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Pacific Street ascendía como por una rampa, uniendo los humildes barrios bajos con el distrito de elegantes casas antiguas, en la cumbre de la colina. La mansión de los Chalmers, de estilo californiano español, tendría unos cincuenta o sesenta años, pero sus blancos muros resplandecían inmaculados bajo el sol del mediodía.

Crucé el patio rodeado de muros y llamé al portón de hierro de la entrada. Un criado de traje oscuro, que parecía salido de un monasterio español, abrió la puerta, me tomó el nombre y me dejó esperando en el vestíbulo de entrada. Era una enorme estancia de gran altura que me hizo sentir pequeño primero, y luego, como reacción, grande y seguro de mí mismo.

Podía entrever el blanco hueco del salón. Sus paredes resplandecían con pinturas modernas. Su umbral estaba decorado con unas negras rejas de hierro forjado que llegaban a la altura de los hombros y le conferían una atmósfera de museo.

Ésta se disipó en parte cuando una mujer de cabello rojizo vino desde el jardín para saludarme. Llevaba un par de tijeras de podar y una rosa de color rojo. Dejó las tijeras sobre una mesa, pero conservó la rosa, cuyo color hacía juego con el de sus labios.

Su sonrisa era vivaz y preocupada.

—No sé por qué —dijo ella—, pero esperaba que fuera usted mayor.

—Soy mayor de lo que parezco.

—Pero le pedí a John Truttwell que me enviara al jefe de la agencia.

—Trabajo solo. Colaboro con otros detectives solamente cuando les necesito.

La mujer frunció el entrecejo.

—Me da la impresión de que se trata de una organización de poca monta. No como la Pinkerton…[1].

—No se trata de una gran empresa, si es eso lo que usted desea.

—No es eso necesariamente. Pero quiero alguien capaz, realmente capaz. ¿Tiene experiencia en tratar con… bueno —utilizó su mano libre para señalarse a sí misma y luego al ambiente que la rodeaba—… con personas como yo?

—No la conozco lo suficiente como para contestarle.

—Pero estamos hablando de usted.

—Supongo que si el señor Truttwell me recomendó, le había dicho que tengo experiencia.

—Tengo derecho a expresar mis dudas, ¿verdad?

Su tono era el mismo tiempo perentorio e inseguro. Era el tono de una mujer hermosa que se había casado por dinero y nivel social, y que nunca lograba olvidar cuán fácilmente podía perder ambas cosas.

—Continúe preguntando, señora Chalmers.

Aferró mi mirada y la retuvo como si quisiera leer mi pensamiento. Sus ojos eran negros, intensos e impenetrables.

—Todo lo que quiero saber es esto: si encuentra la caja florentina… Supongo que John Truttwell le habló de la caja de oro, ¿no es así?

—Me dijo que había desaparecido una caja.

Ella asintió.

—Supongamos que usted la encuentre y descubra quién la robó. ¿Se limitará a eso? Quiero decir, ¿no irá a contárselo a las autoridades?

—No, al menos que ya estén enteradas.

—No lo están, y no lo estarán tampoco —afirmó—. Quiero que todo este asunto se mantenga en secreto. Ni siquiera le iba a hablar de la caja a John Truttwell, pero me lo sonsacó. De todos modos, puedo confiar en él. Eso creo al menos.

—Y de mí no, ¿verdad?

Sonreí y ella decidió corresponder a mi sonrisa. Me rozó la mejilla con su rosa y luego la dejó caer en el suelo de azulejos como si la flor hubiera cumplido ya su misión.

—Venga al despacho. Allí podremos hablar con tranquilidad.

Me hizo subir unos peldaños, hasta una puerta de roble ricamente tallada. Antes de que la cerrara detrás de nosotros pude divisar al criado que recogía las tijeras primero y luego la rosa.

El despacho era una habitación con grandes vigas oscuras que sostenían el blanco cielo raso inclinado. La única ventanita, enrejada por fuera, hacía que se pareciera a una celda. Como si el prisionero quisiera preparar en tal celda su propia defensa, una estantería llena de viejos libros de derecho cubría una pared.

En la pared de enfrente colgaba un gran cuadro. Parecía ser un cuadro al óleo de Pacific Point en sus viejos tiempos, realizado con una perspectiva primitiva. Un velero del siglo XVII estaba anclado en el puerto; a su lado, unos indios desnudos, de piel oscura, retozaban en la playa; sobre sus cabezas, soldados españoles marchaban, como un ejército en el cielo.

La señora Chalmers me hizo sentar en una antigua silla giratoria tapizada en piel de vaca, frente a un escritorio de tapa enrollable.

—Estas piezas no van con el resto de los muebles —dijo como si ello tuviera mucha importancia—. Pero era el escritorio de mi suegro, y la silla en que está sentado era la que usaba en el tribunal. Era juez.

—Eso fue lo que me dijo el señor Truttwell.

—Sí, John Truttwell le conoció. Yo no le llegué a conocer. Murió hace mucho tiempo, cuando Lawrence era apenas un niño. Pero mi esposo aún venera el suelo que pisó su padre.

—Espero conocer a su esposo. ¿Está en casa?

—Me temo que no. Ha ido al médico. Este asunto del robo le ha preocupado muchísimo. —Y agregó—: De todos modos, no quisiera que usted hablara con él.

—¿Sabe que estoy aquí?

Se alejó de mí y se reclinó sobre una mesa de refectorio de roble negro. Abrió una caja de plata en busca de un cigarrillo y lo encendió con un encendedor de mesa. Con furiosas bocanadas, hizo que el cigarrillo levantara una cortina de humo azul entre nosotros.

—A Lawrence no le gustaba la idea de llamar a un detective privado. Fui yo quien se decidió a hacerle venir a usted, de todos modos.

—¿Y por qué no le gustaba la idea?

—Mi esposo defiende su intimidad. Y esta caja que han robado…, bueno, era un regalo que su madre había recibido de un admirador. Se supone que no debo saberlo, pero lo sé. —Su sonrisa era maliciosa—. Además, su madre la utilizaba para guardar sus cartas.

—¿Las cartas de su admirador?

—Las de mi esposo. Larry le escribió bastantes cartas durante la guerra y ella las guardaba en la caja. Las cartas también faltan… No es que tuvieran mayor valor. Excepto para Larry, quizá.

—¿La caja es valiosa?

—Creo que sí. Estaba labrada y tenía un baño de oro. Está hecha en Florencia durante el… Renacimiento. —Titubeó con la palabra, pero consiguió pronunciarla—. En la tapa tiene una escena de dos amantes.

—¿Está asegurada?

Sacudió la cabeza negando y cruzó las piernas.

—No parecía necesario. No la sacábamos nunca de la caja fuerte. Nunca se nos ocurrió que podrían forzarla.

Le pedí que me permitiera ver la caja fuerte. La señora Chalmers descolgó el rudimentario cuadro de los indios y los soldados españoles. En su lugar apareció una gran caja fuerte cilíndrica, profundamente empotrada en la pared. Hizo girar varias veces el mecanismo y la abrió. Mirando por encima de su hombro pude ver que tenía el diámetro de un cañón de dieciséis pulgadas y que estaba igualmente vacía.

—¿Dónde están sus alhajas, señora Chalmers?

—No tengo muchas, nunca me interesaron. Lo que tengo lo guardo en un estuche en mi habitación. Llevé ese estuche conmigo a Palm Springs. Estábamos allí cuando robaron la caja de oro.

—¿Cuánto hace que desapareció?

—Déjeme pensar… Hoy es jueves. La puse en la caja fuerte el miércoles por la noche. A la mañana siguiente salimos de viaje. Debieron robarla después de que nos marchásemos, hace unos cuatro días, o tal vez menos. Abrí la caja fuerte anoche, cuando regresamos, y no estaba.

—¿Por qué abrió la caja fuerte?

—No sé. Realmente no lo sé —agregó con un tono que sonaba a mentira.

—¿Se le ocurrió que podrían haberla robado?

—No. Claro que no.

—¿Qué puede decirme del sirviente?

—Emilio no la ha tocado. Respondo absolutamente por él.

—¿Se han llevado alguna otra cosa, además de la caja?

Se quedó pensando la pregunta.

—Me parece que no. Excepto las cartas, por supuesto. Las famosas cartas.

—¿Eran importantes?

—Como ya le he dicho, eran importantes para mi esposo. Y, naturalmente, para su madre. Pero ella murió hace mucho tiempo, cuando terminó la guerra. Nunca llegué a conocerla.

Lo dijo como si eso la afectara, como si le hubiera sido negada la bendición materna y aún se sintiera defraudada.

—¿Qué razones tendría un ladrón para llevárselas?

—No me lo pregunte a mí. Probablemente porque estaban en la caja. —Hizo una mueca—. Si las encuentra, no se moleste en devolverlas. Ya las he oído todas o casi todas.

—¿Oído?

—Mi esposo tenía la costumbre de leérselas en voz alta a Nick.

—¿Dónde está su hijo?

—¿Por qué?

—Me gustaría hablar con él.

—Es imposible —frunció el entrecejo. Detrás de su hermosa máscara se escondía una niña malcriada, pensé, como un farsante acurrucado tras la estatua de un dios.

—¡Ojalá John Truttwell me hubiera enviado a otra persona! ¡Cualquier otra!

—¿Qué he hecho yo de malo?

—Hace demasiadas preguntas. Se está metiendo en nuestros asuntos de familia y ya le he dicho más de lo que debería.

—Puede confiar en mí.

Me arrepentí inmediatamente de haber dicho eso.

—¿De veras?

—Otras personas lo hacen.

Noté que había un desagradable tono seductor en mi voz. Quería seguir con aquella mujer y con su pequeño caso particular. Ella tenía la clase de belleza que le inspira a uno deseos de indagar su historia.

—Y estoy seguro de que el señor Truttwell le aconsejaría no ocultarme ninguna clase de información. Cuando un abogado me contrata tengo el mismo privilegio de poder guardar silencio que tiene él ante los tribunales.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Significa que no me pueden obligar a decir lo que descubro. Ni siquiera un Gran Jurado con plenos poderes puede hacerlo.

—Entiendo.

Me había sorprendido sin defensas tratando de venderme, y ahora, en cierto sentido, podía comprarme. No necesariamente con dinero.

—Si me promete absoluta reserva, inclusive con respecto a John Truttwell, le diré algo. Tal vez éste no sea un robo ordinario.

—¿Sospecha de alguien de la casa? No hay señales de que la caja fuerte fuera forzada.

—Lawrence señaló ese hecho. Por eso él no quería que usted interviniera en este caso. Ni siquiera quería que se lo dijera a John Truttwell.

—¿De quién sospecha?

—No lo dijo. Sin embargo, me temo que sospeche de Nick.

—¿Había tenido Nick algún problema anteriormente?

—No esta clase de problemas.

La voz de la mujer se había hecho casi inaudible. Todo su cuerpo se había hundido, como si el pensamiento de su hijo fuera un peso palpable dentro de ella.

—¿Qué clase de problemas tuvo?

—De los llamados problemas emocionales. Se volvió contra Lawrence y contra mí sin un motivo real. Se fugó cuando tenía diecinueve años. A los de la Pinkerton les llevó meses encontrarle. Nos costó miles de dólares.

—¿Dónde estaba?

—Ganándose la vida por ahí. En realidad, su psiquiatra dijo que aquello le había hecho bien. Desde entonces se dedicó a sus estudios. Incluso se ha prometido con una chica.

Hablaba con cierto orgullo, esperanza tal vez, pero sus ojos seguían sombríos.

—¿Y usted no cree que él haya robado la caja?

—No, no lo creo —dijo alzando el mentón—. Usted no estaría aquí si lo creyera.

—¿Puede él abrir la caja fuerte?

—Lo dudo. Nunca le hemos dado la combinación.

—He observado que usted la recuerda de memoria. ¿La tiene escrita en alguna parte?

—Sí.

Abrió el primer cajón de la derecha del escritorio, lo hizo salir del todo y le dio vuelta, desparramando las amarillas notas bancarias que contenía. En el fondo del cajón, pegado con cinta adhesiva, un pedazo de papel tenía una serie de números escritos a máquina. La cinta estaba amarilla y resquebrajada por el tiempo, y el papel tan gastado que los números apenas se podían descifrar.

—Es bastante fácil de encontrar —le dije—. ¿Su hijo necesita dinero?

—No lo creo. Le damos seis o setecientos dólares al mes, y aún más, si los necesita.

—Ha mencionado usted a una chica.

—Está comprometido con Betty Truttwell, quien no es exactamente una buscadora de oro.

—¿No hay otras chicas o mujeres en su vida?

—No.

Pero su respuesta fue lenta e incierta.

—¿Qué piensa él respecto a la caja?

—¿Nick? —Su frente despejada se arrugó como si mi pregunta la hubiera cogido por sorpresa—. En realidad, le interesaba cuando era pequeño. Les permitía, a él y a Betty, que jugasen con ella. Solíamos… solían imaginar que era la caja de Pandora. Mágica, ¿entiende?

Se rió un poco. Evocaba el pasado con todo su ser. Luego, sus ojos volvieron a cambiar. Su pensamiento afloró a la superficie, dolorido y asustado. Bajando la voz, murmuró:

—Quizá no debería haberla ensalzado tanto. Sin embargo, no puedo creer que la haya cogido él. Nick ha sido siempre honesto con nosotros.

—¿Le ha preguntado algo?

—No. No le he visto desde que regresamos de Palm Springs. Tiene su propio apartamento cerca de la universidad y está realizando sus exámenes finales.

—Me gustaría hablar con él, aunque sea para obtener un sí o un no. Puesto que está bajo sospecha…

—Pero no le diga que su padre sospecha de él. Se han llevado tan bien durante estos últimos años, que detestaría que sus buenas relaciones se malograran.

Le prometí que actuaría con mucho tacto. Sin necesidad de ulteriores argumentos de persuasión me dio el número de teléfono de Nick Chalmers y su dirección en la ciudad universitaria. Los anotó sobre un pedazo de papel con pulso inseguro e infantil. Luego echó una mirada a su reloj.

—Hemos empleado más tiempo del que creía. Mi esposo estará camino de casa para el almuerzo.

Estaba ruborizada y los ojos le brillaban como si acabara de concertar una cita. Me hizo salir de prisa hasta el vestíbulo de entrada. El criado de traje oscuro, con su cara inexpresiva y respetuosa, abrió la puerta, y la señora Chalmers prácticamente me empujó hacia fuera.

Frente a la casa, un hombre de mediana edad, con un elegante traje de tweed, descendió de un Rolls Royce negro. Cruzó el patio con una especie de precisión militar, como si cada paso, cada movimiento de sus brazos, estuvieran controlados separadamente por órdenes dictadas desde arriba. En su delgado rostro moreno los ojos tenían cierto inocente brillo azul. La parte inferior de su cara estaba convencionalizada por un bien recortado bigote castaño.

Me atravesó con su pálida mirada.

—¿Qué está ocurriendo aquí, Irene?

—Nada. Quiero decir… —retuvo el aliento—. Éste es el hombre del seguro. Ha venido por el robo.

—¿Le has llamado tú?

—Sí.

Ella me dirigió una mirada avergonzada. Estaba mintiendo abiertamente y me pedía que le siguiera la corriente.

—Ha sido una tontería hacer eso —dijo su marido—. La caja florentina no estaba asegurada, al menos que yo sepa.

Me miró con inquisitiva cortesía.

—No lo está —dije con voz helada.

Estaba enfadado con la mujer. Había echado a perder mi relación con ella y una eventual relación con su marido.

—Entonces no le seguiremos reteniendo —me dijo él—. Acepte mis disculpas por la confusión de la señora Chalmers. Lamento que haya perdido su tiempo.

Chalmers se acercó a mí sonriendo con indulgencia bajo su bigote. Me hice a un lado. Pasó junto a mí para penetrar en el profundo umbral, teniendo buen cuidado de no rozarme. Yo era un hombre vulgar y podía resultar contagioso.