Me detuve en la oficina de Truttwell para darle mi informe. Su pelirroja recepcionista pareció aliviada al verme.
—He estado tratando de localizarle. El señor Truttwell dice que es urgente.
—¿Está aquí?
—No. Está en casa del señor Chalmers.
El criado de los Chalmers, Emilio, me hizo pasar. Truttwell estaba sentado en el living, con Chalmers y su esposa. La escena parecía un velatorio en el cual faltara el cadáver.
—¿Le ha pasado algo a Nick?
—Ha huido —dijo Chalmers—. No pude dormir nada anoche, y me temo que me sorprendió con mis defensas bajas, se encerró en un cuarto de baño del piso de arriba. Nunca se me ocurrió que podía escapar por la ventana. Pero lo hizo.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Poco más de media hora —dijo Truttwell.
—¡Es una contrariedad!
—¡Ya lo creo! —Chalmers estaba tieso y ansioso. El lento y agobiante transcurrir de la noche le había dejado el rostro demacrado—. Teníamos la esperanza de que usted nos ayudara a buscarle.
—No podemos llamar a la policía, ¿se da cuenta? —dijo su mujer.
—Lo entiendo. ¿Cómo iba vestido, señor Chalmers?
—Con la misma ropa que llevaba ayer… No quiso quitársela anoche. Llevaba un traje gris, una camisa blanca y una corbata azul. Zapatos negros.
—¿Se llevó algo más?
Truttwell contestó por ellos:
—Me temo que sí. Se llevó todos los somníferos del botiquín.
—Por lo menos han desaparecido —dijo Chalmers.
—¿Qué es lo que desapareció, exactamente? —le pregunté.
—Algunas cápsulas de hidrato de cloruro y unas cuantas pastillas de 3/4 de Nembutal.
—Y una gran cantidad de Nembu-Serpin —agregó su mujer.
—¿Llevaba dinero?
—Supongo que sí —dijo Chalmers—. No le quité su dinero. Traté de evitar cuanto pudiera perturbarlo.
—¿Hacia dónde fue?
—No lo sé. Tardé algunos minutos en darme cuenta de que se había ido. Me parece que no soy un carcelero muy eficiente.
Irene Chalmers chasqueó su lengua, casi sin hacer ruido. Sólo lo hizo una vez, pero daba a entender que había otras cosas en las cuales tampoco era muy eficiente.
Le pedí a Chalmers que me mostrara el camino que había seguido Nick para escapar. Me hizo subir una corta escalera de baldosas y caminar a lo largo de un pasillo sin ventanas hasta el cuarto de baño. El despojado botiquín estaba abierto. La ventana, profundamente empotrada en el muro exterior, tenía cerca de dos palmos de ancho por tres de alto. La abrí y me asomé.
Pude ver profundas huellas en un saledizo que había a unos dos metros bajo la ventana. Las puntas de los pies apuntaban hacia la casa. Pensé que Nick debía haber sacado los pies antes de descolgarse del alféizar y saltar. No se veían más rastros.
Bajamos al salón, donde Irene Chalmers se había quedado esperando con Truttwell.
—Tiene razón en no acudir a la policía —dije—. Yo no les diría, a ellos ni a nadie, que Nick se ha escapado.
—No lo hemos hecho y no pensamos hacerlo —dijo Chalmers.
—¿En qué estado de ánimo estaba cuando se fue?
—Parecía tranquilo. No durmió mucho, pero estuvimos hablando tranquilamente en el transcurso de la noche.
—¿Tiene inconveniente en decirme de qué hablaron?
—Ninguno. Le hablé acerca de nuestra necesidad de apoyarnos mutuamente, de nuestros deseos de ayudarle.
—¿Cómo reaccionó?
—Creo que no reaccionó en absoluto. Pero, al menos, no se enfadó.
—¿Se refirió al asesinato de Harrow?
—No. Tampoco le pregunté nada.
—¿Ni al asesinato de otro hombre, ocurrido hace quince años?
La cara de Chalmers se alargó por la sorpresa.
—¿Qué diablos quiere decir?
—Dejémoslo por ahora. Ya tiene bastantes cosas en la cabeza.
—Prefiero no dejarlo. —Irene Chalmers se levantó y se me acercó. Tenía profundas ojeras, la tez amarillenta, y sus labios temblaban—. ¿No estará acusando a mi hijo de otro asesinato?
—No he hecho más que preguntar.
—Es una pregunta terrible.
—Estoy de acuerdo. —John Truttwell se puso de pie y vino hacia mí—. Creo que es hora de que nos vayamos de aquí. Esta gente ha pasado una noche infernal.
Los saludé disculpándome a medias, y seguí a Truttwell hacia la puerta principal. Emilio vino corriendo para acompañarnos hasta la salida. Pero Irene Chalmers nos interceptó a los dos:
—¿Dónde tuvo lugar ese pretendido asesinato, señor Archer?
—En el bosque de los vagabundos. Aparentemente fue cometido con el mismo revólver que mató a Harrow.
Chalmers se levantó detrás de su mujer.
—¿Cómo está enterado de eso? —me preguntó.
—La policía tiene pruebas balísticas.
—¿Y sospechan de Nick? ¡Hace quince años sólo tenía ocho!
—Eso fue lo que señalé al capitán Lackland.
Truttwell se volvió hacia mí, sorprendido.
—¿Ha estado hablando de eso con él?
—No en el sentido de contestar a sus preguntas. Pero él es mi principal fuente de información acerca de aquel primer crimen.
—¿Cómo surgió ese tema entre ustedes? —preguntó Truttwell.
—Lackland lo sacó a colación. Lo he mencionado ahora porque pensé que debía hacerlo.
—Entiendo. —El trato que me dispensaba Truttwell era suave e impersonal—. Si no tiene inconveniente, quisiera discutir esto en privado con el señor y la señora Chalmers.
Esperé afuera, en mi coche. Era un claro día de enero, aunque el viento le quitaba algo de su esplendor. Pero la gravedad de lo que había ocurrido y se había dicho en casa de los Chalmers me agobiaba. Temía que Chalmers me despidiera. No se trataba de un caso fácil, pero después de estar un día y una noche con las personas complicadas en él, me interesaba seguir con él.
Al fin salió Truttwell y se acomodó en el asiento delantero de mi auto.
—Me han pedido que le despida. He conseguido disuadirles.
—No sé si debo agradecérselo o no.
—Yo tampoco. No son personas fáciles de tratar. Tuve que convencerles de que no estuvo escarbando en un basurero con Lackland.
Lo planteó como una pregunta y le contesté:
—No lo hice, pero me conviene cooperar con él. Ha estado tras este caso durante quince años, y yo llevo tras él menos de un día.
—¿Acusó a Nick de algo en particular?
—No llegó a eso. Sólo sugirió que un niño es capaz de disparar un arma.
Los ojos de Truttwell se hicieron más pequeños y brillantes, como pequeñas bolitas de hielo.
—¿Cree que eso puede ser verdad?
—Lackland parecía jugar con la idea. Por desgracia, cuenta con un hombre muerto para respaldarle.
—¿Sabe quién era ese hombre?
—No está del todo aclarado. Podría tratarse de un hombre buscado por la policía y que se llamaba Eldon Swain.
—¿Por qué razón lo buscaban?
—Desfalco. Hay algo más que no me gusta mencionar, pero me veo obligado a hacerlo. —Me interrumpí. Realmente me resultaba odioso hacerlo—. Ayer, antes de traer a Nick, me hizo una especie de confesión de asesinato. Su confesión encaja más con el antiguo crimen, el de Swain, que con el de Harrow. En realidad, puede haber estado confesando ambos de una vez.
Truttwell se frotó los puños repetidas veces.
—Tenemos que encontrarle antes de que confiese toda su vida.
—¿Betty está en casa?
Su padre me miró con dureza.
—¡No pensará utilizarla como señuelo o perro de caza!
—¿O como mujer? Porque lo es.
—Antes de nada es mi hija. —Fue una de las más reveladoras afirmaciones que Truttwell había expresado acerca de sí mismo—. No se verá envuelta en un caso de asesinato.
No me tomé el trabajo de recordarle que ya lo estaba.
—¿Podría hablar con otros amigos de Nick?
—Dudo que los tenga. Siempre fue más bien solitario. Ésa era una de mis objeciones… —Truttwell se detuvo en seco—. El doctor Smitheram puede ser su mejor candidato, si consigue hacerle hablar. Yo lo he intentado durante quince años.
Agregó secamente:
—Me temo que él y yo sufrimos incompatibilidad profesional.
—¿Cuando se refiere a hace quince años…?
Truttwell completó mi pregunta:
—Recuerdo que algo le ocurrió a Nick cuando estaba en segundo o tercer grado. Un día no regresó de la escuela. Su madre me llamó por teléfono y me preguntó qué debía hacer. Le di algunos de los consejos usuales en casos como ése. Aún no sé si los siguió o no. Pero el chico estaba en su casa al día siguiente. Y Smitheram lo estuvo tratando sin interrupción desde entonces. Me atrevería a agregar que lo hizo sin demasiado éxito.
—¿La señora Chalmers le dijo algo acerca de lo que había ocurrido?
—Nick se fugó, o fue secuestrado. Me inclino por lo último. Y creo que… —Truttwell arrugó la nariz como antes de un mal olor…— tenía que ver con el sexo.
—Eso fue lo que dijo ayer. ¿Qué clase de sexo?
—Anormal —dijo brevemente.
—¿Dijo eso la señora Chalmers?
—No de manera explícita. Todos guardaron un profundo silencio sobre ese asunto —dijo, bajando la voz.
—Un asesinato puede provocar silencios aún más profundos.
Truttwell resopló.
—Un chico de ocho años es incapaz de asesinar, en todos los sentidos.
—Ya lo sé. Pero los niños de ocho años no lo saben, sobre todo si todo el asunto es acallado a su alrededor.
Truttwell se movió incómodo en el asiento, como si se sintiera perseguido por imágenes desagradables.
—Me temo que se está apresurando a la hora de sacar conclusiones, Archer.
—No son conclusiones. Son hipótesis.
—¿No nos estamos alejando demasiado de su tarea inicial?
—Lo teníamos previsto, ¿verdad? De paso, quisiera que recapacite acerca de Betty. Ella puede saber dónde está Nick.
—No lo sabe —dijo lacónicamente Truttwell—. Se lo he preguntado yo mismo.