Cené en Pasadena, cogí el coche y volví a casa, a Los Ángeles. El aire de mi apartamento del segundo piso estaba caliente y viciado. Abrí una ventana y una botella de cerveza, y me senté con ella en la semioscuridad de la habitación principal.
A pesar de vivir en un barrio tranquilo, lejos de las principales carreteras, podía oír su zumbido, remoto pero íntimo, como si se tratara del zumbido de mi propia sangre en mis venas.
Los coches pasaban por la calle de cuando en cuando, iluminando el cielo raso con furtivos resplandores. El caso que estaba siguiendo parecía tan difícil de retener en la mente como las escurridizas luces y el zumbido de la ciudad.
El aspecto y el sentido del caso estaban cambiando. Siempre cambian cuando uno se va compenetrando con ellos. Eldon Swain se había colocado en el centro, arrastrando con él a toda su familia. Si estaba vivo, podía ofrecerme algunas respuestas que necesitaba. Si estaba muerto, me las tendrían que facilitar las personas que conocían su historia.
Encendí las luces, saqué mi agenda negra y anoté algunas observaciones acerca de las personas.
»El Colt 45 que le quité a Nick Chalmers fue comprado en septiembre de 1941 por Samuel Rawlinson, presidente del Banco Occidental de Pasadena. Alrededor del 1 de julio de 1945 se lo dio a su hija Louise Swain. Su esposo Eldon, cajero del banco, acababa de cometer un desfalco de más de medio millón, y arruinó el banco. Huyó presuntamente a México, con Rita Shepherd, hija del ama de llaves de Rawlinson (y durante una época fue la «mejor amiga» de su propia hija, Jean).
»Eldon Swain apareció en casa de su mujer en 1954 y le quitó el revólver Colt. ¿Cómo pasó de manos de Swain a las de Nick Chalmers? ¿Vía Sidney Harrow, o a través de otras personas?
»P. D. San Diego: Harrow vivió allí, ídem la hija de Swain, Jean y su marido, George Trask, ídem el ex marido de la señora Shepherd.
Cuando terminé de escribir era casi medianoche. Llamé a la casa de John Truttwell, en Pacific Point y, a petición suya, le leí dos veces mis observaciones. Le dije que, después de todo, podía ser una buena idea entregar el revólver a Lackland para su examen balístico. Truttwell dijo que ya lo había hecho. Me fui a la cama.
A las siete, según el reloj de mi radio, el teléfono me despertó de un sobresalto. Levanté el receptor y pronuncié mi nombre con la boca seca.
—Habla el capitán Lackland. Sé que es temprano para llamar. Pero he estado levantado toda la noche supervisando el examen balístico del revólver que le entregó a su abogado.
—El señor Truttwell no es mi abogado.
—Le ha estado representando. Pero bajo las presentes circunstancias eso no es suficiente.
—¿Cuáles circunstancias?
—No me parece bien discutir las pruebas por teléfono. ¿Puede estar aquí, en la comisaría, dentro de una hora?
—Haré lo posible.
No me entretuve en desayunar, así que entré en la oficina de Lackland a las ocho menos dos minutos, según el reloj eléctrico de su pared. Esbozó un saludo con la cabeza. Sus ojos se habían hundido aún más en su rostro. Una brillante barba gris había brotado en su cara, como si creciera alambre alrededor de un núcleo central de acero.
Tenía la mesa inundada de fotografías. La de más arriba era la ampliación de una microfotografía de un par de balas. Lackland me hizo sentar en una dura silla frente a él.
—Es hora de que usted y yo tengamos un intercambio de opiniones.
—Lo dice como si se tratara de un choque de personalidades, capitán.
Lackland no sonrió.
—No estoy de humor para agudezas. Quiero saber dónde consiguió este revólver.
Empujó el revólver hacia mí con brusquedad, sacando a relucir una tabla de madera sobre la que el arma estaba atada con alambres.
—No se lo puedo decir, y según la ley no estoy obligado a hacerlo.
—¿Qué sabe acerca de la ley?
—Estoy trabajando bajo las órdenes de un buen abogado. Acepto sus interpretaciones.
—Yo no.
—Aclare eso, capitán. Estoy dispuesto a colaborar con todas mis posibilidades. El hecho de que usted tenga el revólver lo prueba.
—La verdadera prueba sería que usted me dijera de dónde lo sacó.
—No puedo hacer eso.
—¿Cambiaría de idea si le dijera que ya lo sabemos?
—Lo dudo. Inténtelo.
—Sabemos que ayer Nick Chalmers llevaba un revólver. Tengo un testigo. Otro testigo le sitúa en las cercanías del Sunset Motor Hotel aproximadamente a la hora del asesinato de Harrow.
La voz de Lackland era cortante y oficial, como si ya estuviera atestiguando en el juicio de Nick. Mientras hablaba observaba mis ojos. Traté de mantenerlos inexpresivos, tan fríos como los de él.
—Sin comentarios —dije.
—Tendrá que contestar ante el jurado.
—Tengo mis dudas. Además, no estamos en un tribunal.
—Podemos estarlo antes de lo que supone. En este mismo momento es probable que tenga suficientes pruebas como para someterle a la acusación de un Gran Jurado. —Le dio un manotazo al montón de fotografías que había en su escritorio—. Tengo pruebas fehacientes de que este revólver mató a Harrow. Las balas que analizamos combinan con las que recuperamos de su cerebro. ¿Quiere echar una mirada?
Observé las microfotografías. No era un experto en balística, pero podía ver que las balas coincidían. La evidencia en contra de Nick estaba cobrando cuerpo.
Incluso sobraban evidencias. Al lado de ellas, la confesión de Nick de que había asesinado a Harrow en el bosque de los vagabundos parecía cada vez más endeble.
—No pierde el tiempo, capitán.
El cumplido deprimió a Lackland.
—¡Ojalá fuera verdad! Estuve trabajando en este caso durante quince años… Casi todos fueron desperdiciados. —Me otorgó una larga mirada apreciativa—. En realidad me vendría bien su ayuda, ¿sabe? Me gusta trabajar en colaboración, igual que a cualquier hijo de vecino.
—A mí también. No entiendo lo que quiere decir cuando habla de quince años.
—¡Ojalá lo entendiera yo mismo! —Apartó la microfotografía y sacó unas fotografías del sobre de papel que me había enseñado el día anterior—. Mire esto.
La primera era la foto recortada que ya había visto. No cabía duda de que se trataba de Eldon Swain. A cada lado se divisaban recortes de vestidos femeninos y las chicas no se veían.
—¿Le conoce?
—Podría ser.
—¿Le conoce o no? —preguntó Lackland.
No había razón para no decírselo. Lackland seguiría el rastro del revólver hasta llegar a Samuel Rawlinson, si es que no lo había hecho ya. De ahí, sólo un paso le separaba del yerno de Rawlinson. Le dije:
—Su nombre es Eldon Swain. Vivía en Pasadena.
Lackland sonrió y asintió, como un maestro que apreciaba los progresos de un alumno atrasado. Sacó otra foto de su sobre. Era una foto sacada con flash, que mostraba la cara preocupada de un hombre dormido. Miré con atención y me di cuenta de que el hombre dormido estaba muerto.
—¿Qué me dice de éste? —dijo Lackland.
El cabello del hombre era casi blanco. Había huellas de polvo y de cenizas sobre su cara, curtida por soles ardientes. Su boca dejaba entrever dientes rotos y alrededor de ella se leían las marcas de esperanzas perdidas.
—Podría tratarse del mismo hombre, capitán.
—Ésa es también mi opinión. Por eso la desenterré de los archivos.
—¿Está muerto?
—Desde hace mucho tiempo. Quince años. —La voz de Lackland dejaba traslucir cierta ruda ternura, que parecía tener reservada para el muerto—. Le encontraron tirado en el bosque de los vagabundos. Eso fue en 1954… Yo era sargento en esa época.
—¿Fue asesinado?
—De un tiro en el corazón. Con este revólver. —Levantó el revólver que estaba en la tabla—. El mismo revólver que mató a Harrow.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el análisis balístico. —De un cajón de su escritorio sacó una caja rotulada forrada de algodón, y me enseñó un proyectil—. Esta bala es idéntica a las que analizamos anoche. Y es la que mató al hombre del bosque. Me acordé de esto —dijo con cauteloso orgullo— porque Harrow llevaba encima esta otra fotografía.
Le dio un pequeño golpe a la foto recortada de Eldon Swain.
—Y me llamó la atención su parecido con el hombre muerto en el bosque.
—Creo que el hombre muerto es Swain —dije—. Las fechas coinciden.
Le conté a Lackland lo que había averiguado acerca del paso del revólver de manos de Rawlinson a las de su hija, y de sus manos a las de su errabundo esposo.
Lackland estaba profundamente interesado.
—¿Dice que Swain ha estado en México?
—Durante ocho o nueve años, según parece.
—Eso tiende a confirmar la identificación. El muerto iba vestido como un vagabundo, con ropas mexicanas. Es una de las razones por las cuales no le seguimos, como tal vez deberíamos haberlo hecho. Yo era el guardia de frontera durante la guerra, y sé lo difícil que resulta seguirle el rastro a un mexicano.
—¿No había huellas dactilares?
—Así es, no había huellas dactilares. El cuerpo había sido abandonado con las manos en el fuego… en las brasas de una fogata. —Me enseñó una horripilante foto de las manos chamuscadas—. No sé si fue accidental o no. En el bosque de los vagabundos suelen ocurrir cosas horribles.
—¿Existían sospechosos en ese momento?
—Hicimos una redada de vagabundos, por supuesto. Uno de ellos pareció estar comprometido, al principio… Un ex convicto que se llamaba Randy Shepherd. Llevaba demasiado dinero encima para ser un vagabundo y había sido visto con el muerto. Pero sostuvo que se habían encontrado por casualidad en el camino, y que sólo habían bebido juntos. No pudimos probar lo contrario.
Luego me hizo más preguntas acerca de Eldon Swain y del revólver, y se las contesté. Al fin dijo:
—Hemos hablado de todo menos del punto esencial. ¿Cómo consiguió el revólver, ayer?
—Lo siento, capitán. Al menos, no está tratando de endilgarle este antiguo asesinato del bosque de los vagabundos a Nick Chalmers. Apenas si podía cargar con un revólver de juguete en ese tiempo.
Lackland se mostró tan implacable como un jugador de ajedrez:
—Sabemos de niños que han podido disparar un revólver.
—No estará hablando en serio.
Lackland me dedicó una sonrisa helada, que parecía insinuar que sabía más que yo y que siempre seguiría siendo así.