3

Me detuve en una estación de servicio, camino de la universidad, y llamé al apartamento de Nick desde un teléfono público. Me contestó una voz femenina.

—Al habla con el domicilio de Nicolás Chalmers.

—¿Está el señor Chalmers?

—No, no está. —Hablaba con tono profesional—. Está hablando con su recepcionista telefónica.

—¿Cómo puedo encontrarme con él? Es importante.

—No sé dónde está. —Un tono de ansiedad no profesional se había deslizado en su voz—. ¿Tiene que ver con los exámenes que no ha aprobado?

—Podría ser —dije con ambigüedad—. ¿Es usted amiga de Nick?

—Sí, lo soy. En realidad no soy su recepcionista telefónica. Soy su novia.

—¿Señorita Truttwell?

—¿Nos conocemos?

—Aún no. ¿Está en el apartamento de Nick?

—Sí. ¿Es usted un consejero?

—En cierto modo, sí. Mi nombre es Archer. ¿Quiere esperarme ahí, en el apartamento, señorita Truttwell? Si Nick llegara a aparecer, por favor, pídale a él que también me espere.

Dijo que lo haría, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudar a Nick. Parecía ser que Nick necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir.

La universidad estaba en una colina detrás del aeropuerto, a pocos kilómetros de la ciudad. Desde cierta distancia, el incompleto óvalo de sus edificios nuevos parecía tan antiguo y misterioso como Stonehenge. Era la tercera semana de enero y supuse que los exámenes de mitad de año estaban en curso. Los estudiantes a los que vi mientras daba la vuelta a la ciudad universitaria tenían un semblante agotado y preocupado.

Había estado allí antes, pero no en los últimos años. El plantel de estudiantes se había multiplicado mientras tanto, y el barrio cercano a la universidad se había convertido en una ciudad de edificios de apartamentos. Resultaba extraño, viniendo de Los Ángeles, atravesar una ciudad en la cual todos eran jóvenes.

Nick vivía en un edificio de cinco pisos denominado Cambridge Arms. Tomé el ascensor hasta el quinto piso y di con la puerta de su apartamento, el número 51.

La chica abrió antes de que yo pudiera llamar. Sus ojos vacilaron cuando me vio. Su hermoso cabello rubio cubría los hombros de su suelto traje oscuro. Aparentaba unos veinte años.

—¿No ha regresado Nick? —pregunté.

—Desgraciadamente, no. ¿Usted es el señor Archer?

—Sí.

Me dirigió una breve mirada inquisitiva y me di cuenta de que era mayor de lo que había pensado.

—¿Es usted realmente un consejero, señor Archer?

—He dicho que lo era en cierto modo. He ejercido como consejero aficionado.

—¿Y cuál es su actuación profesional?

Su voz no era hostil. Pero sus ojos, honestos y sensitivos, parecían preparados para repeler un ataque. No quería que eso sucediera. Era una de las cosas más hermosas con que me había encontrado en los últimos tiempos.

—Me temo que si se lo digo, señorita Truttwell, no querrá hablar conmigo.

—Es policía, ¿verdad?

—Lo era. Soy investigador privado.

—Entonces tiene toda la razón. No quiero hablar con usted.

Estaba dando señales de alarma. Sus ojos y las ventanas de su nariz estaban dilatados. Su cara parecía despedir fuego.

—¿Le enviaron los padres de Nick para hablar conmigo?

—¿Cómo hubieran podido hacer eso? Se supone que usted no está aquí. De paso, ya que estamos hablando, me parece que podríamos hacerlo dentro.

Después de dudar un poco, dio un paso atrás y me dejó entrar. La sala estaba amueblada con un buen gusto caro pero deprimente. Parecía como si los muebles hubieran sido adquiridos por los Chalmers para su hijo, sin consultarle para nada.

Todo el ambiente daba la impresión de que Nick se había mantenido alejado de él. No había cuadros en los muros. Los únicos objetos personales, de cualquier índole, eran los libros de la biblioteca hecha de módulos. En su mayoría se trataba de libros de texto, de política, derecho, psicología y psiquiatría.

Me volví hacia la chica:

—Nick no deja muchos rastros alrededor de sí.

—No. Es un muchacho… un hombre muy reservado.

—¿Muchacho u hombre?

—Quizá él mismo esté tratando de tomar una decisión con respecto a eso.

—¿Qué edad tiene él exactamente, señorita Truttwell?

—Cumplió veintitrés el mes pasado, el catorce de diciembre. Terminará sus estudios con medio año de retraso porque perdió un semestre hace unos años. Es decir, los terminará si aprueba sus exámenes. Hasta ahora, de cuatro, ha suspendido tres.

—¿Por qué?

—No se trata de un problema escolar. Nick es bastante brillante —lo afirmó como si yo lo hubiera negado—. Es una lumbrera en ciencias políticas, lo cual es mucho decir. Y piensa estudiar derecho el año que viene.

Su voz sonaba un poco irreal, como la de una muchacha que está relatando un sueño o trata de evocar un deseo.

—¿De qué clase de problema se trata entonces, señorita Truttwell?

—Un problema existencial, como suelen decir. —Se me acercó, dejando caer sus manos con las palmas vueltas hacia mí—. De pronto dejó de preocuparse…

—¿Por usted?

—Si hubiera sido sólo eso, lo podría aguantar. Pero ha dejado de interesarse por todo. Su vida ha cambiado en los últimos días.

—¿Drogas?

—No. No lo creo. Nick sabe lo peligrosas que son.

—A veces, eso es un atractivo.

—Ya lo sé; sé lo que quiere decir.

—¿Lo discutió con usted?

Se quedó perpleja durante un segundo.

—¿Discutir qué?

—El cambio que se produjo en su vida en los últimos días.

—En realidad no. Hay otra mujer por medio, ¿entiende? Una mujer mayor.

La muchacha estaba pálida de celos.

—Debe estar fuera de sus cabales —dije, para hacerle un cumplido. Lo tomó al pie de la letra.

—Lo sé. Estuvo haciendo cosas que no habría hecho de haber estado en su sano juicio.

—Hablemos de las cosas que ha estado haciendo.

Me dirigió una mirada que era la más larga que me había otorgado hasta ese momento.

—No puedo decírselo. Ni siquiera le conozco a usted.

—Su padre me conoce.

—¿De veras?

—Llámele si no me cree.

Su mirada fue hasta el teléfono, que estaba en una mesita al lado del sofá, y luego volvió hasta mi rostro.

—Eso significa que está trabajando para los Chalmers. Son clientes de papá.

No le contesté.

—¿Para qué le contrataron los padres de Nick?

—Sin comentarios. Estamos perdiendo el tiempo. Tanto usted como yo queremos que Nick recobre su sentido común. Necesitamos ayudarnos el uno al otro.

—¿Cómo puedo ayudar?

Sentí que estaba ganando su confianza.

—Evidentemente, usted desea hablar con alguien. Dígame qué ha estado haciendo Nick hasta ahora.

Seguía de pie, como una visita no deseada. Me senté en el sofá. La chica se acercó con cautela, posándose sobre un brazo del sofá, fuera de mi alcance.

—Si se lo digo, ¿no se lo repetirá a los padres de Nick?

—No. ¿Qué tiene contra sus padres?

—Nada, en realidad. Son personas agradables, les conozco de toda la vida como amigos y vecinos. Pero el señor Chalmers es bastante duro con Nick. Son caracteres tan diferentes, ¿entiende? Nick critica mucho la guerra, por ejemplo, y el señor Chalmers considera eso como una falta de patriotismo. Combatió y ganó algunas condecoraciones en la última guerra, y eso le hace más bien rígido en su forma de pensar.

—¿Qué hizo en la guerra?

—Fue piloto naval cuando era más joven de lo que Nick es ahora. Cree que Nick es un tremendo rebelde. —Hizo una pausa—. En realidad no lo es. Admito que haya sido más bien alocado en una época. Eso fue hace varios años, antes de que se dedicara a sus estudios. Se portó muy bien hasta la semana pasada… Luego, todo se derrumbó.

Esperé. Con la timidez de un pajarito se deslizó del brazo del sofá y se dejó caer cerca de mí. Compuso una expresión de amargura y cerró los ojos con fuerza, tratando de retener las lágrimas. Después de un minuto de silencio continuó:

—Creo que esa mujer está detrás de esto. Sé lo que eso me duele. Pero ¿cómo no estar celosa? Me dejó a un lado como un paquete y se lió con una mujer que puede ser su madre. Además, está casada.

—¿Cómo lo sabe?

—Me la presentó como la señora Trask. Estoy casi segura de que es de las afueras de la ciudad… No figura ningún Trask en la guía telefónica.

—¿Se la presentó?

—Le obligué a hacerlo. Les vi juntos en el restaurante Lido. Me acerqué a su mesa y me quedé allí hasta que Nick me los presentó, a ella y al otro hombre. Se llamaba Sidney Harrow. Es un cobrador de San Diego.

—¿Él le dijo eso?

—No exactamente. Lo descubrí.

—Es usted bastante perspicaz.

—Sí —dijo—, lo soy. En general no me interesan los chismes. —Me sonrió a medias—. Pero hay ocasiones en que es necesario entrometerse. Así que, mientras el señor Harrow no miraba, cogí su ticket de aparcamiento, que estaba sobre la mesa, al lado de su plato. Fue allí y le pedí al vigilante que me indicara cuál era su coche. Era un viejo descapotable destartalado, al que le faltaba la ventanilla de atrás. El resto fue fácil. Saqué su nombre y dirección del registro e hice una llamada a su oficina de San Diego, que resultó ser una agencia de cobros. Dijeron que estaba de vacaciones. ¡Vaya vacaciones!

—¿Cómo sabe que no lo son?

—No he terminado. —Por primera vez se mostró impaciente, animada por su relato—. Cuando les encontré en el restaurante era miércoles al mediodía. Volví a ver el coche el viernes por la noche. Estaba aparcado frente a la casa de los Chalmers. Nosotros vivimos en diagonal, al otro lado de la calle, y puedo ver su casa desde la ventana de mi estudio. Para asegurarme de que era el coche del señor Harrow, fui hasta allí para verificar el número de la matrícula. Eran más o menos las nueve de la noche del viernes. En efecto, era el suyo.

Y él me debió oír cuando estaba cerca de la puerta del coche. Salió corriendo de la casa de los Chalmers y me preguntó qué hacía allí. Yo le pregunté a él lo mismo. Entonces me dio una bofetada y comenzó a retorcerme el brazo. Debí dejar escapar algún grito, porque Nick salió de la casa y golpeó al señor Harrow, arrojándole al suelo, y por un minuto pensé que iba a matar a Nick. Ambos tenían una extraña mirada en sus rostros, como si los dos estuvieran al borde de la muerte. Como si realmente desearan matarse y dejarse matar.

Yo conocía esa mirada de despedida, la mirada del adiós. La había visto en la guerra, y demasiadas veces a partir de entonces.

—Pero la mujer —agregó la chica— salió de la casa y les detuvo. Le dijo al señor Harrow que subiera al coche. Luego subió ella y el coche se alejó. Nick dijo que lo lamentaba, pero que no podía explicarme nada en ese momento. Entró en la casa y cerró la puerta con llave.

—¿Cómo sabe que la cerró con llave?

—Intenté entrar. Sus padres estaban fuera, en Palm Springs, y él estaba terriblemente trastornado. No me pregunte por qué. No entiendo absolutamente nada de lo que pasa. Sólo sé que esa mujer anda detrás de él.

—¿Está segura de eso?

—Se trata de ese tipo de mujer. Es una rubia llamativa, con una gran boca roja húmeda y ojos venenosos. No puedo entender cómo ha podido liarse con ella.

—¿Qué le hace pensar que lo está?

—La manera en que ella le hablaba, como si le poseyera.

Hablaba desviando de mí su cara y su cuerpo.

—¿Le habló a su padre acerca de esa mujer?

Sacudió negativamente la cabeza.

—Mi padre sabe que tengo problemas con Nick. Pero no puedo decirle de qué se trata. Haría quedar muy mal a Nick.

—Y usted se quiere casar con él.

—Lo espero desde hace mucho tiempo. —Se volvió y me miró de frente. Podía sentir la fría presión de su determinación, como el agua que presiona un dique—. Pienso casarme con él con o sin el permiso de mi padre. Por supuesto que preferiría contar con su consentimiento.

—¿Pero está su padre en contra de Nick?

Su cara se crispó.

—Está en contra de todo hombre con quien me quiera casar. A mi madre la mataron en 1945. Era más joven de lo que yo soy ahora —agregó perpleja—. Papá nunca se volvió a casar, por mi bien. ¡Ojalá lo hubiera hecho por mi bien!

Hablaba con el énfasis contenido de una joven mujer que ha sufrido.

—¿Qué edad tiene, Betty?

—Veinticinco.

—¿Desde cuándo no ha visto a Nick?

—Desde el viernes por la noche, frente a su casa.

—¿Y le ha estado esperando aquí desde entonces?

—No todo el tiempo. Papá se pondría enfermo si yo no regresara a casa por la noche. Entre paréntesis, Nick no ha dormido en su propia cama desde que comencé a esperarle aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—El sábado por la tarde. —Como si se sintiera mareada, agregó—: Si quiere dormir con ella, es asunto suyo.

En ese instante sonó el teléfono. Se levantó con rapidez para contestar. Después de escuchar un momento, dijo con bastante aspereza:

—Habla la recepcionista telefónica del señor Chalmers… No, no sé dónde está… El señor Chalmers no dejó esa información.

Siguió escuchando. Desde donde estaba sentado podía oír en la línea la alterada voz de una mujer, pero no podía discernir sus palabras. Betty las repitió:

—El señor Chalmers debe mantenerse alejado de la Posada de Montevista. Entiendo. Su esposo la ha seguido hasta allí. ¿Debo decirle eso? Está bien.

Colgó el receptor con mucha delicadeza, como si estuviera cargado de explosivos. La sangre le subió por el cuello y se difundió por el rostro en una oleada de violenta emoción.

—Era la señora Trask.

—Me lo imaginaba. Supongo que está en la Posada de Montevista.

—Sí. Y su marido también.

—Podría hacerles una visita.

Betty se levantó bruscamente.

—Me voy a casa. No quiero seguir esperando aquí. ¡Es humillante!

Bajamos juntos en el ascensor. Encerrados en su automática intimidad, Betty me dijo:

—Le he confiado todos mis secretos. ¿Cómo consigue que las personas hagan eso?

—No hago nada para conseguirlo. Las personas desean hablar de lo que les duele. Eso suaviza las penas, a veces.

—Sí, supongo que sí.

—¿Puedo hacerle otra pregunta penosa?

—Parece ser el día indicado.

—¿Cómo mataron a su madre?

—Fue un coche, justo frente a nuestra casa en Pacific Street.

—¿Quién conducía?

—Nadie lo sabe, y yo menos que nadie. Yo sólo era una criatura en esa época.

—¿La atropellaron?

Asintió. La puerta se abrió en la planta baja, interrumpiendo nuestra intimidad. Nos dirigimos juntos hacia el aparcamiento. La observé alejarse en un coche deportivo de color rojo, quemando las llantas al enfilar la primera curva.