Volvimos en mi coche. Betty conducía y Nick iba sentado entre nosotros, en el asiento delantero. No habló ni se movió hasta que nos detuvimos frente a la casa de sus padres. Entonces me rogó que no le hiciera entrar.
Tuve que hacer un poco de fuerza para sacarle del coche. Agarrándole de un brazo con una mano y con Betty caminando al otro lado, le hice cruzar el patio. Avanzaba con terrible desgana, como si nuestra intención fuera ponerle contra el paredón y fusilarle.
Su madre salió de la casa antes de que llegáramos a la puerta de entrada.
—¿Nick? ¿Estás bien?
—Estoy bien —dijo con su tono de cinta magnetofónica.
Mientras nos dirigíamos al vestíbulo, ella me dijo:
—¿Es necesario que hable con mi esposo?
—Sí, lo es. Le pedí que le fuera preparando.
—No he podido hacerlo —dijo—. Se lo tendrá que decir usted mismo. Está en el jardín.
—¿Qué pasa con el psiquiatra?
—El doctor Smitheram está con un paciente, pero llegará aquí dentro de un momento.
—Más vale que llame también a John Truttwell —dije—. Esto tiene visos de necesitar ayuda legal.
Dejé a Nick en el living con las dos mujeres. Betty parecía solemne y tranquila, como si la oscura belleza de Irene Chalmers proyectara una sombra sobre ella.
Chalmers estaba en el jardín rodeado de muros, trabajando entre las plantas. Cavaba vigorosamente con una pala alrededor de unos arbustos que habían sido podados para el invierno y que tenían aspecto de espinosos muñones secos.
Me miró con dureza y luego se enderezó con lentitud, clavando su pala verticalmente en la tierra. Se veían unas estatuas griegas y romanas, con aspecto de nudistas marcados por años de intemperie.
—Tenía entendido que la caja florentina no estaba asegurada —dijo Chalmers con severidad.
—No sé nada de eso, señor Chalmers. No trabajo en seguros.
Se puso un poco pálido y tenso.
—Me pareció que usted me había dicho eso.
—Fue una ocurrencia de su esposa. Soy un detective privado. John Truttwell me hizo llamar en nombre de su esposa.
—Entonces hará condenadamente bien en llamarle otra vez, para que no le vuelva a ver por aquí. —Pero una segunda idea sacudió a Chalmers—. ¿Quiere decir que mi esposa llamó a Truttwell a mis espaldas?
—No fue tan mala idea. Sé que usted está preocupado por su hijo, y acabo de traerlo a casa. Andaba por ahí con un revólver, hablando con gran tranquilidad de suicidios y asesinatos.
Informé a Chalmers acerca de lo que había sido dicho y hecho. Estaba apabullado.
—Nick debe estar loco.
—Lo está hasta cierto punto —dije—. Pero no creo que haya mentido.
—¿Cree usted que cometió un crimen?
—Un hombre llamado Sidney Harrow ha muerto. Nick y él tuvieron un altercado. Y Nick admite haber disparado contra él.
Chalmers sudaba, apoyado sobre su pala, con la cabeza agachada. Tenía un punto calvo en la punta de su cabeza, tapado por un poco de cabello, como para disimular su vulnerabilidad. Los fracasos morales que la gente recibía de sus hijos, pensé, eran los más duros de sobrellevar y los más difíciles de evitar.
Pero Chalmers no estaba pensando en sí mismo.
—¡Pobre Nick! Estaba tan bien. ¿Qué le habrá ocurrido?
—Tal vez el doctor Smitheram se lo pueda explicar. Todo parece haber comenzado con la caja de oro. Se diría que Nick la sacó de su caja fuerte y se la dio a una mujer llamada Jean Trask.
—No la conozco. ¿Para qué querría la caja de oro de mi madre?
—No lo sé. Da la impresión de que es importante para ella.
—¿Habló usted con esa mujer?
—Sí, hablé con ella.
—¿Qué ha hecho con las cartas que le envié a mi madre?
—No lo sé. Miré dentro de la caja, pero estaba vacía.
—¿Por qué no se lo preguntó?
—Es una mujer difícil de tratar. Y luego fueron ocurriendo cosas más importantes.
—¿Como qué? —preguntó Chalmers mordiendo con amargura su bigote.
Averigüé que había contratado a Sidney Harrow para venir a Pacific Point. Parece que estaban buscando a su padre.
Chalmers me dirigió una mirada asombrada, que luego paseó a través del jardín y por encima del muro, hacia el cielo.
—¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros?
—Me temo que no esté claro. Tengo una sugerencia que hacer, sujeta a la aprobación de John Truttwell. Y a la suya, por supuesto. Sería una buena idea entregar el revólver a la policía para que se hagan las comprobaciones balísticas.
—¿Quiere decir que nos rindamos sin luchar?
—No nos precipitemos, señor Chalmers. Si resulta que el revólver de Nick no mató a Harrow, su confesión será probablemente una fantasía. Si mató a Harrow, decidiremos en ese momento qué hacer después.
—Lo discutiremos con John Truttwell. Me parece que no estoy pensando con demasiada lucidez.
Chalmers apoyó los dedos sobre la frente.
—Todavía quedan esperanzas —dije—, aunque Nick le hubiera matado. Creo que pueden existir circunstancias atenuantes.
—¿Cómo es eso?
—Harrow anduvo provocando líos. Amenazó a Nick con un revólver, posiblemente el mismo. Eso ocurrió frente a su casa, la otra noche, cuando robaron la caja.
Chalmers me miró lleno de dudas.
—No entiendo cómo puede saber eso.
—Tengo un testigo —afirmé, pero no dije quién era.
—¿Tiene el revólver?
—Está en el maletero de mi coche. Se lo enseñaré.
Atravesamos una galería cubierta para llegar a la casa, y luego un pasillo hasta el vestíbulo. Nick, su madre y Betty, rígidamente sentados en el sofá del living, parecían un grupo de invitados que se hubieran muerto hace tiempo. Nick se había colocado de nuevo sus gafas de sol, que le cubrían los ojos como un negro vendaje.
Chalmers entró en el living y se detuvo frente a él, mirándole de arriba abajo.
—¿Es verdad que has matado a un hombre?
Nick asintió, sombrío:
—Lo siento. No quería regresar a casa. Él tenía la intención de matarme.
—Eso es hablar con cobardía —dijo Chalmers—. Debes actuar como un hombre.
—Sí, papá —dijo Nick, desesperanzado.
—Haremos todo lo que podamos por ti. No desesperes. Prométeme eso, Nick.
—Lo prometo, papá. Lo siento.
Chalmers se volvió con una especie de brusquedad militar, y regresó hacia mí. Su rostro era estoico. Tanto él como Nick debían tener conciencia de que no había existido una comunicación real entre ellos.
Salimos por la puerta principal. En la acera, Chalmers se miró molesto sus ropas de jardinero.
—Detesto aparecer así en público —dijo, como si los vecinos le hubieran estado observando.
Abrí el maletero de mi coche y le enseñé el revólver sin sacarlo del estuche.
—¿Lo había visto usted antes?
—No. En realidad, Nick nunca poseyó un revólver. Siempre detestó todo lo que tuviera relación con las armas.
—¿Por qué?
—Supongo que se lo transmití por osmosis. Mi padre me enseñó a cazar cuando era muchacho. Pero la guerra destruyó mi afición por la caza.
—Me dijeron que tuvo una espléndida actuación en la guerra.
—¿Quién le ha dicho eso?
—John Truttwell.
—Sería preferible que John se guardara sus propias opiniones. Y las mías. Prefiero no hablar de mi actuación en la guerra.
Bajó la vista hacia el revólver con una especie de amargo desprecio, como si simbolizara todas las formas de violencia.
—¿Está seguro de que debemos confiar este revólver a John?
—¿Qué sugiere? —dije.
—Sé lo que yo quisiera hacer. Enterrarlo diez pies bajo tierra y olvidarme de él.
—Sólo que tendríamos que volver a desenterrarlo.
—Supongo que tiene razón —musitó.
El Cadillac de Truttwell apareció a lo lejos, en la parte baja de Pacific Street. Aparcó frente a su propia casa y cruzó la calle casi corriendo. Recibió las malas noticias acerca de Nick como si su mente hubiera estado condicionada para aceptarlas.
—Y éste es el revólver. Está cargado. —Le tendí el estuche con la llave en la cerradura—. Será mejor que se haga cargo de él hasta que decidamos qué hacer. Estoy llevando a cabo una investigación para averiguar quién fue su dueño original.
—Bien. —Se volvió hacia Chalmers—. ¿Dónde está Nick?
—En casa. Estamos esperando al doctor Smitheram.
Truttwell apoyó su mano sobre los huesudos hombros de Chalmers.
—Es una desgracia que tú e Irene tengáis que afrontar esto de nuevo.
—Por favor. No hablemos de ello.
Chalmers se libró de la mano de Truttwell. Dio media vuelta bruscamente y, con su estoica manera de caminar, se dirigió hacia la puerta de entrada.
Yo seguí a Truttwell hasta su casa, al otro lado de la calle. En su estudio, encerró el estuche en un armario de acero a prueba de fuego.
—Me alegro de deshacerme de él —le dije—. No quería que Lackland me pescara con eso encima.
—¿Cree que se lo tendría que entregar hoy mismo?
—Vamos a ver qué dicen desde Sacramento acerca del dueño. A propósito, ¿qué ha querido decir con que los Chalmers tenían que afrontarlo todo de nuevo? ¿Nick ya estuvo metido en esta clase de líos?
Truttwell se tomó tiempo antes de contestar.
—Depende de lo que quiera decir con esta clase de líos. Nick nunca ha estado complicado en un homicidio, al menos que yo sepa. Pero tuvo uno o dos episodios…, ¿no es así como los llaman los psiquiatras? Hace unos años se escapó de casa y hubo que buscarle por todo el país para hacerle volver.
—¿Andaba con los hippies?
—En realidad, no. La verdad es que estaba tratando de ganarse la vida. Cuando, al fin, los de la Pinkerton dieron con él en la costa este, estaba trabajando de pinche en un restaurante. Conseguimos convencerle de que tenía que regresar a casa y terminar sus estudios.
—¿Qué siente él por sus padres?
—Se lleva muy bien con su madre —respondió Truttwell—, como si fuera eso deseable. Creo que idolatra a su padre, pero que siente que no puede llegar a su altura. Así es como se sentía Larry Chalmers con respecto a su propio padre, el juez. Supongo que esos esquemas tienden a repetirse.
—Usted mencionó más de un episodio —recalqué.
—Así es. —Se sentó frente a mí—. Todo se remonta a mucho tiempo atrás, unos catorce o quince años, y puede que sea la raíz del problema de Nick. Parece que el doctor Smitheram piensa eso. Pero, más allá de cierto límite, no lo quiere discutir conmigo.
—¿Qué ocurrió?
—Eso es lo que Smitheram no quiere explicar. Creo que Nick cayó en manos de un psicópata sexual. Su familia le volvió a traer a casa con toda urgencia, pero no antes de que Nick experimentara un miedo atroz. Sólo tenía ocho años en esa época. Se dará cuenta de por qué nadie desea hablar de eso.
Quería hacerle más preguntas a Truttwell, pero su ama de llaves llamó a la puerta del despacho y la abrió.
—Le he oído entrar, señor Truttwell. ¿Necesita algo?
—No, gracias, señora Glover. Vuelvo en seguida. A propósito, ¿dónde está Betty?
—No lo sé, señor.
Pero la mujer me miró como si me estuviera acusando.
—Está en casa de los Chalmers —dije.
Truttwell se puso de pie, expresando su enojo con todo su ser.
—¡Eso no me gusta nada!
—Fue inevitable. Estaba conmigo cuando traje a Nick. Se ha portado muy bien y ha sabido manejarle a él.
Truttwell apretó el puño contra su muslo.
—No la crié para que fuera la enfermera de un psicótico.
El ama de llaves parecía aterrada. Retrocedió y cerró la puerta sin hacer ruido.
—Iré a buscarla —dijo Truttwell—. ¡Ha desperdiciado toda su adolescencia con ese chico enfermizo!
—Ella no piensa lo mismo.
—¿Así que usted está de parte de él?
Hablaba como un rival.
—No. Estoy de parte de Betty, y probablemente de parte de usted. Éste es el peor momento para obligarla a tomar una decisión.
Después de pensarlo un momento, Truttwell entendió lo que yo quería decir.
—Por supuesto, tiene razón.