7

A pesar de que había estado antes en el club de tenis, la mujer del mostrador me resultó desconocida. Pero ella conocía a Betty Truttwell y la saludó calurosamente.

—No la vemos nunca, señorita Truttwell.

—He estado terriblemente ocupada. ¿Ha estado Nick aquí hoy?

La mujer contestó de mala gana:

—A decir verdad, ha estado. Vino hará más o menos una hora y se fue un rato al bar. No parecía sentirse muy bien cuando salió.

—¿Quiere decir que estaba borracho?

—Me temo que sí, señorita Truttwell, ya que me lo pregunta… La mujer que estaba con él, la rubia, también había bebido. Cuando se fueron le llamé la atención a Marco. Pero él dice que sólo les ha servido dos tragos a cada uno. Dice que la mujer ya estaba borracha cuando llegaron y que el señor Chalmers no tolera el alcohol.

—Nunca lo toleró —asintió Betty—. ¿Quién era la mujer?

—He olvidado su nombre… La trajo una vez, antes. —Consultó el registro de invitados que tenía delante, sobre el mostrador—. Jean Swain.

—¿No sería Jean Trask? —le pregunté.

—A mí me parece que es «Swain».

Empujó el registro hacia mí, señalando con la punta de sus dedos rojos el lugar en que Nick había firmado, el nombre de la mujer y el suyo. A mí también me pareció «Swain». Como dirección particular había escrito: San Diego.

—¿Es una rubia alta, atractiva, de buen ver, de unos cuarenta años?

—Es ella. Un buen tipo —agregó—. Siempre que le gusten las gordas.

Ella misma era muy delgada.

Betty y yo nos dirigimos hacia el bar, recorriendo la galería que flanqueaba la piscina. Algunos adultos descansaban tumbados en sus hamacas en los rincones, aprovechando el débil calor del sol de enero.

En el bar sólo encontramos un par de hombres que habían prolongado la sobremesa. El encargado del bar y yo cambiamos un gesto de saludo. Marco, un hombre moreno, bajo y vivaz, vestía un chaleco rojo. Admitió con pesar que Nick había estado allí.

—En realidad, le he pedido que se fuera.

—¿Ha bebido mucho?

—No, aquí no. Le serví dos medios whiskies y con eso sólo no se ha podido emborrachar. ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha destrozado su coche?

—Espero que no. Estoy tratando de encontrarle antes de que destroce cualquier otra cosa. ¿Sabe adonde fue?

—No, pero le diré una cosa, estaba de un humor endemoniado. Cuando me negué a darle un tercer trago quiso armar una bronca. Tuve que amenazarle con mi taco de billar.

Marco sacó de debajo del mostrador el extremo aserrado de un pesado taco de unos dos pies de largo.

—Habría lamentado tenerle que golpear con esto en una mano, ¿sabe?, pero llevaba un revólver y quería que saliera de aquí cuanto antes. De no haberse tratado de él, hubiera llamado a la policía.

—¿Llevaba un revólver? —preguntó Betty con voz baja y aguda.

—¡Sí! En el bolsillo de su chaleco. No lo tenía a la vista, pero no se puede ocultar un revólver grande y pesado como ése. —Se inclinó por encima del bar y miró a Betty a los ojos—. ¿Qué diablos le está pasando a Nick, señorita Truttwell? ¡Nunca se portó antes así!

—Está metido en líos —dijo ella.

—¿Esa dama tiene algo que ver con sus líos? ¿La rubia? Bebe como un marinero. ¡No debería hacerle beber a él!

—¿Usted sabe quién es, Marco?

—No. Pero me parece que le va a traer problemas. ¡No sé qué se cree que está haciendo con ella!

Betty se volvió hacia la puerta, pero luego regresó hasta Marco.

—¿Por qué no le quitó el revólver?

—No acostumbro jugar con revólveres, señorita. No es mi oficio.

Nos dirigimos al deportivo de Betty, en el aparcamiento. El club estaba situado sobre una ensenada del Pacífico y aspiré una bocanada de aire del mar. Era un olor fuerte y amargo, que me hizo recordar el lugar donde había encontrado a Sidney Harrow.

Betty y yo nos mantuvimos silenciosos y pensativos mientras ella conducía hacia la alta colina de la Posada Montevista. El joven de la recepción me reconoció.

—Llega a tiempo si quiere ver a la señora Trask. Se está preparando para marcharse.

—¿Ha dicho por qué se va?

—Creo que ha recibido malas noticias. Debe ser algo serio, porque ni siquiera ha discutido por cobrarle un día extra. En general, siempre discuten.

Me abrí camino entre la arboleda de robles y di unos golpes en la verja del chalet.

La puerta de adentro estaba abierta, y Jean Trask contestó desde el dormitorio:

—Si quiere llevarse mis maletas, están listas.

Crucé el living y entré en el dormitorio. La mujer estaba sentada ante el tocador, pintándose los labios con mano temblorosa.

Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Su mano se movió, describiendo una roja boca de payaso alrededor de su boca real. Se volvió y se levantó con torpeza, volcando el taburete.

—¿Le han enviado a usted a recoger mis maletas?

—No. Pero tendré mucho gusto en llevárselas.

Cogí sus maletas azules. Eran bastante ligeras.

—Déjelas ahí —dijo ella—. ¿Se puede saber quién es usted?

Estaba propensa a asustarse de cualquiera y por cualquier motivo. Tenía tanto miedo que en parte se me contagió. Su gran boca roja me dejó alarmado. Una risa helada me retorció el estómago.

—He preguntado por usted en la recepción —dijo—. Me han dicho que no tienen vigilante. Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—Por el momento, estoy buscando a Nick Chalmers. No tenemos por qué andar con rodeos. Usted sabe que el muchacho sufre un grave trastorno emocional.

Contestó como si le alegrara de tener a alguien con quien hablar.

—¡Ya lo creo! Está hablando de suicidarse. Creí que un par de tragos le harían bien. Pero le sentaron peor.

—¿Dónde está ahora?

—Le hice prometer que se iría a casa a dormir hasta que se le pasara. Dijo que lo haría.

—¿A su apartamento?

—Supongo que sí.

—No es usted muy exacta, señora Trask.

—No trato de serlo. Es menos penoso —agregó con amargura.

—¿Por qué se interesa tanto por Nick?

—Eso no es asunto suyo. Y yo no le he pedido que se meta en esto.

Alzaba la voz a medida que su propia rabia le iba proporcionando seguridad en sí misma. Pero seguía conservando un tono amedrentado.

—¿Por qué está tan asustada, señora Trask?

—Sidney Harrow se mató anoche. —Su voz estaba ronca de preocupación—. Usted debe saberlo.

—¿Cómo se ha enterado?

—Nick me lo ha dicho. ¡Estoy arrepentida de haber destapado esta canasta de culebras!

—¿Fue él quien mató a Sidney?

—No creo ni que lo sepa… ¡Está tan trastornado! Y no me voy a quedar aquí para averiguarlo.

—¿Adónde va?

No me quiso contestar.

Regresé junto a Betty y le conté lo que había averiguado, al menos en parte. Decidimos ir a la ciudad universitaria en coches distintos. El mío estaba donde debía estar, frente al Sunset Motor Hotel. Había un ticket de aparcamiento debajo del limpiaparabrisas.

Intenté seguir al deportivo rojo de Betty, pero ella conducía demasiado rápido para mí, casi a ciento cuarenta en la carretera. Me estaba esperando cuando llegué al aparcamiento de Cambridge Arms.

Corrió hacia mí.

—¡Está aquí! ¡Al menos, ése es su coche!

Señaló un coche deportivo azul aparcado al lado del suyo. Me acerqué y toqué el capó. El motor estaba caliente. La llave estaba en el contacto.

—Quédese aquí abajo —le dije.

—No. Si hay lío… quiero decir, no lo hará si estoy ahí.

—Es una buena idea.

Subimos juntos en el ascensor. Betty golpeó la puerta de Nick y le llamó por su nombre.

—Soy Betty.

Siguió un largo silencio cargado de tensión. Betty llamó de nuevo. De pronto, se abrió la puerta. Betty dio un involuntario paso hacia el cuarto y fue a dar con su rostro en el pecho de Nick. Él la sostuvo con una mano, mientras con la otra me apuntaba al estómago con un pesado revólver.

No podía ver sus ojos, escondidos tras enormes gafas de sol. En contraste, su cara estaba muy pálida. Su cabello despeinado colgaba sobre su frente. Llevaba sucia la camisa blanca. Mi mente registró estas cosas como si pudieran agregar algo a mi última visión de este mundo. Más que miedo sentía resentimiento. Odiaba la idea de morir sin ninguna razón válida, a manos de un mocoso perturbado a quien ni siquiera conocía.

—Tire eso —dije por rutina.

—No acepto órdenes suyas.

—¡Vamos, Nick! —dijo Betty.

Se acercó más a él, tratando de utilizar su cuerpo para distraerle. Su brazo derecho se deslizó alrededor de la cintura de Nick, y empujó un muslo hacia adelante, entre sus piernas. Levantó su brazo izquierdo como si quisiera rodearle el cuello. En cambio, lo bajó con fuerza sobre su brazo armado.

El revólver estaba apuntando ahora al suelo. Me arrojé sobre el muchacho y le arrebaté el arma.

—¡Maldito sea! —gritó—. ¡Malditos los dos!

Un muchacho de voz aguda, o una chica de voz baja, salió del apartamento de enfrente.

—¿Qué pasa?

—¡No se preocupe! ¡Es el final de una animada despedida de soltero! —dije para despistar.

Nick se desasió de Betty y me lanzó un derechazo a la cara. Lo esquivé y su puño pasó de largo. Agaché la cabeza y le empujé hacia atrás, dentro del living. Betty cerró la puerta y se apoyó contra ella. Tenía el rostro encendido y respiraba con la boca abierta.

Nick volvió a atacarme. Pasé bajo sus puños y le golpeé con fuerza en el plexo solar. Cayó tendido, boqueando para poder respirar.

Examiné el cilindro de su revólver. Una bala había sido disparada. Era un Colt 45. Saqué mi agenda y anoté el número.

Betty se interpuso entre nosotros.

—No tenía por qué golpearle.

—Sí que tenía. Ya se le pasará.

Se arrodilló a su lado y le tocó la cara. Él se alejó rodando de ella. Los sonidos que hacía tratando de respirar fueron disminuyendo gradualmente. Se sentó, apoyando su espalda contra el sofá.

Me puse en cuclillas frente a él y le enseñé su revólver.

—¿De dónde sacaste esto, Nick?

—No tengo por qué contestar. No puede obligarme a acusarme a mí mismo.

Su voz tenía un extraño tono inhumano, como si hubiera sido grabada sobre una cinta. No podía explicar qué significado tenía ese tono. Sus ojos estaban eficazmente ocultos detrás de sus gafas.

—No soy policía, Nick, si es eso lo que te preocupa.

—No me importa lo que sea.

Seguí insistiendo.

—Soy un detective privado y estoy de tu parte. Pero no entiendo muy bien de qué lado estás tú. ¿Quieres hablarme de eso?

Agitó la cabeza como un niño caprichoso, sacudiéndola de un lado a otro hasta que su pelo quedó completamente revuelto. Betty dijo con voz apenada:

—¡Por favor, no hagas eso, Nick! Te torcerás el cuello.

Se puso a alisar su cabello con los dedos, mientras él se quedaba sentado, completamente inmóvil.

—Déjame mirarte —pidió Betty.

Le quitó las gafas de sol. Trató de aferrarlas, pero ella las mantuvo fuera de su alcance. Sus ojos negros relucían como gotas de agua sobre el asfalto. Parecían poseer una extraña vida propia, con una mirada interior y otra exterior que alternaba la ansiedad y la agresividad. Pude entender que llevaba gafas para esconder sus tristes ojos inestables.

Se cubrió los ojos con las manos y me espió entre los dedos.

—¡Por favor, no hagas eso, Nick! —La chica se había arrodillado de nuevo a su lado—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Por favor, dime qué ha ocurrido!

—No. Ya no podrías seguir amándome.

—Nada impedirá que te siga amando.

—¿Aunque haya matado a alguien? —dijo entre sus manos.

—¿Has matado a alguien? —pregunté.

Asintió lentamente, una vez, y mantuvo la cabeza inclinada y la cara escondida.

—¿Con este revólver?

Dejó caer su cabeza afirmativamente. Betty intervino:

—No está en condiciones de hablar. No debe forzarle.

—Creo que se quiere sacar ese peso de encima. ¿Por qué cree que la llamó por teléfono desde el club?

—Para decirme adiós.

—Esto es mejor que decirse adiós. ¿O no?

Betty replicó con serenidad:

—No lo sé. No sé hasta cuándo podré soportarlo.

Volví a preguntarle a Nick:

—¿Dónde conseguiste el revólver?

—Estaba en su coche.

—¿En el auto de Sidney Harrow?

Dejó caer las manos de la cara. Sus ojos estaban asombrados y llenos de miedo.

—Sí. Fue en su coche.

—¿Le disparaste dentro de su coche?

Toda su cara se contrajo como la de un bebé asustado que está a punto de llorar.

—No recuerdo.

Se golpeó la frente con los puños. Luego se golpeó con fuerza en la boca.

—¡Le está torturando! —exclamó la chica—. ¿No se da cuenta de que está enfermo?

—¡Deje de cuidarle! Ya tiene una madre.

Nick levantó la cabeza azorado.

—¡No se lo diga a mi madre! ¡Ni a mi padre! Papá me matará.

No le prometí nada. Sus padres tendrían que saberlo.

—Ibas a decirme dónde se produjo el tiroteo, Nick.

—Sí. Ahora recuerdo. Fuimos al bosque de los vagabundos, detrás del Ocean Boulevard. Alguien había dejado un fuego encendido y nos sentamos cerca de las brasas. Quería obligarme a hacer algo malo. —Su voz era ingenua, como la de un niño—. Cogí su revólver y le maté.

Volvió a poner cara de bebé enfurruñado, apretando sus ojos hasta ocultarlos. Comenzó a sollozar y a quejarse sin lágrimas. Daba pena observar su llanto estéril.

Betty le rodeó con sus brazos. Yo hablé cubriendo sus rítmicos gemidos:

—Ha tenido depresiones antes, ¿no es verdad?

—No como ésta.

—¿Se quedó en su casa o fue internado?

—En casa. —Le habló a Nick—: ¿Quieres venir a casa conmigo?

Él dijo algo que se podía interpretar como un sí. Yo marqué el número de los Chalmers y contestó Emilio, el criado. Llamó a Irene Chalmers al teléfono.

—Habla Archer. Estoy con su hijo en su apartamento. No está bien y me dispongo a llevarle a su casa.

—¿Está herido?

—Está mentalmente herido y habla de suicidarse.

—Me comunicaré con su psiquiatra —dijo—. El doctor Smitheram.

—¿Su esposo está ahí?

—Está en el jardín. ¿Quiere hablar con él?

—No es necesario. Pero será mejor que le vaya preparando para esto.

—¿Se las puede arreglar usted con Nick?

—Creo que sí. Betty Truttwell está conmigo.

Antes de dejar el apartamento, llamé a la Oficina de Investigación Criminal de Sacramento. Le di el número del revólver a un hombre que conocía, Roy Snyder. Me dijo que trataría de buscar el nombre de su dueño original. Cuando bajamos para dirigirnos hacia mi coche, puse el revólver en el maletero y cerré con llave la caja de las pruebas.