. Grabada en la piedra que dominaba la entrada principal se leía la siguiente inscripción: «Clínica Smitheram, 1967».

Una mujer bien parecida, de cabello castaño oscuro, apareció en la sala de espera, que carecía de ventanas. Me preguntó si tenía una cita. Le dije que no.

—Se trata de una emergencia con respecto a uno de los pacientes del doctor Smitheram.

—¿Cuál de ellos?

Sus ojos azules mostraban preocupación. Su cabello tenía un mechón gris, como si el tiempo hubiera dejado caprichosamente su marca impresa sólo en él.

—Preferiría hablar con el doctor —dije.

—Puede hacerlo conmigo. Soy la señora Smitheram y colaboro profesionalmente con mi esposo. —Me sonrió de una manera que podía ser profesional, pero parecía sincera—. ¿Es usted un pariente?

—No. Mi nombre es Archer…

—¡Por supuesto! —dijo ella—. El detective. El doctor Smitheram esperaba que usted le llamara.

Escudriñó mi cara y frunció un poco el ceño.

—¿Ha ocurrido algo más?

—De todo. Quisiera que me permitiese hablar con el doctor.

Miró su reloj.

—No es posible. Está con un paciente y falta media hora para que se vaya. No le puedo interrumpir a menos que se trate de una emergencia muy seria.

—Ésta lo es. Nick se ha vuelto a escapar. Y me parece que la policía está a punto de entrar en acción.

Reaccionó como si fuera una cómplice de Nick:

—¿Para arrestarle?

—Sí.

—¡Eso es absurdo e injusto! ¡Sólo era un niño…! —Cortó la frase por la mitad, como si un censor se hubiera despertado en su interior.

—¿Qué hizo cuando sólo era un niño, señora Smitheram?

Aspiró con rabia una profunda bocanada de aire y la soltó con un desmayado murmullo de resignación. Se dirigió hacia una puerta interior y la cerró tras de sí.

Al fin apareció Smitheram, enorme, enfundado en una bata blanca.

Parecía algo distraído, como un hombre que acaba de soñar despierto, y me tendió la mano con impaciencia.

—¿Se puede saber adónde ha ido Nick?

—No tengo la menor idea. Simplemente huyó.

—¿Quién le estaba vigilando?

—Su padre.

—¡Eso es ridículo! Les avisé que el muchacho necesitaba seguridad, pero Truttwell se opuso. —Su rabia salía a flote al encuentro de nuevos motivos, como si, en realidad, estuviera enfadado consigo mismo—. Si se niegan a seguir mis consejos me lavaré las manos en este asunto.

—No puedes hacer eso y lo sabes —dijo su mujer desde el umbral—. La policía está detrás de Nick.

—O lo estará muy pronto —agregué.

—¿De qué le acusan?

—Sospechan de dos asesinatos. Es probable que usted conozca los detalles mejor que yo.

Los ojos del doctor Smitheram se midieron con los míos en una especie de careo. Sentí que chocaba contra una voluntad muy fuerte y tortuosa.

—Está suponiendo demasiado.

—Mire, doctor. ¿No podríamos deponer las armas y hablar como seres humanos? Ambos deseamos traer a Nick a salvo a casa, evitarle la cárcel, curar su enfermedad…, cualquiera que sea.

—Es una larga lista —dijo Smitheram sin alegría—. Y parece que no estamos progresando demasiado, ¿verdad?

—Está bien. ¿Adónde puede haber ido?

—Es difícil de decir. Hace tres años se fue durante varios meses. Estuvo vagando por todo el país hasta llegar a la costa este.

—No tenemos tres meses ni tres días por delante. Se llevó varias dosis de somníferos y de tranquilizantes: hidrato de cloruro, Nembutal, Nembu-Serpin.

Smitheram parpadeó y sus ojos se ensombrecieron.

—Eso es grave. Tiene tendencias suicidas, usted lo debe saber.

—¿Por qué las tiene?

—Ha tenido una vida desgraciada. Se siente culpable, como si fuera criminalmente responsable de sus desgracias.

—¿Quiere decir que no lo es?

—Quiero decir que nadie lo es. —Lo dijo como si lo creyera—. Pero usted y yo no tendríamos que estar hablando aquí. De todos modos, no voy a divulgar los secretos de mis pacientes.

Dio un paso en dirección a una puerta interior.

—Espere un minuto, doctor. Sólo un minuto. La vida de su paciente puede correr peligro y usted lo sabe.

—Por favor —dijo la señora Smitheram—. ¡Habla con el señor, Ralph!

El doctor Smitheram se volvió hacia mí, inclinando la cabeza en una actitud exageradamente servicial. No le formulé la pregunta que hubiera querido, acerca del muerto del bosque de los vagabundos. Sólo habría conseguido aumentar el silencio que nos rodeaba.

—¿Le dijo algo Nick, anoche? —pregunté.

—Hasta cierto punto. Sus padres y su novia estuvieron presentes la mayor parte del tiempo. Naturalmente, ejercían una influencia inhibitoria.

—¿Mencionó algunos nombres, de personas o lugares? Estoy tratando de encontrar algún indicio acerca de dónde puede haber ido.

El médico asintió.

—Traeré mis notas.

Salió de la habitación y regresó con un par de hojas de papel, cubiertas de garabatos ilegibles. Se colocó unas gafas para leer y las revisó rápidamente.

—Mencionó a una mujer que se llama Jean Trask, a quien ha estado viendo.

—¿Qué sentía por ella?

—Ambivalencia. Parecía echarle la culpa de sus problemas… El porqué no está claro. Al mismo tiempo, parecía bastante interesado por ella.

—¿Sexualmente interesado?

—No diría eso. Su sentimiento era más bien fraternal. También se refirió a un hombre llamado Randy Shepherd. En realidad, quería mi ayuda para encontrar a Shepherd.

—¿Dijo por qué?

—Parece que Shepherd fue o pudo ser testigo de algo que ocurrió hace mucho tiempo.

Smitheram me dejó antes de que pudiera formularle ulteriores preguntas. Su esposa y yo intercambiamos los números de nuestros servicios de secretarias telefónicas. Pero no me dejó ir así, tan fácilmente. Sus ojos estaban un poco compungidos, como si se hubiera contrariado a sí misma de alguna manera.

—Sé que resulta exasperante —dijo— que no le transmitan los hechos a uno. Nos comportamos así porque tenemos que hacerlo. Los pacientes de mi esposo no le ocultan nada, compréndalo. Es imprescindible para el tratamiento.

—Lo entiendo.

—Y, por favor, créame si le digo que estamos completamente del lado de Nick. Tanto el doctor Smitheram como yo sentimos mucho cariño por él… y por toda su familia. Han tenido su buena dosis de desgracias, como él ha dicho.

Los dos Smitheram eran maestros en el arte de hablar mucho sin decir demasiado. Pero la señora Smitheram parecía una mujer vivaz, a quien le hubiera gustado hablar con libertad. Me siguió hasta la puerta, insatisfecha aún por lo que había dicho o dejado de decir.

—Créame, señor Archer. Hay cosas en mis archivos que usted preferiría no saber.

—Y en los míos. Algún día haremos un intercambio de historias.

—Será un gran día —dijo con una sonrisa.

Había un teléfono público en el vestíbulo del edificio de los Smitheram. Llamé al servicio de información de San Diego, conseguí el número de George Trask y llamé a su casa. El teléfono sonó muchas veces antes de que descolgaran el receptor.

—¡Hola! —Era la voz de Jean Trask y sonaba asustada y confusa—. ¿Eres tú, George?

—Habla Archer. Si Nick Chalmers aparece por allí…

—Será mejor que no lo haga. No quiero saber nada más de él.

—Sin embargo, si aparece, reténgale. Lleva un bolsillo lleno de barbitúricos y creo que tiene la intención de tomarlos,

—Ya me imaginaba que era un psicótico —dijo la mujer—. ¿Mató a Sidney Harrow?

—Lo dudo.

—Pero lo hizo, ¿no es verdad? ¿Me está buscando? ¿Me ha llamado por eso? —El miedo hacía vibrar con fuerza su voz.

—No tengo motivos para pensar eso. —Cambié de tema—: ¿Conoce a un tal Randy Shepherd, señora Trask?

—Tiene gracia que me pregunte eso. Justamente estaba… —su voz se detuvo en seco.

—Justamente estaba… ¿qué?

—Nada. Pensaba en otra cosa. No conozco a nadie que se llame así.

Estaba mintiendo. Pero no se pueden desentrañar mentiras por teléfono. San Diego estaba a poca distancia, y decidí ir hasta allí sin avisar.

—¡Qué lástima! —exclamé, y colgué el receptor.

Volví a llamar a Informaciones. Randy Shepherd no figuraba en la guía de San Diego ni de sus alrededores. Llamé luego a la casa de Rawlinson en Pasadena y me contestó la señora Shepherd.

—Habla Archer. ¿Se acuerda de mí?

—Claro que me acuerdo. Si es con el señor Rawlinson con quien quiere hablar, todavía está en cama.

—Quiero hablar con usted, señora Shepherd. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con su primer marido?

—No puede hacerlo a través de mí. ¿Ha vuelto a hacer algo malo?

—No que yo sepa. Un muchacho que conozco lleva un montón de somníferos y piensa suicidarse. Shepherd podría conducirme hasta él.

—¿De qué muchacho está hablando? —preguntó con recelo.

—Nick Chalmers. Usted no le debe conocer.

—No, no le conozco. Y no le puedo dar la dirección de Shepherd, dudo de que tenga una. Vive en algún lugar del valle del Río Tijuana, al sur de la frontera mexicana.