6

Un hombre, de sencillo traje oscuro, entró con mucha tranquilidad en el cuarto. Los sargentos se pusieron en pie y él los despidió. Llevaba el cabello gris cortado al cepillo y tenía ojos duros y severos a ambos lados de una nariz rota y llena de cicatrices. Su boca estaba mordisqueada y marcada por una vida entera de dudas y sospechas, que seguían carcomiéndola en este momento. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.

—Soy Lackland, capitán de detectives. Me dicen que les ha hecho pasar un mal rato a mis muchachos.

—Creí que era al revés.

Sus ojos examinaron mi cara.

—No veo que tenga marca alguna…

—Tengo derecho a llamar a un abogado.

—Nosotros tenemos derecho a contar con su cooperación. Intente despistarnos y verá cómo se queda sin su licencia.

—Eso me recuerda que quiero que me la devuelvan.

En lugar de eso, sacó un sobre de su bolsillo interior y lo abrió. Entre otras cosas, contenía una foto, o una parte de una foto, que Lackland empujó hacia mí a través de la mesa.

Era un hombre de unos cuarenta años, con un hermoso cabello lacio, ojos atrevidos y una boca pervertida. Parecía la de un poeta que ha perdido su inspiración y tiene que conformarse con satisfacciones más groseras.

Su retrato había sido recortado de una foto más grande que incluía a otras personas. Se divisaban vestidos femeninos a uno y otro lado, pero no a las mujeres que los llevaban. Parecía una foto hecha por lo menos veinte años atrás.

—¿Le conoce? —preguntó el capitán Lackland.

—No.

Arrimó su cara cicatrizada hacia mí, como queriendo advertirme de lo que podía llegar a pasarle a la mía.

—Está seguro de eso, ¿no es así?

—Lo estoy.

No tenía sentido mencionarle mi no confirmada sospecha de que se trataba de la foto que Jean Trask le había dado a Harrow. Y que era una foto de su padre.

Se volvió a inclinar hacia mí.

—Vamos, señor Archer. Ayúdenos a salir del paso. ¿Por qué Sidney Harrow llevaba esto encima? —Su índice golpeaba la destrozada instantánea.

—No lo sé.

—Debe tener alguna idea. ¿Por qué se interesaba usted por Harrow?

—Tengo que hablar con John Truttwell. Después, tal vez pueda decirle algo.

Lackland se levantó y abandonó la habitación. Unos diez minutos más tarde regresó acompañado por Truttwell. El abogado me miró con cara de preocupación.

—Tengo entendido que ha estado aquí durante algún tiempo, Archer. Tenía que haberse puesto en contacto conmigo antes. —Se volvió hacia Lackland—. Hablaré a solas con el señor Archer. Está trabajando para mí en un caso confidencial.

Lackland se retiró sin prisa. Truttwell se sentó frente a mí.

—¿Se puede saber por qué está detenido?

—Un cobrador, que se llamaba Sidney Harrow, fue asesinado anoche. Lackland sabe que yo estaba siguiendo a Harrow. Lo que no sabe es que Harrow era una de las tantas personas complicadas en el robo de la caja de oro.

Truttwell se mostró asombrado.

—¿Ya ha averiguado todo eso?

—No fue difícil. Éste es el robo más absurdo del mundo. La mujer que tiene la caja ahora, la deja por ahí a la vista de cualquiera.

—¿Quién es esa mujer?

—Su apellido de casada es Jean Trask. Quien sea en realidad es otra cuestión. Parece que Nick robó la caja y se la dio a ella. Por esa razón no puedo hablar abiertamente con Lackland ni con nadie.

—Estoy absolutamente de acuerdo. ¿Está seguro de todo eso?

—A menos que haya tenido visiones… —Me levanté—. ¿No podríamos terminar de tratar esto fuera?

—Por supuesto. Espere aquí un minuto.

Truttwell salió, cerrando la puerta tras sí. Regresó sonriendo y me entregó la fotocopia de mi licencia.

—Está libre. Oliver Lackland es un hombre muy razonable.

En el estrecho pasillo que conducía al aparcamiento recibí la despedida de Lackland y sus sargentos. Inclinaron sus cabezas ante mí, demasiadas veces para mi consuelo.

Mientras cruzábamos la ciudad en su Cadillac, le conté a Truttwell lo que había ocurrido. Dobló hacia arriba por Pacific Street.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa. Le causó muy buena impresión a Betty. Quiere pedirle consejo.

—¿Acerca de qué?

—Es probable que se trate de algo que tenga relación con Nick. Sólo piensa en él. —Después de una larga pausa, Truttwell agregó—: Betty parece creer que estoy contra él. En realidad no se trata de eso. Pero no quiero que ella cometa ningún error innecesario. Es mi única hija.

—Me dijo que tiene veinticinco años.

—Sin embargo, Betty es muy joven para su edad. Muy joven y vulnerable.

—Tal vez sólo en apariencia. Me pareció una mujer llena de recursos.

Truttwell me lanzó una mirada de complacida sorpresa.

—Me alegro de que piense eso. La crié yo solo y ha sido una gran responsabilidad. —Después de otra pausa siguió—: Mi esposa murió cuando Betty sólo tenía pocos meses.

—Betty me dijo que su madre murió atropellada por un coche.

—Sí, es verdad. —La voz de Truttwell era casi inaudible.

—¿Encontraron alguna vez al responsable?

—Me temo que no. La Policía de carretera encontró el coche cerca de San Diego, pero era robado. Lo más extraño es que los autores del hecho habían intentado robar en casa de los Chalmers. Parece que mi esposa les vio penetrar en la casa y les obligó a salir corriendo. La atropellaron cuando huían.

Me dirigió una mirada desmayada que no daba lugar a ulteriores preguntas. Recorrimos en silencio el camino que nos separaba de su casa. Estaba situada cruzando la calle, en diagonal, con respecto a la mansión de estilo colonial de los Chalmers. Me hizo bajar en la curva; alegó que un cliente le estaba esperando y se alejó de allí.

La arquitectura del extremo superior de Pacific Street era tradicional pero ecléctica. La casa de Truttwell era una casa colonial blanca, con persianas verdes en el piso alto y en la planta baja.

Llamé a la verde puerta de entrada. Me contestó una mujer pequeña, canosa, ataviada con una especie de uniforme oscuro de ama de llaves. Las arrugas que bordeaban su boca se suavizaron cuando le dije quién era.

—Sí. La señorita Truttwell lo está esperando. —Me hizo subir por una escalera curva hasta la puerta de una habitación del frente—. Ha venido a verla el señor Archer.

—Gracias, señora Glover.

—¿Necesita algo, querida?

—No, gracias.

Betty dilató su aparición hasta que la señora Glover se hubo retirado. Comprendí la razón. Sus ojos estaban hinchados y tenía mala cara. Su cuerpo estaba tenso, como el de un animal apaleado que espera un nuevo golpe.

Retrocedió para dejarme entrar en el cuarto y cerró la puerta detrás de mí. Era el estudio de una mujer joven, tapizado con alegres Chintz y Chagalls, con estantes repletos de libros. Betty estaba de pie frente a mí, dando la espalda a las ventanas que miraban a la calle.

—He sabido lo de Nick. —Señaló el teléfono anaranjado sobre su mesa de trabajo—. No se lo dirá a papá, ¿verdad?

—Ya lo sospecha, Betty.

—¿Pero no le dirá nada más?

—¿No confía en su padre?

—Con respecto a cualquier otra cosa, sí. Pero no debe contarle lo que le voy a decir.

—Haré lo que pueda, es todo lo que le puedo prometer. ¿Nick tiene problemas?

—Sí. —Bajó la cabeza y su brillante cabello le cubrió la cara—. Creo que piensa suicidarse. Yo tampoco quiero vivir, si lo hace.

—¿Dijo por qué quiere hacerlo?

—Según dice, ha hecho algo terrible.

—¿Algo así como matar a un hombre?

Sacudió su pelo hacia atrás y me miró con ardiente disgusto.

—¿Cómo puede decir una cosa así?

—Anoche mataron a Sidney Harrow en la playa. ¿Lo mencionó Nick?

—¡Claro que no!

—¿Qué fue lo que le dijo?

Se quedó quieta durante un minuto, tratando de recordar. Luego relató con lentitud:

—Que no merecía la pena vivir. Que me había defraudado a mí, que había defraudado a sus padres, y que no podía volver a enfrentarse con nosotros. Luego me dijo adiós… Un adiós definitivo.

Un estremecimiento de pena la sacudió.

—¿Cuánto hace que la ha llamado?

Miró el teléfono anaranjado, y luego su reloj.

—Cerca de una hora. Aunque parece una eternidad.

Pasó a mi lado vacilando y se dirigió hasta el otro extremo de la habitación, para sacar de una repisa una fotografía enmarcada. La seguí y miré por encima de su hombro. Era una copia ampliada de la fotografía que llevaba en mi bolsillo, la que había encontrado en el armario del cuarto del motel de Harrow. Noté que a pesar de su boca sonriente, el joven de la foto tenía los ojos tristes.

—Supongo que ése es Nick —dije.

—Sí. Es la foto de su graduación.

La volvió a colocar sobre su repisa, como si cumpliera un rito, y se dirigió hacia las ventanas del frente. La seguí. Miraba hacia el otro lado de la calle, hacia la blanca fachada de la casa de los Chalmers.

—No sé qué hacer.

—Tenemos que encontrarle —dije—. ¿Le dijo desde dónde estaba hablando?

—No, no lo dijo.

—¿Ninguna otra cosa?

—No recuerdo nada más.

—¿Dijo qué clase de suicidio tenía planeado?

Volvió a esconder su cara entre su cabello y contestó en un murmullo:

—Esta vez no dijo nada.

—¿Quiere decir que no es la primera vez que ocurre esto?

—En realidad, no. Pero no debe hablar de esa manera. Nick lo dice muy en serio.

—Y yo también. —Sentía antipatía por el muchacho a causa de lo que había hecho y seguía haciendo a la chica—. ¿Qué hizo o qué dijo las otras veces?

—Cuando estaba deprimido hablaba a menudo de suicidio. No quiero decir que amenazara con hacerlo. Pero hablaba de cómo y por qué hacerlo. No me ocultaba nada.

—Quizá haya comenzado ahora a ocultarle cosas.

—Me parece estar escuchando a papá. Ambos están en contra de Nick.

—Suicidarse es una decisión cruel, Betty.

—Es comprensible si uno ama a esa persona. Una persona deprimida no puede evitar lo que siente.

No seguí discutiendo.

—Iba a decirme cómo planeaba hacerlo.

—No era un plan. No hacía sino hablar. Decía que un revólver era demasiado lío y que las pastillas eran inseguras. Lo más limpio sería nadar mar adentro. Pero lo que realmente le asustaba, decía, era la idea de la soga.

—¿Ahorcarse?

—Me dijo que había pensado en la soga desde que era niño.

—¿De dónde sacó esa idea?

—No sé. Pero su abuelo era juez del Tribunal Supremo y algunas personas de la ciudad le consideraban un juez «ahorcador»… que sentenciaba a las personas a muerte. Eso puede haber influido sobre Nick de una manera negativa. Leí que han ocurrido cosas más raras en la historia.

—¿Nick se refirió alguna vez, en familia, al juez «ahorcador»?

Betty asintió.

—¿Y al suicidio?

—Muchas veces.

—¡Valiente manera de cortejarla!

—No me estoy quejando. Amo a Nick y quiero ayudarle de alguna manera.

Comenzaba a comprender a la chica, y cuanto más la comprendía más me gustaba. Tenía una manera de querer ser servicial que había notado antes en las hijas de los hombres viudos.

—Vuelva a pensar en esa llamada telefónica —le dije—. ¿Dio Nick algún indicio de dónde podía estar?

—No recuerdo ninguno.

—Tómese su tiempo. Vaya y siéntese al lado del teléfono.

Se sentó en una silla, al lado de la mesa, con una mano sobre el aparato como si quisiera mantenerlo quieto.

—Podía escuchar ruidos a lo lejos.

—¿Qué clase de ruidos?

—Espere un minuto. —Levantó la mano pidiendo silencio y se quedó escuchando—. Voces de niños y chapuzones. Ruidos de piscina. Creo que me debe haber llamado desde la cabina telefónica del club de tenis.