Louise Swain vivía en una calle pobre, más allá de Fair Oaks, entre la ciudad vieja y el ghetto. Unos niños, de diferentes matices de piel, estaban jugando bajo el farol de la esquina, rodeados por la oscuridad.
Una luz más pequeña alumbraba el porche delantero de la casa de la señora Swain, y un Ford sedán estaba aparcado frente a él, junto a la curva. El Ford estaba cerrado con llave. Lo iluminé con mis faros. Estaba registrado a nombre de George Trask, 4545 Bayview Avenue, San Diego.
Tomé nota de la dirección, saqué mi micrófono de contacto y di la vuelta hasta un costado del chalet, siguiendo dos bandas de cemento que servían de calzada para los coches. Un viejo Volkswagen negro, con un guardabarros abollado, estaba aparcado bajo una destartalada cochera. Protegido por las sombras, me apoyé en el muro, cerca de una ventana cerrada.
No me hizo falta el micrófono. En la casa, la voz de Jean gritaba con rabia:
—¡No voy a regresar con George!
Una mujer mayor hablaba con voz controlada:
—Harás mejor en seguir mi consejo y volver con él. George todavía te quiere. Me ha preguntado por ti esta mañana… Pero eso no durará eternamente.
—¿A quién le importa?
—Tendría que importarte. Si lo pierdes, no tendrás a nadie. Y no sabes lo que eso significa hasta que lo hayas probado. No pienses en volver a vivir conmigo.
—No me quedaría aunque me lo pidieras de rodillas.
—No ocurrirá —contestó tajantemente la mujer mayor—. Sólo me queda suficiente espacio, suficiente dinero y suficiente energía para mí sola.
—Eres una mujer fría, mamá.
—¿Ah, sí? No lo fui siempre. Tú y tu padre me habéis hecho cambiar.
—¡Estás celosa! —La voz de Jean se había alterado. Un tono de placer asomaba tras su rabia y su desesperación—. ¡Celosa de tu propia hija y de tu propio marido! ¡Está muy claro! No me extraña que se lo hayas entregado a Rita Shepherd.
—No se lo entregué. Ella se arrojó en sus brazos.
—Con gran ayuda por tu parte, mamá. Es probable que hayas planeado todo el asunto.
La mujer mayor replicó:
—Te aconsejo que te vayas de aquí antes de que digas algo más. Tienes casi cuarenta años y no soy responsable de ti. Tienes suerte en tener un marido con deseos y capacidad de cuidarte.
—No lo puedo soportar —dijo Jean—. ¡Deja que me quede aquí, contigo! ¡Estoy asustada!
—Yo también —dijo su madre—. Tengo miedo por ti. Has estado bebiendo de nuevo, ¿verdad?
—Estuve celebrando algo.
—¿Qué tienes tú que celebrar?
—¿Te gustaría saberlo, mamá? —Jean hizo una pausa—. Te lo diré si me lo preguntas de buena manera.
—Si tienes algo que decirme, dímelo. No te andes con rodeos.
—Ahora no te lo digo. —Jean parecía un niño que se divierte irritando a los adultos—. Adivínalo tú misma.
—No hay nada que adivinar —dijo su madre.
—¿Seguro? ¿Qué dirías si te dijera que papá está vivo?
—¿Realmente vivo?
—Te apuesto a que sí —dijo Jean.
—¿Le has visto?
—Le veré pronto. He descubierto su rastro.
—¿Dónde?
—Ése es mi pequeño secreto, mamá.
—¡Uf! ¡Otra vez imaginando cosas! Estaría loca si te creyera.
No pude oír la contestación de Jean. Supuse que las dos mujeres habían agotado el tema y estaban agotadas ellas mismas. Salí de la sombra de la cochera para deslizarme hacia la oscura calle.
Jean salió al porche iluminado. La puerta se cerró tras ella con un golpe, y la luz se apagó. Me quedé esperándola al lado de su coche.
Al verme retrocedió, tropezando con la acera.
—¿Qué quiere?
—Deme la caja de oro, Jean. No es suya.
—Sí que lo es. Es una antigua herencia de familia.
—¡Déjese de tonterías!
—Es verdad —dijo—. La caja era de mi abuela Rawlinson. Ella dijo que iba a ser mía. Y ahora lo es.
La creí a medias.
—¿Podríamos hablar un poco en su coche?
—¡Eso no sirve de nada! Cuanto más se habla más se sufre.
Su rostro estaba muy afligido y su cuerpo sin fuerzas. Transmitía una sensación peculiar, como si fuera un fantasma o una gris emanación de la verdadera Jean Trask. Producía la impresión de un vacío helado.
—¿Qué la hace sufrir, Jean?
—Mi vida entera. —Apretó ambas manos sobre sus senos como si el dolor se acumulara en sus dedos—. Papá huyó a México con Rita. ¡Ni siquiera me envió una tarjeta por mi cumpleaños!
—¿Qué edad tenía usted, Jean?
—Dieciséis. Después de eso, no he vuelto a sentir ninguna alegría.
—¿Está vivo su padre?
—Creo que sí. Nick Chalmers me dijo que le vio en Pacific Point.
—¿Dónde, de Pacific Point?
—Cerca del terraplén del ferrocarril. Eso fue hace mucho tiempo, cuando Nick sólo era un niño. Pero reconoció a papá por su fotografía.
—¿Qué tiene que ver Nick con esto?
—Es mi testigo de que papá está vivo. —Su voz aumentó de tono y fuerza, como si hablara con la mujer que estaba en la casa y no conmigo—: ¿Por qué no tendría que estar vivo? Sólo tendría…, vamos a ver, yo tengo treinta y nueve y papá tenía veinticuatro cuando yo nací. Así que tendría sesenta y tres, ¿no es verdad?
—Treinta y nueve más veinticuatro son sesenta y tres.
—Y tener sesenta y tres años no es ser viejo, especialmente hoy en día. Siempre fue muy juvenil para su edad. Podía zambullirse, bailar y girar como un trompo —dijo—. Me hacía saltar sobre sus rodillas…
Parecía repetir recuerdos de su infancia. Su mente remontaba la corriente de su memoria, arrastrándose con ganas o sin ellas a través de pasajes subterráneos hacia rugientes cascadas.
—Voy a encontrar a mi padre —dijo—. Le encontraré vivo o muerto. Si está vivo cocinaré y cuidaré la casa para él. Si está muerto encontraré su tumba y, ¿sabe qué haré entonces? Me acurrucaré junto a él y me echaré a dormir.
Abrió su coche, lo puso en marcha y se alejó, girando hacia el sur por el bulevar. Tal vez debiera haberla seguido, pero no lo hice.