Enfilé el camino hacia Anaheim. Era una mala hora, y en algunos lugares el tránsito se arrastraba como una serpiente malherida. Tardé una hora y media en ir desde la casa de los Chalmers hasta la de Rawlinson, en Pasadena.
Aparqué frente al lugar y me quedé sentado un minuto, dejando que mis nervios se relajaran de las tensiones de la carretera. Era una de las casas de tres pisos que alzaban su arquitectura a lo largo de la manzana. Las viviendas eran tan antiguas como lo pueden ser en California, decoradas con aguilones y cúpulas de comienzos de siglo.
Media manzana más adelante, Locust Street terminaba en una empalizada de rayas negras y blancas. Más allá se abría una profunda hondonada boscosa. El crepúsculo flotaba sobre la hondonada, inundando la hierba, absorbiéndose en el denso cielo amarillo.
Mientras la puerta de entrada se abría y cerraba, vi brillar una luz en la casa de Rawlinson. Una mujer cruzó la galería y descendió los escalones saltando uno que estaba roto.
Cuando se acercaba a mi coche observé que debía andar cerca de los sesenta, aunque caminaba con la firmeza de una mujer mucho más joven. Detrás de sus gafas, sus ojos eran negros y brillantes. Su tez oscura parecía tener un rostro de sangre india o negra. Llevaba un severo vestido gris y un delantal multicolor mexicano.
—¿Es usted el caballero que desea ver al señor Rawlinson?
—Sí. Soy Lew Archer.
—Yo soy la señora Shepherd. El señor Rawlinson acaba de sentarse a cenar y no tendrá inconveniente en que usted le acompañe. Le gusta tener compañía mientras come. Sólo he preparado comida para nosotros dos, pero tendré mucho gusto en servirle una taza de té.
—Una taza de té me vendrá muy bien, señora Shepherd.
La seguí hacia el interior de la casa. El vestíbulo causaba buena impresión si no se miraba con demasiada atención. Pero el suelo de madera estaba ondulado y suelto bajo los pies, y las paredes aparecían oscurecidas por el moho.
El comedor era más alegre. Bajo una araña de cristal amarillento, con una bombilla encendida, la mesa estaba puesta para una persona, con brillante cubertería y un limpio mantel blanco. Un anciano canoso, envuelto en un raído batín, estaba terminando algo parecido a un tazón lleno de guiso de carne.
La mujer me presentó. Apoyó el anciano su cuchara y se esforzó en ponerse de pie, para tenderme su mano nudosa.
—Tenga cuidado con mi artritis, por favor. Tome asiento. La señora Shepherd le traerá una taza de café.
—Té —le corrigió ella—. Se nos ha acabado el café.
Se entretuvo en la habitación, esperando oír lo que diríamos.
Los ojos de Rawlinson tenían destellos que parecían de mica. Se puso a hablar con impaciente franqueza.
—Ese revólver que usted mencionó por teléfono… ¿Fue utilizado con algún fin ilegal?
—Puede ser. No lo sé a ciencia cierta.
—Si no fue así, ha venido de muy lejos por nada.
—En mi oficio, debemos verificarlo todo.
—Tengo entendido que es usted detective privado —dijo.
—En efecto.
—¿Para quién trabaja?
—Para un abogado llamado Truttwell, de Pacific Point.
—¿John Truttwell?
—Sí. ¿Le conoce?
—Me encontré con John dos o tres veces, gracias a uno de sus clientes. Eso fue hace mucho tiempo, cuando él era joven y yo de mediana edad. Deben haber pasado unos treinta años… Hace casi veinticuatro que murió Estelle.
—¿Estelle?
—Estelle Chalmers… La viuda del juez Chalmers. ¡Qué mujer endemoniada! —El anciano chasqueó la lengua como un catador de vinos.
La señora Shepherd, que seguía entreteniéndose cerca de la puerta, daba señales de angustia.
—Todo esto es historia antigua, señor Rawlinson —dijo la mujer—. Y el caballero no está interesado en historia antigua. —Y salió en busca del té.
—Estoy interesado en sus recuerdos —dije—. Específicamente en el revólver Colt que compró en septiembre de 1941. Es probable que anoche lo utilizaran para cometer un asesinato.
—¿A quién han matado?
—Se llamaba Sidney Harrow.
—Nunca oí hablar de él —dijo Rawlinson, como si esto pusiera en duda la existencia de Harrow—. ¿Está verdaderamente muerto?
—Sí.
—¿Y está usted tratando de relacionar mi revólver con su muerte?
—No exactamente. Tal vez el revólver no tenga nada que ver. Es lo que quiero averiguar.
—¿No lo aclararía una comprobación balística?
—Quizá. Aún no la han llevado a cabo.
—En ese caso, creo que será mejor esperar, ¿verdad?
—Claro que será mejor, si es usted culpable, señor Rawlinson.
Se rió tan fuerte que su dentadura superior se aflojó. La volvió a colocar en su sitio empujándola con el pulgar y el índice. La señora Shepherd apareció en la puerta con la bandeja del té.
—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? —le preguntó la mujer al anciano.
—A usted no le parecería gracioso, señora Shepherd. Su sentido del humor deja mucho que desear.
—Su sentido de las conveniencias, también. Para un anciano de ochenta años, que fue presidente de un banco… —Apoyó la bandeja del té con un pequeño golpe que completaba su pensamiento—. ¿Leche o limón, señor Archer?
—Lo tomaré solo.
Sirvió nuestro té en dos tazas de porcelana desparejadas. La elegancia venida a menos de la casa hizo que me preguntara si Rawlinson era un hombre pobre o un avaro. Y, también, qué diablos había ocurrido con su banco.
—El señor Archer sospecha que yo he cometido un crimen —le dijo a la mujer con un tono ligeramente jactancioso.
A ella no le pareció nada gracioso. Su oscuro rostro se puso aún más oscuro, y la boca y los ojos se crisparon. Se volvió furiosa hacia Rawlinson.
—¿Por qué no le dice la verdad, entonces? ¡Usted sabe que le dio ese revólver a su hija y en qué fecha!
—¡Haga el favor de callarse!
—¡No quiero! Se está engañando a sí mismo y no se lo permitiré. Es un hombre inteligente, pero no tiene en qué ocupar su cabeza.
Rawlinson no demostró enfado alguno. Parecía complacido por la preocupación casi conyugal de la mujer. Y su reserva acerca del revólver en apariencia sólo había sido un juego.
La que estaba preocupada era la señora Shepherd.
—¿A quién han matado?
—A un detective privado que se llamaba Sidney Harrow.
La mujer sacudió la cabeza.
—No sé quién puede haber sido. Tome su té antes de que se le enfríe. ¿Quiere un poco de pastel, señor Archer? Quedó un poco, de Navidad.
—No, gracias.
—Yo quiero un poco —dijo Rawlinson—. Con una cucharada de helado.
—Se nos ha acabado el helado.
—Parece que se nos ha acabado todo.
—No, hay bastante para comer. Pero el dinero no da para más.
Volvió a salir de la habitación, que pareció cambiar al perderse su calor y energía. Rawlinson miró alrededor de sí un poco incómodo, como si estuviera sintiendo el frío de sus huesos.
—Lamento que se le haya ocurrido hablarle de mi hija. Y espero que ahora no se lance en esa dirección. No tendría ningún sentido.
—¿Por qué no?
—Es verdad que le dio a Louise el revólver en mil novecientos cuarenta y cinco. Pero fue robado de su casa algunos años más tarde, en mil novecientos cincuenta y cuatro, para ser exactos. —Citó las fechas como si estuviera orgulloso de su memoria—. Ésta no es una historia ad hoc.
—¿Quién robó el revólver?
—¿Quién sabe? Desvalijaron la casa de mi hija.
—En primer lugar, ¿por qué le dio el revólver?
—Es una historia vieja y triste —dijo—. El marido de mi hija la abandonó, dejándolas a ella y a Jean desamparadas.
—¿Jean?
—Mi nieta, Jean. Dos mujeres indefensas quedaron solas en la casa. Louise quería el revólver para protegerse. —Hizo una mueca—. Debía pensar que él regresaría.
—¿Que regresaría quién…?
—Su esposo. Mi egregio yerno Eldon Swain. Si Eldon hubiera regresado, no me cabe duda de que Louise le habría matado. Con mi bendición.
—¿Qué tenía en contra de su yerno?
Se rió con brusquedad.
—¡Es una excelente pregunta! Pero, con su permiso, creo que no la voy a contestar.
La señora Shepherd nos trajo dos finas porciones de pastel. Se dio cuenta de que yo devoraba la mía.
—Está hambriento. Le preparo un bocadillo.
—No se moleste. Aún tengo que cenar.
—No es ninguna molestia.
Tener que compartir su atención incomodó a Rawlinson. Con aire de comediante dijo:
—El señor Archer desea saber qué me hizo Eldon Swain. ¿Se lo digo?
—No. Está hablando demasiado, señor Rawlinson.
—Los desfalcos de Eldon son de dominio público.
—Ya no lo son, a estas alturas —replicó la señora Shepherd—. Le digo que no remueva las cosas. Podríamos estar todos mucho peor de lo que estamos. Le dije lo mismo a Shepherd. Cuando se habla de un viejo problema, a veces se lo puede hacer revivir.
Rawlinson reaccionó con celosa irritación.
—Creía que su marido estaba viviendo en San Diego.
—Randy Shepherd no es mi marido. Lo era.
—¿Ha estado usted viéndole?
Se encogió de hombros.
—No puedo evitarlo, cuando viene de visita. Aunque hago lo posible por disuadirle.
—¡Así que ahí fue donde se acabaron el helado y el café!
—No es así. Nunca le doy a Shepherd una pizca de su comida o un centavo de su dinero.
—¡Es usted una mentirosa!
—No me diga eso, señor Rawlinson. Hay cosas que no pienso tolerarle ni siquiera a usted.
Rawlinson parecía de nuevo muy feliz. Había acaparado toda la atención y la vehemencia de la mujer.
Me levanté.
—Tengo que marcharme.
Ninguno de los dos protestó. La señora Shepherd me acompañó hasta la puerta.
—Espero que haya averiguado lo que quería.
—En parte. ¿Sabe dónde vive la hija de Rawlinson?
—Sí, señor. —Me dio otra dirección en Pasadena—. Pero no le diga que se la di yo. No gozo de las simpatías de la señora Eldon Swain.
—Parece sobrellevarlo bien —repliqué—. ¿Jean Trask es la hija de la señora Swain?
—Sí. ¡No me diga que Jean está mezclada en todo esto!
—Me temo que lo está.
—¡Es una pena! Me acuerdo de cuando Jean era un inocente angelito. Jean y mi propia hija fueron íntimas amigas durante años. Luego, todo se vino abajo. —Se oyó a sí misma y se mordió los labios—. Yo también estoy hablando demasiado, haciendo revivir el pasado.