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Montevista estaba situada en la orilla del mar, justo al sur de Pacific Point. Era una zona residencial rústica, para espíritus campestres que pudieran permitirse el lujo de vivir en cualquier parte.

Me aparté de la carretera y subí por una colina cubierta de robles hacia la Posada Montevista. Desde el aparcamiento, los techos de abajo parecían flotar en un torrente verde. Le pregunté al joven de la recepción por la señora Trask. Me indicó el chalet número siete, al lado de la fuente.

Un delfín de bronce escupía agua en un extremo de la enorme y anticuada fuente. Detrás de ella, un sendero de baldosas serpenteaba entre los robles hacia un chalet de paredes blancas. Un pájaro carpintero levantó vuelo de uno de los árboles y cruzó un palmo de cielo, abriendo y cerrando las alas como un abanico de vividas rayas rojas.

Era un hermoso lugar para vivir, a no ser por las voces que provenían del chalet. La voz de la mujer era burlona. La del hombre triste y monótona. Él estaba diciendo:

—No tiene gracia, Jean. ¡Eres capaz de destrozar tu vida tantas veces! Y la mía; porque se trata de mi vida, también. Al fin llegas hasta un punto desde el cual no puedes volver a arreglarlo todo. Deberías haber aprendido la lección con lo que le ocurrió a tu padre.

—Deja en paz a mi padre.

—¿Y cómo? Anoche llamé a tu madre a Pasadena y dice que todavía le estás buscando. Es una quimera, Jean. Lo más probable es que haya muerto hace años.

—¡No! Papá está vivo. Y esta vez le voy a encontrar.

—¿Para que te vuelva a abandonar?

—¡Nunca me abandonó!

—Eso es lo que le oí decir a tu madre. Os abandonó a las dos y se fue detrás de unas faldas.

—No es verdad —ella estaba levantando la voz—. ¡No debes decir esas cosas de mi padre!

—Las puedo decir si son la verdad.

—¡No quiero escuchar! —gritó ella—. ¡Vete de aquí! ¡Déjame sola!

—No lo haré. Volverás a casa conmigo, a San Diego, y aparentarás vivir con decencia. Es lo menos que me debes después de veinte años.

La mujer se quedó en silencio durante un momento. Los rumores del lugar me envolvían en suaves oleadas: un petirrojo picoteaba en la maleza, un reyezuelo revoloteaba. Cuando la mujer volvió a hablar, su voz sonó más calmada y más seria.

—Lo siento, George, de veras. Pero sería mejor que dejaras de insistir. He oído tantas veces todo lo que estás diciendo, que es como si oyera llover.

—Antes siempre regresabas —dijo el hombre, con un acento de esperanza en su voz.

—Esta vez no.

—Tienes que volver, Jean.

Su voz se había agudizado. Su esperanza se había transformado en una especie de amenaza. Comencé a caminar a lo largo del chalet.

—No te atrevas a tocarme —dijo ella.

—Tengo derecho a hacerlo por ley. Eres mi esposa.

Estaba diciendo y haciendo todo lo contrario de lo que debía decir o hacer. Yo lo sabía porque lo había dicho y hecho a mi vez, en mis tiempos. La mujer soltó un pequeño grito, que sonó como si estuviera ensayando otro más fuerte.

Miré hacia la esquina del chalet, donde el sendero de baldosas llegaba hasta un patio. El hombre había encerrado a la mujer entre sus brazos y estaba besando el costado de su rubia cabeza. Ella había vuelto la cara en mi dirección. Sus ojos estaban tan fríos como si los besos de su marido fueran de hielo.

—¡Suéltame, George! Tenemos visita.

Él la soltó y retrocedió, la cara enrojecida y los ojos húmedos. Era un hombre de más que mediana edad, y se movía con cautela, como si él fuera el intruso y no yo.

—Ésta es mi esposa —dijo, más como si quisiera disculparse que presentarla.

—¿Por qué estaba gritando?

—Está bien —dijo la mujer—. No me estaba haciendo daño. Pero sería mejor que te fueras ahora, George. Antes de que ocurra algo.

—Tengo que hablar algo más contigo.

Apuntó hacia ella una gruesa mano roja. El gesto era a la vez amenazante y conmovedor, como si lo hubiera realizado un inocente monstruo de Frankenstein.

—Sólo conseguirás irritarte de nuevo —dijo ella.

—Pero tengo derecho a defender mi causa. No puedes dejarme plantado sin escucharme. No soy un criminal como lo fue tu padre. Pero hasta un criminal tiene su oportunidad ante el tribunal. No puedes dejar de oírme.

Se estaba excitando mucho y era esa clase de excitación in crescendo que podía transformarse en violencia, si llegaba a desbordarse.

—Más vale que se vaya, señor Trask.

Su húmeda mirada salvaje se posó sobre mí. Le enseñé un viejo distintivo de agente especial que llevaba encima. Lo examinó con atención, como si fuera una curiosidad.

—Muy bien, me iré. —Dio media vuelta y se alejó. Pero se detuvo en la esquina de la casa para gritar hacia atrás—: ¡No voy a ir muy lejos!

La mujer se volvió hacia mí, suspirando. Su cabello se había desordenado y lo estaba arreglando con sus dedos nerviosos. Iba peinada con unos rizos estilo muñeca que no iban con sus cuarenta y tantos años. Pero a pesar de la descripción que Betty había hecho de ella, no era una mujer desagradable. Se adivinaba una buena figura bajo su vestido, y tenía un rostro hermoso y grave.

También poseía una cualidad que me molestaba: cierta duda y confusión en sus ojos, como si hubiera perdido su camino hacía mucho tiempo.

—Ha llegado a tiempo —me dijo—. Nunca se sabe lo que George es capaz de hacer.

—O cualquier otra persona.

—¿Es usted el vigilante de aquí?

—Le estoy reemplazando.

Me miró de arriba abajo, como una mujer que ensaya el papel de divorciada.

—Le debo un trago. ¿Quiere un whisky?

—Con hielo, por favor.

—Tengo un poco de hielo. De paso, mi nombre es Jean Trask.

Le dije cuál era el mío. Me hizo pasar al living del chalet y me dejó allí mientras iba a la cocina. En torno de las paredes de la habitación había una serie de grabados de caza ingleses, con algunos cazadores de chaqueta roja y perros corriendo a través de valles y colinas, hasta que daban muerte al zorro.

Simulando estudiar con ostentación los grabados, recorrí el cuarto hasta la puerta abierta del dormitorio y miré hacia adentro. Un maletín azul, de fin de semana, de mujer, estaba abierto sobre la más cercana de las camas. Y dentro de él estaba la caja de oro. Sobre su ilustrada tapa retozaban un hombre y una mujer en vistosos trajes antiguos.

Sentí la tentación de entrar y apoderarme de la caja, pero a John Truttwell no le hubiera parecido correcto. Aun haciendo caso omiso de él, probablemente yo la habría dejado donde estaba. Comenzaba a intuir que el robo de la caja sólo era un detalle accidental del caso. Cualquiera que fuese su magia —negra, blanca o dorada—, ésta se transmitía a las personas que la poseían.

Con todo, entré en la habitación y levanté la pesada tapa de la caja. Estaba vacía. Oí a la señora Trask cruzar el living y retrocedí en dirección a ella. Cerró de un golpe la puerta del dormitorio.

—No vamos a utilizar esa habitación.

—¡Qué lástima!

Me miró con asombro, como si no tuviera conciencia de su propio tosco candor. Luego empujó hacia mí un vaso con whisky.

—Sírvase.

Fue a la cocina y regresó con una bebida de color marrón oscuro para ella. Apenas hubo tomado un trago o dos, sus ojos se volvieron húmedos y brillantes. Pensé que era una bebedora y que yo estaba ahí, en esencia, porque no le gustaba beber sola.

Apuró su trago y se preparó otro mientras yo conservaba el mío. Se sentó en un sillón frente a mí, al otro lado de una mesita baja. Casi lo estaba pasando bien. La habitación era grande y tranquila, y a través de la puerta principal abierta podía oír el murmullo y el aleteo de las codornices.

No tuve más remedio que romper el encanto.

—Estaba admirando su caja de oro. ¿Es florentina?

—Supongo que sí —dijo distraída.

—¿No está segura? Parece bastante valiosa.

—¿De veras? ¿Es usted un experto?

—No. Estaba pensando en términos de seguridad. No la dejaría por ahí de esa manera.

—Gracias por su consejo —dijo ásperamente.

Se calló durante un minuto, saboreando su bebida.

—No he querido ser grosera hace un momento. Pero tengo la cabeza llena de problemas.

Se inclinó hacia mí tratando de mostrar interés.

—¿Hace mucho que trabaja como vigilante?

—Más de veinte años, contando mis tiempos en la policía.

—¿Ha sido policía?

—Así es.

—Tal vez pueda ayudarme. Estoy envuelta en una situación desagradable. No tengo ganas de entrar en explicaciones ahora, pero resulta que contraté a un hombre llamado Sidney Harrow para venir aquí conmigo. Afirmaba ser detective privado, pero resultó que su principal actividad era recuperar coches. Es un hombre rápido al volante. Además, es peligroso.

Terminó su bebida y se estremeció.

—¿Cómo sabe que es peligroso?

—Casi mató a mi amigo. También es rápido con el revólver.

—¿Además tiene usted un amigo?

—Le llamo amigo —dijo sonriendo a medias—. En realidad, somos más como hermano y hermana, o padre e hija… Quiero decir, madre e hijo… —sonrió tontamente.

—¿Cómo se llama él?

—Eso no tiene nada que ver con lo que le estoy contando. El asunto es que Sidney Harrow casi le mata la otra noche.

—¿Dónde ocurrió eso?

—Justo frente a la casa de mi amigo. Entonces me di cuenta de que Sidney era un hombre peligroso, y a partir de ese momento no me sirvió de nada. Tiene la foto y el dinero, pero no hace nada con ellos. Tengo miedo de ir y pedirle que me los devuelva.

—¿Y quiere que yo lo haga?

—Puede ser. Todavía no me estoy comprometiendo.

Hablaba con el absurdo aplomo de una mujer que no tiene ninguna intuición con los hombres y se equivoca constantemente con respecto a ellos.

—¿Qué tendría que hacer Sidney con la foto y el dinero?

—Descubrir los hechos —dijo con cautela—. Para eso le contraté. Pero cometí el error de darle algún dinero, y todo lo que hace es sentarse en el cuarto de su motel y beber. Ni siquiera apareció durante dos días.

—¿Qué motel?

—El Sunset, junto a la playa.

—¿De qué manera se lió con Sidney Harrow?

—No me lié con él. Un conocido le trajo a casa la semana pasada y me pareció lleno de vida y activo, exactamente el hombre que estaba buscando.

Como para revivir la esperanza que se había forjado en esa ocasión, levantó su vaso y vació las últimas gotas, saboreándolas con la lengua.

—Me recordaba a mi padre cuando era joven.

Durante un momento pareció regocijarse con esa doble imagen. Pero sus sentimientos eran muy variables, y no pudo tolerarla demasiado tiempo. Podía ver en sus ojos cómo se iba desvaneciendo ese recuerdo de felicidad pasada.

Se levantó y caminó hacia la cocina. Pero se detuvo bruscamente, como si se hubiera encontrado frente a un cristal invisible.

—Estoy bebiendo demasiado —dijo—. Y hablando demasiado.

Dejó su vaso en la cocina, regresó y se inclinó sobre mí. Sus ojos tristes me miraban con desconfianza, como si yo fuera la causa de su infidelidad.

—¡Por favor, váyase de aquí! ¿Quiere? Olvide lo que le he dicho, ¿de acuerdo?

Le di las gracias por el whisky y enfilé el coche cuesta abajo, hasta el Ocean Boulevard. Seguí por él hasta llegar al Sunset Motor Hotel.