9

Antes de salir de casa, Truttwell llenó una pipa y la encendió con un fósforo de cocina. Me quedé en el estudio para llamar por teléfono a Roy Snyder, en Sacramento. En mi reloj faltaban cinco minutos para las cinco, y tenía el tiempo justo para pescar a Snyder antes de que se marchara de la oficina.

—Habla Archer. ¿Ha conseguido alguna información acerca del dueño del revólver Colt?

—Sí, la he conseguido. Un hombre de Pasadena, llamado Rawlinson, lo compró nuevo: Samuel Rawlinson. —Snyder deletreó el apellido—. Hizo la compra en septiembre de 1941 y, al mismo tiempo, pidió un permiso de armas a la policía de Pasadena. El permiso vencía en 1945. Es todo lo que he logrado averiguar.

—¿Qué razones dio Rawlinson para llevar un revólver?

—Protección en el trabajo. Era el presidente de un banco —agregó lacónicamente Snyder—. El Banco Occidental de Pasadena.

Le di las gracias y llamé a Información de Pasadena. El Banco Occidental no figuraba en la guía, pero Samuel Rawlinson sí.

Solicité una comunicación de persona a persona con Rawlinson. Contestó una mujer. Su voz era fuerte y cálida.

—Lo lamento —le explicó a la operadora—. Es difícil que el señor Rawlinson pueda venir hasta el teléfono. Artritis.

—Hablaré con ella —dije.

—Hable, señor —dijo la operadora.

—Soy Lew Archer. ¿Con quién estoy hablando?

—Con la señora Shepherd. Cuido al señor Rawlinson.

—¿Está enfermo?

—Está viejo —dijo la mujer—. Todos envejecemos.

—Tiene mucha razón, señora Shepherd. Estoy siguiendo la pista de un revólver que el señor Rawlinson compró en 1941. Un Colt 45. ¿Quiere preguntarle qué hizo con él?

—Se lo preguntaré.

Abandonó el teléfono durante un minuto o dos. Era una línea ruidosa y podía oír murmullos distantes, fragmentos de conversaciones que se desvanecían antes de que pudiera captar su sentido.

—Quiere saber quién es usted —dijo la señora Shepherd—. Y qué derecho tiene para preguntarle acerca de cualquier revólver.

Como queriendo disculparse, agregó:

—Sólo estoy repitiendo lo que ha dicho el señor Rawlinson. Es un cascarrabias.

—Yo también. Dígale que soy detective. El revólver puede, o no, haber sido utilizado anoche para cometer un crimen.

—¿Dónde?

—En Pacific Point.

—Él solía veranear allí —dijo—. Le volveré a preguntar.

Se fue y regresó de nuevo:

—Lo siento, señor Archer, no quiere hablar. Pero dice que si usted quiere venir aquí y explicarle de qué se trata todo este asunto, lo discutirá con usted.

—¿Cuándo?

—Esta noche, si quiere. Nunca sale de noche. La dirección es Locust Street, 245.

Le dije que estaría allí tan pronto como pudiera.

Me había sentado frente al volante, preparado para arrancar, cuando caí en la cuenta de que todavía no me podía ir. Un Cadillac descapotable negro, con un distintivo de médico, estaba aparcado justo delante de mí. Y yo tenía interés en cambiar unas palabras con el doctor Smitheram.

La puerta principal de la casa de los Chalmers estaba abierta de par en par, como si la hubieran violentado. Me dirigí al vestíbulo. Truttwell, de espaldas a mí, discutía con un hombre alto, un poco calvo, que debía ser el psiquiatra. Lawrence e Irene Chalmers se mantenían al margen de la discusión.

—El hospital está contraindicado —estaba diciendo Truttwell—. No podemos estar seguros de lo que dirá el muchacho, y en los hospitales sobran posibilidades de que llegue a trascender algo.

—No en mi clínica —replicó el hombre alto.

—A lo mejor, sólo a lo mejor. Pero si uno de sus empleados fuera interrogado en el juicio, estaría obligado a contestar. Al contrario de lo que ocurre en la profesión legal…

El médico interrumpió a Truttwell:

—¿Ha cometido Nick algún crimen?

—No voy a contestar esa pregunta.

—¿Cómo puedo hacerme cargo de un paciente sin obtener información?

—Usted posee mucha información, más de la que yo poseo. —La voz de Truttwell parecía denotar un antiguo resentimiento—. Se ha estado reservando esa información durante quince años.

—Al menos —dijo Smitheram—, reconoce que no corrí a contárselo a la policía.

—¿Le interesaría a la policía, doctor?

—No voy a contestar esa pregunta.

Los dos hombres se miraban cara a cara con furia contenida. Lawrence Chalmers trató de decirles algo, pero no le prestaron atención.

Su esposa vino hacia mí y me condujo hacia un lado. Sus ojos estaban tristes e inexpresivos, como si se sintiera herida por algo que había visto venir desde muy lejos.

—El doctor Smitheram quiere llevar a Nick a su clínica. ¿Qué cree que debemos hacer?

—Estoy de acuerdo con el señor Truttwell. Su hijo necesita tanta protección legal como médica.

—¿Por qué? —preguntó como atontada.

—Dice que anoche mató a un hombre, y estuvo hablando de eso con entera libertad.

Me callé para que tomara conciencia de los hechos. Reaccionó casi como si lo hubiera estado esperando.

—¿Quién es el hombre?

—Se llamaba Sidney Harrow. Estaba complicado en el robo de su caja florentina. Lo mismo que Nick, según parece.

—¿También Nick?

—Me temo que sí. Con todas esas ideas en la cabeza, no creo que deban internarle en ninguna clase de clínica u hospital. Los hospitales están llenos de charlatanes, como dice Truttwell. ¿No podrían tenerle en casa?

—¿Quién le cuidaría?

—Usted y su esposo.

Dirigió una mirada perpleja a su marido.

—Tal vez. No sé si Larry estará dispuesto a hacerlo. No lo parece, pero es muy emotivo, especialmente en lo que a Nick se refiere. —Se me acercó más, haciéndome sentir la presión de su cuerpo—. ¿Quisiera hacerlo usted, señor Archer?

—¿Hacer qué?

—Quedarse esta noche para vigilar a Nick.

—No.

La negativa sonó dura y precisa.

—Le estamos pagando su sueldo.

—Y yo me lo estoy ganando. Pero no soy enfermero de hospital psiquiátrico.

—Lamento habérselo pedido.

Sus palabras indicaban que estaba resentida. Me dio la espalda y se alejó. Decidí que me convenía salir de la ciudad antes de que me despidiera. Me acerqué a John Truttwell y le dije adónde iba y por qué.

La discusión de Truttwell con el médico se había enfriado. Me presentó a Smitheram, quien me otorgó un blando apretón de manos y una dura mirada. Había una expresión turbada en sus ojos.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas acerca de Nick —le dije.

—Éstos no son el momento ni el lugar.

—Lo comprendo, doctor. Le veré en su consultorio mañana.

—Ya que insiste… Ahora, si me permiten, tengo que atender a un paciente.

Le seguí hasta la reja del living y eché un vistazo. Betty y Nick estaban sentados sobre una alfombra, uno al lado del otro y, sin embargo, alejados. Ella estaba vuelta hacia él, apoyada sobre un brazo estirado. La cara de Nick estaba aplastada contra sus propias rodillas dobladas.

Ninguno de los dos se movía, ni siquiera para respirar. Parecían personas perdidas en el espacio, congeladas para siempre en sus posturas separadas. Él, desesperado; ella, preocupada.

El doctor Smitheram se sentó cerca de ellos, en el suelo.