I
CAMINANDO EN LA OSCURIDAD

DURANTE varios días, Arturo Adragón y sus amigos marcharon por rutas solitarias para evitar encuentros inesperados. Cruzaron comarcas poco pobladas y, salvo un par de ocasiones en las que pequeñas partidas de bandoleros intentaron robarles, el viaje resultó tranquilo.

Un apacible atardecer llegaron al pie de una imponente cadena de montañas cubiertas de nieve que les impedían el paso.

—Son los montes Nevadia. Los vamos a cruzar —anunció Arquimaes—. Acamparemos aquí esta noche y nos prepararemos. Mañana empieza la parte más peligrosa de nuestro viaje.

Montaron un pequeño campamento y cenaron tranquilamente. Después, cuando ya estaban a punto de echarse a dormir, el alquimista explicó el plan.

—Alexander y Crispín se quedarán aquí y nos esperarán. A partir de ahora, solo iremos Arturo, Amarofet y yo.

—¿No os fiáis de nosotros? —preguntó el caballero carthaciano—. ¿Creéis que podemos traicionar vuestra confianza?

—Si no conocéis el camino, nadie os podrá arrancar el secreto, aunque os torturen —afirmó el maestro—. Arturo y Amarofet llevarán los ojos vendados. Debo protegeros a todos.

—¿Por qué Amarofet no se queda aquí? —preguntó Crispín—. Está muy débil para enfrentarse a esas montañas. Hará mucho frío.

—Creo que el dragón podrá ayudarla —argumentó Arquimaes—. Es necesario que corramos el riesgo.

—Yo quiero acompañar a Arturo —dijo Amarofet acercándose al sabio—. No me quedaré aquí.

—Me alegra que quieras venir —le contestó Arquimaes—. Haces honor a tu palabra.

—¡Se lo debo! —respondió—. ¡Haré lo que sea por él!

—A mí también me gustaría conocer esa cueva —comentó Alexander—. A lo mejor encuentro en ella el perdón para mis pecados.

—Querido amigo, eso no puede ser —respondió el alquimista—. Nuestro viaje es especial…

—Lo siento, amigo Alexander. Has luchado como un valiente a nuestro lado, pero no puedes acompañarnos —añadió Arturo—. Tienes que quedarte aquí, con Crispín.

—Yo siempre me quedo fuera de todo —se quejó el escudero—. Tu compañía me vendrá bien, amigo Alexander.

Alexander guardó silencio. Arturo tuvo la sensación de que no le satisfacía quedarse con Crispín.

—Arturo me ha salvado la vida y estoy en deuda con él —confesó inesperadamente Alexander con semblante serio, mientras Crispín se disponía a alimentar la pequeña hoguera con unos troncos—. En conciencia, os debo una explicación sincera sobre mí. Si no lo hiciera, me maldeciría.

—¿De qué hablas? —preguntó Arturo—. No me debes nada. Tú hubieras hecho lo mismo en mi lugar.

—Dejadme que os cuente los motivos por los que me tenían encerrado en las mazamorras de los demoniquianos —insistió el caballero—. Después podréis valorar si soy un buen compañero de aventuras. Decidiréis vosotros mismos si merezco vuestra confianza.

—No es necesario —dijo Arquimaes—. Nadie te ha pedido cuentas. Lo que hayas hecho antes de conocernos es asunto tuyo. No somos tus jueces, somos tus amigos.

—Sí, pero me quedaré más tranquilo si comparto mi secreto con vosotros. Os ruego, por favor, que me escuchéis… Os voy a contar lo que me tiene atormentado y me impide dormir… Hace meses conocí a una muchacha de cabellos oscuros como la noche, de quien me enamoré perdidamente. La cortejé durante meses, pero todos mis esfuerzos fueron en vano. Jamás conseguí de ella una sola palabra de amor. Me hubiera conformado con una mirada o un simple gesto… Pero era fría como el hielo y no fui capaz de complacerla. Sin embargo, después de mucho insistir, conseguí que me dijera cómo podía hacerla feliz.

—Quiero ser reina de Carthacia —me dijo—. Es mi gran deseo.

—Pero eso es imposible —le contesté—. Carthacia ya tiene un rey.

—Si no eres capaz de darme lo que te pido, es mejor que no vuelvas a verme nunca —respondió con la tranquilidad del que se sabe dueño de la situación—. El hombre que quiera ser digno de mi amor deberá poner este reino a mis pies.

—Desesperado por conseguir su amor, empecé a acariciar la idea de derrocar a Aquilion y poner a mi amada en el trono. Para llevar a cabo mi objetivo, me relacioné con los peores conspiradores del reino… Y caí en las redes de los demoniquianos, que me prometieron toda su ayuda y me ofrecieron el trono. Pero, lejos de ayudarme, se convirtieron en mis peores enemigos. Una noche me apresaron y me torturaron para que les contara todos los secretos de Carthacia. Querían utilizarme para sus propósitos, como a un pelele.

—¿Lo hiciste? —preguntó Crispín—. ¿Traicionaste a tu gente?

Alexander de Fer ocultó el rostro entre sus manos antes de responder.

—Por suerte, Arturo me liberó a tiempo —confesó—. Es probable que mi ánimo se hubiese quebrado si las torturas hubieran continuado. Por eso le estoy agradecido, porque me salvó de caer en la traición. Esa mujer me había vuelto loco y me hizo perder la razón.

En ese momento se desencadenó una terrible tormenta. Potentes rayos iluminaron el cielo y truenos ensordecedores perforaron los oídos de los cinco viajeros. El cielo se oscureció. Empezó a llover como nunca y sus corazones se estremecieron de miedo.

Todos se miraron sobrecogidos. La extraña historia de Alexander les había puesto el corazón en un puño.

—No deberías atormentarte de esta manera —dijo Arquimaes tratando de consolarle—. Hiciste lo que tu corazón te dictó. No olvides que la traición siempre nos acecha… Y ahora, amigos, vamos a dormir, que nos espera un largo viaje.

La noche cayó sobre el campamento. Crispín se ofreció para hacer la guardia nocturna, mientras los demás intentaban dormir, dominados por la intranquilidad.

* * *

Frómodi y Escorpio iban en cabeza de la expedición. Detrás, más de cincuenta soldados estaban preparados para responder a cualquier ataque inesperado. Sin embargo, no vieron a los proscritos que los observaban desde las ramas de los árboles más altos.

—¿Qué pretenden? —le preguntó un muchacho a su padre—. ¿Vienen a atacarnos?

—Esperemos a ver qué hacen —respondió Borgus, que tenía el arco listo para disparar—. Recuerda que los soldados siempre nos traen malas noticias.

Frómodi y sus hombres marchaban tranquilamente por el sendero principal de Amórica, como si estuvieran en un desfile. Su presencia era una provocación para los proscritos de Forester, que veían en ellos una grave amenaza. Su arrogancia era una verdadera incitación a la lucha.

—Deberíamos atacar ahora —propuso el lugarteniente de Forester—. Acabemos con ellos antes de que alcancen nuestro campamento.

—No. A lo mejor pasan de largo —respondió el jefe de los proscritos—. Debemos evitar la lucha siempre que sea posible.

—Te equivocas, Forester. Su jefe lleva varios días esperando refuerzos. Estaba alojado en el mesón de Nárnico. Vienen a invadirnos —insistió Espadius.

—¡Te recuerdo que soy el jefe! ¡Yo tomo las decisiones!

Frómodi, ajeno a los debates de los renegados, seguía su marcha triunfal, convencido de que nada se opondría a su plan. Por eso, cuando avistó el lugar donde estaba enclavado el campamento de los proscritos, detuvo a su pequeño ejército.

—¿Qué hacemos, mi señor? —preguntó Escorpio—. ¿Atacamos?

—Nos acercaremos como amigos —respondió el rey—. Pero a la mínima provocación, entraremos a sangre y fuego.

Los soldados, siguiendo las instrucciones de sus oficiales, se desplegaron en línea y avanzaron en formación militar hacia el campamento.

Un centinela que vio cómo los invasores se dirigían directamente hacia ellos, perdió los nervios y disparó una flecha.

—¡Al ataque! —gritó Frómodi—. ¡Adelante!

La orden provocó una feroz estampida de hombres armados que entraron como salvajes en el pequeño campamento.

Las armas de los soldados de Frómodi hicieron estragos en las vidas de los proscritos y sus familias. Hombres, mujeres y niños se defendieron con todo lo que encontraban, pero poco pudieron hacer. Forester se vio a obligado a deponer las armas.

—¡Nos rendimos! —gritó desesperado—. ¡No sigáis!

El rey invasor ignoró sus palabras hasta que tuvo la certeza de que la situación estaba bajo su control y de que la defensa había quedado totalmente anulada.

—¡Dejad de matar a mi gente! —gritaba Forester, fuera de sí—. ¡Dejadlos en paz!

Varios soldados le rodearon apuntándole con sus armas. Uno de ellos le colocó una lanza contra el pecho e hizo una señal a su rey.

—¿Quién eres? —le preguntó Frómodi.

—Soy Forester, el jefe de estos hombres —respondió—. ¡Y quiero la paz!

—Te informo de que, a partir de ahora, estáis bajo mis órdenes. Desde este mismo instante yo soy vuestro rey, y cualquiera que se rebele será pasado a cuchillo… ¿Dónde está Górgula?

Forester señaló a una mujer gorda que estaba escondida tras un árbol, entre grandes helechos.

—Yo soy Górgula… ¿Quién me busca?

* * *

Apenas despuntó el sol, Crispín despertó a sus compañeros. Desayunaron y charlaron con tranquilidad, como buenos amigos, conscientes de que había llegado la hora de la despedida.

El alquimista abrió su bolsa, sacó una venda de tela negra y le pidió a Arturo que se diera la vuelta.

—A partir de aquí no podrás ver nada. De esta forma nunca reconocerás el camino que lleva a la cueva del Gran Dragón. Es mejor para ti. Si llegara el caso, nadie podrá obligarte a confesar lo que no conoces.

—Estoy dispuesto a todo con tal de llegar a esa cueva —aceptó Arturo colocándose para que Arquimaes le pusiera la venda—. Haré lo que sea necesario.

—Permanecerás con los ojos vendados durante días. No debes quitarte esta tela negra bajo ningún concepto. Si lo haces, interrumpiremos el viaje y volveremos a casa. No lo olvides.

—Lo prometo, maestro. Os aseguro que ni me la quitaré ni dejaré que nadie lo haga —confirmó Arturo sintiendo cómo su maestro la anudaba sobre su nuca.

—¿Ves algo?

—Solo oscuridad. Soy incapaz de distinguir una sola silueta, y por los pliegues no entra ningún rayo de luz.

—Tus ojos están tapados, pero no la cabeza del dragón.

Arquimaes se volvió hacia Crispín y Alexander.

—Volveremos dentro de dos semanas —les explicó—. No os mováis de aquí y mantened los ojos bien abiertos. Nuestra misión es muy delicada y debe permanecer en secreto.

—Si descubrimos a alguien rondando por aquí, se arrepentirá de haber venido —advirtió Alexander—. Cerraremos el paso a cualquiera que intente pasar por este lugar.

—Podéis contar con nosotros —aseguró Crispín—. Nadie cruzará esta línea.

—Pero no os expongáis a peligros innecesarios —replicó Arturo—. Queremos encontraros vivos cuando volvamos.

—Tranquilos, sabremos defendernos —afirmó Alexander—. ¿Verdad, Crispín?

—No hemos llegado hasta aquí para morir —añadió el joven escudero—. Marchad, que nadie pisará vuestros pasos, amigos.

Después de que se abrazaran, el carro se puso en marcha. Crispín y Alexander de Fer observaron con pena cómo Arquimaes, Arturo y Amarofet se perdían lentamente en el horizonte.

—¿Qué te pasa, chico? —preguntó Alexander—. ¿Estás llorando?

—Es la primera vez que me separo de mi señor Arturo Adragón —explicó Crispín—. Me siento desamparado.

—Anda, ven, te enseñaré las artes de la caballería —dijo Alexander poniéndole la mano sobre el hombro—. Te enseñaré los secretos de la lucha y te contaré todo lo que sé sobre las armas. Haré de ti un verdadero caballero. Arturo se sentirá orgulloso de ti cuando vuelva.

* * *

Arturo, Arquimaes y Amarofet siguieron el ancho sendero durante horas, hasta que empezó a llover y el camino se convirtió en un lecho fangoso que dificultaba la marcha.

Los caballos hundían las patas en el barro, y el carro parecía deslizarse. El ascenso era casi imposible y tuvieron que aflojar la marcha para no agotar a los animales.

Por la tarde encontraron una gruta y permanecieron allí hasta el día siguiente. Después de desayunar, reiniciaron la marcha. El frío y el agotamiento empezaron a hacer mella en ellos. La joven Amarofet notó los primeros escalofríos, al atardecer tosía y por la noche ya tenía fiebre. Arquimaes le preparó algunas medicinas.

—Espero que Amarofet se reponga pronto —dijo Arquimaes cuando la chica se había dormido—. Es necesario que se cure.

Arturo estaba cada vez más silencioso y costaba hacerle hablar. La melancolía se había apoderado de él.

—Oh, sí —respondió con desgana—. Ojalá que vuestros remedios la alivien.

—Arturo, si algo te preocupa, puedes contármelo.

Arturo levantó la cabeza en dirección a su maestro y tardó un poco en contestar.

—¿Para qué hemos traído a Amarofet? ¿Qué pinta ella en todo esto?

—Es posible que nos haga falta.

—¿Falta? ¿Para qué?

—Es una diosa —ironizó—. Puede que su poder nos ayude.

—Esa chica ha perdido el juicio y vos lo sabéis. El encarcelamiento la ha destrozado. Los demoniquianos la han vuelto loca con sus torturas.

—¿No te gustaría ayudarla a recuperar el juicio?

—No sabría cómo hacerlo —respondió Arturo, desconcertado por la enigmática pregunta—. Pero si pudiera, claro que lo haría.

—Es posible que tengas la oportunidad… Nunca se sabe.

Arturo intentó descifrar sin éxito las misteriosas palabras de su maestro. Lo conocía bien y sabía perfectamente que Arquimaes nunca hablaba por hablar.

Amarofet se revolvió en su camastro, tosió un par de veces y pronunció algunas frases que no pudieron entender. Arquimaes, preocupado, se levantó y la cubrió con una segunda manta.

—Tiene mucha fiebre —dictaminó—. Mañana le daré algo más fuerte.

Por el tono de voz de Arquimaes, Arturo asoció el tierno comportamiento de su maestro con el de un padre hacia una hija.

II
EL PASADO EN EL FUTURO

¡ARTURO, Arturo, Arturo…!

¿Y esos gritos? Hoy es domingo y la Fundación está cerrada al público. ¿Qué pasará?

—¡Arturo, Arturo!

Creo que es Sombra y parece muy agobiado. ¿Qué habrá pasado?

—¡Abre, Arturo! —grita mientras golpea la puerta con fuerza—. ¡Sal ahora mismo!

Doy un salto y me acerco a la puerta. Sombra está absolutamente alterado, fuera de sí.

—¿Qué ocurre, Sombra? —pregunto.

—¡Ven, corre! ¡Sígueme!

Le sigo escaleras abajo y me encuentro con un espectáculo insólito: ¡parece que estamos en la Edad Media!

—¿Qué es esto? —exclamo—. ¿De dónde sale toda esta gente?

—¡Los ha traído Stromber! —explica Sombra—. ¡Los ha traído él! ¡Es una locura!

La recepción de la Fundación está atestada de gente que no conozco. ¡Son personajes de la Edad Media!

Hombres y mujeres que parecen salidos de mi sueño o de una película… Un caballero, varios soldados, un verdugo, un escudero, un rey, una hechicera. Visten al estilo de aquella época y van armados.

¡Es increíble!

—¿Puedes explicarme qué pasa aquí? —le pregunto a Sombra.

—¡No lo sé! ¡Tu padre está ahí, pidiéndole explicaciones a Stromber!

Efectivamente, papá está cerca de la puerta, acompañado de Adela y de dos vigilantes armados, discutiendo acaloradamente con el nuevo administrador. Me dirijo hacia ellos.

—¡Está usted convirtiendo la Fundación en un circo! —grita papá—. ¡Y esto es una biblioteca! ¡Un lugar de estudio!

—Yo decido lo que es esto. Ahora será una biblioteca teatral —responde Stromber fríamente—. Estas personas le darán más ambiente. Gustará mucho a los turistas. ¡Será un éxito!

—¡Usted no tiene ni idea de lo que está haciendo! —le recrimina papá, fuera de sí.

—¿Ah, no? ¿Lo hacía usted mejor que yo, señor Adragón? ¿Ya no se acuerda de que ha llevado a esta institución a la ruina?

—¡Este edificio pertenece a mi familia y no permitiré que convierta esta biblioteca en un circo! —insiste papá, cada vez más alterado.

—¿Y qué hará para impedirlo? —responde Stromber—. Ahora mando yo y tomaré todas las decisiones que considere oportunas… Y no tengo que contar con su opinión para nada. Ahora, déjeme trabajar tranquilo y apártese…

—¡Es usted un…!

—¡Quieto ahí! —ordena Adela interponiéndose entre papá y el anticuario—. ¡Retírese! ¡No permitiré que ataque al señor Stromber! ¡No toleraré agresiones de ningún tipo!

Sombra y yo sujetamos a papá del brazo y le arrastramos hacia atrás.

—Papá, por favor.

—¡Tengo que impedir que este individuo destroce la Fundación! —grita desesperado.

—¡Déjalo, papá! ¡No caigas en su juego! —insisto—. Es lo mejor.

—Señor Adragón, le invito a que se retire —dice Adela—. Por favor.

Sombra me ayuda a apartar a papá. Entre los dos conseguimos hacerle retroceder.

Veo que Stromber me mira burlonamente, así que me acerco a él. Ni siquiera Adela se atreve a detenerme.

—Hola, Arturo, hijo… —dice el nuevo administrador, en un tono irónico que me saca de mis casillas—. Ya ves que esto está mejorando… Mira, te presento a mi amigo, el caballero Morderer. Aquí tienes al verdugo Flavius. Los soldados Maxel y Lewel. Ya irás conociendo a los demás. Verás cómo te gustan, son estupendos.

—¿Para qué ha contratado a estos actores? —le pregunto—. ¿Cree que este espectáculo gustará a los historiadores y estudiosos que visitan nuestra biblioteca?

—¿Actores? No son actores, Arturo. Son verdaderos profesionales. Morderer es un auténtico caballero… ¿Quieres enfrentarte a él? ¿Te apetece medir tus fuerzas con él? ¿O prefieres probar con mi amigo el verdugo? Lucha con ellos y descubrirás que no son actores. Anda, hazlo…

El caballero y el verdugo me observan con una sonrisa provocadora en los labios, mientras acarician la empuñadura de sus armas.

—¡Vámonos, Arturo! —ordena Sombra—. Vámonos de aquí ahora mismo.

—Sí, es lo mejor —dice Stromber—. Tenemos que ordenar todo esto. Debo adjudicar un trabajo concreto a cada uno de estos valientes «actores».

* * *

Llego al instituto y veo que Metáfora y sus nuevos amigos entran juntos en el patio. Mireia es la única que me saluda con la mano, mientras que los demás me miran de forma casi burlona.

Entro en clase y escribo una nota a Metáfora. En cuanto llegue se la entregaré.

—Hola, Arturo.

—Hola, Meta… ¡Mireia! ¿Qué haces aquí? ¡Éste es el sitio de Metáfora!

—Ya no. Ahora es mi sitio. Ella prefiere sentarse junto a Horacio. ¿No te parece bien?

—Oh, sí, claro. Pero me habías prometido que ibas a conseguir que Metáfora se reconciliase conmigo. Y si cambiáis el sitio, no creo que eso haga que las cosas mejoren.

—Yo hago lo que puedo. Si ella no quiere nada contigo, yo no tengo la culpa, ¿sabes?

—De todas formas, podías esforzarte un poco más.

—Si no quieres que me siente aquí contigo, me lo dices y me marcho —dice en tono amenazador.

—No, por favor, quédate. No te enfades. Es que hoy tengo un mal día.

—¿Has tenido más sueños de esos… raros?

—¿Sueños? ¿Qué sabes tú de mis sueños?

—Pues sé lo que Metáfora ha contado. Dice que tienes unas pesadillas horribles, con monstruos y todo eso, y que te estás volviendo medio loco con esas historias. Nos ha contado incluso que has llegado a creerte que eres un caballero medieval.

—¿Metáfora os ha contado todo eso?

—Huy, y más. Lo sabemos todo.

Esto es peor de lo que yo pensaba. Me revienta saber que Metáfora le está contando mis secretos a todo el mundo. No le perdonaré haber hablado de mis sueños.

—Ah, y también ha dicho que te crees inmortal —añade—. ¿Es verdad que piensas eso?

He pasado un día fatal. Acaba de sonar la sirena que da por terminadas las clases y todo el mundo se levanta atropelladamente, como siempre.

—¿Me invitas a tomar algo? —me pregunta Mireia—. Me gustaría que me contaras lo de ese dragón que tienes en la cara. ¿Cómo te lo hiciste? ¿Puedes recomendarme a tu tatuador?

—Yo no tengo tatuador… Es una mancha de nacimiento.

—¡Venga ya! Un lunar o una fresa pueden ser de nacimiento, pero un dibujo tan perfecto tiene que estar hecho por la mano de un artista. Vamos, dímelo, anda…

—Bueno, verás, hay un tatuador que se llama Jazmín. Puedes ir a verle de mi parte —le digo.

Me divierte pensar en el susto que se llevará ese tipo cuando Mireia le diga que quiere que le haga un tatuaje de un dragón en…

—¿Dónde te lo vas a tatuar, Mireia?

—En la espalda. Aquí abajo. ¿Te gusta?

—Es un buen sitio. Ya verás cómo Jazmín te hace un buen trabajo.

Hemos bajado la escalera y veo a lo lejos que Metáfora se separa de Horacio y los otros. Parece que se va a marchar sola… ¡Sí!

—Oye, Mireia, tengo que irme. Tomaremos algo otro día. Hasta luego.

—Pero, bueno, ¿adonde vas, Arturo?

Ha intentado agarrarme del brazo, pero me he zafado.

—¡No me dejes sola! —grita.

Pero ya es tarde.

III
EL CAMINO BLANCO

AMANECIÓ nevando de manera copiosa. Los grandes copos formaban una densa cortina que impedía la visión y que les obligó a caminar muy despacio, lo que hacía el viaje exasperante y penoso.

—Maestro, noto que la tormenta de nieve es muy fuerte. Me pregunto si no afectará a nuestro viaje y acabaremos perdidos entre estas montañas —advirtió Arturo.

—Conozco tan bien el lugar al que vamos que podría llegar incluso muerto. No me guían mis ojos, me guían mi corazón… y mi instinto.

Siguieron la dura marcha durante horas. Mientras Arquimaes se ocupaba de conducir el carro, Arturo, siguiendo las instrucciones de su maestro, ayudaba a Amarofet y la cuidaba.

Con cada paso que daban, Arturo se sentía más cerca de Alexia. Su recuerdo le animaba a superar todas las dificultades.

Al tercer día entraron en un desfiladero tan estrecho que el carro apenas cabía. El suelo estaba recubierto de nieve y las paredes tenían una gruesa capa de hielo. A pesar de las graves dificultades con las que se encontraron, consiguieron cruzarlo antes de que la noche cayera sobre ellos.

Como no encontraron una cueva en la que refugiarse, levantaron un pequeño campamento con algunas mantas y encendieron una fogata, que aprovecharon para preparar una cena frugal.

—Amarofet no mejora —comentó Arquimaes, bastante preocupado—. Es más, creo que está empeorando.

—Cuando lleguemos a una ciudad podrá curarse. Éste no es el mejor sitio para reponerse —dijo Arturo—. Pero es una mujer fuerte. Confiemos en su aguante y resistencia.

—¡Es que necesito que se reponga ahora! —exclamó Arquimaes, bastante irritado—. ¡La necesito ahora!

—¿Qué os pasa, maestro? —dijo Arturo.

Arquimaes se mantuvo en silencio durante un rato. Volvió a tocar la frente de Amarofet y finalmente dijo:

—Ya lo comprenderás, amigo. Ya lo entenderás.

A partir de aquel momento, el viaje se hizo infernal. El frío calaba hasta los huesos y la densa cortina blanca impedía la visión. Los caballos tenían que hacer grandes esfuerzos para superar la gran capa de nieve que cubría el suelo y obstaculizaba la marcha. El frío era tan intenso que se congelaba hasta el aliento.

No había camino que seguir y solo las instrucciones de Arquimaes lograban hacerles avanzar con decisión. A media mañana, llegaron a una angostura que les obligó a marchar aún más despacio. Luego, las cosas empeoraron.

Inesperadamente, un sendero se abrió ante ellos, lo que les facilitó el ascenso por la ladera de una gran montaña. Más adelante, el camino se hizo tan estrecho que hubiera sido imposible dar media vuelta. Según ascendían, el precipicio que estaba a su derecha se hacía más y más profundo. Una tempestad de viento y nieve les atacó por la tarde y tuvieron que acampar, a pesar de que aún quedaba luz para caminar.

—Amarofet está al borde de la congelación y necesita calor urgentemente —explicó Arquimaes—. Intenta encender un fuego.

Arturo arrancó unas tablas del carro y consiguió, tras muchos intentos, alumbrar una pequeña fogata. Después, entre los dos, sacaron a la muchacha y la acercaron al calor de las llamas.

—Está muy mal —advirtió Arturo—. No sé si resistirá.

—Tiene que aguantar —dijo Arquimaes—. La necesito viva.

—¿Para qué la necesitáis, maestro? ¿Qué esperáis de ella?

—Eso ahora no importa. Intenta hacerle entrar en calor. Está pálida y apenas puede hablar. Pobrecilla.

—Oigo vuestras palabras, maestro Arquimaes —susurró Amarofet, como si estuviese en otro mundo—. Os estoy escuchando.

—Entonces sabrás que estamos contigo, a tu lado —la tranquilizó el sabio, con mucha dulzura, acariciándole la frente—. Estás en buenas manos.

—Os recuerdo que soy una diosa. Nada puede hacerme daño. Los que quisieron sacrificarme no pudieron hacerlo. Mis compañeros, los dioses, enviaron a Arturo para rescatarme, así que no debéis preocuparos.

La noche transcurrió con cierta tranquilidad. Sin embargo, justo antes del amanecer, una manada de lobos salvajes, atraída por el olor de la carne, descendió por el camino y se acercó al campamento.

—¡Tenemos visita! —avisó Arquimaes despertando a Arturo—. ¡Prepárate!

El joven caballero se levantó de un salto y empuñó su espada alquímica. Amarofet, aterrorizada, obligó a Arquimaes a protegerla con su cuerpo.

—¡Quieren devorarme! —dijo la muchacha, muy asustada—. ¡La carne de diosa es su comida favorita!

—No te pasará nada —la tranquilizó Arquimaes—. Nosotros te defenderemos.

—¿Puedo quitarme la venda, maestro? —preguntó Arturo.

—Lo siento, Arturo, pero no puede ser. Concéntrate y usa tu poder.

Arturo comprendió el mensaje de su maestro y siguió su consejo. Apretó la empuñadura de la espada con tanta fuerza que sus nudillos se enrojecieron. Entonces ocurrió algo… La letra adragoniana se agitó sobre su frente y se despegó de su piel. Una vez libre, dirigió su mirada hacia las bestias.

El jefe del Ejército Negro dio un paso adelante, dispuesto a aniquilar a las fieras hambrientas… Pero notó algo raro en la respiración de los lobos… Recordó a las bestias mutantes que había visto en la fortaleza de Demónicus y sintió pavor. Sus músculos se tensaron, dispuestos a actuar en cuanto hiciera falta.

—¡Son mutantes! —exclamó—. ¡Mucho cuidado con ellos!

Si había algo a lo que Arquimaes temía en este mundo, era precisamente a los mutantes. Seres medio humanos y medio bestias, dominados por una ferocidad ilimitada, siempre hambrientos, siempre a la caza de alimento.

El alquimista desenvainó su espada de plata y se apostó al lado de Arturo, dispuesto a echarle una mano.

—No dejes que te muerdan —ordenó—. Te contagiarían y te convertirías en uno de ellos.

—Lo sé, maestro, lo sé muy bien —respondió Arturo.

* * *

Mientras los proscritos enterraban a sus muertos y curaban a los heridos, sumidos en el ambiente de la derrota, Escorpio, Frómodi y Górgula cenaban opíparamente.

—¿Quién te ha dicho que puedo restituirte tu brazo? —preguntó la hechicera dando un mordisco a un muslo de conejo asado.

—Sabemos que has trabajado para Vencías. Te conozco muy bien —respondió Escorpio—. También sé que eras la mejor hechicera del condado. Has hecho milagros con él.

—Y ahora los harás para mí —añadió Frómodi—. Me ayudarás a recuperar mi brazo.

—Es cierto que trabajé para el rey Benicius, pero no pude curarle la lepra —explicó Górgula.

—No se la pudiste curar por la sencilla razón de que se la provocaste tú —le rebatió Escorpio—. ¡Sé muy bien que tú le transmitiste la lepra! ¡Y lo hiciste por venganza!

—¡Ese miserable me había prometido riquezas y honores! —contestó airada la mujer—. ¡Incluso me había prometido casarse conmigo! ¡Me engañó!

Frómodi les dejó discutir durante un rato. Después, cuando consideró que ya sabía bastante sobre lo que había ocurrido entre la hechicera y el rey leproso, dio un largo trago de vino y dijo:

—Escucha, Górgula. Yo no soy como ese débil de Benicius. Yo cumplo lo que prometo, y te voy a hacer dos promesas. La primera es que si me restituyes el brazo, te cubriré de oro y te daré todo lo que me pidas, siempre y cuando sea razonable. La segunda es que si no me lo recompones, te desharé en pedazos tan pequeños que nada en el mundo podrá volver a unirte. Ah, y tú misma podrás contar los trocitos, ya que estarás viva mientras mis verdugos te descuartizan.

—No creas que me asustas, rey Frómodi, antiguo conde Morfidio, hijo de…

Frómodi actuó con tal rapidez que la hechicera no tuvo tiempo de impedir que el lóbulo de su oreja cayera al suelo, salpicando algunas gotas de sangre.

—¿Qué has hecho, maldito? —preguntó taponando la herida con sus dos manos—. ¿Estás loco?

—He empezado a cumplir mi segunda promesa —respondió con serenidad el rey Frómodi agitando la daga—. Tú me dirás si quieres que siga adelante. ¿Llamo a mis hombres?

Górgula se inclinó para recoger el trozo de oreja, pero el rey se adelantó nuevamente y, de una patada, la arrojó a la hoguera.

—Te he hecho una pregunta, bruja. ¿Qué vas a hacer?

Górgula comprendió entonces que estaba tratando con un hombre desesperado. Frómodi no era como esos individuos que había conocido a lo largo de su vida, a los que podía manejar como marionetas. Ese hombre era verdaderamente peligroso.

—Te serviré —dijo finalmente—. Haré lo que pueda para devolverte el brazo.

—No intentes engañarme. No pienses en contagiarme alguna enfermedad incurable. No uses trucos de magia conmigo. No abuses de mi confianza —le advirtió Frómodi—. Si tengo un accidente o me pongo enfermo, si muero o sufro alguna herida, tú serás culpable y pagarás con tu vida. ¿Verdad, Escorpio?

—Verdad, mi señor —respondió el espía—. Todo está dispuesto para que su vida no valga nada si algo os sucede. Todos nuestros soldados están avisados, y más de uno está deseando cobrar la recompensa por la cabeza de nuestra amiga.

Górgula entendió perfectamente el mensaje. Se dijo a sí misma que debía proteger a su nuevo amo. Con un paño se taponó la herida de la oreja, que no dejaba de sangrar.

—Mañana os diré lo que necesito para devolveros el brazo, mi señor Frómodi —dijo lentamente, en un tono de sumisión que sorprendió a los dos hombres—. Haré lo que me pedís.

A su alrededor, la desolación se había adueñado del campamento. Hombres y mujeres lloraban la pérdida de sus seres queridos.

—Te lo advertí —dijo el lugarteniente a Forester apretando una venda que le tapaba una fea herida en el costado—. ¡Te dije que debíamos atacar!

—Tenías razón, pero ahora es tarde para lamentarse —respondió Forester—. Ahora hay que pensar en escapar de aquí.

—¿Deliras? Nunca podremos escapar y nadie vendrá en nuestra ayuda.

—Te equivocas. Borgus ha huido con su familia. Los he visto salir del campamento.

—Bah, los que han escapado no volverán jamás aquí. Nadie vendrá a ayudarnos. Somos basura y estamos condenados. Frómodi es un salvaje y nos matará a todos.

—¡Callaos de una vez! —ordenó uno de los soldados que vigilaban a los prisioneros—. ¡Silencio u os corto la lengua, perros!

* * *

Amarofet observaba cómo los mutantes avanzaban hacia Arturo con las fauces abiertas. Sus gruñidos indicaban claramente sus ansias de sangre y carne fresca. La espada alquímica se balanceaba, indecisa, ante ellos… La joven estaba dominada por el pánico. Sabía que después de devorar a Arturo y a Arquimaes, aquellas bestias harían lo mismo con ella.

Amarofet había visto la muerte de cerca cuando estuvo en el templo demoniquiano. Y ahora recordaba todo lo que aquellos siniestros individuos le habían explicado: «Es mejor morir a cuchillo y entregar tu corazón entero a Demónicus, que morir devorada por una de estas bestias mutantes. Si ellas te devoran, acabarás en el Abismo de la Muerte destrozada y vagando entre sus riscos y precipicios, sin rumbo, por toda la eternidad».

El miedo se acumuló en su mente y se sintió incapaz de mover un solo músculo. La proximidad de una muerte horrible entre los colmillos de esos mutantes y la amenaza de vivir durante toda la eternidad con el cuerpo mutilado, perdida entre las profundidades del Abismo de la Muerte, la aterrorizaban.

Pero Arturo no estaba dispuesto a que las bestias se salieran con la suya. El dragón de tinta observaba hasta el último movimiento de los mutantes y le indicaba lo que hacían. A pesar de tener los ojos vendados, Arturo veía más en la oscuridad que a plena luz del día. Aquella experiencia le estaba resultando sorprendente…

Uno de los lobos dio un paso adelante y se acercó peligrosamente. Arquimaes se echó a un lado y Arturo se abalanzó sobre él con gran decisión. Le asestó un golpe de espada que lo partió por la mitad de un solo tajo.

Justo en ese instante, todas las bestias saltaron a la vez sobre los humanos. El primero recibió un mandoble con la espada de plata de Arquimaes; el segundo sintió el frío acero de la espada alquimiana seccionándole el cuello; el tercero percibió cómo algo frío le atravesaba las entrañas, y el cuarto… El cuarto murió fulminado cuando el dragón de tinta le asestó una dentellada mortal en la garganta, justo antes de intentar devorar a Amarofet.

La joven diosa recuperó la respiración cuando vio que la sangre de los mutantes cubría el manto de nieve.

—¿Estás bien? —le preguntó Arquimaes mientras Arturo se aseguraba de que todas las bestias estaban muertas—. ¿Puedes moverte?

—¡Arturo me ha vuelto a salvar la vida! —musitó la muchacha—. ¡Es la segunda vez que me protege!

—Ya tendrás ocasión de pagárselo con creces —dijo Arquimaes en tono enigmático—. Recuerda siempre que le debes la vida.

Durante la cena hablaron poco. El recuerdo del feroz encuentro les había dejado agotados. El miedo y el esfuerzo necesarios para sobrevivir habían sido mayores de lo que esperaban.

—Mañana llegaremos —informó Arquimaes en el último momento.

—Entonces, el viaje ha terminado —comentó Arturo con alegría.

—Al contrario —respondió el sabio—. El viaje acaba de empezar.

—Estoy deseando quitarme esta venda de los ojos.

—Ya llegará el momento, y espero que te guste lo que veas.

Luego, mientras los demás dormían, Arturo se deslizó hasta el ataúd de Alexia y puso su mano sobre la tapa.

—¡Ya hemos llegado! Por fin volveremos a estar juntos.

IV
EL PRECIO DE UN APELLIDO

A verdad es que las cosas se han complicado mucho desde que Stromber ha traído a esos individuos. Los turistas están encantados con la presencia de personajes medievales en nuestra biblioteca y las visitas han crecido mucho. Aunque me duela reconocerlo, debo aceptar que Stromber sabe manejar el negocio. El problema es que desprestigia nuestra institución y, tarde o temprano, lo pagaremos caro.

—¡No puedo tolerar que esto siga adelante! —dice papá lleno de indignación—. ¡Debo parar esta pantomima!

—No podemos hacer nada. Estamos atados de pies y manos —le recuerda Sombra—. Él tiene todo el poder. Y está apoyado por Del Hierro.

—¡Pues hablaré con Del Hierro! —responde—. ¡Haré un trato con él!

—¿Un trato? ¿Qué trato puedes hacer con un banquero, papá? —le pregunto.

—No sé… Le ofreceré algo… Le daré…

—No tenemos nada que le interese —le interrumpe Sombra—. Ya tiene todo lo que quería. ¡Se ha apropiado de la Fundación! Solo nos quedan los sótanos y no estoy dispuesto a…

Sombra tiene razón, papá. No puedes llegar a ningún acuerdo con él. ¡Estamos perdidos!

—¡El apellido! ¡Le venderé el apellido Adragón! —exclama—. ¡Seguro que aceptará!

—¿Te has vuelto loco, papá? ¡No puedes desprenderte de nuestro apellido! ¡No puedes hacer eso!

—¡Claro que puedo! ¡Y lo haré! ¡Claro que lo haré!

—¿Y cómo nos llamaremos? —le grito desesperado—. ¿Qué apellido tendremos?

—¡Nos inventaremos otro! ¡Haré lo que sea para impedir que este falso anticuario destroce la Fundación!

Sombra me pone la mano en el hombro para indicarme que es mejor no seguir discutiendo. Papá está fuera de control, así que le hago caso.

—Arturo, tienes que comprender que nosotros no importamos —dice papá, un poco más calmado al ver que no discuto—. La Fundación tiene que volver a ser lo que fue. Nosotros no somos nadie.

—Está bien, papá, haz lo que consideres oportuno —digo—. Aceptaré tu decisión.

* * *

—Hola, mamá, hoy necesito hablar contigo porque las cosas se siguen enredando y no sé en qué van a desembocar. Estoy muy preocupado. Papá está cada día más acorralado por Stromber.

Espero un poco antes de seguir. Me gusta hacer pequeñas pausas. La verdad es que cada vez que vengo a verla le traigo historias preocupantes.

—Ya sé que debes de estar harta de que te cuente cosas raras, pero nuestra vida ahora es una locura. En poco tiempo se ha complicado hasta límites difíciles de soportar… Pero bueno, no he venido aquí a lamentarme, he venido a ponerte al día de los acontecimientos. Si volvieras aquí, no reconocerías la Fundación. Ahora tenemos guerreros medievales para atraer a los turistas. Nunca pensé que las cosas pudieran llegar a este extremo. ¡No te quiero contar cómo está Sombra!

Noto que mi móvil acaba de recibir un mensaje. Cuando estoy con mamá nunca atiendo las llamadas, pero en esta ocasión algo me dice que debo hacerlo. Saco el aparato y tecleo para leer el mensaje: Quiero volver a verte. Te quiero.

¿Quién me habrá enviado este mensaje? ¿Quién puede querer volver a verme? Es un número desconocido… A lo mejor es Metáfora… Pero no, no creo que sea ella… Un mensaje equivocado, seguro.

—Mamá, solo quería decirte que Stromber avanza a pasos agigantados y que estamos perdiendo poder. No sé cómo terminará todo esto, pero tengo la impresión de que, a menos que pase algo, tendremos que abandonar la Fundación. Siento tener que darte malas noticias, pero las cosas están así. Y tampoco quiero ocultarte que nuestra situación es desesperada. Ah, se me olvidaba, papá ha tenido esta tarde un ataque de rabia y ha asegurado que iba a vender nuestro apellido a Stromber. Ya ves tú, como si un apellido se pudiera vender, igual que un coche… En fin, espero que esa idea sea solo una rabieta momentánea y que se le olvide.

V
LLEGANDO AL FINAL DEL CAMINO

EL día siguiente amaneció envuelto en una densa capa de niebla que cubría toda la zona montañosa e impedía ver a más de dos metros de distancia. El ambiente estaba enrarecido y en algunos momentos los tres viajeros tuvieron la sensación de que el aire se calentaba y el suelo temblaba.

—Aludes —explicó Arquimaes—. Hay derrumbamientos de nieve y hielo que hacen temblar el suelo. No hay que preocuparse.

—Mientras no nos caigan encima —respondió Arturo.

—Estamos protegidos por el dragón —les aseguró el alquimista—. No hay nada que temer.

Horas más tarde, después de una dura marcha, apareció la silueta de un gran animal que sobrevolaba la zona y se acercaba de vez en cuando al campamento, sin atacar.

—Es un dragón vigilante —dijo Arquimaes—. Eso significa que estamos cerca de la cueva del Gran Dragón.

Por la tarde, cuando un rayo de sol logró filtrarse entre la niebla para iluminar el camino, se acercaron a la boca de una gran gruta. La oquedad se abría en el costado de una fabulosa y extraña montaña situada en la cota más alta, sobre otras montañas. Allí se formaba un paisaje extraño y misterioso. Un paisaje grandioso y estremecedor que encogía el corazón. Era como un templo en plena naturaleza.

—Entraremos en esa cueva —indicó Arquimaes—. Dentro está lo que buscamos.

—Por fin podré quitarme esta venda —dijo Arturo—. Por fin volveré a ver la luz del día.

—Todavía no, amigo mío. Tendrás que esperar un poco. La cueva es profunda y aún nos queda camino por recorrer. Te ruego que tengas paciencia.

Arturo no respondió y acató la orden de Arquimaes. Lo cierto es que la paciencia se le había acabado hacía mucho tiempo, pero, aun así, prefirió ser discreto y esperar un poco más. Cada día que pasaba sin poder reunirse con Alexia era una tortura que ya le costaba trabajo soportar.

—Éste es un buen refugio para una diosa —dijo Amarofet, que se sintió más protegida cuando el carro entró en la cueva—. Creo que habéis encontrado algo digno de mí. Este sitio me va a gustar.

Dentro, apenas había luz. Arquimaes decidió encender una antorcha y ordenó continuar a pie. Tomó la brida de los caballos y los guió por el angosto pasadizo. Trataba así de evitar que alguno de los animales sufriera un tropezón y se lastimara. Ya estaban cerca de su objetivo y no valía la pena correr riesgos.

—Acamparemos aquí —sugirió horas más tarde—. Debemos reponer fuerzas.

—¿Cuánto camino nos queda? —preguntó Arturo.

—Una jornada —aseguró Arquimaes—. Mañana llegaremos.

—Llevamos tantas horas marchando por este túnel que, si seguimos así, llegaremos hasta fin del mundo, maestro —bromeó Arturo.

—Mañana estaremos ante el Gran Dragón… Es lo único que importa.

Levantaron un pequeño campamento donde cenaron y se prepararon para descansar.

—Maestro Arquimaes, ¿esperáis alguna cosa de mí? —preguntó Amarofet—. Las diosas necesitamos tiempo para realizar lo que se nos pide. ¡Cuanto antes me digáis lo que deseáis de mí, mejor para todos!

—En cierto modo, sí espero algo. Pensaba pedírtelo mañana, pero te lo diré ahora.

Arturo dejó de comer y prestó atención a las palabras de su maestro. Estaba deseando saber para qué había hecho venir a esa chica.

—Mañana, cuando estemos ante el Gran Dragón, te ruego que no te separes de Alexia —pidió Arquimaes quitándole la venda—. Es posible que nosotros perdamos los nervios, y tú eres la única que puede dominarse… ¿Me entiendes?

—Oh, claro. Confiáis en mí más que en vos mismo. Sabéis que una diosa es capaz de dominar las situaciones complicadas —respondió Amarofet, orgullosa, intentando que sus ojos se habituaran al nuevo ambiente—. Podéis contar conmigo. Haré lo que me pedís.

—Gracias, Amarofet. Me tranquiliza saber que puedo contar con la ayuda de una diosa —dijo Arquimaes—. Mañana serás una persona… Una diosa diferente y nueva.

—¿Puedo preguntar algo? —dijo Arturo.

—Espera hasta mañana —le respondió Arquimaes—. Mañana por la noche te dejaré hacer todas las preguntas que quieras, pero ahora te ruego que confíes en mí y en Amarofet…

El silencio envolvió el campamento durante toda la noche. Ni siquiera un relincho de los caballos, que estaban inquietos tras tantas horas en la gruta, rompió la calma que empapaba la oscuridad.

* * *

Forester fue sacado de su cabaña a empujones por dos guardianes y llevado a presencia de Frómodi.

—¿Éste es el hombre? —preguntó el rey.

—Es el más adecuado —respondió Górgula—. No encontraremos nada mejor, te lo aseguro.

Frómodi dejó la copa de vino sobre una roca, se levantó y se acercó a Forester. Después de observarle con detenimiento, le agarró el brazo derecho y lo palpó con curiosidad.

—¿Dónde has nacido, proscrito? —le preguntó.

—No sé dónde he nacido, pero sé que voy a morir aquí, en mi bosque —respondió con orgullo.

Górgula se inclinó ante él y le puso la mano sobre el brazo.

—Morirás cuando nosotros te digamos, Forester. Ahora te necesitamos vivo. Eres un hombre fuerte y eso nos viene muy bien. ¿Qué opinas, rey Frómodi?

—Estoy de acuerdo contigo, bruja. Me quedo con él.

—Hay que prepararlo para la transmutación —explicó la hechicera—. Hay que encerrarlo y tenerlo bajo vigilancia continua para que no se le ocurra matarse. Le daré pócimas y haré los hechizos necesarios para que su brazo desee cambiar de amo. Tardará algún tiempo, es solo cuestión de paciencia.

—¿Crees que lo lograrás? —preguntó Escorpio.

—Si he sido capaz de provocar la lepra a un hombre de sangre real, puedo hacer todo lo que me proponga. Te aseguro que nuestro rey recuperará su brazo derecho. Y ese maldito Arquimaes recibirá su castigo. Ése será el precio: la muerte de Arquimaes y la de ese chico de las letras. ¡Quiero ver muertos, a mis pies, a Arquimaes, a Emedi y a Arturo!

—¿Por qué a los tres?

—¡Por lo que me hicieron! ¡Por lo que me robaron!

—¿De qué te quieres vengar? —preguntó Frómodi.

—Eso es asunto mío, mi señor. Pero he venido a parar a este putrefacto lugar por culpa de ésos. ¡Y quiero venganza!

—Y yo quiero la fórmula de la inmortalidad —añadió Frómodi—. Quiero el secreto de la vida eterna, de la resurrección.

—¡Te aseguro que Arquimaes la tiene! —dijo Górgula rebosante de odio—. Lo sé muy bien. Pero cuando estén en mis manos, no les valdrá de nada. Los sacaré de este mundo y nunca volverán.

* * *

Los caballos estaban agotados y marchaban lentamente.

Bajaron una pendiente durante más de dos horas. Luego siguieron el camino, que se iba estrechando cada vez más, hasta que alcanzaron un río subterráneo cuya agua transparente se deslizaba suavemente. Arturo escuchó el movimiento del agua durante mucho tiempo.

Para luchar contra la impaciencia, desde que Arquimaes le había colocado la venda se había dedicado a prestar atención a todo lo que pasaba a su alrededor… Su oído se había convertido en su verdadera brújula de orientación.

A pesar de que no se sentía capaz de deshacer el camino recorrido, estaba seguro de que se había hecho una idea muy aproximada del trayecto. Pero cuando dejó de escuchar el sonido del río subterráneo, empezó a comprender que su memoria también se había ejercitado.

Hizo un recuento de los poderes que las letras mágicas le habían otorgado. Desde que había recibido aquella puñalada mortal de manos de Morfidio, en el torreón de Drácamont, sus poderes se habían multiplicado notablemente y no habían dejado de crecer.

Pero lo más excitante para él era la sensación de que cada día surgirían nuevos poderes, aunque no supiera cuáles.

—Ya estamos llegando —avisó Arquimaes—. Al final de esta pendiente, entraremos en la verdadera cueva del Gran Dragón.

Arturo acarició el ataúd de su querida Alexia y susurró:

—Por fin, por fin, por fin.

Amarofet le observó con mucho cariño. Tanto que si Arturo la hubiera visto, se habría dado cuenta de que sentía envidia de Alexia.

Unos minutos después, Arturo sintió que el carro se detenía y su corazón dio un vuelco. El largo viaje que llevaba a la resurrección de Alexia tocaba a su fin.

—Ya no necesitas esto —dijo Arquimaes deshaciendo el nudo de la venda de Arturo.

Cuando sus ojos quedaron descubiertos, abrió los párpados lentamente, para habituarse poco a poco a la luz.

—Conduciré el carro durante este último trecho —advirtió el sabio—. Vigila el ataúd de Alexia, no se vaya a caer.

—Os ayudaré —dijo Amarofet agarrando la caja—. No dejaremos que se deslice y se rompa en el suelo.

Descendieron por el escarpado camino de rocas. La dificultad y la tensión de este último tramo acabaron con las pocas fuerzas que les quedaban, pero Arturo estaba gozoso por haber llegado al final.

Poco después entraban en una extraordinaria gruta que se encontraba al final del peligroso sendero. Las paredes estaban formadas por roca negra y brillante, mientras que el suelo era llano y formaba una explanada sobre la que se podía caminar y cabalgar con normalidad.

Amarofet, asombrada, clavó los ojos en una gran sombra que se proyectaba contra una de las paredes. Arturo, por su parte, prestó atención a una gigantesca figura que se elevaba ante ellos, intentando comprender su significado. Arquimaes no hizo nada para sacarles de su perplejidad y esperó a que recuperaran el pulso. Arturo y Amarofet estaban asombrados ante la imagen oscura que se reflejaba en el gran muro del fondo.

—¡Hemos llegado! —afirmó el alquimista—. ¡Estamos ante el Gran Dragón! ¡Aquí está!

Los tres posaron la vista sobre la magnífica figura del dragón, que destacaba por su gran tamaño. Negro como el azabache, quieto como una estatua y majestuoso como un rey.

—Pero, pero… ¡está muerto! —logró decir Arturo, desencantado—. ¡Está muerto! ¡Es una estatua! ¡Es de piedra!

Observaron al fabuloso dragón petrificado sobre una gran roca que hacía las veces de pedestal. Se trataba de una estatua negra que se había solidificado sobre el podio de granito que la sustentaba. Su tamaño, similar a la torre de vigilancia de un castillo, era sobrecogedor. La sombra, proyectada sobre la pared de piedra gris oscuro que les rodeaba, resultaba majestuosa.

—Es impresionante —dijo Arturo, absolutamente asombrado—. ¡Parece vivo!

Todo en él era quietud; solo sus ojos parecían tener vida… Y aunque era evidente que no respiraba, daba la impresión de que podía estar vivo. Del techo goteaba agua y se deslizaba sobre él, como si quisiera limpiarlo.

VI
CONOCIENDO AL REANIMADOR

CRISTÓBAL ha venido a buscarme. Ahora que sabe que Metáfora no me habla, intenta hacerme compañía. Cada vez que puede, trae a Mireia, con la que se lleva muy bien y por la que bebe los vientos.

—Entonces, ¿estás enamorado de Mireia o no? —le pregunto.

—Bah, a mí las chicas ya no me interesan demasiado —responde, intentando convencerme de que domina la situación.

—Pues para no tener interés, pasas mucho tiempo con ella, ¿no?

—Es que está un poco sola y necesita compañía. Mira, ahí está, esperándonos. Si no es por nosotros, se aburriría como una ostra. Ni siquiera Horacio le hace caso.

Todo el mundo en el instituto sabe que está loco por ella, pero ahora le ha dado por decir que a él ya no le interesa.

—Además, todavía soy muy joven para ocuparme de asuntos de chicas. Ahora, lo único que me interesa es hacerme un caballero, como tú. ¿Cuándo me contarás el secreto del dragón? ¿Cuándo podré tatuarme uno en la cara?

—Ya te he dicho mil veces que no es un tatuaje. Y no te aconsejo que te lo hagas; todo el mundo te mirará como a un bicho raro.

—Pues parece que a las chicas les gusta un montón. Primero te ligas a Metáfora, ahora a Mireia…

Mireia nos recibe con una sonrisa en los labios. La verdad es que parece contenta de vernos. Pero hay algo en ella que no acabo de ver claro. No sé qué es, pero no termino de fiarme del todo.

—Hola, chicos. ¿Me invitáis a tomar algo?

—La verdad es que estamos ocupados y tenemos muchas cosas que hacer, pero, por tratarse de ti, podemos hacer una excepción —dice Cristóbal, convencido de que Mireia se cree su discurso—. ¿Qué te apetece?

—Un refresco. En un sitio tranquilo, para poder hablar, que tengo muchas cosas que contarle a Arturo.

—Podemos ir a la cafetería de la plaza —propongo—. Ahí se puede hablar.

—Mira, ahí va tu amiga Metáfora en compañía de Horacio. Espero que no vayan al mismo sitio que nosotros —dice Mireia en tono irónico.

—No creo —digo con poco convencimiento.

Nosotros tres caminamos hacia la plaza. Mientras, de reojo, veo que Metáfora y Horacio se van por otra calle. Pero, como todos los caminos llevan a Roma, nos volvemos a encontrar en la puerta de la cafetería. Casualidades de la vida.

—Hola, Horacio —dice Mireia—. Hola, Metáfora.

Horacio me lanza una mirada seria y dura, que no sé cómo interpretar.

—Hola, Arturo —dice.

—¿Qué tal, Horacio?

Nos saludamos, pero una vez en el interior, cada grupo busca una mesa muy alejada del otro.

Aunque intento no prestarles atención, reconozco que estoy un poco nervioso. Eso de ver a Metáfora con Horacio me irrita enormemente. Pero me voy a aguantar.

—Bueno, Mireia, cuéntanos eso tan importante —dice Cristóbal—. Cuéntalo todo, anda.

—Me he enterado de algo increíble —dice en voz baja, como si estuviera contando un secreto importante—. Puede que conozca a la última persona que vio con vida al padre de Metáfora.

—¿Y cómo sabes tú eso? —pregunto con incredulidad.

—Mi padre conoce a un médico especialista en reanimaciones. Ya sabes, uno de esos que hacen revivir a los muertos.

—¿Un resucitador? —pregunta Cristóbal.

—Sí, se les llama de muchas maneras.

—Bueno, hay aparatos que lanzan descargas eléctricas y reaniman a los muertos. Salen mucho en las series de médicos —digo para quitar importancia a las palabras de Mireia.

—Los reanimadores son cosa de las películas de terror —concreta Cristóbal—. No existen.

—¡Claro que existen! Ya te digo que mi padre conoce a uno. Estuvo cenando en mi casa el otro día… Pues resulta que hablando, hablando, nos contó que conoció al padre de Metáfora.

—Venga, Mireia, no me vengas con historias fantásticas —le reprendo.

—¿Se lo has dicho a ella? —quiere saber Cristóbal.

—¡Ni hablar! Yo no me voy a meter donde no me llaman.

—¿Cómo se llama ese resu… reanimador? —pregunto.

—¿Te interesa?

—Por curiosidad. Dime cómo se llama.

—Batiste. Se llama Jean Batiste.

El camarero nos sirve las consumiciones y hablamos de cosas intrascendentes. Pero yo no le quito ojo a Metáfora. Por mucho que lo intento, no lo consigo.

—Oye, Arturo, te podías cortar un poco, ¿no? Es que no dejas de mirarla —me riñe Mireia.

—¿Qué dices?

—Pues eso, que no la pierdes de vista ni un segundo. Podías aguantarte un poco cuando estés conmigo. Es que vamos, hay que ver cómo sois los chicos.

—Perdona, pero…

—Bueno, nosotros nos vamos —dice Horacio, que se acaba de acercar—. Encantado de verte por aquí, Arturo. A ver si un día tomamos algo y hablamos.

—Sí, claro, claro.

—Vale, ya nos veremos —dice dirigiéndose hacia la puerta, donde Metáfora le está esperando.

Con el estómago encogido, veo cómo salen juntos y tengo la impresión de que Horacio le ha cogido la mano, aunque no lo puedo asegurar. Solo de pensarlo, me pongo de mal humor.

* * *

En los hospitales siempre hay mucho ajetreo, pero en la planta de quirófanos, mucho más. Gente que corre de un lado a otro, con prisas, empujando camillas. Enfermeras nerviosas que acompañan a cirujanos que van a operar. Y, sobre todo, familiares angustiados en la sala de espera.

Lo más difícil ha sido colarme hasta el interior de las salas cercanas a los quirófanos, donde cirujanos, anestesistas y enfermeras se preparan para llevar a cabo su trabajo.

—¿Ha visto al señor Batiste? —le pregunto a una enfermera que parece un poco desquiciada y que lleva una gran bandeja con instrumentos en las manos.

—No… Ah, sí, está ahí detrás, en los vestuarios… ¿Qué haces tú aquí?

—Nada. Es que le traigo algo que necesita… Se le ha olvidado el móvil en casa y me han pedido que se lo entregue…

—Procura no molestarle demasiado.

—Gracias, muchas gracias —digo corriendo hacia donde me ha indicado.

Entro en los vestuarios y hay dos hombres a medio vestir. Por la edad, supongo que el hombre calvo es el que busco.

—¿Señor Batiste?

—Él es el señor Batiste, pero no deberías estar aquí, chico —me responde—. Haz el favor de salir.

—Ahora me voy, tengo que entregarle un mensaje urgente —le explico—. ¿Señor Batiste?

—Sí, ¿qué quieres? Estoy a punto de entrar en quirófano.

—Lo sé, pero no le entretendré nada. Solo quiero hacerle una pregunta.

—No es un buen momento para entrevistas. ¿Eres estudiante?

—Sí, señor, pero quiero preguntarle algo que no tiene que ver con mis estudios…

—¿Qué pregunta? ¿Cómo te llamas?

—Arturo Adragón.

—¿De la Fundación Adragón? ¿Eres el hijo de Arturo Adragón?

—Sí, señor.

—¿Qué pregunta es ésa? Venga, date prisa.

—Una amiga me ha comentado que usted es resucitador.

El señor Batiste termina de ponerse la bata y se dirige hacia la puerta.

—Reanimador es la palabra exacta. Mi trabajo consiste en reanimar a personas que están a punto de fallecer. ¿Qué quieres de mí exactamente, Arturo Adragón?

—¿Le suena el nombre de Metáfora Caballero?

—Bueno, Metáfora no es un nombre muy común. Es uno de esos nombres que no se olvidan. ¿Para qué quieres saber si la conozco?

Sin esperar mi respuesta, sale al pasillo y se dirige hacia el quirófano. Tengo que darme prisa, ya que no me dejarán entrar ahí.

—Usted la trató, ¿verdad?

—No suelo comentar cuestiones relacionadas con mis pacientes.

—¿Recuerda si la reanimó? ¿Recuerda usted si la resucitó?

—Si lo recordara, no te lo diría, querido muchacho. Te advierto que no hablaré de mis pacientes. La entrevista ha terminado, chico. Da recuerdos a tu padre —dice empujando la puerta del quirófano.

—¿Recuerda al padre de Metáfora? ¿Es cierto que está enterrado en Férenix?

Jean Batiste se ha quedado congelado. Da un paso hacia atrás y se me acerca.

En ese momento, llega una enfermera y apremia a mi interlocutor.

—Jean, estamos a punto de empezar. Ese paciente está muy mal… Lo tenemos difícil.

—En seguida voy, Lucía… —dice lentamente, antes de volver a hablarme—. ¿Por qué quieres saberlo, te ha enviado Metáfora?

—Exactamente. Ella le está buscando desde hace mucho tiempo. Le encantará saber dónde se encuentra.

—No comentaré nada relacionado con mis pacientes —dice, y deja que la puerta se cierre sola.

—Eso es falso. Usted ha hablado del padre de Metáfora, Román Caballero, con otras personas. Usted ha incumplido su propia norma, así que haga el favor de responderme —le increpo, aunque ya no le veo tras la puerta, que se bambolea de un lado a otro, agitada por el sistema hidráulico.

Un par de segundos después, vuelve a salir. He dado en el clavo.

—Espera a que termine —dice—. Ahora tengo que salvar una vida.

Durante la hora que paso en la sala de espera me hago miles de preguntas, que es mi afición favorita. ¿Quién es Jean Batiste? ¿Estará de verdad el cuerpo del padre de Metáfora en el cementerio, o será una pista falsa?

Cuando vuelve a salir, el cirujano, o lo que sea, se acerca a los familiares de su paciente. Después de tranquilizarlos, viene hacia mí.

—No recuerdo el número de la tumba, pero sí, te confirmo que está enterrado en Férenix —dice—. Allí te indicarán el sitio exacto.

—Hábleme de Metáfora. ¿Cómo consiguió reanimarla? ¿Cómo consiguió devolverle la vida?

—Llegué a tiempo. Su padre me llevó hasta su cama cuando yo vivía en otra ciudad, justo cuando estaba a punto de fallecer. Tuvimos mucha suerte.

—¿Fue suerte o hubo algún tipo de pacto?

—¿Pacto? ¿A qué pacto se refiere, señor Adragón?

—Un pacto de vida… Antiguamente se hacían mucho. Desde los tiempos de los egipcios. Consiste en salvar la vida de una persona a cambio de la de otra.

—Eso es imposible. Nadie puede entregar su vida para salvar otra. Es un mito.

—Me gustaría creerle, pero…

—No le quepa duda. Eso no existe. Cada uno tiene su propia vida.

—Si eso fuera cierto, Metáfora debería estar muerta y su padre vivo. ¿No cree?

No hay respuesta. El señor Batiste empuja la puerta y se pierde de vista. La entrevista acaba de terminar.

VII
EL PACTO DEL DRAGÓN

ARQUIMAES estaba ante el Gran Dragón, con los brazos extendidos. A sus pies, el ataúd de Alexia abierto, con la tapa en el suelo. Arturo se había colocado algunos metros más atrás, y Amarofet más lejos aún.

—¡Gran Dragón! ¡Hemos venido a implorar tu ayuda! —dijo el alquimista—. ¡Necesitamos tu gran poder para devolver la vida a este cuerpo que yace a tus pies! Se llama Alexia.

Arturo y Amarofet no se movieron. En realidad, no sabían qué iba a suceder, pero entendían que tenían que permanecer quietos. ¿Sería capaz de hablar aquella gran estatua, o era todo una locura de Arquimaes?

No ocurrió nada. Ninguna voz surgió de la esfinge del dragón… Y sin embargo… Arturo supo en seguida lo que el Gran Dragón esperaba de él. Una potente voz interior le transmitió un mensaje.

Arquimaes entendió inmediatamente lo que estaba ocurriendo y se dio la vuelta, buscando la mirada de su ayudante. Pero Arturo tenía los ojos en blanco y comenzaba a flotar. La ropa se desprendió de su cuerpo, quedando únicamente el calzón unido a su cintura gracias al cinturón de la espada. Así, semidesnudo, se elevó hasta la cabeza del gigante de piedra.

Arturo había perdido el sentido de la realidad. Estaba extasiado y no era capaz de reconocer a nadie, ni siquiera a su maestro. Ahora su cuerpo y su alma estaban unidos a la estatua. Parecía suspendido por las axilas y giraba sobre sí mismo. Después de hacer algunas extrañas piruetas en el aire, se quedó colgado frente a la boca del dragón, a pocos metros. Cara a cara.

Amarofet se asustó y corrió a refugiarse entre los brazos de Arquimaes.

—¿Qué está pasando? —preguntó la muchacha.

—El Gran Dragón le está explicando lo que debe hacer —replicó el sabio—. Le va a dar instrucciones.

La mente de Arturo era ahora un mundo de sensaciones en una dimensión desconocida. Y las palabras que escuchaba parecían provenir de algún lugar mágico. Un lugar lejano y cercano a la vez… Pero que procedía del interior de su corazón.

Cuando Arturo empezó a descender con una lentitud exasperante, Arquimaes y Amarofet le observaron. Luego, cuando se despertó del trance, el alquimista se acercó a él y susurró en su oído, para hacerle regresar a la realidad:

—Arturo… Arturo Adragón… Soy tu maestro… Arquimaes…

Pero Arturo seguía en otra dimensión y no había ningún síntoma de que fuese a regresar con sus amigos.

—Padre —dijo al cabo de un rato—. Padre…

Arquimaes arqueó las cejas y esperó un poco.

—Padre, estoy aquí… —repitió el joven caballero—. He vuelto…

Arquimaes le apretó contra su pecho y cerró los ojos.

Amarofet, al ver que no se recuperaba, se acercó al riachuelo, cogió agua con las dos manos y se la echó sobre la cara.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Arturo volviendo en sí automáticamente—. ¿Dónde he estado?

—No has ido a ningún sitio —respondió Arquimaes—. Has estado todo el tiempo aquí, con nosotros.

—He estado en un mundo diferente —aseguró Arturo—. Me han contado muchas cosas… Me han dicho lo que tengo que hacer… Sé lo que va a ocurrir… He visto a mi padre…

—¿Con quién has estado? —preguntó Arquimaes con mucho interés—. ¿Has hablado con Alexia?

—¿Alexia?… No, no he hablado con ella… He hablado con… ¡Él! —dijo levantando el brazo y señalando al gigante de piedra.

Los tres se giraron y clavaron sus miradas en la cabeza del Gran Dragón.

—¿Qué te ha contado? ¿Qué te ha dicho? —insistió Arquimaes.

—Me ha dicho que… ¡eres mi padre!

—¡No es posible! ¡Yo no tengo hijos! ¡No recuerdo haber engendrado…!

Arquimaes se quedó pálido. De repente, como si su memoria se hubiese puesto en marcha a gran velocidad, comenzó a recordar cosas de las que ni siquiera estaba seguro.

—¿Te ha dicho quién es tu madre? —preguntó el alquimista.

—Me ha dicho que es la reina Émedi… Pero no la que yo conozco, otra. Se ha referido a otra Émedi.

Arquimaes estuvo a punto de morderse la lengua para no hablar. Pero no pudo evitar hacer una nueva pregunta:

—¿Y las has visto? ¿Sabes si continúa en el Abismo de la Muerte?

Arturo se sintió mareado y le ayudaron a sentarse. Un poco después, ya recuperado, se dispuso a contar todo lo que recordaba.

—Esa voz me ha dicho que debo ir al Abismo de la Muerte en busca de Alexia… Me ha ordenado llevarla hasta el borde del Abismo… Si cumplo mi misión, la transmisión se producirá y Alexia volverá a mí. Soy hijo de Arquimaes y de Émedi, mi destino está escrito. ¡Voy a ser un gran rey!

—¿Rey? ¿De dónde? ¿De Arquimia?

—No lo sé —respondió Arturo—. Solo sé que voy a ser rey.

—De mi reino. Del reino de los dioses —intervino Amarofet—. ¡Vas a ser mi rey!

Después, guardó un breve silencio.

—¿Es verdad que sois mi padre, maestro?

—No lo sé, Arturo… —respondió el alquimista al borde del llanto—. Te aseguro que no lo sé.

—Pero ¿es posible?

—No lo sé. De verdad que no lo sé. No tengo forma de saberlo.

—¿Quién es la otra reina Émedi?

—Un sueño, Arturo… Solo hay una reina Émedi.

—También me ha dicho que si vuelvo a Alexia a la vida, sufriré mucho… No sé a qué se refiere.

—¿Y qué vas a hacer?

—¡Traer a Alexia! La vida no me sirve de nada si ella no está conmigo.

Amarofet y Arquimaes miraron a Arturo y sintieron una gran compasión por él. Cuando alguien está dispuesto a renunciar a su propio futuro para recuperar a la persona que ama, es que está verdaderamente enamorado. Y el amor exagerado puede ser un compañero peligroso.

* * *

Tránsito descendió del carro con el alma encogida por el miedo. Sabía perfectamente que la entrevista con Demónicus podía ser el último acto de su vida.

El criado, acompañado de cuatro soldados, le recibió con una sonrisa tranquilizadora, pero el monje no se sintió más sereno.

—Nuestro señor Demónicus te atenderá ahora —dijo el hombre—. Ven conmigo.

Tránsito, rodeado por los cuatro pretorianos, siguió al criado por largos pasillos y extensas galerías sin decir nada. Estaba seguro de que cualquier pregunta que hiciera llegaría a conocimiento de Demónicus. Por eso prefirió concentrarse en su discurso, el más importante de su vida, y no distraerse con cuestiones superficiales.

Los soldados se detuvieron ante una gran puerta, que estaba protegida por una docena de hombres armados, grandes como osos.

—Espera aquí, Tránsito —pidió el criado—. No te muevas.

La puerta se abrió y dos generales salieron a toda prisa.

—Puedes pasar —le advirtió un oficial.

El criado se inclinó e indicó a Tránsito que el camino estaba libre. El monje tragó saliva y empezó a caminar lentamente, sin prisas.

Demónicus le observaba desde el trono. Su silencio le hizo temer que no saldría vivo de allí. Pero siguió adelante, inseguro.

—Mi señor… Demónicus, Gran Mago… —dijo inclinándose hasta la cintura—. He venido a darte cuentas de lo sucedido.

—De tu fracaso, quieres decir —le corrigió Demónicus.

—Mi fracaso tiene un nombre, mi señor: se llama Arquimaes, él es el culpable de todo. Pero hay una explicación…

—Las palabras no pueden remediar los actos equivocados, monje —le cortó Demónicus—. Me has fallado y tengo que castigarte.

—Aceptaré el castigo, mi señor; pero te ruego que me escuches. Sé dónde está el cuerpo de Alexia. Sé lo que van a hacer con él.

Demónicus pidió silencio con un gesto y Tránsito se calló.

—Si estás tratando de embaucarme para salvar tu vida, te aconsejo que ni lo intentes.

El hermano de Arquimaes tragó saliva y trató de ordenar sus ideas. Como hombre habituado a la reflexión, sabía que el nerviosismo podía ser su peor enemigo.

—Arturo se ha llevado el cuerpo de Alexia a Ambrosia —dijo—. Quiere resucitarla con la ayuda de Arquimaes, que conoce la fórmula mágica para devolver la vida a los muertos.

—¿Y cuándo piensan hacerlo? —preguntó el Gran Mago Tenebroso.

Tránsito se disponía a responder, pero, inesperadamente, tuvo una revelación. Sus ojos se quedaron en blanco, su boca se abrió como la de un perro y una espuma blanca adornó sus labios. A continuación cayó al suelo, sin sentido.

* * *

Arturo recogió sus ropas y volvió a vestirse.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Arquimaes.

—Tengo una misión que cumplir —respondió Arturo—. Debo hacer un viaje.

—¿Nos vas a abandonar? —preguntó Amarofet—. ¿Nos vas a dejar aquí?

—Tengo que partir, pero volveré. Y espero encontraros aquí cuando vuelva. Necesito que me esperéis.

—¿Quieres que te espere? —preguntó Amarofet un poco sorprendida—. ¿De verdad querrás verme cuando regreses?

Arturo cogió las manos de la muchacha.

—Amarofet, todo va a cambiar. No te puedo explicar nada, pero te aseguro que nuestras vidas van a transformarse. Si todo va bien, pasaremos juntos muchos años…

—¿Me estás pidiendo que pase el resto de mi vida contigo? ¿Qué pasará con Alexia? —preguntó, muy emocionada—. ¿Crees que permitirá que me mantenga cerca de ti?

—Estoy seguro de que estará encantada. Pero tendrás que hacer algo, algo extraordinario…

—Haré lo que quieras —dijo abrazándose a él—. Haré lo que me pidas.

—Es él quien lo pide —respondió Arturo señalando al Gran Dragón—. Es él.

Arturo se separó de la chica y se acercó a Arquimaes.

—Maestro, padre, amigo… No sé si volveré a este mundo, pero he de entrar en el Abismo de la Muerte. Sé que corro un gran peligro…

—Cumple tu misión, Arturo. Pase lo que pase, cumple con tu misión —le animó el alquimista—. Es tu destino.

Arturo y Arquimaes se abrazaron con fuerza y se despidieron. Después, el joven caballero montó en su caballo y lo espoleó. El animal tomó velocidad en dirección a la sombra del Gran Dragón, que se proyectaba contra la pared de granito gris. Amarofet y Arquimaes temieron por él hasta que lo vieron desaparecer entre los pliegues de la sombra. En realidad, había una brecha oscura disimulada en la roca. Entonces se tranquilizaron.

Arturo acababa de partir en busca de su destino, de su verdadero destino.

VIII
PROHIBIDO EL PASO

SOMBRA, el general Battaglia y yo nos dirigimos hacia la puerta que lleva a los sótanos.

—Necesito ese casco —dice el general—. Cuando he revisado las fotos que hice durante mi última visita, me he dado cuenta de que tiene algo especial. Tengo que comprobarlo.

—¿Qué puede tener ese casco de especial? —pregunta Sombra con desconfianza.

—Parece un dragón. Quiero decir que está diseñado como si fuese un dragón —explica.

—Eso no es tan extraño —responde Sombra sacando la llave y disponiéndose a abrir—. Muchos cascos y yelmos medievales tienen formas animales: toros, gallos, jabalíes…

—No, éste es diferente…

De repente, una voz nos detiene.

—¡Eh, ustedes! ¿Qué hacen ahí?

Es Morderer, el caballero medieval, que viene acompañado de sus dos soldados.

—¿Cómo dice? —pregunta Sombra—. ¿Nos habla a nosotros?

—¿Es que no oye usted bien, monje?

—No me llame monje y no me hable en ese tono.

—¿Sabe usted con quién está hablando, señor? —pregunta Battaglia—. Creo que se ha equivocado.

Se acercan a nosotros, nos rodean e intentan impedirnos el paso.

—Aquí no se puede entrar —dice el caballero—. ¡Retírense!

—¿Cómo se atreve? —ruge Sombra—. ¡Los sótanos son de nuestra propiedad!

—Eso me da igual. Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie.

—Usted… Usted… —grita Sombra, con más fuerza y muy indignado—. Usted no es nadie para impedir nada… ¡Usted es solo un actor!

—¿Actor? Intente tocar esa puerta y verá si somos actores o soldados… Vamos, atrévase… —Morderer se retira, desenvaina su espada y da una orden a sus hombres—. ¡Soldados, atentos!

Ante el peligro que representan los tres energúmenos, nos quedamos quietos, sin saber qué hacer o qué decir. Hasta que el general reacciona.

—¡Quietos, soldados! ¡Soy un general y exijo respeto! —grita en un tono militar.

—¡No se mueva, general, o no respondo! —contesta el caballero Morderer alzando su espada—. ¡Ni un movimiento!

Cuando el caballero está a punto de asestar un golpe al general, Adela llega corriendo.

—¡Alto! ¿Qué pasa aquí?

—¡Apártese, señorita! —responde Morderer—. Esto no va con usted.

—¡Claro que va conmigo! ¡Soy la jefa de seguridad y todo lo que ocurre aquí me afecta! —responde Adela interponiéndose entre ambos—. ¡Baje esa espada inmediatamente! ¡Y ustedes dos, atrás!

—¡Este energúmeno quería matarme con su espada! —exclama el general, todavía nervioso—. ¡Quería matarme!

—¡Nos han impedido el paso a los sótanos! —grita Sombra—. ¡Esto es intolerable!

Adela observa a los tres personajes vestidos de época y, después de unos segundos, dice:

—Ustedes no tienen autoridad para impedir el paso a nadie.

—Tenemos la autoridad que nos dan nuestras armas y estamos respaldados por nuestro señor, Stromber Adragón.

—¡Eh, un momento! —protesto—. ¡Yo soy Adragón!

—Stromber Adragón es nuestro jefe —insiste—. Usted es un impostor. Lo sabemos muy bien. Sabemos que quieren expulsarle de sus propiedades, pero nosotros le defenderemos.

Nunca me había encontrado en una situación semejante. Esto es de locos. Ahora resulta que este individuo está convencido de que Stromber es Adragón.

—Eso lo discutirán a solas o en un juzgado, pero aquí no quiero peleas —dice Adela—. ¡Apártense y dejen el paso libre antes de que llame a la policía!

Los dos soldados miran al caballero Morderer en busca de una orden. Pero su jefe no mueve un solo dedo. Está decidido a mantener la posición.

—¡Quiero hablar con el señor Stromber! —grita Sombra—. ¡Ahora!

El caballero hace un ademán a uno de los soldados.

—¡Ve a buscar a nuestro señor, el caballero Stromber Adragón! —le ordena—. ¡Y que nadie se mueva de aquí hasta que llegue!

—¡A mí no me detiene nadie! —grita el general lanzándose hacia un soldado que le está acorralando contra la pared.

—¡Quieto, general! —ordena Morderer—. ¡No haga tonterías!

Pero la orden llega demasiado tarde. Los dos soldados arremeten contra Battaglia, que, a pesar de oponer resistencia, acaba en el suelo, cubriéndose la cabeza con las manos, antes de que hayamos podido reaccionar.

—¡Bárbaros! —grita Sombra—. ¡Son ustedes unos salvajes!

—Nos hemos visto obligados a reducirlo —explica Morderer—. Estaba muy agresivo. ¡Ha atacado a uno de mis hombres!

—¡No lo toquen! —exclama Adela—. ¡Estoy llamando a una ambulancia!

Sombra y yo atendemos al general, que balbucea, atontado por los golpes.

—¿Qué ha pasado? —pregunta—. ¿Qué me han hecho?

—Nada grave, general —digo—. No se mueva. Una ambulancia está en camino.

Morderer intenta retirarse, pero Adela le detiene.

—No se mueva de aquí —le ordena—. Usted y yo tenemos que hablar.

—Yo no he hecho nada.

—Usted es el jefe y no ha hecho nada para impedir este atropello. Le responsabilizaré personalmente —le acusa Adela.

Apenas han pasado un par de minutos cuando escuchamos la sirena de la ambulancia.

Los sanitarios acaban de entrar y se acercan a nosotros.

—¡Un accidente! —grita Stromber—. ¡Ha sido un accidente!

—¡De eso nada! —grita el general Battaglia dejándose sujetar por los sanitarios—. ¡Han intentado matarme! ¡Ha sido un intento de asesinato!

—Vamos, vamos, ahora tenemos que curarle —dice uno que debe de ser un médico—. Túmbese aquí y luego nos lo cuenta. Ahora necesitamos saber con qué se ha hecho esa herida.

—¡Con una espada! —exclama Battaglia—. ¡Con una espada asesina!

—¿Una espada? —pregunta atónito el ayudante—. ¿Estaban jugando a los caballeros?

—¡Ese hombre ha intentado matarme! —señala Battaglia—. ¡Es un asesino!

—¿Puede mostrarme la espada, por favor? —pide el médico—. Necesito saber si está oxidada.

El caballero Morderer, que se mantiene cerca de la puerta, levanta la hoja de su arma y se la muestra.

—Está limpia —dice—. La limpio todos los días… Para que brille y eso… A los turistas les gusta ver cosas limpias y relucientes.

—Eso está bien —reconoce el ayudante—. De todas formas, por si acaso, le pondremos la antitetánica.

—¿Ve cómo no es grave, general? —dice Stromber en tono cordial—. Le van a curar en seguida y esto quedará olvidado. Mañana se habrá olvidado usted de este incidente.

—¿Incidente? —grita Sombra—. ¡Ese energúmeno ha estado a punto de matar a este bravo general y usted lo llama incidente! ¿Será posible?

—No exagere, amigo Sombra —insiste Stromber—. Además, la culpa es suya por lanzarse contra un hombre armado. Le ha puesto nervioso y ya ve usted el resultado.

—Él me atacó y se hirió solo —explica Morderer—. Yo no tengo la culpa de nada.

—Claro que no, amigo Morderer —reconoce Stromber—. Lo sé muy bien. Vamos, tranquilícese, que no ha pasado nada. Usted y sus hombres pueden retirarse. Tienen el día libre…

—Tenemos que denunciar este hecho a la policía —dice el médico—. Estamos obligados a denunciar todas las agresiones.

—Pero esto no ha sido una agresión, ha sido un accidente —explica Stromber en tono conciliador—. ¿Verdad, Adela?

Adela duda antes de responder. Está entre la espada y la pared y debe medir muy bien sus palabras.

—Señor Stromber, ¿podemos hablar un momento a solas? —propone antes de comprometerse.

—Claro, faltaría más.

Se apartan del grupo y veo cómo discuten. Es evidente que Adela tiene dudas sobre si seguir el juego de su jefe o, al contrario, decir la verdad.

—Ha sido un accidente —afirma Adela volviendo al grupo—. El arma le ha herido accidentalmente.

—¿Lo ve, amigo mío? —dice Stromber triunfante—. No hará falta denunciar nada a la policía. No hay base para denunciar.

Adela y yo cruzamos una mirada, la mía cargada de reproches, pero no decimos nada.

—Jovencita, no sé qué le han ofrecido para negar lo que es evidente —dice Battaglia—. Pero todos sabemos que usted miente. Y eso no se olvida.

El médico se levanta y se quita los guantes, que arroja en una bolsa de plástico que su ayudante le acerca.

—Bueno, esto está limpio. No hay hemorragia, pero conviene que se pase por el hospital para hacer curas y vigilar que no se infecte —sugiere—. Lo consideraremos un accidente… Pero daremos parte a la policía.

Stromber le da un apretón de manos y le da las gracias por todo. Después, los dos sanitarios salen a la calle.

—Bueno, esto ha terminado —dice Stromber—. Cada uno a lo suyo.

—¡Esto no ha terminado! —grita Sombra fuera de sí—. ¡Sus hombres nos han impedido el paso y han agredido al general! ¡Quiero una explicación!

—¿Explicación? Pero si no ha pasado nada. El general ha tropezado y se ha caído sobre la espada del caballero Morderer. Y nadie les ha impedido el paso. De hecho, la puerta está libre y pueden entrar cuando gusten.

IX
AMIGOS EN EL ABISMO

ARTURO salió del oscuro túnel de las sombras y llegó al borde del Abismo de la Muerte. Detuvo su caballo justo antes de caer al vacío, impulsado por la velocidad que había alcanzado.

Descendió de su montura, ató las bridas al saliente de una roca y se acercó al borde del sobrecogedor precipicio que se abría a sus pies. Se asomó y trató de descubrir algo en aquel siniestro paisaje. Pero lo único que vio fue un agujero negro, profundo hasta el infinito, en el que no había ningún signo de vida. Nada se movía y nada podía sobrevivir en ese horrible y oscuro lugar cubierto de nubes grises.

Poco a poco, sus ojos se habituaron a la tenebrosidad. Y empezó a distinguir algunas formas. Rocas negras como la noche se dibujaron en su retina. Piedras agresivas, de picos peligrosos, envueltos en la negrura, esperando que alguien cayera en su trampa. Descubrió que, de vez en cuando, se producían desprendimientos y aludes polvorientos que dejaban un rastro de destrucción a su paso. Pero en su lugar nacían rocas todavía más afiladas y cortantes, que volvían a caer para dejar nacer nuevas piedras, tan peligrosas como las anteriores. Era como una gran boca llena de dientes bien afilados que caían y volvían a crecer.

Arturo Adragón sintió una delirante sensación de vértigo y dudó durante unos instantes. Después sufrió un incómodo ataque de irrealidad, como si hubiera entrado en un mundo inmaterial, vaporoso y etéreo. Incluso la niebla se apartaba de él.

—Aquí no hay nada —susurró—. Estoy perdiendo el tiempo.

Estaba a punto de volver atrás y abandonar aquel lugar embrujado cuando, inesperadamente, distinguió a lo lejos, entre las rocas, una sombra humana que se desplazaba lentamente. Se frotó los ojos para asegurarse de que no se trataba de un efecto óptico y volvió a mirar con atención. Entonces vislumbró otras figuras humanas que vagaban sin rumbo. Se convenció entonces de que el Gran Dragón le había enviado al lugar adecuado.

Dio un paso adelante y empezó a descender agarrándose con fuerza a los riscos, fríos como el hielo. Tuvo una especie de alucinación que le hizo pensar que algunas rocas cambiaban de forma, pero en seguida descartó tal posibilidad. «Éste es un mundo de muertos, no de magia», pensó.

Se cruzó con un espectro que apenas le prestó atención, por lo que le tuvo que agarrar del brazo para que le hiciera caso.

—Estoy buscando a una amiga —le dijo—. ¿Quién puede ayudarme?

—Tendrás que buscarla solo. Aquí nadie sabe nada.

—Es una chica joven. Es morena y tiene un mechón de pelo blanco en el centro…

—Ya le digo que no sé nada —respondió el hombre alejándose.

Arturo supo entonces que le iba costar trabajo localizar a Alexia. Si todos los que vagaban por ese lugar eran como ese hombre, tendría serias dificultades para encontrarla.

Un poco más adelante se encontró con un pequeño grupo de personas que parecían hablar en voz baja, mientras se miraban a la cara.

Arturo se acercó y se integró en el grupo, aunque nadie le hizo caso.

—Estoy buscando a una chica —dijo.

Algunos le miraron como si hubiese dicho algo incomprensible.

—Se llama Alexia. ¿Alguien la conoce? —insistió.

Nadie le hizo el menor caso. Estaba en un lugar en el que las cosas de los vivos no tenían importancia y ni siquiera existían.

—A mí me mataron por la espalda —explicó un hombre—. Fue de noche y a traición. Lo hizo un amigo.

—A mí me ahorcaron —explicó otro—. Decían que había robado unas gallinas y que merecía salir del Mundo de los Vivos.

—Mi amiga Alexia murió en un noble combate —explicó Arturo—. Yo la maté y debo encontrarla para llevármela.

Las miradas de los muertos se clavaron sobre él hasta el punto de hacerle daño.

—Nadie puede salir de aquí —dijo una mujer con tono áspero—. El Abismo de la Muerte tiene entrada, pero no hay salida. Soy una víctima de la peste y llevo aquí mucho tiempo, lo sé muy bien.

—¿Quién eres, muchacho? ¿Cómo has muerto? —preguntó un anciano.

—No estoy muerto. He venido a buscar a Alexia —explicó Arturo—. Vengo de muy lejos.

—¿Vienes del Mundo de los Vivos?

—Exactamente. Tengo poderes para resucitarla.

—Yo soy la que buscas —dijo una muchacha de larga melena que en otros tiempos había sido de color miel—. Podemos partir ahora mismo. Llévame contigo.

Arturo retrocedió. Dejó al grupo y se fue en busca de alguien dispuesto a ayudarle, aunque ya sabía que no sería tarea fácil.

Ahora distinguía mejor lo que le rodeaba. Había gente por todas partes. Personas que iban de un sitio a otro sin rumbo, sin prisas, sin ganas. Eran las almas de los que vagaban eternamente. Era lo que el Gran Dragón y Arquimaes le habían explicado: ¡el Abismo de la Muerte!

Había miles, tal vez millones. De todas las razas. De todas las clases. Hombres, mujeres, niños, ancianos, recién nacidos…

«¿Cómo la encontraré?», se preguntaba sin cesar. «¿Dónde puede estar?».

En un mundo profundo e infinito como aquel, donde todos los seres desconocían lo que pasaba a su lado y nadie parecía querer saber nada de los que deambulaban con ellos, entre las sombras, ¿cómo encontrar a la persona que buscas?

* * *

Demónicus estaba atónito. Tránsito le acababa de dar una noticia sorprendente.

—¡Repite lo que has dicho, monje! —le ordenó.

—¡Arturo Adragón ha entrado en el Abismo de la Muerte y está buscando a Alexia para traerla de nuevo al Mundo de los Vivos!

—¿Lo conseguirá? —preguntó el Mago Tenebroso con impaciencia—. ¿Conseguirá traerla de vuelta a este mundo?

—Es posible. Sospecho que él es inmortal. Eso le permitirá salir del Abismo. Pero no es seguro que encuentre a Alexia. El Abismo es tan grande como el cielo que aloja las estrellas.

Demónicus entrelazó las manos nerviosamente mientras su mente funcionaba a gran velocidad. No conseguía asimilar la idea de que Arturo estuviera a punto de rescatar a su hija Alexia del Abismo de la Muerte.

—¡Es una gran oportunidad! —exclamó finalmente—. ¡Y no la desaprovecharé!

—No te hagas ilusiones —respondió Tránsito—. Es casi imposible que la encuentre. El Abismo es infinito… Puede pasar años buscándola.

—No me refiero a eso. Me refiero a que es una gran oportunidad para matar a ese maldito.

—¿Cómo? ¿Qué dices, mi señor? —preguntó Tránsito desconcertado.

—¡Entraré en el Abismo y yo mismo le mataré! ¡Allí sus poderes no sirven para nada! ¡Es el único lugar del mundo en el que se le puede matar!

—Puedes enviar a algunos de tus hombres.

—¡No! ¡Lo haré yo mismo! ¡Quiero asegurarme de que se queda allí para toda la eternidad!

—¡Pero allí solo pueden entrar los muertos!

—¡Mátame! ¡Mátame, Tránsito! ¡Envíame al Abismo ahora mismo! —ordenó Demónicus poniéndose en pie y agarrando la empuñadura de su espada de doble hoja—. ¡Mátame ahora mismo! ¡Acabaré con ese canalla y enviaré a mi hija de vuelta a este mundo!

—Tenemos que buscar una solución mejor…

—¡No hay tiempo! ¡Quiero que me mates ahora mismo!

* * *

Arturo estaba perdido y confundido. Era incapaz de saber si caminaba hacia el sur o hacia el norte. A veces, ni siquiera sabía si subía o bajaba. Más de una vez tuvo la impresión de haber pasado por el mismo lugar y llegó a preguntarse si estaba caminando en círculo. El Abismo de la Muerte era un lugar extraño que parecía estar suspendido en el tiempo. Le resultaba imposible saber en qué punto del universo o del espacio se encontraba.

Pero lo peor era que los habitantes de aquel extraño lugar no tenían ni idea de lo que hacían allí. No tenían ninguna ocupación, ninguna responsabilidad, y nadie se interesaba por ellos. Estaban abandonados a su suerte, caminado de un lado a otro, sin rumbo. Eran almas en pena para las que el paso del tiempo era una ilusión.

Arturo no consiguió calcular cuánto tiempo llevaba vagando por aquel lugar. Tuvo que reconocer que su mente era incapaz de hacer cualquier esfuerzo, y eso le preocupó.

—Cuanto más tiempo me quede aquí, peor —concluyó—. Debo solucionar mi problema y salir lo antes posible. Necesito encontrar a Alexia en seguida.

—Yo te conozco —dijo una voz ronca—. En el Mundo de los Vivos eras Arturo Adragón. Tú me mataste en la batalla de Emedia. Soy el general Templar.

Arturo miró hacia atrás y se encontró con un hombre fornido, con orejas de lobo y un rostro que delataba que estaba en estado de mutación…

—No te recuerdo —respondió Arturo—. Lo siento.

—Me clavaste esa espada que llevas al cinto. Lo hiciste justo antes de luchar contra una bestia. Lo recuerdo muy bien.

—Aquí nadie recuerda nada. He hablado con gente que ni siquiera sabe su nombre. No te conozco.

—Los que hemos muerto por tu espada lo recordamos todo. Y hablamos de ti muchas veces.

—¿De mí? ¿Bromeas?

—Hay dos clases de almas. Las de los que han muerto en condiciones normales y las de los que han perdido la vida a causa de alguna hechicería. Tu espada, con cabeza de dragón, tiene un extraño poder.

—Es una espada alquímica —respondió Arturo desenfundándola—. La forjaron especialmente para mí y maté a muchos demoniquianos en esa batalla.

—Mataste a muchos de mis hombres. Al príncipe Ratala ya…

—¡Alexia! ¡Maté a la princesa Alexia!

—Por eso serás maldito durante siglos, Arturo Adragón, rey de los traidores. Ella te dio su amor y tú se lo pagaste arrebatándole la vida. ¡Maldito seas para siempre!

—Cuando la maté, también me maté a mí mismo. Sigo vivo porque soy inmortal, pero mi corazón está muerto. Respira, pero no siente el aliento de la vida.

—¿Para qué has venido? ¿Qué buscas aquí?

—He venido a buscarla, para llevarla conmigo de vuelta al Mundo de los Vivos… O a quedarme con ella para siempre… ¿Puedes ayudarme?

El general se quedó quieto durante unos instantes.

—¿Puedes resucitarla? —preguntó finalmente—. ¿Eres capaz de hacerlo?

—Tengo el poder del Gran Dragón. Y él le devolverá la vida si consigo llevarla a su presencia. Pero primero debo encontrarla. Dime dónde está. ¡Ayúdame!

—Nunca haría nada para ayudarte… Pero sí haré algo para que ella vuelva a vivir. Te diré lo que sé. Pero si me engañas, lo pagarás caro. Yo mismo te atravesaré con mi espada.

—Ya lo estoy pagando, general. Te lo aseguro. Y muy caro…

X
CITA CON METÁFORA

LA escena que hemos vivido ayer a causa de esos energúmenos que Stromber ha traído me ha dejado muy preocupado. Después de ver lo que le han hecho al general Battaglia, estoy seguro de que no son actores. Sospecho que son verdaderos asesinos disfrazados de comediantes. Stromber los ha contratado para tener una fuerza de choque a su servicio. Y necesita a esos hombres para salirse con la suya. Aunque, la verdad, no dejo de preguntarme qué pretende exactamente.

Tengo asumido que la Fundación es suya. Por eso me pregunto a qué viene todo este asunto de los guerreros medievales. ¿Para qué quiere los sótanos? ¿Sabrá algo de lo que esconden?

No debo olvidar que Patacoja me avisó de que Stromber quiere ser yo… quedarse con mi apellido… Que… ¿Cómo dijo aquella noche en la gruta, cuando peleamos…? Ah, sí… Quiero ser inmortal, igual que tú… Quiero tener lo que tú tienes… Mis sueños se convertirán en realidad

La verdad es que nunca presté demasiada atención a sus palabras, pero ahora me inquietan. ¿Inmortal? ¿Igual que yo? ¿Quién le habrá dicho que soy inmortal? ¿Cómo lo sabe?

Es posible que Stromber, que ha entrado en nuestra casa bajo la apariencia de un rico anticuario, tenga planes muy ambiciosos que desconocemos.

Llevo casi toda la mañana dando vueltas al mismo asunto y no he encontrado respuestas satisfactorias, así que lo voy a dejar. Ahora voy a ocuparme del asunto de Metáfora, que también es importante. Sobre todo por lo que atañe a mi padre y a Norma… Y a mi madre.

Espero que atienda mi llamada.

—¿Metáfora? Hola, soy yo… Ya sabes, Arturo…

—Sí, ya te conozco… ¿Qué quieres? ¿Para qué me llamas?

—Tengo que hablar contigo. Necesito contarte algo importante para ti. Muy importante.

—Tú no sabes nada que me pueda interesar —responde despectivamente.

—Sé dónde está tu padre. Te puedo llevar allí.

Silencio.

—Podemos ir cuando quieras.

Silencio.

—Es verdad, Metáfora. Te lo aseguro.

—Espero que no me estés gastando una broma. O que no sea una argucia para acercarte a mí de nuevo.

—No es un engaño. Sé dónde está tu padre —insisto—. Podemos ir mañana…

—No. Quiero ir esta tarde. Si es cierto lo que dices, no quiero perder más tiempo. Pero te aseguro que si…

—Te juro que te digo la verdad.

—Entonces nos vemos luego, después de comer. A las cuatro. Delante de mi portal. No faltes. Adiós.

Ha colgado y me ha dejado con la palabra en la boca.

Así que aprovecho para hacer otra llamada que tengo pendiente.

—¿General? Hola, soy Arturo, le llamo para saber cómo se encuentra. ¿Qué tal la herida?

—Bien, yo soy un hombre de acción.

—Bueno, lo importante es que usted se encuentra bien —le consuelo—. ¿Qué tal van sus investigaciones sobre el Ejército Negro? ¿Ha adelantado algo?

—Sí, bastante. En cuanto me reponga del todo, me iré de viaje. He averiguado que hubo una gran batalla en tierras pantanosas. Parece que el Ejército Negro luchó heroicamente. Mis contactos afirman que hay pruebas fehacientes.

—Pero ¿no decía usted que en realidad no era un ejército?

—Es verdad, pero para descubrir qué era en realidad, no tengo otro remedio que seguir las pistas que haya sobre ese Ejército Negro, que construyó un reino de justicia.

—Entonces, ¿está usted convencido de que existió de verdad?

—Por supuesto que existió. Y estoy seguro de que fue un gran ejército. Pero también estoy convencido de que hubo otro Ejército Negro… Ya veces pienso que todavía existe.

—General, me parece que exagera usted un poco —le reprocho—. Debería usted atenerse a las pruebas reales y no a sus intuiciones.

—Cuando estaba en activo, hice mucho caso a mis intuiciones, jovencito. Y te aseguro que conseguí grandes éxitos, salvé la vida de muchos hombres.

—¿Y cuándo dice que se marcha de viaje?

—En cuanto me reponga. Te llamaré para avisarte.

—De acuerdo, general. Le deseo que se reponga pronto.

—Ah, y aunque mi abogado ha estudiado la posibilidad de denunciar a ese bestia de Morderer, por el aprecio que os tengo a ti y a tu padre, he decidido que no pondré ninguna denuncia para no perjudicar a la Fundación, que bastantes problemas tiene ya.

—Gracias, general, es usted muy amable.

—Un caballero y un hombre de honor, eso es lo que soy —dice antes de colgar.

XI
EN BUSCA DE ALEXIA

EL general Templar y Arturo Adragón caminaban lentamente entre el bosque de almas que poblaba el Abismo de la Muerte.

Curiosamente, empezó a notar que muchos seres le rehuían. Luego, comprendió que los vivos no gozaban de mucho aprecio en aquel lugar. Incluso la niebla y el polvo se apartaban a su paso.

A veces tenían que rodear a pequeños grupos que se habían quedado inmóviles, casi pétreos.

—¿Qué les pasa? —preguntó Arturo—. Parecen estatuas.

—No estoy seguro, pero creo que con el tiempo todos nos fosilizamos. Supongo que yo también.

—¿Quieres decir que todo el abismo está formado por almas?

—Algo así. Cuando llevas aquí mucho tiempo, entras en ese proceso. Es inevitable.

—¿Cómo lo sabes? Aquí nadie cuenta nada.

—Si acercas tu oído a la roca, puedes escuchar voces. Las rocas hablan porque están hechas de almas.

Si lo que el demoniquiano le acababa de contar era cierto, significaba que, tal y como le había explicado Arquimaes en varias ocasiones, los humanos no dejamos nunca de transformarnos. Lo hacemos incluso después de morir.

Varias horas después, Arturo se preguntó cuánto tiempo llevaba caminando, pero no encontró ninguna respuesta. Era como si su mente hubiese dejado de trabajar. Simplemente, presintió que debía de llevar mucho tiempo.

Únicamente cambiaba el paisaje cuando salían de un valle para entrar en un desfiladero, aunque no demasiado: gris, monótono, aburrido. Pero, a pesar de esos momentos de lucidez, tardaba poco en volver a la confusión.

—¿Aquí no crecen los árboles? ¿O la hierba? —preguntó a su acompañante.

—Aquí no nace nada —respondió el general—. Este lugar es la negación de la vida.

—Pues tú pareces vivo.

—Estoy muerto. Dentro de poco habré perdido la noción del tiempo, de las cosas, de la proporción, del frío y del calor. Me convertiré en un vegetal, igual que esos idiotas que nos rodean, y si todo va bien, me transformaré en un pedazo de roca. Pasaré a formar parte de esa masa que nos envuelve y que estamos pisando. Dentro de poco, nadie se acordará de mí.

—No estoy de acuerdo contigo, general. Nuestro paso por la vida deja huella. Dejamos hijos, recuerdos, obras…

—Yo nací para servir a Demónicus. Mi paso por el Mundo de los Vivos ha servido para dejar un rastro de muerte. Y ahora desapareceré definitivamente. Si tengo suerte, me habrán erigido una pequeña estatua que el tiempo pulverizará. O mi nombre estará en alguna lista, que también se perderá en los tiempos.

—¿No tenías hijos, general?

—Se olvidarán de mí. Querrán ser mejores que yo. Cuando lo consigan, sus recuerdos sobre mí se desvanecerán. Los padres mueren en la memoria de sus hijos. Es ley de vida.

—Yo nunca olvidaré a Arquimaes, aunque viva mil años, aunque haga mejores obras que él, aunque sea mejor que él… Es mi padre y permanecerá siempre en mi memoria. Te lo aseguro.

—Arquimaes tiene suerte. Le envidio. Los hijos no deberían olvidar a los padres.

Cuando se acercaron a un gigantesco lago de roca líquida, le resultó imposible saber si habían pasado horas, días o semanas.

—Es posible que esté aquí —anunció el general Templar—. Pero no te lo aseguro.

Una indescriptible ola de emoción invadió a Arturo. El simple hecho de pensar que podría encontrarse de nuevo con su amada princesa le llenó de regocijo. Jamás en su vida había experimentado una sensación semejante.

En el lago y sus inmediaciones había miles de personas. A algunas les llegaba el agua hasta las rodillas; a otras, hasta el cuello.

—¿Qué hacen ahí? Parecen animales abrevando.

—Están llorando. Muchas almas vienen aquí en busca de consuelo. Las que han sufrido una gran conmoción en vida o las que han muerto en circunstancias emocionales muy trágicas vienen aquí a desahogarse. Es el único bálsamo que tenemos los habitantes del Abismo de la Muerte. Ni siquiera podemos quejarnos, ya que nadie nos escucha.

—¿Alexia viene aquí a llorar?

—Está desconsolada. Cuando llegué aquí, la encontré en el camino de entrada, llorando. Y no ha dejado de hacerlo.

—¿Te ha dicho por qué llora?

—No sé si debo decírtelo.

—Te lo ruego…

—Llora por ti. Tiene una pena enorme por tu causa. Me dijo que es taba segura de que ibas a pasar el resto de tu vida lamentando haberla matado. Pero también siente una gran pena por haberte abandonado… Y también llora por su padre… Alexia es una de las personas más desgraciadas de este lago de lágrimas… Ven, intentaré llevarle hasta ella…

Arturo sintió que su corazón se aceleraba y que la sangre corría por sus venas a gran velocidad. De repente, la vida volvió a tener sentido La nube oscura que le había acompañado desde aquel fatídico día es taba a punto de desaparecer. Las tinieblas que inundaban su corazón iban a evaporarse.

—Mira, Arturo, ahí está la princesa —anunció el general Templai, después de mucho vagar—. ¡Ahí la tienes!

Los ojos de Arturo Adragón se volvieron hacia donde señalaba el demoniquiano, intentando descubrir un rostro conocido.

¡Entonces la vio!

* * *

La reina Émedi llevaba varios días inquieta. No había tenido noticias de Arquimaes desde la noche que abandonó el campamento junto a Arturo y Crispín. Aunque sabía que todo había salido bien esa noche, sentía una poderosa añoranza que le impedía dormir.

Se había levantado de madrugada, sintiendo una desagradable ola de frío que la estremecía. Protegida con una capa de piel, salió de la tienda. Los centinelas la miraron sin decir nada, esperando sus órdenes, pero Émedi se limitó a saludar con la cabeza.

Su mirada se clavó en la luna, un disco blanco sobre el oscuro tapiz del cielo. Una luna que mostraba su cara iluminada y escondía otra más oscura.

«Espero que consigan devolver la vida a Alexia. La muerte es exigente y no suelta a sus presas, por muy inocentes que sean», pensó antes de volver a entrar en la tienda.

* * *

—¡Alexia! —gritó Arturo, mientras sentía una punzada en el corazón—. ¡Alexia, mi Alexia!

La princesa estaba en el lago de lágrimas, llorando desesperadamente. Era la viva imagen del dolor y del sufrimiento.

—¡Alexia! —gritó de nuevo Arturo, explotando de alegría—. ¡Alexia! ¡Alexia!

La princesa escuchó su nombre y se quedó paralizada. Necesitó algún tiempo para reconocer aquella voz que la llamaba por su antiguo nombre.

—¡Alexia! ¡Princesa!

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Alexia. Una sonrisa amarga, envuelta en lágrimas. Una sonrisa que pocas almas habían tenido la satisfacción de disfrutar.

—¿Arturo? ¿Eres tú? —musitó casi sin fuerzas, convencida de que era un espejismo—. ¿Eres Arturo Adragón, el matador de dragones? ¿No eres un fantasma?

Arturo no pudo contenerse y salió corriendo hacia ella. Entró en el lago y se acercó a Alexia. Entonces cayó de rodillas ante ella, la agarró de las manos y rompió a llorar.

—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Perdóname! —imploró abrazándose a su cintura—. ¡No sabía que eras tú cuando te clavé la espada! ¡Necesito que me perdones!

Alexia dobló las rodillas y se puso a su altura. Le sujetó la cabeza y le miró profundamente a los ojos, intentando reconocerle.

—¡Eres tú! ¿Quién te ha matado? ¿Qué te ha ocurrido? ¡En el Mundo de los Vivos eras inmortal! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Quién te ha matado?

—¡Estoy vivo, Alexia! ¡He venido a buscarte! ¡O a morir contigo!

—No puedo salir de aquí… Estoy muerta… Soy un alma…

Arturo le tapó los labios con los suyos. El beso fue tan intenso que Alexia no pudo continuar hablando.

—¡Tengo la fuerza del Gran Dragón! —aseguró Arturo—. Nadie nos impedirá salir de aquí. Te llevaré de nuevo al Mundo de los Vivos y jamás nos separaremos.

—¡Eso es imposible, mi amor! ¡De aquí no se puede salir!

—¡Yo te sacaré! Ven conmigo. Seremos felices para siempre —dijo el joven caballero, lleno de esperanza.

* * *

Alexander de Fer abrió los ojos y se sintió feliz. Estaba en la tienda junto a Crispín, que le ofrecía un trozo de pan y un caldo caliente.

—¿Qué te pasa? —preguntó el escudero—. Parece que sales del infierno.

—He vuelto a tener pesadillas —confesó el atormentado caballero—. Ha sido horrible.

—Tranquilízate. El día es soleado y nadie te hará daño —dijo. Crispín con alegría—. Bueno, solo yo, durante los entrenamientos. Hoy me enseñarás a usar la espada, ¿verdad?

Alexander cogió el tazón y bebió lentamente. Aún no había conseguido librarse de los recuerdos de la tortuosa noche que había pasado. Las torturas que había padecido durante su encierro en el templo demoniquiano se habían instalado en su memoria y parecían no querer abandonarle.

—¡Es una venganza de los demoniquianos! —dedujo al cabo de un rato—. ¡Ellos me obligan a soñar! ¡Dominan mis pesadillas!

Crispín le escuchó en silencio, pero no dijo nada. Cada día que pasaba junto a él, comprendía mejor su sufrimiento. Y sentía una infinita lástima por su compañero y maestro de armas.

* * *

—¡Yo me ocuparé de que no salgas nunca de este lugar! —amenazó una voz estruendosa.

El general, Arturo y Alexia giraron la cabeza y sus corazones se estremecieron.

—¡Padre! —exclamó Alexia aterrada—. ¡Padre!

—¡Demónicus! —rugió Arturo.

—¡Mi señor Demónicus! —farfulló el general Templar.

La imponente figura del Mago Tenebroso entró en el agua con una gran espada en la mano derecha, mientras su expresión indicaba que venía dispuesto a matar. Su boca, sedienta de sangre, lucía grandes dientes que asomaban entre sus labios. Su feroz mirada indicaba que estaba decidido a llevar a cabo su plan.

—¡Vas a morir, Arturo Adragón! —afirmó Demónicus—. ¡La hora de mi venganza ha llegado!

Arturo dio un paso atrás y desenvainó la espada alquímica.

—Aquí no tienes poderes. De nada te valdrán esos trucos que tu maestro Arquimaes te ha enseñado —amenazó el Gran Mago Tenebroso.

—Eso lo veremos ahora. Es posible que mueras antes de…

—¡Ya estoy muerto, idiota! —respondió el mago—. Mi vida ha dejado de tener valor. Lo único que me importa es arrebatarte el aliento. ¡Quiero aniquilarte!

—Si me matas estaré al lado de Alexia para toda la eternidad —le advirtió Arturo—. ¡No tengo miedo a morir!

—¡Te descuartizaré! ¡Repartiré los trozos de tu alma por todos los rincones del Abismo de la Muerte y jamás disfrutarás de la compañía de Alexia! ¡Yo la protegeré de ti!

La princesa se interpuso entre los dos guerreros.

—¡Padre! Esto no tiene sentido… No puedes hacer nada… ¡Ahórrame el dolor de veros pelear!

—Ese maldito te mató a traición. Te arrebató de mi lado. Me ha convertido en el ser más desgraciado de la tierra. ¡Debo aniquilarle!

—Le quiero, padre. Le quiero, igual que a ti… ¡Déjalo en paz!

Demónicus, enfurecido por las palabras de su hija, se abalanzó como un poseído sobre Arturo con la espada en alto.

—¡Cuando acabe con él, ya no le querrás! ¡Le arrancaré el alma y se la arrojaré a las fieras!

—¡No, padre! ¡Por favor! —imploró Alexia.

Arturo detuvo el primer golpe e intentó contraatacar. Manejó hábilmente su espada y consiguió frenar el furioso ímpetu de su contrincante. Pero pronto se dio cuenta de que era un enemigo muy poderoso.

—¡Ayúdame! —ordenó Demónicus a su general—. ¡Ataca por detrás!

—Mi señor, yo… no puedo… —respondió Templar.

—¡Ataca! ¡Atraviésale con tu espada!

El general decidió acatar la orden de su señor y desenfundó su espada. Rodeó a Arturo y se dispuso a atacarle por la retaguardia.

El joven caballero, que estaba bien entrenado para la lucha doble, se apartó con rapidez y consiguió que el primer sablazo del general Templar se perdiera en el vacío.

—¡Vas a lamentar haberte cruzado en mi camino, Arturo Adragón! —amenazó Demónicus para distraerle—. ¡Prepárate para perder la vida!

—¡Te equivocas, mago! ¡Mi inmortalidad me protege! ¡Te sobreviviré!

La espada de Demónicus voló velozmente hasta hacerse casi invisible. Arturo tuvo que emplearse a fondo para descubrir su trayectoria. Los aceros se cruzaban y chocaban con tanta violencia que algunas almas dejaron de llorar para observar el combate. Arturo decidió prestar atención al general, pero enseguida se dio cuenta de que no estaba muy dispuesto a intervenir.

Arturo podía concentrar todos sus esfuerzos en Demónicus, pero no tenía ni idea de qué hacer. No podía matarle, pero tampoco podía dejarle escapar ni, mucho menos, dejarse matar.

El joven caballero se encontraba en una encrucijada en la que no tenía nada que ganar y sí mucho que perder.

Por su parte, Demónicus no estaba dispuesto a dejarle pensar. Atacaba duramente y la espada de doble hoja empezó a hacer estragos en la ropa de Arturo. Jirones de tela volaban por todas partes, así que tuvo que retroceder y salir del lago para evitar sablazos mortales, refugiándose entre las rocas.

El arma de Demónicus parecía tener vida propia y saltaba de un lado a otro con tanta velocidad que Arturo tenía dificultades para esquivarla.

XII
PASEANDO POR EL ABISMO

ESTABA anocheciendo cuando descendemos del autobús. Hay poca gente y hace un frío tan intenso que podría nevar en cualquier momento.

—¿Sabes el lugar exacto? —me pregunta Metáfora—. ¿O me vas a tener dando vueltas toda la noche?

—Le voy a preguntar al portero —digo—. Seguro que lo tiene apuntado en su libro de registro. Pero prefiero que me esperes aquí, si no te importa.

—Claro que me importa. Me has hecho cruzar toda la ciudad y ahora me vienes con que me tengo que quedar aquí mientras tú preguntas. Desde luego, no me extraña que no tengas amigos.

La conozco bien y sé que cuando está nerviosa se pone agresiva, por eso no hago mucho caso a sus palabras.

—Espera un momento, ahora vuelvo —digo.

—Tengo todo el tiempo del mundo, así que vuelve cuando quieras —dice en tono irónico—. Estaré aquí esperándote.

Cruzo la calle y me acerco a la caseta del conserje, que ya me ve venir.

—¿Puede indicarme la situación exacta de la tumba de Román Caballero, por favor?

El hombre, de unos cincuenta años, me mira con cierta desconfianza. Sin decir nada, abre un libro de registros y, después de buscar un rato, dice:

—Caminad por la avenida principal, que se llama Abismo, y antes de llegar al final, encontraréis una calle que se llama Tránsito; número 33. Ahí es… Román Caballero.

—Gracias, muchas gracias.

Me acerco de nuevo a Metáfora.

—Ya lo tengo. Ya sé dónde está. Vamos.

Noto que Metáfora tiene el corazón en un puño. Pero no dice nada. Es como si ya le diera igual todo. Si es verdad que su padre está en esa tumba, se puede derrumbar. Es posible que le ocurra lo mismo que a mí, cuando descubrí que mi madre estaba en el sarcófago del tercer sótano de la Fundación.

—Tenemos que ir por esa avenida —le indico—. Es ahí al fondo.

Andamos entre tumbas y cipreses, bajo el cielo gris que ya empieza a perder color. El sol, que hoy no ha sido muy generoso, está descendiendo y las sombras se oscurecen.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Digo que desde cuándo sabes que mi padre está enterrado en este cementerio —contesta—. Desde cuándo…

—Verás, no es tan fácil explicarlo… Hace unos días conocí a una persona.

—A qué persona.

—A un resucitador —digo.

—Eso no existe. Me estás mintiendo otra vez.

—Te aseguro que existen. Muchas personas han vuelto a la vida gracias a la intervención de estos profesionales.

—Lo que existen son las descargas eléctricas, que son tan fuertes que te hacen reaccionar —dice un poco despectiva—. Vamos, lo que a ti te hace falta… ¡Una buena descarga de electrodos en el cerebro!

—Venga, Metáfora, no empieces…

—Bueno, vale —dice—. Pero ¿qué tiene eso que ver con mi padre?

—Si no me dejas terminar… Hace poco conocí a un resucitador que había estado con tu padre. Él me contó que puede estar aquí enterrado.

—¿Es que no estás seguro? ¿Me estás diciendo que no tienes la certeza de que mi padre esté aquí? Ya sabía yo que era un truco para volver a verme.

—¿De dónde te has sacado eso?

—Aquí está la prueba. Me has traído a este cementerio con una excusa, solo para tenerme cerca… Ah, y encima lo de Mireia, que le has encargado que me espíe. ¿Creías que no me iba a enterar?

Hago un esfuerzo tremendo para no responder. Si digo algo, será peor para todos.

—Ahora no contestas, ¿verdad? —dice en tono triunfante—. ¿A que te he sorprendido? Pues, para que lo sepas, todo el instituto sabe que estás loco por mí. ¡Tú eres el único que lo niega!

—¡No lo niego!

—Vaya, vas mejorando.

—No, espera, no quería decir eso… —intento rectificar—. Quería decir que nunca he hablado con nadie de eso. Yo no sé si… Bueno, no sé nada…

—Arturo, está oscureciendo. Y éste no es el mejor lugar para pasar la noche.

—Ya estamos llegando. Mira, es ahí…

Estamos llegando al lugar que el portero me ha indicado. El Paseo del Abismo es largo y ancho y está decorado con altos cipreses que se alzan entre las infinitas hileras de tumbas y sepulcros.

Me pregunto qué habrá debajo de esta planicie. ¿Qué encontrarían los arqueólogos si excavaran aquí? ¿Descubrirían ruinas antiguas de otras épocas?

—Oye, Metáfora, ¿tú te has preguntado alguna vez qué hay debajo de los cementerios?

Me lanza una mirada de reproche y no responde.

XIII
LA MUERTE DE UN MUERTO

DEMÓNICUS iba ganando el combate y se aprestó a lanzar el golpe definitivo contra Arturo, cuando ocurrió algo imprevisto: Alexia se interpuso entre ambos y le obligó a detener en seco la espada de doble filo.

El Mago Tenebroso prefirió perder la oportunidad de matar a su enemigo antes que herir a su propia hija. A pesar de ser un salvaje, no se lo hubiera perdonado nunca.

—¿Qué haces, Alexia? —preguntó Demónicus—. ¿Es que pretendes darle ventaja para que me mate?

—Ya estás muerto, padre. El no puede hacer nada contra ti.

—¡Pero él sí está vivo! —respondió Demónicus—. ¡Y tengo que matarlo!

—No lo hagas, padre. No me hagas sufrir más.

—¡Aparta de una vez! —ordenó el Gran Mago dando un paso adelante—. ¡Quita de en medio!

Alexia no pudo evitar que su padre se lanzara contra Arturo.

—¡No! ¡No lo hagas, padre!

Pero Demónicus desoyó la petición de su hija y arremetió contra Arturo. Entonces, el combate alcanzó mayor ferocidad. Las espadas chocaban con tal fuerza que saltaban chispas; en el Abismo de la Muerte nunca se había visto nada parecido.

Demónicus, cegado por su deseo de acabar con Arturo, no se dio cuenta de que, a su espalda, el general Templar alzaba su espada.

—¡Hoy mueres, Arturo Adragón! —exclamó el padre de Alexia, dispuesto a asestar el golpe final—. ¡Se acabó!

Pero antes de terminar la frase, una espada le atravesó el corazón y cayó de rodillas. Giró la cabeza para ver quién había sido.

—¡Traidor! —exclamó mirando al general Templar, que aún sujetaba su arma—. ¡Maldito seas!

—Lo siento, mi señor; Alexia merece una oportunidad —afirmó—. ¡Puede volver a la vida! ¡Debe salir de aquí!

—¡Lo pagarás caro! —rugió Demónicus cayendo al suelo y levantando una ola de líquido negruzco.

Arturo y Alexia se miraron desconcertados.

—Salid de aquí antes de que me arrepienta —ordenó el general Templar—. ¡Corred!

—Pero no puedo dejarle así… —empezó a decir Alexia—. ¡Es mi padre!

—No puedes hacer nada. No está más muerto de lo que estaba cuando llegó. ¡Huye ahora que puedes, princesa! ¡Huye con Arturo e intenta ser feliz!

Arturo le estrechó la mano en señal de agradecimiento.

—Gracias, general.

—¡Corred! —ordenó mientras Demónicus desfallecía—. ¡Corred!

Arturo agarró la mano de Alexia y emprendieron la huida. Lo único que sabían era que tenían que ascender, así que se dirigieron hacia la gran pendiente escarpada llena de rocas afiladas.

—¡Vamos, Alexia, sígueme! —ordenó—. ¡Salgamos de aquí!

Los dos jóvenes se lanzaron a una carrera desesperada hacia la salida del inmenso Abismo. Sortearon todo tipo de obstáculos: rocas, desprendimientos, precipicios, desniveles, farallones…

Finalmente, después de una desesperada carrera, alcanzaron el saliente rocoso que llevaba hasta la salida.

—¡Estamos a punto de salir de aquí! —exclamó Arturo—. ¡Volverás a la vida!

Alexia se detuvo en seco. Arturo no tuvo tiempo de preguntarle qué le pasaba.

—¡No! ¡Quiero quedarme aquí! —dijo Alexia.

—¡Estamos a punto de lograrlo! —insistió Arturo—. ¿Qué te pasa?

—Tengo miedo —dijo la joven—. ¿Y si no lo conseguimos?

—Solo hay una forma de saberlo —respondió Arturo con decisión—. ¡Vamos!

—Me da pánico. ¿Y si me convierto en cenizas? Prefiero que me recuerdes así, tal y como me conociste.

—Poseo la fuerza del Gran Dragón —insistió Arturo—. ¡Todo saldrá bien! ¡Confía en mí! ¡Volverás a la vida!

Un desprendimiento de rocas les obligó a reaccionar. Se apartaron a tiempo para no ser arrollados y consiguieron avanzar un poco más. Estaban a apenas un paso de salir del Abismo de la Muerte. Alexia dudó.

—Es nuestra última oportunidad de estar juntos, Alexia —la apremió, implorante, el joven caballero de la letra adragoniana—. Si no sales, tendré que quedarme aquí contigo para siempre.

Alexia le miró con serenidad. Aunque sentía terror ante la posibilidad de no revivir y convertirse por segunda vez en un cadáver ante Arturo, prefirió arriesgarse… y dio un paso adelante.

Arturo salió del Abismo de la Muerte arrastrando consigo a Alexia. Todos sus esfuerzos habían valido la pena. El Gran Dragón le había dado la fuerza necesaria para recuperar a su amada.

Su corazón se inundó de alegría y sintió un extraordinario calor. Jamás en su vida había experimentado una satisfacción tan grande. En ese instante, Arturo Adragón volvió a ser el mismo valiente caballero de la batalla de Emedia.

* * *

Crispín había pasado el día con Alexander practicando con la espada, y estaba agotado. Se disponía a entrar en su tienda cuando le pareció distinguir algo a lo lejos, sobre la nieve.

—¡Alexander! —gritó llamando la atención del caballero, que atendía a su caballo—. ¡Tenemos visita!

Los dos cogieron sus armas y esperaron la llegada de los visitantes.

—No son demoniquianos —dijo Alexander—. Son campesinos.

—Una familia entera —añadió Crispín—. ¿De dónde vendrán?

Poco después, se encontraban frente a frente. Crispín los miró con sorpresa.

—¿Borgus? —preguntó el hijo de Forester—. ¿Eres tú?

* * *

Ilusionado por haber logrado recuperar a Alexia, Arturo la ayudó a subir a su caballo e inició el camino de vuelta a la gruta del Gran Dragón.

—¡Lo he conseguido! —gritó Arturo, exultante, galopando a toda velocidad—. ¡Alexia está conmigo de nuevo! ¡Nunca nos separaremos!

El joven caballero estaba tan entusiasmado en sus alegres pensamientos que no se dio cuenta de que entraba en una extraña zona formada por rocas tan blancas que deslumbraban con solo mirarlas.

De repente, el caballo se detuvo. Unos metros por delante, una mujer que parecía haber surgido del suelo se interpuso en su camino.

—Hola, viajero, ¿de dónde vienes? —le preguntó—. ¿Quién te acompaña? ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Arturo Adragón y venimos del Abismo de la Muerte —respondió Arturo—. Ella es Alexia, la mujer de mi vida.

—¿Crees que podrás devolverla al Mundo de los Vivos? —preguntó la mujer—. ¿Crees que volverá a vivir contigo?

—¡Claro que sí! El Gran Dragón y Arquimaes, mi maestro, me han prometido su ayuda. ¡Alexia volverá a la vida! ¡Ellos la resucitarán!

—Eres un iluso, Arturo Adragón —añadió la otra mujer—. Te has dejado engañar. Nadie vuelve del Abismo de la Muerte.

—¡Mentís! Alexia volverá a disfrutar de la vida y nunca nos separaremos, ¿verdad, Alexia?

Pero Alexia no respondió.

Arturo se giró sobre la silla de montar y observó la cara de la princesa, que había palidecido aún más.

—¿Ves lo que te digo? —dijo la mujer del camino—. ¡Alexia nunca volverá a vivir! ¡Solo nosotras podemos devolverle la vida! Entra en el mundo de la hechicería y abandona la alquimia, el conocimiento y el saber. Repudia esas asquerosas letras que te envuelven. ¡Renuncia al dragón! ¡Renuncia a su poder y sé feliz con Alexia!

Arturo estaba confuso. En aquel momento, hubiera hecho cualquier cosa por devolver la vida a Alexia. Rozó la mano de su amada, que parecía implorarle que renunciara al Gran Dragón, pero un hálito de resistencia se mantuvo en su corazón. Y dudó…

—Si confías en mí, conseguirás lo que buscas. Lograrás que Alexia vuelva a vivir. Déjame que te ayude —insistió la joven—. Pásate al mundo de la hechicería y conseguirás lo que más deseas.

Arturo se dio cuenta de que otras dos chicas habían salido de entre las rocas y le miraban con simpatía.

—Esa espada que llevas es muy bonita —dijo una de ellas—. ¿Qué quieres a cambio de ella?

—Nada. Es un regalo de mi maestro y no tiene precio.

—Y si devuelvo la vida a Alexia, ¿me la darías? —preguntó la seductora muchacha.

Arturo se quedó sorprendido por la propuesta.

—¿Para qué quieres mi arma? —preguntó el joven caballero—. ¿Qué piensas hacer con ella?

Una chica más surgió de entre las rocas.

—Eso no importa. Si nos la entregas, devolveremos la vida a la princesa. ¿No es eso lo que deseas?

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Arturo al ver que aquellas bellísimas muchachas entraban en su corazón con tanta facilidad—. ¿Qué esperáis que haga?

—Que nos entregues tu espada, que reniegues de tu maestro, que desconfíes del Gran Dragón y que vengas con nosotras. Eso es lo que queremos de ti, Arturo Adragón.

—¿Quién os envía? ¿Quién es vuestro señor?

—Tú eres nuestro amo. Tú nos has llamado. Tu corazón está lleno de rencor. Odias a muerte a Arquimaes y desprecias al Gran Dragón porque te ha engañado. Somos tus deseos.

Arturo tardó en comprender las palabras de la bella muchacha. Era cierto que tenía muchas dudas, y el aspecto desolador de Alexia le mantenía en la frontera entre la firmeza y la renuncia, pero…

—Ahora estás entre la vida y la muerte —le explicó una nueva joven—. Es un lugar desconocido, por el que pasan muchos, pero ninguno vuelve. Si sigues adelante, Alexia nunca volverá a vivir. No dejes pasar esta ocasión.

—¿Cómo sé que no mentís? —preguntó Arturo sujetando a Alexia, que se debilitaba por momentos.

—Hace mucho tiempo pasó una reina por aquí —dijo una nueva muchacha—. Tenía el cabello rubio y venía acompañada de tu maestro, Arquimaes.

—Él sí consiguió recuperar a Émedi del Abismo de la Muerte —añadió la primera chica—. Arquimaes se sale siempre con la suya, por eso aceptó nuestra ayuda.

—Sabes muy bien que odia a Alexia —añadió otra—. ¡Nunca le devolverá el aliento!

—Sabías que Arquimaes resucitó a Émedi —añadió una de las chicas—. Nunca quisiste reconocerlo, pero en tu interior lo sabías perfectamente.

—Claro que lo sabía —dijo otra—. Arquimaes es su padre…

—Y Émedi es su madre…

—¡Basta! —exclamó Arturo desenfundando su espada—. ¡Ya está bien! ¡Quitaos de ahí y dejadme pasar! ¡Fuera de aquí!

—¿Prefieres hablar con tus propios fantasmas? ¿Prefieres enfrentarte con ellos?… Pues mira, aquí los tienes… Aquí nos tienes…

Varias de las pálidas chicas se transformaron inesperadamente en fornidos individuos encapuchados, armados y de aspecto agresivo. Bajaron de las rocas, se pusieron delante del caballo de Arturo y le cortaron el paso.

—Ahora tendrás que escucharnos a nosotros —dijo uno con voz grave y amenazante.

—¿Ves lo que pasa por no escuchar a tus verdaderos deseos? —dijo cínicamente la primera joven—. Tus propios fantasmas se encargarán de ayudarte.

—¡Atrás! —ordenó Arturo—. ¡Quitaos de ahí y dejadme pasar!

—Ni lo sueñes, jovencito —respondió un corpulento fantasma—. Nos vamos a apoderar de tu corazón, que está lleno de odio.

—Sí, así podrás vengarte de los que te engañaron. Ese maldito alquimista y el dragón de la cueva. Te ayudaremos a vengarte de ellos… Y volverás a ser feliz.

Arturo comprendió que había una sola manera de librarse de aquellos seres. Espoleó con rabia al caballo y trató de huir, sujetando a Alexia con fuerza. Algunos fantasmas le agarraron de las riendas para impedir su marcha, mientras que otros intentaron subir al lomo del animal. Uno estuvo a punto de derribarle de la silla, pero Arturo detuvo el caballo, desenfundó la espada alquímica y le rebanó el cuello de un solo tajo.

Por su parte, dos jovencitas se aferraban a sus piernas, mientras otro fantasma se disponía a lanzar un gran cuchillo al caballo. Pero Arturo fue más rápido y le asestó un golpe mortal. Después retrocedió un poco e inmediatamente ordenó a su caballo correr hacia delante, derribándolos a todos, haciendo que las doncellas le soltaran y cayeran al suelo.

—¡Vuelve! —gritó una de las chicas—. ¡Vuelve aquí, Arturo!

—¡Déjanos ayudarte! —insistió un fantasma—. ¡Somos tus amigos!

Pero Arturo ya había decidido no prestar oídos a sus sugerencias y cabalgaba hacia la grieta que debía llevarle de vuelta a la cueva del Gran Dragón.

Una vez allí, tuvo la misma sensación que cuando entró en el Abismo de la Muerte: notó que traspasaba el muro invisible que separaba el mundo de los muertos y el de los vivos. Y se sintió igual que si hubiese despertado de un profundo sueño. Se preguntó si realmente acababa de salir de un sueño y si todo lo que acaba de vivir en el Abismo de la Muerte formaba parte de una pesadilla.

Entonces, entre tinieblas, distinguió la enorme silueta del dragón fosilizado y, a sus pies, a Arquimaes, Amarofet y el ataúd de Alexia.

Intentó contener su furia. Detuvo su caballo a pocos metros de su maestro y miró con los ojos encendidos al Gran Dragón.

—Hola, Arturo. Me alegro de que hayas vuelto con Alexia… Os estaba esperando —dijo Amarofet sujetando las bridas de la montura—. Bienvenidos al Mundo de los Vivos.

Arturo desmontó del caballo. Se colocó ante el Gran Dragón, clavó una rodilla en el suelo, inclinó la cabeza y mostró el cuerpo de Alexia, que sujetaba entre sus brazos.

—Gracias, Gran Dragón —dijo—. Me has devuelto lo que más quería.

Arquimaes se acercó por detrás y le invitó a levantarse.

—Ven, Arturo, acompáñame.

Entre los dos alzaron a Alexia, que estaba tan pálida como las jóvenes del camino y apenas se movía.

—Ha llegado el momento de entregársela al Gran Dragón —anunció el alquimista—. Él decidirá.

—Pero la he traído… —se quejó Arturo—, he cumplido mi parte.

—No digas nada de lo que puedas arrepentirte —le sugirió Arquimaes—. El destino de Alexia está en sus manos. Espera su decisión.

Arquimaes y Arturo colocaron el alma de Alexia al lado del ataúd que contenía el cuerpo y esperaron.

Las horas pasaban con lentitud y los tres cayeron rendidos por un profundo sueño.

XIV
LOS PUENTES DEL PASADO

ROMÁN Caballero. El nombre grabado en el mármol se puede leer perfectamente.

—¡No es él! —exclama Metáfora—. ¡No es mi padre!

—¿Qué dices? ¡Pero se llama igual!

—¡La foto! ¡No es él!

Hay una fotografía debajo del nombre. Está enmarcada y protegida con un cristal. Es la imagen de un hombre moreno, con bigote, muy parecido al hombre de la fotografía que Metáfora tiene en su habitación.

—¿Estás segura de que no es tu padre? —pregunto.

—Completamente. Me has engañado.

—¡Deja ya de acusarme de todo, por favor! —me rebelo—. Yo no te he engañado. Te he traído a la tumba de Román Caballero, tu padre.

—¡No te enteras de nada! ¡Mi padre no se llama Caballero, mi padre se llama Román Drácamont!

—¿Qué? ¿Drácamont? —exclamo absolutamente alucinado—. ¡Drácamont!

—Sí, Arturo Adragón, mi padre se llama Drácamont. Caballero es el apellido de mi madre —responde—. ¿Qué tiene de raro?

—Pues que Drácamont es un pueblo medieval. El lugar donde empezó todo. Ahí es donde descubrí por primera vez que soy inmortal. Está en tierras de Benicius.

—¡No quiero que mezcles a mi padre con tus sueños!

—Te juro que Drácamont es el pueblo medieval en el que Arquimaes tenía su laboratorio. Ahí estaban sus dibujos escondidos y es donde perfeccionó la formula secreta… Aún existe. Es un centro de gran valor turístico. Las agencias de viaje organizan…

¡Me acaba de dar una bofetada!

—¡No sigas con eso! ¡No digas que mi padre ha estado en tus sueños!

—¡Y tú también! ¡Tú también has estado en mis sueños, Metáfora! ¡Te he visto!

—¡Estás loco de atar! ¡Alguien tiene que encerrarte, Arturo, o nos vas a volver locos a todos! —grita, al borde de la histeria, justo antes de salir corriendo—. ¡No te vuelvas a acercar a mí!

No sé qué hacer. Se está alejando de mí, perdiéndose en la oscuridad, y yo aquí, parado, inmóvil.

—¡Espera! ¡Espera, Metáfora! —grito—. ¡Espérame!

Pero no sirve de nada. Sigue corriendo, dispuesta a perderme de vista, mientras yo tengo la impresión de que, si la dejo escapar, puede que sea la última vez que la vea.

—¡Metáfora, por favor, espera!

Nada que hacer. Se ha perdido en la oscuridad y ni siquiera distingo su silueta. ¡Se me ha escapado!

Eso me pasa por lento. Si hubiera tomado la decisión de seguirla desde el principio, quizá ahora estaría a su lado. Pero ya es tarde para lamentaciones…

—¡Quieto, chico!

¿Qué ha pasado? Me acaban de tapar la cabeza con algo, un trapo o algo así. Y no veo nada.

—¡Esta vez no escaparás!

Esa voz me suena.

—¡Despídete del mundo!

¡Es la voz del tipo que intentó cortarme el cuello en el parque!

—¿Me reconoces, dragoncete?

—¡Soltadme! ¡Soltadme ahora mismo! —grito desesperado.

Acabo de recibir un puñetazo en la cabeza.

—¡Ni una palabra, chico!

—¡Dejadme en paz! —chillo a pleno pulmón.

Otro puñetazo.

—¡Soltadme!

Ahora me han dado en las costillas.

—¡Eh! ¿Qué queréis de…?

¡Huy! Este golpe en la cabeza ha sido tan fuerte que.

* * *

Empiezo a recobrar el conocimiento poco a poco. Es como si me estuviese despertando de un sueño profundo y pesado. ¡Menudo dolor de cabeza! Y tengo todo el cuerpo magullado.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí?

Esta voz no es la misma voz de antes. Pero también la conozco.

—El dragoncete está en la jaula. ¡Comprobad las cuerdas!

¡Las cuerdas! Ah, claro, eso es lo que me mantiene inmóvil. Estoy atado como un salchichón. Por eso no me puedo mover.

—Esta vez nadie te salvará, chico. Nadie vendrá en tu ayuda.

—¡Quitadle ese trapo de la cabeza! ¡Quiero verle bien! —ordena alguien.

¡Es Jazmín, el tatuador!

—Hola, chico, ¿te acuerdas de mí?

—Claro que me acuerdo. No olvidaría esa cara de cerdo ni aunque viviera mil años.

—Sí, tú insúltame todo lo que quieras, que dentro de un rato ya no te quedarán ganas de hablar —dice blandiendo una pequeña sierra de mano—. ¡Te voy a cortar el pescuezo y voy a vender ese dragón a peso de oro! Así me compensarás el susto que me diste.

—Yo que tú no intentaría nada —le advierto—. Es posible que el dragón vuelva a atacarte.

—Ya he contado con eso, chaval, pero esta vez tengo algo que le quitará las ganas… ¡Mira lo que tengo!

Un tipo sale tras una cortina. Está apuntando a Metáfora con una navaja.

—Si ese bicho sale de su sitio, ella muere —dice Jazmín—. ¿Lo has entendido?

—Lo siento —se lamenta Metáfora—. Me cogieron por sorpresa.

—A mí también —le digo—. Siempre atacan a traición…

—Dile a tu dragón que no haga nada —insiste Jazmín—. A menos que quieras ver a tu chica muerta. Y te aseguro que Yudis le cortará el cuello.

—Estoy loco —dice Yudis apretando la navaja—. Te juro que la mato. Estoy loco y la mato…

Ahora que me fijo en él, es el chico que se estaba tatuando cuando vinimos a visitar a Jazmín, el que no dejaba de llorar. Creo que su voz es la de uno de esos tipos que me atacaron en el parque.

—Así que ahora que nos hemos puesto de acuerdo, chico, vamos a hacer la operación trasplante. Verás, te voy a cortar el cuello y luego venderé tu cabeza con ese dibujito animado… Y voy a ganar un montón de pasta.

—¿A quién se la vas a vender? A lo mejor te puedo pagar más —digo.

—¿A quién? Pues a alguien que está muy interesado en tu magia —responde—. Pero no te puedo decir el nombre. Además, las cosas de este mundo van a dejar de interesarte. Dentro de un minuto estarás en el mundo de los muertos.

—En el Abismo de la Muerte —dice el tipo que me tiene atrapado por detrás y al que todavía no he conseguido ver la cara.

—¡Quieto ahí, chico malo! —ordena Jazmín acercando la sierra a mi cuello—. ¡Ni te muevas!

Estamos en un sótano. Supongo que debajo del taller de Jazmín, así que nadie oirá nada de lo que pase aquí. Ni siquiera vale la pena que me ponga a gritar.

XV
ENTERRANDO EL ATAÚD

CUANDO Arturo, Arquimaes y Amarofet despertaron, el alma de Alexia había desaparecido.

—¿Dónde está? —preguntó Arturo con inquietud—. ¿Ha vuelto al Abismo de la Muerte?

—No lo sabemos —respondió Arquimaes—. Ahora tenemos que esperar. El tiempo nos dirá qué ha decidido el Gran Dragón para ella. Pero debes prepararte para lo mejor y para lo peor.

—¿Es posible que no vuelva a verla, maestro?

—Todo es posible, Arturo. Pero no pierdas la esperanza.

El sabio se arrodilló de nuevo ante el Gran Dragón y permaneció en silencio durante algunas horas. Arturo le imitó. Un tiempo después, Arquimaes se levantó y dio una orden.

—Ha llegado la hora de marcharnos. Aquí ya no hacemos nada.

Arturo se mordió los labios para no volver a preguntar por Alexia.

—¿Qué hacemos con el ataúd? —preguntó Arturo—. ¿Lo cargamos en el carro?

—Se quedará aquí —dictaminó Arquimaes—. Permanecerá en este lugar para siempre. Lo enterraremos ahí, en ese montículo de arena negra.

En silencio, cubrieron de tierra el ataúd de Alexia y le colocaron varias piedras encima, para señalizar el lugar.

—¿De quiénes son estas otras tumbas que hay aquí al lado? —preguntó Arturo—. Aquí hay una que parece reciente.

—No preguntes. No soy el único que conoce este lugar —respondió Arquimaes—. La familia del Gran Dragón se extiende cada día más. Nosotros apenas somos una hoja del árbol. Escribiremos el nombre, Alexia, en esta piedra.

El joven comprendió que aquellas tumbas pertenecían a otras personas que habían ido a buscar lo mismo que él. Y se preguntó si habría vivido una pesadilla. Entonces, su vista se clavó sobre la inscripción de una tumba cercana.

—¡Maestro, aquí pone Emedi! —exclamó con el corazón helado—. ¡Es la tumba de la reina Emedi, nuestra señora!

—Arturo, amigo mío, ya te explicaré su significado cuando llegue el momento —respondió Arquimaes para tranquilizarle—. Ahora debemos irnos.

El noble caballero Adragón, que conocía de sobra la discreción de su maestro, no insistió. Estaba convencido de que Arquimaes le contaría el misterio de aquella tumba cuando llegara el momento.

Una hora después, estaban listos para partir. Arquimaes les invitó a despedirse del Gran Dragón y a darle las gracias por sus favores.

—Gran Dragón —dijo Arquimaes—, vuelvo a confirmar mis votos de fidelidad hacia ti y juro nuevamente que mi vida está a tu disposición.

—Y yo, noble dragón, me uno a los juramentos de mi maestro y pongo, además, mi brazo a tu servicio —añadió Arturo Adragón desenfundado su espada alquímica y clavándola en la arena, delante de él—. Esta poderosa espada, que ya está al servicio de la justicia y del honor, se pone ahora a tus órdenes.

Amarofet observó en silencio a los dos hombres arrodillados. La confusión y la melancolía se mezclaban en su mente y no podía pensar con claridad. Una tormenta se estaba desencadenando en su interior.

—Arquimaes —le dijo la joven mientras subía al carromato—. Ya no sé quién soy. Ya no estoy segura de ser una diosa.

Arturo, sorprendido, notó que la voz de Amarofet había cambiado. Y esa nueva voz le resultaba tan familiar… Comprendió entonces que su viaje al Abismo de la Muerte no había sido en balde.

—Amarofet, te puedo asegurar que ahora eres más diosa que nunca —respondió el alquimista guiñando un ojo a Arturo, que aún estaba bajo el impacto de la sorpresa.

—Tengo la sensación de que esta visita a la cueva me ha transformado —insistió la muchacha—. No sé, es como si el Gran Dragón me hubiera cambiado…, Como si influyera en mi forma de pensar. Ahora no estoy segura de querer ser una diosa…

—No debes preocuparte, los cambios serán para mejor. Creo que a Arturo le gustarán.

—¿Crees que me querrá más si cambio?

—No te quepa duda, Amarofet —aseveró Arquimaes en tono conciliador—. Tú misma lo verás.

Arturo se acercó, montado en su caballo.

—¿Nos vamos, maestro? —preguntó.

—Sí, Arturo. Nuestra visita ha terminado… Pero debo ponerte la venda de nuevo…

El joven caballero acercó su montura al pescante e inclinó la cabeza. Entonces, Arquimaes, con extrema delicadeza, se dispuso a ponerle la venda, pero cambió de idea.

—¿Quieres ponérsela tú, Amarofet? —preguntó.

—Claro, claro que sí —aceptó la muchacha—. Si él quiere…

—A cambio te pediré algo —propuso Arturo—. Quiero que durante el viaje recites en voz alta, que hables, que cantes… Quiero escuchar tu voz durante todo el tiempo que permanezca con los ojos vendados.

—¿Lo dices en serio? —dijo Amarofet con alegría—. ¿Tanto te gusta mi voz?

—Me gusta mucho —insistió Arturo—. Quiero escucharte todo el tiempo que pueda.

Amarofet sonrió satisfecha.

—Ven, te pondré la venda —dijo la joven—. Y la ataré con fuerza para que no se te caiga.

Después, Amarofet se colocó en la parte trasera del carro y sujetó las bridas del caballo de Arturo con fuerza.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Hablame de cuando eras pequeña… Hablame de cuando cogías mariposas…

—Ya os he dicho que no recuerdo nada de mi infancia.

—Inténtalo. Es posible que ahora, después de ver al Gran Dragón… Inténtalo, Amarofet, por favor.

La joven se quedó pensativa durante un instante; después, empezó a hablar.

—Cuando era pequeña tenía un mechón de pelo blanco que me dividía la cabellera por la mitad… Un día, mi madre… que no recuerdo cómo se llamaba… me dijo que esa mecha blanca…

—Sigue, Amarofet, no te pares —pidió Arturo con la cabeza alzada y los oídos muy abiertos—. Me gusta tu historia, pequeña… Me gusta mucho…

El eco de la gruta agrandaba la voz de Amarofet, que poco a poco iba recordando su infancia. Una infancia que no era la suya, pero que conocía muy bien y parecía gustarle.

Durante días estuvo narrando recuerdos e historias imaginadas, y el camino nevado se llenó de la voz de la muchacha.

—Eres un encanto, Amarofet —dijo Arquimaes—. Me gustas cada día más. Tienes nuevos atributos que te hacen más bella.

Amarofet escuchó sin comprender a qué se refería. Aún no se había dado cuenta de que le había empezado a nacer un mechón de cabello blanco, que destacaba entre el color rubio original de su pelo.

—¿Es ahora más bella, maestro? —preguntó Arturo bastante inquieto.

—Lo es a cada momento que pasa —respondió el alquimista, llenando de gozo el corazón del joven caballero—. Ya la verás cuando llegue el momento. Te sorprenderá.

* * *

Abrió los ojos de golpe y se quedó mirando al techo. Su cuerpo permanecía tendido sobre el lecho negro, en la misma postura que Demónicus cuando expiró. Pero ahora tenía otro aspecto.

—¡Maldito Adragón! —exclamó apenas pudo hablar—. ¡Me lo pagarás caro!

Tránsito, que había presenciado todo el proceso de transformación, no salía de su asombro.

—¡Mi señora! —exclamó arrodillándose ante su nueva ama—. ¡Estoy a tu servicio! ¡Te serviré igual que hice con nuestro señor, Demónicus!

La Gran Hechicera le miró con desprecio, pero no dijo nada. Seguramente porque aún le costaba mucho hablar.

—Estoy aquí a tu servicio —repitió—. Yo te avisé de que Arturo estaba en el Abismo de la Muerte. ¿Recuerdas?

La hechicera se sentó sobre la gran cama e intentó regular su respiración. Cada vez que cobraba forma de mujer, necesitaba tiempo para recomponerse.

—Yo soy Demónicia —dijo por fin mirando aviesamente al monje—. Recuerdo todo lo que pasó cuando era Demónicus. Lo sé todo, monje.

—Entonces, mi señora, recordarás que yo te maté para que pudieras ir al encuentro de ese chico al Abismo de la Muerte.

—Claro que lo recuerdo. Tan claramente como que fallaste en el valle de Ambrosia, con las nubes de fuego —añadió—. Y también tengo un castigo para ti.

—¿Qué ha pasado en el Abismo? —dijo Tránsito intentando desviar la conversación—. ¿Has matado a Arturo Adragón?

Demónicia se colocó ante un espejo y admiró su nueva imagen, muy parecida a la anterior, con el pelo negro y el mechón blanco cruzándole la cabeza; por lo demás, era una auténtica mujer. Era la otra cara de Demónicus. Era la madre de Alexia.

—Has contemplado algo que no deberías haber visto, Tránsito —dijo en tono amenazante—. Y eso no te va a traer nada bueno.

—Lo que he visto, vuestra transformación, me acaba de dar una gran idea —dijo Tránsito intentando de nuevo librarse de la muerte—. Acabo de tener una gran idea.

—¿Una nueva idea? —ironizó Demónicia—. ¿Un monje con ideas?

—Todo el mundo sabe que Arquimaes está enamorado de la reina Emedi. Tuvieron un romance hace años.

—¿Qué nos importa a nosotros?

—Mucho, mi señora. Nos importa mucho —insistió Tránsito.

—¿Adonde quieres llegar, monje?

—A que si Emedi estuviera en nuestro poder, Arquimaes y Arturo Adragón vendrían corriendo a salvarla.

—¿Secuestrar a Emedi?

—Solo necesitamos a alguien que pueda hacerlo. Demónicus ya lo intentó, pero…

—Un solo hombre podría hacerlo… Vaya, me parece que tengo al hombre indicado —dijo con alegría—. Creo que aún tengo poder sobre un caballero que… Sí, me parece que recurriré a mis poderes para engatusar a ese hombre.

* * *

—¡Ahí están Crispín y Alexander! —exclamó Arquimaes—. ¡Vienen hacia aquí!

Amarofet dejó de recitar una fórmula secreta que había acudido a su memoria de forma repentina e inesperada, para prestar atención a los compañeros que les esperaban.

—¿Puedo quitarme la venda, maestro? —preguntó Arturo.

—Claro que sí, amigo mío. Tus ojos ya pueden ver lo que ocurra de aquí en adelante.

—Déjame que te la quite yo —propuso Amarofet—. Yo te la he puesto y yo te la quitaré.

Arturo descabalgó para que ella desanudara la tela negra que le cubría los ojos.

—¡Estás guapísima! —exclamó Arturo en cuanto la vio.

Amarofet, que no se había dado cuenta de la transformación de su rostro, se ruborizó.

—¡Estoy feísima! —dijo—. Mira, se me ha puesto el pelo blanco…

—Al contrario, querida Amarofet —intervino Arquimaes—. Te favorece. Ahora pareces una princesa. Tienes una imagen formidable.

—¿De veras? ¿De verdad estoy guapa?

—¡Bellísima! —apuntó Arturo—. Estás deslumbrante.

Crispín y Alexander de Fer llegaron justo en ese momento y sus cuerpos se fundieron con sus compañeros en un extraordinario y cálido abrazo.

—¡Por fin de vuelta! —exclamó Crispín—. ¡Ya empezaba a echaros de menos!

—Este rapaz no me ha dejado tranquilo desde vuestra partida —dijo Alexander—. No ha parado de hablar de vosotros ni un solo momento.

—Estaba muy preocupado —se disculpó el joven escudero—. Hemos visto muchas patrullas de demoniquianos rondando por aquí. Venían acompañados de esos feroces animales mutantes.

De repente se quedó mudo.

—¿Qué le ha pasado a Amarofet? —preguntó—. No parece la misma.

—Bueno, no conviene exagerar —respondió Arquimaes—. Son cosas del viaje, tan largo y pesado.

—Es que me recuerda a…

—¡Crispín, ayúdame a descargar el caballo! —ordenó tajantemente Arturo—. Está sucio, cansado y hambriento.

—Sí, mi señor —respondió el joven escudero dándose cuenta de que su caballero quería taparle la boca.

Aquella noche, para celebrar el encuentro, hicieron un buen fuego y prepararon una cena digna de reyes.

—Yo estuve enferma casi todo el viaje —comentó Amarofet—. Tuve fiebre y sufrí pesadillas. No me acuerdo de nada. Además, tenía los ojos tapados, igual que Arturo.

Crispín observaba a Amarofet y no dejaba de maravillarse por el cambio que la joven estaba experimentando. Su cabello rubio había empezado a oscurecerse y la mecha blanca era cada vez más brillante.

El joven proscrito cruzó con Arturo una mirada de complicidad que no pasó desapercibida para Alexander de Fer.

—¿Qué planes tenéis? —preguntó el caballero pelirrojo—. ¿Volvéis a Carthacia?

—Tenemos que regresar a Ambrosia —respondió Arquimaes—. Debemos contribuir a la defensa y a la reconstrucción del reino. Hay mucho trabajo.

—Tengo un problema —dijo Crispín con tono sombrío.

—¿Qué pasa, Crispín? —preguntó Arquimaes—. Cuéntanos qué ocurre.

—Hay malas noticias, maestro —respondió el joven—. He sabido que mi padre está pasando un mal momento. Creo que me necesita.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Arturo—. ¿Quién te ha informado?

—Hemos tenido una visita: Borgus, un antiguo amigo —explicó el joven escudero—. Venía huyendo con su familia del bosque de Amórica. Estaba herido y había perdido a su padre. Permaneció con nosotros una noche y me lo contó todo.

—Lo que dice Crispín es cierto —añadió Alexander—. Yo mismo escuché la historia de esos fugitivos. Huían despavoridos.

—¿Huían? —preguntó Arturo—. ¿De quién huían?

—De un tal Frómodi, un rey salvaje que ha entrado en nuestro campamento a sangre y fuego. Ha matado a muchos y ha hecho prisioneros al resto.

Arquimaes escuchaba pacientemente las palabras de Crispín, pero cuando oyó el nombre del rey, se sobresaltó.

—¿Habéis oído hablar de ese rey, maestro? —preguntó Arturo—. ¿Lo conocéis acaso?

—No estoy seguro. Los nombres a veces pueden confundir a una persona. ¿Sabes si le falta un brazo?

—No lo sé, maestro. Mi amigo solo me contó que ese rey se ha apoderado del campamento y que ha hecho prisioneros a todos los que viven en él. Y mi padre está encarcelado… Os he esperado hasta vuestro regreso, tal y como os prometí, pero ahora debo partir en su ayuda.

—No te dejaremos solo —dijo Arturo—. Te ayudaremos. Al fin y al cabo, Amórica no está demasiado lejos.

Arturo sintió un retortijón en las tripas. La imagen de Forester, el jefe de los proscritos, y la de la hechicera Górgula le trajeron malos recuerdos. Las horas de tortura en la casucha de la hechicera no se le habían olvidado.

—Te acompañaremos —sentenció Arquimaes—. Crispín ha luchado con bravura y nos ha apoyado siempre. Merece una recompensa. ¡Iremos a ver a tu padre!

—Os agradezco vuestro apoyo —reconoció el muchacho.

—Espero que esa bruja de Górgula no me guarde rencor —añadió Arturo—. Es una mala enemiga.

—Yo te protegeré —prometió Crispín—. Y si intenta algo contra ti, pediré a mi padre que la arroje del campamento o que la cuelgue de un árbol por los pulgares.

La noche estuvo, como siempre, acompañada de ladridos, rugidos y aullidos de las bestias mutantes de los demoniquianos. Ordenaron los turnos de guardia y, a pesar de la excitación que les embargaba por el feliz reencuentro, consiguieron descansar durante algunas horas. Se sentían seguros y protegidos. Alexander tuvo de nuevo terribles pesadillas relacionadas con sus traiciones y Crispín soñó con el abrazo de su padre, al que no veía desde hacía muchos meses.

XVI
EL COMPRADOR ANÓNIMO

¡ESPERA, Jazmín! —grita Metáfora—. ¡Hagamos un trato!

El tatuador sonríe maliciosamente, sin hacer caso a mi amiga.

—No tienes nada que ofrecerme —responde el hombre—. No podemos hacer ningún trato.

—¡Tengo algo que te interesa!

—¡No me molestes con tus bobadas!

—¡Oro! ¡Te daré una corona de oro! —ofrece Metáfora.

Jazmín se ha detenido.

—¡Si nos sueltas, te daré una corona de oro! —grita Metáfora—. ¡Una corona que pesa más que la cabeza de Arturo!

—Esta chica está loca —dice Yudis—. ¡Está peor que yo!

—¿Dónde está esa corona de oro? —pregunta Jazmín bastante interesado—. ¿Dónde está?

—¡En la Fundación! ¡En el sótano! —dice Metáfora—. Te acompañaré para que te hagas con ella. Nadie te dará tanto dinero como vale esa corona. ¡Créeme!

—¡Es una trampa, Jazmín! —advierte el tipo que tengo detrás—. ¡Nadie tiene una corona de oro!

—¡Cállate, Boris! ¡Déjame pensar! —ordena Jazmín.

—¡No te dejes engatusar, jefe! —añade Yudis—. ¡Está mintiendo! ¡Córtale la cabeza o lo hago yo!

—¡No se la entregues, Metáfora! —grito para encender más los ánimos—. ¡Esa corona no puede caer en manos de esta gente!

—¡Cállate! —ordena Jazmín dándome un golpe en la espalda—. ¡Aquí las órdenes las doy yo! ¡Cierra la boca!

Ha dejado la sierra sobre una silla y da patadas en el suelo. No sabe qué hacer. Sus compinches le reprochan su ingenuidad, pero él cree que puede obtener un beneficio mayor.

—¡Ya está, ya sé lo que vamos a hacer! —exclama, convencido de que ha encontrado una buena idea—. ¡Escuchadme bien!

Se acerca a Metáfora, la agarra del pelo y coloca su rostro cerca del de la chica.

—Verás, pequeña, vas a tener una oportunidad de salvar a tu amigo… Vas a ir a buscar esa corona y me la vas a traer. Esperaré una hora. Entonces, si no has aparecido, lo mato. ¿Lo has entendido?

—No te fíes de ella —advierte Yudis—. Lo que quiere es largarse de aquí y no volver. Le da igual que mates a su amigo. Los chavales de ahora no tienen sentido del honor.

—Yo tampoco me fío —añade Boris—. Solo quiere escapar. Si vuelve, traerá a la policía. Esa corona no existe. ¡No la dejes salir, Jazmín!

El tatuador coge la sierra y vuelve otra vez a colocármela en el cuello.

—¡Tenéis razón! —gruñe, bastante irritado y dispuesto a no hacer el ridículo ante sus socios—. ¡Acabemos con esto! Más vale pájaro en mano que ciento volando.

—¡Si le matas a él, también tendrás que matarme a mí! —grita Metáfora—. ¡Si me dejas libre, iré a la policía! ¡Te detendrán y pasarás el resto de tu vida en la cárcel!

Jazmín arroja la sierra al suelo, irritado y nervioso.

—¡Ya está bien! —grita exasperado—. ¡Así no se puede trabajar!

—¿Quieres que la mate? —pregunta Yudis.

—Si quieres, la mato yo, que se me da mejor —se ofrece Boris.

Jazmín, al borde de un ataque de nervios, da una patada a Boris.

—¿Es que no sabéis pensar en otra cosa? ¿Es que solo sabéis pensar en matar a la gente? ¿Queréis que se nos eche encima toda la policía del país?

—Pero bueno, Jazmín, ¿qué te pasa? —protesta Yudis—. Tú nos propusiste matar a este chico y vender su cabeza. Nosotros solo hacemos lo que tú nos has mandado.

—¡No entendéis nada! ¡Una cosa es matar por dinero y otra por placer! —les reprende—. ¡No se puede matar a la gente así por las buenas! ¡Tiene que haber un motivo!

—Claro, queremos matarla para que se calle —dice Boris—. Nos está tomando el pelo con lo de la corona de oro y todo ese rollo del sótano.

—Además, ella tiene razón. No podemos dejarla viva después de matar al cabezadragón —añade Yudis—. Nos denunciará. No sé para qué la hemos traído aquí.

—Como rehén —dice Jazmín—. La trajimos para impedir que el chico usara su dragón. ¡Para eso la hemos traído!

—Pues a ver qué hacemos ahora —se lamenta Boris—. Si no la matamos, se chiva a la poli.

—¿Puedo decir algo? —pregunto.

—¿Y yo? —dice Metáfora.

Jazmín nos mira, desconcertado, sin saber qué decir.

* * *

Tatuni, la secretaria tailandesa de Jazmín, entra y ve que estamos tomando unas pizzas que Yudis ha tenido la amabilidad de comprar.

Un poco desconcertada, se sienta en una banqueta y pregunta:

—¿Qué pasa aquí? ¿Ya no hacemos el negocio de la cabeza?

—No, Tatuni, tenemos otra cosa mejor —dice Boris—. Nos van a dar una corona de oro. Salimos ganando.

—¿Estáis locos? Tenemos un trato con ese tipo y hay que cumplirlo —dice sacando una cajetilla de tabaco.

—¿Por qué tenemos que cumplir un trato que nos perjudica? —pregunta Yudis—. ¿Es que somos tontos o qué?

—Los tratos se hacen para cumplirlos —responde Tatuni—. Si no cumples, la gente se enfada, ¿sabes?

—Llámale y deshaz el acuerdo —propone Jazmín—. Podemos ganar mucho más de lo que nos ofrecía ese tipo.

—Es un poco tarde para romper el pacto. Le he llamado para decirle que teníamos al chico y que mañana le entregaremos la cabeza.

—¿Por qué le has llamado? —pregunta Jazmín.

—Porque me llamaste para decirme que lo habíais atrapado. Por eso le he llamado. Ah, y me ha dicho que tiene el dinero preparado.

—Ya no queremos su asqueroso dinero —dice Yudis—. Ahora vamos a tener oro, que vale más que el dinero.

—¿Qué plan tenéis? —pregunta la joven dando una profunda calada a su cigarrillo—. ¿Cómo lo vais a hacer?

—Boris va a acompañar a la chica hasta la Fundación, cogerá la corona y nos la traerá —explica Jazmín—. ¿A que es un buen plan?

—¿Y cómo os la va a traer, en una bandeja?

—No lo hemos pensado, pero no importa. Lo que interesa es que la traiga.

—En una bolsa de deportes —propongo—. Podemos utilizar la de Boris.

—No, la mía no, que está llena de herramientas de trabajo —protesta Boris.

—¿Herramientas? ¿Qué herramientas? —pregunta Metáfora.

—Bueno, ganzúas, cortadoras de cadenas y todo lo demás.

—Ya, herramientas para desvalijar tiendas —dice mi amiga—. Me dais asco.

—Oye, que nosotros hacemos trabajos limpios, ¿eh? —protesta Yudis—. Pero limpios, limpios…

—Ya, como secuestrar chicos y chicas —digo en plan reproche—. Sois unos chapuceros.

—Oye, oye, no te pases —me advierte Jazmín—. Que todavía podemos demostrarte que aquí mandamos nosotros.

—Sí, recuerda que tu cabeza está todavía en peligro —me recuerda Boris—. Y no olvides que somos muy peligrosos.

Tatuni, que ha empezado comer un trozo de pizza, se sienta sobre las piernas de Jazmín y le hace una pregunta:

—Bueno, ¿qué hacemos?

—Lo que te he dicho —dice el tatuador—. Nos haremos con esa corona.

—Si es que todavía está allí —digo—. Comprenderéis que un objeto de tanto valor no puede quedarse mucho tiempo perdido.

—¿Estás bromeando? —pregunta Yudis—. Ten cuidado con lo que dices.

—Pero me parece que no sois tan peligrosos como queréis parecer. Yo lo soy más que vosotros.

Jazmín, que ha captado el sentido de mis palabras, da un salto y envuelve a Metáfora con su brazo izquierdo mientras le aprieta la garganta con la mano derecha.

—¡Se acabó! ¡Ya estoy harto! —grita—. ¡Cogedle!

Boris y Yudis se lanzan sobre mí con la intención de aprisionarme. Pero en esta ocasión me revuelvo como un poseso para defenderme.

—¡No volveréis a cogerme!

Tatuni agarra una barra de hierro y se acerca con mala intención.

—¡Vamos, idiotas, reducidle! —ordena Jazmín—. ¡Acabemos con todo esto de una vez!

Forcejeamos con fuerza y nos caemos al suelo. Rodamos entre banquetas y cajas y, de repente, Boris da un tirón de mi camisa y la rompe.

—¿Qué es esto? —grita Tatuni, que acaba de ver mi cuerpo cubierto de letras—. ¿De dónde sale eso? No es normal, no es lo que sueles hacer, ¿verdad, Jazmín?

—Te conté que este chico era especial —dice el tatuador—. Esas letras son una joya.

—Yo te dije que quería que me lo tatuaras a mí —dice Yudis—. Ese tatuaje es muy guapo.

Jazmín se acerca con la barra de hierro que Tatuni le acaba de entregar.

—Me da todo igual —dice levantando el arma—. ¡Te voy a matar, chico tatuado!

—¡No lo hagas! —le pido.

Pero es tarde. La barra me golpea en el pecho con tanta fuerza que me tira al suelo. Entonces noto que algo está ocurriendo.

Las caras de Yudis, Jazmín, Boris y Tatuni se llenan de terror.

—¡Madre mía! —exclama ella—. ¿Qué es esto?

—¡Es peor que el dragón! —gruñe Jazmín—. ¡Es un monstruo!

Las letras se han despegado de mi cuerpo y forman una especie de telaraña protectora.

—¡Quita eso de ahí! —ordena Jazmín.

—Ya nos dijo ese tipo que este chaval era muy peligroso —rumia Tatuni—. Nos lo advirtió.

—¡Suelta a Metáfora inmediatamente! —ordeno a Yudis—. ¡Suéltala antes de que me enfade!

Pero está tan desconcertado que ni siquiera me oye.

Cuando levanto mi brazo derecho y le señalo, algunas letras se dirigen hacia él, que no sabe cómo reaccionar.

—¡Suéltala! ¡Ahora! —insisto.

Está agarrotado y sus músculos no responden.

Las letras le envuelven, le sujetan y le lanzan contra la pared. Sus compañeros están paralizados y no mueven un solo dedo para ayudarle. El pobre se queda en el suelo, llorando de miedo.

—¡Ven aquí, Metáfora! —ordeno—. ¡Y vosotros, no os mováis!

Cojo la mano de Metáfora y nos acercamos hacia la escalera mientras las letras nos protegen. Ninguno de ellos hace ademán de atacarnos.

—Tatuni, dime quién es ese tipo que os paga por mi cabeza —le digo—. Dímelo antes de que me enfade. ¡Vamos!

—Es que no sé su nombre —musita.

—¡Dímelo u ordeno a las letras que te envuelvan en su red!

—¡Te juro que no lo sé!

—¡Dime lo que sepas!

—Solo sé que le falta una pierna…

—¿Qué?

—¿Te refieres a Patacoja? —pregunta Metáfora.

—¡No sé su nombre!

—¿Qué pierna le falta? —pregunto.

—La derecha… Sí, eso es… la derecha…

—Está bien. Ahora no os mováis hasta que salgamos de aquí. O no respondo.

—¡Ni se os ocurra seguirnos! —ordena Metáfora.

—¡Por favor, no nos denunciéis! —implora Jazmín—. ¡No tenemos los papeles en regla y tendríamos muchos problemas!

—¿Secuestras a mi amiga, intentas matarme y encima me pides que no os denuncie? ¡Esto es increíble! —digo.

—Vamos a enviar a la policía a por vosotros —amenaza Metáfora—. Registrarán este chiringuito y os encerrarán de por vida.

—Si la policía nos detiene, le contaremos todo lo que hemos visto —dice Jazmín—. Lo del dragón…

—Lo de las letras —rezonga Yudis, todavía en el suelo.

—Os encerrarán por locos —añade Tatuni.

—Y luego nos vengaremos —dice Boris—. Lo sabemos todo sobre vosotros. Conocemos muy bien la Fundación.

—Si se os ocurre acercaros por la Fundación, conoceréis la furia del dragón y de las letras. ¡Os los enviaré a todos a la vez! —advierto—. ¡Olvidaos de nosotros!

Protegidos por la muralla de letras, subimos la escalera, cruzamos la tienda y nos acercamos a la puerta, que está cerrada con llave.

—¿Qué hacemos? —pregunta Metáfora.

—¡Adragón! —digo.

Las letras se apoderan de la puerta de rejas, la retuercen y la arrancan. Después, la arrojan al suelo y salimos corriendo. Nos perdemos en la oscuridad de la noche, mientras los signos vuelven a colocarse sobre mi piel.

XVII
UN REY INDIGNO

AÚN no había amanecido cuando emprendieron el viaje, y antes del mediodía ya habían recorrido un gran trecho. Sin embargo, y a pesar de que avanzaban a buen ritmo, Crispín estaba impaciente.

—No te pongas nervioso —trató de consolarle Amarofet—. Seguro que tu padre está bien. Ya verás como puedes darle un fuerte abrazo.

—Eso espero —respondió el escudero—. Pero lo que me preocupa es lo que les pueda haber pasado a mis compañeros. Lo que me contó mi amigo Borgus no es precisamente una buena noticia. Dijo que el asalto de esos soldados fue muy sangriento.

—A veces la gente exagera —insistió la joven con toda su buena intención—. No debes creer más que en lo que veas. Y aun así…

Las amables palabras de Amarofet no consolaron demasiado a Crispín, que, desde el encuentro con su antiguo compañero de travesuras, tenía un mal presentimiento.

Si era verdad que ese tal Frómodi se había apoderado del campamento de Forester, su padre estaría sufriendo graves consecuencias. Y luego estaban los muertos. Según le había contado Borgus, el asalto de los soldados había sido brutal. ¿Cuántos amigos habrían muerto?

Estaba atardeciendo cuando, a lo lejos, observaron un gran movimiento de personas. Una extraordinaria desbandada de gente subía por una colina, huyendo. Hombres armados protegían en la retaguardia a mujeres y niños que huían despavoridos. Portaban enseres, muebles y mantas e iban acompañados de animales de corral como patos y gallinas, además de perros y gatos. Al fondo, a lo lejos, varias columnas de humo se elevaban hasta el cielo.

—¡Alguien los persigue! —exclamó Arquimaes—. Pero no se ve a nadie.

—Es igual, esa gente necesita ayuda —dijo Arturo—. Y debemos dársela.

—Claro que les protegeremos —añadió Alexander de Fer ajustándose el escudo—. Nadie hará daño a campesinos indefensos en nuestra presencia.

—Desde luego que no lo permitiremos —afirmó Crispín.

Los primeros campesinos que se acercaron hasta ellos se detuvieron, temerosos de que fuesen enemigos.

—¡No temáis nada de nosotros! —les advirtió Arturo—. ¡Os ayudaremos si nos decís qué os ocurre!

—¿Qué os ocurre? ¿Quién os ataca? —preguntó Crispín, que siempre se sentía indignado cuando veía que personas débiles eran atacadas o perseguidas—. ¿Quieren robaros?

—¡Son las tropas de nuestro rey Ballestic! —explicó una mujer con un bebé en los brazos—. ¡Nos arrojan de nuestras tierras!

—¿Quién es ese villano? —quiso saber Alexander—. ¿Por qué os expulsa de vuestras posesiones?

—Quiere crear un reino de hechicería. Se ha aliado con Demónicus. Todos los que se niegan a rendir culto a sus dioses y se oponen a los sacrificios humanos, son torturados y arrojados a las bestias. ¡Por eso huimos, caballero!

Arquimaes y sus compañeros se reunieron detrás del carro, dejando a Amarofet al cuidado de los caballos. No querían que la joven pudiera interpretar mal sus palabras, ya que el proceso de transformación estaba siendo muy acelerado. Si iban a hablar de Demónicus, era mejor hacerlo a solas.

—¿Qué hacemos? —preguntó Arturo—. Si ayudamos a esta gente, perderemos tiempo, y Forester nos necesita.

—Quizá debamos dividirnos —sugirió el alquimista—. Arturo y Alexander pueden quedarse a dar protección a esta gente mientras Crispín, Amarofet y yo seguimos nuestro camino. Como el carro nos obliga a ir muy lentos, nos alcanzaréis.

—¡Yo quiero quedarme a luchar al lado de Arturo! —protestó Crispín.

—Y yo no me separaré de Alex… de Amarofet —advirtió Arturo—. No la dejaré sola en estas circunstancias.

—¡Yo deseo luchar a vuestro lado! —señaló acercándose Amarofet, cuyo mechón blanco se había hecho más visible—. ¡Dadme una espada!

—Te presto la mía —se ofreció Alexander—. En esta ocasión usaré mi hacha.

—Está bien —aceptó Arquimaes—. Iremos todos juntos a defender a esta pobre gente.

—Espero que mi padre aguante un poco más —aceptó Crispín—. Tengo que comportarme como un caballero y anteponer mi honor a mis intereses.

* * *

Alexander, Arturo, Crispín, Arquimaes y Amarofet se prepararon para luchar. Se mezclaron entre los campesinos, dispuestos a enfrentarse con los que les estaban persiguiendo.

—¡Ayudadnos, caballeros! —gritó una campesina—. ¡Esos soldados quieren matarnos!

—Nadie hará eso, mujer —aseguró Arturo—. Si todos son tan valientes como tú, todo irá bien.

—Me parece que ahí abajo hay un grupo de soldados —dijo Arquimaes empuñando su espada de plata—. Vamos a convencerlos de que dejen en paz a esta gente.

—La fuerza de nuestro acero hablará por nosotros —afirmó Alexander ajustándose el yelmo—. Ya veréis cómo esos cobardes se lo piensan mejor cuando nos vean.

—Ojalá tengas tazón —añadió Arturo—. Ojalá se marchen en paz.

—Esos hombres no conocen el significado de esa palabra cuando se trata de abusar de gente más débil —explicó Crispín—. Los conozco muy bien. Nos han hecho la vida imposible a mí a y los míos.

—Estoy deseando explicarles que no está bien abusar de los indefensos —soltó Amarofet preparando la espada que Alexander le había prestado—. Les daré buenos argumentos.

La interminable hilera de campesinos quedó atrás. Bajaron la colina y se acercaron a las primeras casas deshabitadas, que ardían por los cuatro costados y estaban siendo saqueadas por los hombres de armas del rey Ballestic.

Entonces, un grupo de soldados que salió de entre las llamas y las cenizas se interpuso en su camino.

—¿Qué buscáis aquí, extranjeros? —preguntó Dardus, el oficial que los dirigía—. Estáis en tierras del rey Ballestic.

—Buscamos justicia —respondió Alexander—. Y os aseguro que la vamos a encontrar.

—¿Justicia? ¿Qué broma es ésta, caballero?

—No es ninguna broma, capitán —respondió Arquimaes—. No nos gusta lo que estáis haciendo a esta gente.

—Nuestro rey ha dado órdenes muy concretas que estos desgraciados se han negado a cumplir —explicó Dardus—. Nosotros nos encargamos de que se cumplan… Y os aconsejo que no os entrometáis.

Algunos soldados más se habían unido a la patrulla, rodeando a Arquimaes y sus amigos. Sonrieron burlonamente al ver cómo un chiquillo, una chica, un hombre vestido de monje, o de alquimista, y dos caballeros, uno de los cuales parecía un joven inofensivo, se disponían a enfrentarse con ellos. Aquel extraño grupo no era más peligroso que los campesinos que les observaban desde lo alto de las colinas.

—¡Vaya, han llegado los comediantes! —dijo un soldado de aspecto rudo—. ¡Nos vamos a reír!

—Sí, les pediremos que representen una función —añadió otro.

—A lo mejor quieren montar una obra entre las llamas —añadió un tercero.

—¡Silencio! —ordenó el que portaba el estandarte—. ¡El capitán Dardus va a hablar!

—Os lo diré una sola vez —dijo el oficial dirigiéndose a Arquimaes y sus amigos—. ¡Dad la vuelta y partid!

Arturo espoleó su caballo y se puso frente a él.

—Os lo diré una sola vez, capitán. Volved con vuestro señor y decidle que Arturo Adragón le ha ordenado que restituya inmediatamente las propiedades a esta gente. Y que libere a todos los prisioneros.

El capitán Dardus observó la mirada de aquel muchacho que tenía la cara pintada con un extraño símbolo. Entonces recordó algo que los juglares cantaban y recitaban sobre un guerrero que mataba dragones.

—Creo que he oído hablar de vos, caballero Adragón —dijo—. No penséis que me dais miedo.

—No lo pienso, lo sé. Solo hay que mirar vuestro rostro para ver que estáis aterrorizado. Cumplid mi orden y seguid vivo —sentenció.

—Si hago lo que me pedís, mi amo me matará. No me queda más remedio que desobedeceros, caballero.

—Entonces, lucharemos por la justicia —respondió Arturo alzando su espada—. ¡Adragón!

El grito de guerra de Arturo fue la señal que sus compañeros estaban esperando. Las armas chocaron con fuerza y algunos soldados cayeron en la primera embestida.

Arturo se enzarzó directamente con el capitán, que resultó ser un potente enemigo. Sus espadas se cruzaron varias veces con gran estruendo.

Sus aceros estaban bien templados, sus brazos eran fuertes como robles y sus fuerzas equilibradas, lo que les enardeció todavía más.

Mientras, Amarofet y Crispín luchaban codo con codo contra varios soldados. Crispín solucionaba los problemas con su maza y Amarofet manejaba la espada como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Varios soldados mordieron el polvo ante su arrojo.

Arquimaes había descendido del caballo y se enfrentaba a tres soldados, que tardaron poco tiempo en comprender que aquel hombre de aspecto pacífico escondía en su interior a un fiero guerrero.

Alexander de Fer, acostumbrado a luchar con el hacha, hacía estragos en las filas enemigas. En poco tiempo se había deshecho de cinco soldados.

El capitán Dardus comprendió pronto que no iba a poder con Arturo. Además, se dio cuenta de que sus hombres eran incapaces de mantener a distancia a aquellos comediantes o lo que fueran, así que tomó una sabia decisión:

—¡Retirada! —ordenó—. ¡Volvamos al castillo! ¡Retirada!

Los soldados, preocupados por el desarrollo del enfrentamiento, dieron la vuelta inmediatamente, dejaron a los heridos en el suelo y partieron veloces a protegerse tras las murallas del castillo. El capitán había llegado a la conclusión de que era mejor tener que dar explicaciones a su señor que caer bajo el acero de ese diabólico espadachín llamado Arturo Adragón.

Algunos soldados heridos intentaron subir a sus caballos, mientras que otros prefirieron escapar a pie.

—¡Dejad que se marchen! —ordenó Arquimaes—. Solo pueden volver a su guarida. Ahí los encontraremos.

Crispín tenía una leve herida en el brazo y Arquimaes se apresuró a curarle.

—¿Qué hacemos, maestro? —preguntó Arturo—. Si nos marchamos, se vengarán en esta gente. Debemos terminar lo que hemos empezado.

—Claro que sí, pero debemos hacerlo deprisa —respondió Arquimaes, que estaba leyendo la mirada de Crispín—. Hay que destituir a Ballestic y seguir nuestro camino.

—Mi padre está en peligro —recordó el joven escudero—. Necesita nuestra ayuda. Pero estoy dispuesto a tener paciencia.

—Esa actitud te honra, amigo. Tu padre tendrá la ayuda que necesita —le aseguró Arturo—. Pero no podemos dejar a estos campesinos en manos de ese bruto. Y no vamos permitir que se alíen con Demónicus.

—Demónicus —susurró Amarofet—. Demónicus, el Gran Mago Tenebroso… Mi señor…

XVIII
PREPARANDO LA INTERVENCIÓN

COMO finalmente he accedido a asistir a esa convención internacional de médicos expertos en el sueño, he venido a ver al doctor Vistalegre para determinar las características de mi intervención.

—Debes ser claro en las explicaciones —me advierte—. Pero, sobre todo, que no te vean dudar. Si dudas, creerán que mientes o inventas.

—Yo no voy a contar ninguna mentira —le rebato.

—En este tipo de convenciones, los que dudan son, para los médicos, unos charlatanes. Por eso, es importante que prepares bien tu discurso. Ah, y nada de contradicciones.

—Todo el mundo sabe que los sueños no son lógicos. Son fantasías que…

—Para los médicos sí. Lo que no es lógico es falso. Ah, y no emplees la palabra fantasía… Es sospechosa.

—O sea, si dudo, soy ilógico o me contradigo, soy un mentiroso. O un fantasioso.

—Eso es. Lo has entendido muy bien.

—Pues no sé si seré capaz de hablar de mis sueños sin caer en alguna de estas premisas.

—Por la cuenta que nos tiene, es mejor que no te pillen en un renuncio.

—A lo mejor no debo ir. No quiero ponerle en apuros —digo.

—Ya es tarde para volverse atrás. Hemos creado mucha expectación. Todo el mundo quiere verte —dice—. Lo siento.

—Haré todo lo posible, pero no puedo asegurar que lo haga como usted dice. Mis sueños son cada día más complejos y difíciles de explicar, se lo aseguro, doctor.

—Bien, repasemos otra vez tu discurso —propone—. Piensa que ya estás ahí, delante de doscientos especialistas internacionales, contando tu historia, tu verdadera historia.

* * *

Patacoja y yo estamos preparados para bajar otra vez al sótano que da acceso al palacio de Arquimia. Hace una hora que he llamado a Metáfora, pero ni siquiera ha atendido mi llamada, así que le he enviado un mensaje. Le he dicho que esta noche, a las diez, la esperamos en la puerta de los sótanos. Ojalá venga, aunque lo dudo. Me parece que todavía sigue enfadada por lo del cementerio… Y por lo del tatuador y sus secuaces.

—Bueno, Arturo, esta vez vamos a llegar bastante más lejos. Intentaremos rebasar ese muro transversal que nos impide el paso —dice Patacoja.

—¿Crees que lo conseguiremos? —pregunto.

—Estoy seguro, amigo. Lo nuestro es avanzar y llegar más lejos. Estamos habituados.

—Si tu amiga Adela te escuchara hablar así, te aseguro que no estaría de acuerdo contigo.

—Es una pena que una mujer tan guapa me tenga tanta ojeriza —reconoce—. Lo siento.

—Yo creo que te gusta —digo medio en broma.

—Eso es una bobada.

—También creo que le gustas.

—Estás loco. Las mujeres son un gran misterio para mí. No creo que pudiera acercarme a ella a más de dos metros. Me mantiene a distancia. Es una bruja… Por cierto, ¿viene Metáfora o no?

—No lo sé. Le he enviado un mensaje, pero no estoy seguro…

Bip… bip… bip…

—Me parece que te llaman —dice Patacoja.

¡Es el número de Metáfora!

—¡Hola! Dime…

—Arturo, estoy aquí fuera. El vigilante no me deja entrar. Sal a buscarme.

—Ahora mismo voy. No te muevas de ahí.

—¿Qué pasa? —pregunta Patacoja.

—Espérame aquí. Voy a buscar a Metáfora. Ahora volvemos.

Corro hacia la puerta de entrada y me acerco al garito de Mahania. Doy un par de golpecitos al cristal y espero un poco.

—¿Qué pasa, Arturo? ¿Qué haces aquí a estas horas? —pregunta mientras se limpia las manos en el delantal.

—Necesito que me abras la puerta, por favor —le pido—. El vigilante no deja entrar a Metáfora.

—Cada día es peor. Nos tienen acorralados —se queja—. Espera un poco.

Entra en la casa y vuelve a salir un rato después con un manojo de llaves.

Introduce la llave grande en la cerradura y la gira tres veces. Empujamos la hoja derecha y salgo al exterior. Al otro lado del jardín, junto a la valla metálica, el coche del vigilante está detenido, y Metáfora, apoyada contra la farola.

—Hola, buenas noches —digo acercándome—. Ella es amiga mía y viene a hacerme una visita. Déjela pasar.

—No tiene autorización. Para entrar de noche necesita un pase especial —responde el hombre.

—Soy Arturo Adragón hijo. Mi padre es el dueño de la Fundación y mis amigos vienen a verme cuando les apetece —digo con determinación.

—Sigo instrucciones. Tengo que pedir permiso a mi jefe para que le permita entrar —dice agarrando el teléfono—. ¿Llamo o se marcha?

—Llame y diga que yo, Arturo Adragón hijo, he ordenado que entre.

Pulsa una tecla y espera a que atiendan su llamada.

—¿Señor Stromber? Buenas noches. Soy el vigilante externo de la Fundación… Perdone que le llame a estas horas, pero es que hay una incidencia… No, solo se trata de una chica que quiere entrar… El joven Arturo Adragón dice que… Sí. Sí, señor. No se preocupe… Haré lo que usted dice… No entrará, no señor…

No estoy dispuesto a humillarme ante Stromber. Tomo la mano de Metáfora y empiezo a andar hacia la puerta.

—¡Vamos, Metáfora!

—¡Eh, un momento! —grita el vigilante—. ¡Quietos ahí!

Pero no le hago caso y seguimos adelante. Escucho sus pasos, que me confirman que nos sigue.

—¡Alto ahí, chaval! —ordena—. ¡No des ni un paso más! ¡Quedas detenido!

Me pone la mano sobre el hombro y me paro en seco.

—¿Qué pasa? ¿Es que no le he explicado que soy el dueño de esta mansión? —digo masticando las palabras, muy enfadado—. ¡Quíteme las manos de encima!

—¡Te digo que estás arrestado! —insiste sacando las esposas de su funda.

—¡Adragón! —digo enfurecido.

El vigilante cambia de expresión cuando ve que el dragón de mi frente cobra vida y se lanza a por él, dispuesto a morderle.

—¡Socorro! —grita desesperado—. ¡Hay un monstruo!

—Es mejor que vuelva a su trabajo y olvide lo que ha pasado —le sugiero—. Es lo mejor que puede hacer esta noche. ¡Y no diga nada a nadie!

No me he dado cuenta de que, mientras hablaba con él, ha sacado la pistola de la funda y ahora se dispone a disparar contra el dragón.

—¡No lo haga! —le ordeno—. ¡No se le ocurra!

Su expresión me indica que no me va a hacer caso.

—¡Lo mataré! —grita apuntando con su pistola.

Sin embargo, el dragón, que es mucho más rápido que las palabras, se lanza sobre su mano con la boca abierta. Los dientes se clavan en la carne con tanta fuerza que la cara del vigilante se contrae de dolor, y apenas puede emitir un gemido. La pistola cae al suelo y él se postra de rodillas.

—¡Se lo advertí! —le reprocho—. ¡Le dije que se estuviera quieto! ¡Quieto, Adragón!

El dragón le suelta la mano y el vigilante se encoge de dolor.

—¡Estoy sangrando! —se lamenta—. ¡Estoy sangrando!

Mahania, que lo ha visto todo, viene corriendo hacia nosotros con una toalla en la mano. Al fondo, veo la silueta de Mohamed. Me da la impresión de que tiene una escopeta en las manos, pero debo de estar equivocado.

—Debería ir a algún sitio para que le curen —le sugiero ayudándole a envolver la mano en el paño—. Coja su coche y vaya al hospital… Pero es mejor que no diga nada de lo que ha pasado.

—¿De dónde ha salido ese bicho? —pregunta, todavía anonadado.

—No se preocupe por eso —dice Mahania—. Es un espejismo.

—¿Un espejismo? ¡Pero si me ha mordido! —replica el hombre, desconsolado—. ¡Casi me deja sin mano!

Metáfora y yo le acompañamos hasta su coche y le ayudamos a sentarse. Pone el motor en marcha y se dispone a marchar.

—Se lo repito: es mejor que no hable del dragón —insisto—. La herida no es grave y se curará pronto.

—Ese dragón no será venenoso, ¿verdad?

—Vamos, vamos, no diga tonterías —le digo—. Tranquilícese, que no pasa nada.

El coche arranca y nosotros volvemos a la Fundación.

—A lo mejor no era necesario haber hecho eso —me reprocha Metáfora—. Ese hombre puede contarlo todo.

—Ella tiene razón, Arturo —dice Mahania—. Debes controlar tu poder.

—¿Sabía usted que tiene ese poder? —pregunta Metáfora—. ¿Lo sabía usted?

—Yo no sé nada —dice—. Entrad, que voy a cerrar la puerta.

—Gracias, Mahania —digo acariciando su hombro—. Nosotros vamos a…

—Ya sé adonde vais —responde la mujer—. Lo sé muy bien.

La dejamos cerrando la puerta, con Mohamed ayudándola, y nos dirigimos hacia la entrada a los sótanos. Patacoja debe de estar dentro.

—¿Así que lo de Jazmín era mentira? ¿Así que mentía cuando dijo que el dragón de tu frente le había atacado? —dice Metáfora en tono sarcástico—. Nunca me cuentas la verdad. No podré fiarme de ti… Eres un pozo de secretos.

—Eres mi mejor amiga. Eso sí es verdad. Y no quiero perderte, Metáfora.

—¿Tu mejor amiga? Después de haberme mentido con lo del cementerio, de haber sido secuestrada por tu culpa y de encontrarme ante un vigilante que quería pegarme un tiro, ¿te atreves a decirme que soy tu mejor amiga? Ya hablaremos tú y yo de todo eso.

—Lo importante es que has venido esta noche —digo.

—No te hagas ilusiones. No he venido por ti. No me pienso perder lo de Arquimia.

* * *

Aunque el muro transversal es largo y parece no acabar, por fin hemos llegado al final.

—Mala noticia —dice Patacoja—. Este muro forma un recinto y nosotros estamos dentro. No podemos cruzarlo.

—Explícate mejor —le pido.

—Es como si estuviésemos dentro de una caja… No, espera, no es rectangular, es triangular. ¿Lo veis? Este esquinazo no es de 45 grados, es inferior… ¡Estoy seguro de que forma un triángulo!

—Y eso, ¿adonde nos lleva? ¿Qué más da que sea triangular? —pregunta Metáfora.

—De momento, nos impide el paso… —reconoce—. Eso es lo peor. Ya tendremos tiempo de descubrir el significado de ese muro.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunto—. ¿Qué podemos hacer?

—Lo lógico sería volver sobre nuestros pasos y salir de aquí… Sin embargo, la curiosidad me pide seguir adelante —dice golpeando la pared con los nudillos—. Un profesional como yo necesita descubrir los misterios que se le plantean. La arqueología consiste en averiguar lo que el tiempo nos oculta.

—¿Entonces?

—Estoy seguro de que tiene que haber un camino que permita salir de aquí. Estoy convencido de que el palacio de Arquimia no acaba aquí. Solo hay que buscar la puerta que permita cruzar…

—Me parece que estás elucubrando en vacío —dice Metáfora—. No tienes ninguna base para decir eso. A lo mejor, Arquimia acaba aquí.

—Los arquitectos eran más rebuscados que los alquimistas. El mundo está lleno de construcciones que por fuera parecen una cosa y por dentro son otra. Os lo aseguro, los arquitectos eran mucho más creativos que los alquimistas para ocultar cosas. Ellos sí que manejan el mundo de los secretos.

—Venga, Patacoja, no nos vengas con fantasías —insiste Metáfora.

—Pensando con lógica, este muro indica que Arquimia acaba aquí. Pero es posible que sea una cortina de humo. Es posible que este palacio continúe más allá. En cualquier caso, no perdemos nada buscando un poco más. Os lo aseguro, la arqueología ha demostrado que la arquitectura medieval era más compleja de lo que parecía. Todos los castillos, conventos y ciudades están llenos de túneles y cámaras secretas. Y este palacio sería una excepción si no…

—Vale, ¿pero dónde está esa puerta que abre el paso hacia el exterior? —insiste Metáfora—. ¿Qué opinas, Arturo?

—Es posible que Patacoja tenga razón. La arquitectura medieval es igual que los libros de esa época: está repleta de misterios.

—Vaya, me he encontrado con dos amantes de los secretos —dice ella—. No veis más que fantasmas por todos lados.

—A ver… Si de frente no hay puerta, tenemos que mirar arriba… o abajo… —propone Patacoja—. Inspeccionaremos un poco el suelo. Después miraremos el techo.

—No sé si tendréis tiempo —dice una voz que me suena—. ¡Creo que no hay nada tras ese muro! Por lo menos para vosotros.

—¡Stromber! ¿Qué hace usted aquí? —exclamo.

—¿Y esos hombres? —pregunta Metáfora refiriéndose a los tres guerreros que le acompañan—. ¿Para qué los ha traído?

XIX
UN REY INNOBLE

CUANDO el capitán Dardus se arrodilló ante el rey Ballestic para darle la noticia de que unos intrusos habían salido en defensa de los campesinos, sintió un nudo en la garganta.

—Mi señor, tenemos un problema —empezó a decir el oficial—. Algo inesperado acaba de ocurrir.

Ballestic se revolvió en su trono, incómodo. Se acarició su larga barba mal arreglada, un síntoma que preocupó al oficial.

—Siempre me traes malas noticias, Dardus —rezongó el monarca—. Solo tenías que convencer a esos ignorantes de que deben rendir pleitesía a su rey y aceptar las nuevas reglas, incluyendo la subida de impuestos. Pero veo que has vuelto a fracasar en el intento, ¿verdad?

—Lo siento, mi señor… Ha pasado algo que no estaba previsto.

—¿Se han rebelado algunos de esos villanos? ¿Se os ha olvidado llevar armas?… A ver, Dardus, explícate —preguntó en tono cínico el rey.

—Pues… unos desconocidos nos han atacado. No sabemos cómo han llegado a nuestras tierras ni por qué se han puesto del lado de los campesinos.

El rey se quedó boquiabierto. Las explicaciones de su capitán le desconcertaron por completo.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que un ejército ha penetrado en mi reino y os ha atacado?

—No exactamente, mi señor. Eran… cinco hombres. Bueno, cuatro hombres y un mujer…

Ballestic levantó las cejas y dibujó una expresión de incredulidad en su rostro. Se puso en pie y se acercó a Dardus.

—¿Lo dices en serio? ¿Y tienes la osadía de venir a contarme semejante historia sin haberte quitado la vida? ¿Crees que permitiré que sigas en este mundo después de esto? ¡Pasarás el resto de tu vida en los calabozos!

—Hay algo que debéis saber, mi señor —insistió el oficial.

—¿Tienes alguna otra sorpresa?

—Uno de ellos es el caballero Arturo Adragón. El jefe del Ejército Negro.

—¿El que fue vencido por Demónicus?

—Exactamente, mi señor. Es uno de esos hombres que han entrado en vuestras tierras y nos ha vencido… Arturo Adragón.

Ballestic volvió a sentarse. Guardó silencio durante unos instantes. Dardus se dio cuenta de que había dado en el clavo. Esa información era de gran importancia.

—Esto cambia las cosas, amigo Dardus. Si pudiésemos apresarlo, nos colocaría en buena situación ante los ojos de nuestro aliado, el gran Demónicus… Debemos organizar un ataque y enviar…

—No va a ser necesario, mi señor. Él y sus amigos se dirigen hacia aquí. Vienen a pediros cuentas.

—¡Idiota! —gritó a la vez que lo abofeteaba—. ¡A mi nadie me pide cuentas! ¡Soy el rey! ¡Soy un gran rey y nadie me cuestiona!

Todos los que estaban en la sala del trono se mantuvieron en silencio.

—¡Que los hombres se preparen! ¡Saldremos a atacar a esos granujas! —ordenó Ballestic—. ¡Yo mismo los dirigiré!

* * *

Arturo y sus compañeros observaron desde el camino cómo el puente levadizo empezaba a descender lentamente. Los campesinos más valientes, que se habían unido a ellos, prepararon sus arcos de caza, lanzas y otras rudimentarias armas que habían logrado reunir. Algunas, arrancadas a los soldados muertos en el combate.

—Ya vienen —anunció Arturo—. Les vamos a dar una sorpresa.

Ballestic se había puesto su mejor armadura: una brillantísima cota de malla, algunos refuerzos de metal en hombros, codos y rodillas, guanteletes de hierro y botas de cuero reforzadas con remaches del mismo metal. Del cinto colgaba una gran espada, cuya empuñadura de oro estaba repleta de gemas.

—¡Es mejor que os rindáis antes de que ordene a mis hombres que os apresen! —ordenó Ballestic cuando estuvo a unos metros—. ¡Somos más de doscientos y no podréis con nosotros!

Arquimaes sonrió ante la ingenuidad del rey. Alexander se preparó para repeler el ataque, ya que sabía sobradamente que Arturo Adragón jamás rendiría su espada a un ser tan repugnante.

—Hemos venido a deciros que debéis devolver todo lo que habéis robado a estos campesinos —respondió Arturo—. Y a pediros con firmeza que abandonéis vuestras pretensiones de subir los impuestos. También, que no les obliguéis a adorar a un brujo como Demónicus. Vuestro pacto con ese hechicero es un error, majestad.

—Caballero, olvidáis que estáis en mi reino y que aquí se hace mi voluntad. Deponed las armas ahora mismo —respondió con soberbia el rey Ballestic—. Os ordeno que lo hagáis antes de que pierda la paciencia.

Arquimaes dio un paso adelante y respondió antes de que lo hiciera Arturo.

—Rey Ballestic, escuchad mi propuesta. Os voy a plantear algo que puede salvar muchas vidas. Escuchad con atención… Os propongo que volváis en paz a vuestro castillo. Nosotros acamparemos aquí y deliberaremos. Mañana por la mañana os haremos saber nuestra decisión.

—¿Por qué habría de aceptar vuestra proposición si puedo obligaros ahora mismo a cumplir mis órdenes? Tengo un ejército que me apoya y vosotros sois cinco… cuatro…

—Es que no podéis, majestad —respondió el sabio—. No podéis obligarnos a hacer lo que no queramos.

Ballestic estaba a punto de ordenar a sus soldados que se lanzaran contra aquel puñado de locos, cuando el capitán Dardus se atrevió a intervenir.

—Señor, os ruego que me escuchéis —le dijo en voz baja, acercando su caballo—. Os pido que reconsideréis vuestra actitud. Estos hombres son sumamente peligrosos. Es mejor esperar a que se rindan.

Ballestic escuchó las sabias palabras de su capitán y, en contra de lo que sus hombres esperaban, decidió dar marcha atrás.

—Está bien, señores, nos retiramos. Pero mañana, al amanecer, daré por terminado el plazo que solicitáis. Como veis, soy un hombre razonable. Pero no abuséis de mí. Os lo advierto.

Hizo girar a su caballo de forma que parecía que les estaba haciendo un favor y se alejó de la explanada, seguido de sus oficiales más cercanos y de toda la tropa. En poco tiempo, Ballestic y sus hombres se habían resguardado en el castillo y el puente se había levantado de nuevo.

—Extraña propuesta la vuestra —dijo Alexander de Fer enfundando su espada—. Me he quedado con ganas de hacer hablar a mis armas.

—Creo que no va a hacer falta —aseguró Arquimaes—. Mañana, al amanecer, el problema estará solucionado. Os lo garantizo.

Arturo y Arquimaes cruzaron una mirada de complicidad que únicamente Crispín detectó, aunque no dijo nada.

* * *

Unas horas antes de que el gallo cantara, el sirviente privado de Ballestic abrió silenciosamente la puerta del aposento de su señor y se acercó a la enorme cama real con un gran cirio en la mano.

Con mucha delicadeza, tiró de la manta de lana que cubría al rey y susurró, casi cantando:

—Mi señor, mi señor… Por favor, despertad…

Pero Ballestic tenía el sueño muy profundo y no respondía a los requerimientos de su criado.

—Mi señor, mi señor —insistió el hombre subiendo el tono—. ¡Tenéis que ver algo!

—¿Qué pasa? —preguntó el rey frotándose los ojos—. ¿Qué diablos ocurre?

—Tenéis que ver algo, mi señor —explicó el criado—. Os ruego que me acompañéis.

—¿Es que hay un incendio? ¿Alguien nos ha declarado la guerra?

—Es… es mejor que lo veáis vos mismo, mi amo. Es algo extraordinario que no se puede contar.

—Espero que se trate de algo grave —escupió Ballestic—. Si me has despertado por algo insignificante, visitarás la cámara de torturas, te lo aseguro.

El sirviente tragó saliva y empezó a caminar hacia la puerta, iluminando el camino a su señor. En el pasillo, varios soldados, comandados por el propio capitán Dardus, le esperaban con el rostro grave. Ballestic se dio cuenta de que se trataba de algo importante… e inesperado.

Bajaron las escaleras y llegaron a la planta baja, cruzaron el salón y alcanzaron la puerta, que los osados abrieron de par en par.

Los ojos de Ballestic se abrieron como platos. Se quedó petrificado ante el sorprendente espectáculo.

—¡Maldita sea! ¿Qué está pasando? —masculló el desconcertado rey—. ¿Qué clase de brujería es ésta?

La muralla principal del castillo había desaparecido. Algunas piedras flotaban en el aire y eran transportadas por pequeños bichos negros que no logró identificar. Podían ser abejas, escarabajos voladores o…

—¿Qué pasa aquí? —volvió a preguntar—. ¿Qué maldición ha caído sobre nosotros?

Atónito por lo que estaba sucediendo, dio algunos pasos y se acercó hasta el borde del foso, donde antes había una gruesa muralla de piedra.

Entonces lo vio: en la explanada, una figura humana dirigía el movimiento de las piedras de su castillo. Esta figura, que en principio no reconoció, daba órdenes a los extraños y diminutos seres negros para que depositaran esas piedras en lo alto de la colina, alrededor del pueblo. Y todo ante los asombrados ojos de los campesinos, que se habían levantado sorprendidos por el ruido que hacían las piedras que chocaban cuando se volvían a unir.

Si esto seguía así, dentro de unas horas, el castillo habría cambiado de sitio. Él se quedaría sin protección, desamparado, dentro de un perímetro marcado únicamente por el foso.

Observó atentamente la figura semidesnuda de Arturo Adragón que, con los brazos abiertos, dirigía el movimiento de las piedras.

—¡Es verdad! —exclamó el capitán Dardus—. ¡Es un Mago Superior! ¡Arturo Adragón puede destruir un castillo con sus propias manos!

—¡Y reconstruirlo! —añadió un sargento.

—¿Qué diablos son esas cosas negras? —preguntó Ballestic.

—Son letras, mi señor —le informó su criado, que mantenía la vela en alto y se había colocado la mano izquierda sobre los ojos, a modo de visera—. ¡Juraría que son letras!

—¡No digas bobadas! ¡Eso es imposible! Las letras solo están en los libros, no mueven piedras. Ahora le voy a enseñar a ese palurdo lo que es bueno —dijo en tono amenazante, desenvainando la espada de Dardus. Luego, cruzó el puente y se dirigió hacia Arturo—. ¡Eh, tú, a ver si ahora sigues haciendo trucos de magia con esta espada!

Arturo le dejó acercarse, sin mover un solo músculo. Alexander se dispuso a detener al rey, pero Arquimaes le sujetó del brazo.

—Espera un poco. Ten paciencia —pidió el alquimista.

Ballestic, acompañado de su sirviente, que le iluminaba el camino, se acercó a Arturo y le apuntó con la espada.

—¡Te pondrás de rodillas ante mí, perro! —le dijo.

Entonces, Arturo hizo un gesto con la mano y una gran piedra cayó ante el rey, justo a sus pies.

—¡Arrodíllate! —le ordenó Arturo—. ¡Arrodíllate ahora!

Ballestic, que aún estaba pálido del susto, dudó un instante. Pero cuando una nueva piedra cayó cerca, arrojó la espada y clavó la rodilla derecha en el suelo, aterrorizado.

Mientras Arturo colocaba varias docenas de piedras voladoras sobre la cabeza del monarca, Arquimaes se acercó, desenvainó la espada de plata y, después de poner la hoja sobre el hombro derecho del rey, dijo:

—Repetid conmigo, rey Ballestic: «Juro por mi honor que a partir de este momento seré fiel a la reina Émedi».

—Juro por mi honor que a partir de este momento seré fiel a la reina Émedi.

—Consideraré a Demónicus mi verdadero enemigo y seré justo con mis súbditos, a los que trataré con dignidad y honor.

Ballestic repitió las palabras de Arquimaes con toda precisión.

Arquimaes dio dos golpes de espada sobre el hombro del rey y añadió:

—Rey Ballestic, a partir de este momento, os nombro caballero del nuevo reino de Arquimia, a cuya reina y señora, la reina Émedi, rendiréis cuentas.

—¿La reina Émedi está viva? —preguntó asombrado—. ¿Ha sobrevivido a la batalla?

—Claro que sí. A pesar de la derrota que sufrió en su castillo, ha sobrevivido y ha creado un nuevo reino —afirmó Arquimaes.

—Es que… es que un mensajero de Demónicus me dijo que la había matado.

—¿Qué dices? ¿Cuándo te dijo eso?

—Pues… bueno, a lo mejor estoy equivocado…

Arturo y Arquimaes se miraron. Entonces, las grandes piedras que estaban sobre Ballestic se agruparon aún más. Otras se unieron formando una peligrosa montaña que, de repente, parecía a punto de caer.

—¡No! ¡Os lo diré! —exclamó Ballestic protegiendo su cabeza con el brazo—. ¡Hace unos días me envió un mensajero para anunciarme que, en breve, la reina Emedi dejaría de estar en el Mundo de los Vivos!

—¿Cuándo ha sido eso? —le apremió Arquimaes.

—¡Hace dos días! ¡Os lo juro! —dijo entre sollozos—. ¡Hace solo dos días! ¡Por eso cerré el pacto con él!

—Está bien, te creeré —le advirtió el sabio—. Pero te recuerdo que has jurado lealtad a la reina Emedi. Y debo advertirte que, si incumples tu juramento, pagarás tu infamia. ¡Lo pagarás con la vida!

—¡Seré fiel! ¡Seré fiel! ¡Lo juro por mi honor! —aseveró el rey Ballestic, al borde de la histeria.

—Levántate y escucha. Vamos a dejar las cosas como están hasta que volvamos por aquí. Recuerda tu voto de fidelidad. Si nos traicionas, no tendremos piedad contigo. Haz daño a algunos de tus vasallos, sé injusto con ellos y nuestra venganza caerá sobre ti como un rayo del cielo.

Ballestic se tumbó en el suelo con los brazos abiertos en señal de sumisión.

—¡No os defraudaré! ¡Os seré fiel hasta la muerte!

Arquimaes hizo una señal a Arturo y las piedras se depositaron suavemente alrededor del rey, formando una pequeña celda que le cubría hasta la cintura. Permaneció en ella hasta que los arquimianos desaparecieron de su vista, justo cuando salía el sol.

—¡Sacadme de aquí! —ordenó el rey Ballestic—. ¡Sacadme de aquí ahora mismo u os arranco la piel a tiras!

XX
LUCHA DE CABALLEROS

STROMBER, Morderer, Maxel y Jewel, los dos soldados medievales, están armados hasta los dientes.

—¿Qué quiere de nosotros, Stromber? —pregunta Patacoja—. Ya vio cómo terminó la última vez que Arturo y usted pelearon.

—La última va a ser hoy —responde el anticuario—. Hoy es el duelo final.

—No. No habrá duelo —afirmo—. Ya luchamos una vez y fue suficiente.

—¡Habrá duelo, chico! —responde Stromber—. ¡Y será el definitivo!

—¡Arturo no peleará con usted! —grita Metáfora—. ¡Márchese ahora mismo y llévese a estos payasos!

Stromber sonríe irónicamente, como si las palabras de Metáfora no se hubieran pronunciado. En verdad, no parece nada dispuesto a marcharse. Y eso me alarma.

Stromber da un paso adelante y responde a Metáfora:

—No, jovencita, no nos vamos a marchar. Hemos venido para quedarnos… Y para acabar con Arturo Adragón, el valiente caballero inmortal. Y su inmortalidad será mía, por fin.

—No toleraré ningún ataque contra estos chicos —dice Patacoja—. ¡Es la segunda vez que intenta matar a Arturo!

—¡Y la última! ¡Mi paciencia se ha acabado!

—No tengo armas —digo.

El caballero Morderer abre una bolsa de tela que trae colgada a la espalda.

—Te hemos traído tu espadita de juguete —dice sacando la espada Excalibur—. Ahora ya no tienes excusas.

—¿Cómo se ha atrevido a entrar en mi habitación?

—Bah, no des importancia a los pequeños detalles —responde Stromber—. Coge tu espada y prepárate a luchar, chico.

—No pelearé con usted.

—Claro que no —responde riendo—. Vas a pelear con ellos. ¿O crees que los he traído aquí para que me aplaudan? ¡Son mis guerreros! Pero no creo que te asusten, ¿verdad? Ya estás habituado a manejar la espada, ¿no?

Sus palabras me han enfurecido. Ese hombre es un cobarde que no se atreve a enfrentarse a mí cara a cara y envía a sus sicarios.

—Y ni se te ocurra recurrir a tu dragoncito… Si lo haces, este teléfono tiene conexión con algunos hombres que matarán a tu padre, a Sombra y a Norma. ¡Te aseguro que morirán antes de que te des cuenta! Así que deja la brujería para otro momento… y prepárate para morir.

—¡Eres un miserable, Stromber! —digo agarrando a Excalibur—. ¡Te haré cambiar de idea! ¡Tú y tus hombres sois unos cobardes!

—¡No lo voy a tolerar! —exclama Patacoja.

—Eso ya lo he oído antes, tullido —bromea Stromber—. Te aseguro que si te entrometes, será la última vez que lo hagas. Y eso también va por ti, Metáfora.

Escucho el sonido del acero saliendo de su funda. Morderer se está preparando para la lucha.

—Yo seré el primero —dice—. Y el último.

—Vamos, Morderer, acaba con él de una vez y demuéstrale que su inmortalidad termina esta noche —le anima Stromber.

El caballero Morderer da un paso adelante y se coloca frente a mí, con la espada preparada y la sonrisa del triunfador en los labios. Creo que esta noche sí me enfrento a mi destino.

Aunque estoy en desventaja, ya que él lleva cota de malla y escudo, me dispongo para el combate. Estoy seguro de que, si me quedara quieto, este bárbaro me mataría igual que a un carnero.

Su espada vuela veloz y me cuesta seguir la trayectoria de su hoja, sobre todo de la punta. Este hombre tiene un brazo poderoso y aguantará mucho tiempo la pelea. Así que tengo que actuar con agilidad y astucia.

Después de tantearme, Morderer ha decidido pasar al ataque. Sus movimientos son ahora más agresivos. Creo que pretende asustarme. Y si lo consigue, pasará al ataque directo y definitivo.

—Vamos, chico… No te muevas tanto, que no te va a servir de nada —dice uno de los soldados que le acompañan.

—Cuanto antes acabe contigo, menos sufrirás —ironiza el otro.

Sé que no debo dejar que sus palabras me influyan ni que me distraigan. Ése es su objetivo.

Morderer ha decidido entrar a saco. Maneja la espada con grandes movimientos y su arco de actuación es ahora mayor. Está marcando el territorio para desanimarme.

Por primera vez, nuestras espadas chocan con fuerza. Otro golpe, otro más… Está lanzando una serie de lances horizontales que me pueden hacer creer que es lo único que sabe hacer, pero no me fío… ¡Plaf! Ahora que creía haberme confundido, ha lanzado la espada desde arriba, pero no he caído en su trampa.

—¡Te crees un experto, eh! —gruñe—. Pero yo te enseñaré.

No respondo. Sé que no debo malgastar mis fuerzas ni entrar en su juego. Debo dominar la situación si quiero que…

¡Una tanda de estocadas horizontales, verticales y oblicuas! Está cruzando el espacio que existe entre los dos para hacerme ver que él domina la lucha.

Hasta ahora le he dejado creer que estoy a la defensiva, pero ha llegado el momento de cambiar de táctica. Debo hacerlo bien, ya que solo tendré una oportunidad… No puedo desaprovecharla.

—¡Ha llegado tu hora final, muchacho! —grita Morderer, convencido de que sus amenazas me apocarán.

Entonces se lanza contra mí. Por primera vez se desplaza y avanza como una apisonadora, ejecutando terribles mandobles que ni un gigante podría detener y que me cuesta mucho esquivar.

Antes de que se dé cuenta, me tiro al suelo y, mientras su espada corta el aire por las alturas, le clavo mi Excalibur en el antebrazo, lo que le obliga a soltar el arma.

Se ha detenido en seco, con la expresión de sorpresa más asombrosa que jamás he visto en mi vida. Es evidente que no se lo esperaba.

—Yo no quería —digo—. Lo siento, pero no me ha quedado más remedio.

Morderer cae al suelo haciendo un ruido ensordecedor que el eco del sótano repite y amplifica.

—¡Lo siento! ¡Yo no quería hacerle daño!

Stromber está pálido como la piedra. Observa el cuerpo de su guerrero con incredulidad. Nunca hubiera imaginado que esto acabara así.

—¡No le has matado! ¡Solo le has herido! —exclama—. ¡Pero has intentado asesinarle!

—¡No diga eso! —responde Patacoja—. ¡Lo ha hecho en defensa propia! ¡Y usted lo sabe!

—¡Usted le ha obligado! —chilla Metáfora.

—¡Ese chico es un asesino! —exclama un soldado—. ¡Hay que matarle ahora mismo!

—¡Matadle! —ordena Stromber—. ¡Matad a ese maldito embrujado!

Patacoja interviene con rapidez. Se acerca a Stromber, rodea su cuello con el brazo y aprieta con fuerza. Al anticuario, sorprendido, se le enrojece la cara por la falta de aire.

—¡Atrás, soldados! —ordena—. ¡O le parto el cuello!

Los soldados se detienen inmediatamente, convencidos de que si su jefe muere, ellos no tienen nada que ganar. Es evidente que su recompensa solo llegará si Stromber vive.

—¡Suéltale y te dejaremos vivir! —grita uno de ellos.

—¡No tengáis miedo! —ordena Stromber—. ¡Acabad con él!

Los soldados se lanzan contra mí ignorando la amenaza de Patacoja, Saben que él nunca mataría a un hombre indefenso.

Me escudo tras una columna de piedra, pero es evidente que, tarde o temprano, me alcanzarán con sus lanzas. Sin embargo, de alguna manera consigo confundirlos, aprovechando que estamos en una zona mal iluminada. Les cuesta verme y eso me da una mínima ventaja.

—¡Sal de ahí! —grita uno.

—¡O te sacaremos nosotros!

Ignoro sus amenazas y preparo un pequeño plan. No me gustaría tener que herir a ninguno, pero son muy agresivos.

Después de ocultarme por completo durante un par de segundos, uso la misma táctica que con Morderer y, desde el suelo, alargo la espada, que se clava en el hombro del soldado que está a mi derecha. El hombre da un grito de dolor que confunde a su compañero. Antes de que retroceda, me coloco tras él y consigo agitar su capa, de forma que le dificulto la visión. Entonces, aprovechando el ajetreo, lanzo mi espada, que emerge inesperadamente de la tela roja y va en línea recta hacia él. Se queda petrificado por la sorpresa y por la fuerza de mi acero, que ahora le acaba de rajar el rostro, dejándole malherido.

XXI
EN DEFENSA DE LOS INDEFENSOS

ARTURO y sus compañeros se detuvieron a varios kilómetros, cerca de un río, para organizar un plan. Las últimas noticias sobre la reina Emedi les habían desconcertado.

Después de abrevar los caballos y de recuperar fuerzas, se sentaron sobre el tronco de un árbol caído para meditar.

—Me temo que Demónicus pretende asesinar a Emedi por algún medio que desconocemos —apuntó Arquimaes—. Es posible que use la magia. Puede que envíe a alguno de sus dragones asesinos.

—Hay que protegerla —dijo Arturo—. Tenemos que ir en su busca. Hay que volver a Ambrosia.

—Entonces, ¿ya no vamos a ayudar a mi padre? —preguntó tímidamente Crispín.

—Ellos pueden ir a Ambrosia. Yo te acompañaré, chico —se ofreció Alexander—. Salvaremos a tu padre.

—No, yo iré con Crispín. Vosotros salvad a la reina —ordenó Arturo—. Le debo esto a Crispín.

—Está bien —accedió Arquimaes—. Alexander, Amarofet y yo iremos a…

—¡No! ¡Yo no me separo de Arturo! —exclamó Amarofet—. ¡Voy con él!

—Tienes razón, es mejor que vayas con él —concluyó Arquimaes—. Alexander y yo nos ocuparemos de Emedi.

—De eso podéis estar seguros —añadió Alexander—. La reina es cosa nuestra.

* * *

Arturo, Crispín y Amarofet saludaron con el brazo en alto a Arquimaes y a Alexander, que les observaban desde el otro lado del río que acababan de cruzar.

Cuando el sabio y el caballero se perdieron entre la espesa vegetación, ellos emprendieron la marcha hacia América, el bosque de los proscritos, donde Forester y los suyos se alojaban.

Cabalgaron durante horas hasta que, al caer la noche, se toparon con una caravana de campesinos que huía del reino de Ballestic.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Arturo—. ¿Acaso vuestro rey no os trata bien?

—No es el rey, mi señor, son las bestias. Una extraordinaria manada de animales salvajes, mutantes, ha llegado esta tarde a nuestros campos y los ha arrasado. Han matado a todo ser vivo que se ha cruzado en su camino.

—¿No han salido los soldados en vuestra defensa? ¿No ha hecho nada el rey para ayudaros?

—El rey y sus hombres se han atrincherado en su castillo, o lo que queda de él, para defenderse. Nuestras vidas no le interesan.

Arturo torció el gesto. La cobarde actitud del monarca no le gustaba nada.

—Debemos ir en su ayuda, Arturo —propuso Crispín—. No podemos abandonar a esa gente indefensa.

—Van a morir muchos, mi señor —añadió el campesino—. Esas bestias están hambrientas y no pararán hasta saciar su apetito. Nosotros hemos tenido la suerte de poder escapar, pero…

Arturo miró a Crispín esperando su decisión.

—¡Tenemos que volver! —dijo con determinación el joven escudero—. Mi padre lo aprobaría. Siempre ha odiado a esos reyes cobardes y miserables que solo usan a sus siervos para abusar de ellos, pero que son incapaces de ayudarlos cuando lo necesitan. ¡Vayamos en su ayuda, Arturo! ¡Por favor!

—Eres noble, Crispín —dijo Arturo—. Y eso me complace. Demos una lección a ese rey innoble.

—Gracias, caballero —dijo el campesino viendo cómo los dos jinetes volvían grupas y se dirigían hacia sus tierras—. Que el cielo recompense vuestro buen corazón.

Al amanecer avistaron el castillo de Ballestic. Algunas casas de campesinos estaban derribadas y otras ardían. Varias bestias atacaban en ese momento el castillo y eran repelidas por los soldados, que defendían encarnizadamente sus posiciones con ayuda de catapultas, ballestas gigantes, arcos y lanzas. Pero, por otro lado, algunos animales perseguían a los campesinos que se habían quedado fuera de las murallas y los devoraban sin piedad. Ni siquiera tenían armas para defenderse.

—¡Es una salvajada! —dijo Arturo lleno de indignación—. ¡Malditos cobardes!

—Algunos reyes no merecen serlo —sentenció Crispín—. Y Ballestic es de ésos.

—Lo corregiremos, amigo Crispín —prometió Arturo desenvainando su espada—. Y lo haremos ahora. Debí destronar a ese miserable y poner en su lugar a un hombre de confianza. Un hombre digno.

—Y yo te ayudaré. Aunque me cueste la vida.

—Yo también quiero participar —añadió Amarofet—. Estoy con vosotros.

Los tres compañeros dirigieron sus caballos hacia el poblado, o lo que quedaba de él. Vieron cómo algunas personas se habían refugiado en la muralla del castillo que el día anterior él mismo, con la ayuda de las letras, había trasladado. Aunque era una pobre defensa, no tenían otra. Los campesinos, provistos de palos, se defendían como podían de los feroces ataques de los mutantes.

Cuando escuchó el galope de caballos, una de las bestias giró sobre si misma y se preparó para repeler el ataque de Arturo. Pero apenas tuvo tiempo de levantar sus terribles garras, ya que la espada alquímica le seccionó la garganta e hizo rodar su cabeza por el suelo. El caballo de Arturo evitó tropezar con el cuerpo peludo y escamoso que ahora se extendía sobre la hierba y se acercó a otro mutante, que no sabía aún lo que se le venía encima. Ni siquiera llegó a levantar la cabeza: la espada le partió el espinazo de un certero golpe y se quedó paralizado durante unos segundos antes de expirar.

Crispín era el encargado de disparar flechas a los mutantes, algunas con éxito. Luego se acercó a la manada, agarró su maza y, del primer golpe, partió la cabeza a una especie de gorila peludo con mandíbula de lagarto.

Cuando se sintieron atacados, los mutantes empezaron a aullar y a gritar y se prepararon para defenderse. Sin embargo, poco pudieron hacer para librarse del feroz ataque al que estaban siendo sometidos por los dos amigos. Arturo no tuvo necesidad de recurrir a las letras mágicas. Su espada no dejaba de trinchar la carne de las bestias y varias extremidades volaron por los aires.

—¡Malditas bestias del infierno! —gritaba mientras agitaba su espada alquímica—. ¡Mi acero os hará pagar vuestra maldad!

—¡Y mi maza también! —añadió Crispín mientras partía el cráneo de un lobo medio humano que aún tenía restos de carne humana entre los dientes—. ¡Aquí tienes lo que te mereces!

Algunos campesinos se envalentonaron y salieron de su parapeto para participar en el ataque. Entre varios, consiguieron abatir al último animal, clavándole varios hierros y tridentes. Finalmente, le rebanaron la cabeza con una hoz muy afilada.

Los campesinos, agradecidos, se reunieron en torno a Arturo Adragón y su escudero. Algunas mujeres, que habían luchado junto a sus maridos, sacaron a sus hijos de entre los escombros y los pusieron al alcance de Arturo.

—¡Tocad a mi hija, señor, y contagiadle vuestro valor! —imploró una mujer que sostenía una estaca ensangrentada en la otra mano.

—¡Sois el caballero más valiente que ha pisado estas tierras! —dijo un anciano, poniendo su mano sobre el lomo del caballo—. ¡Tenéis que ser nuestro rey!

—¡Arturo Adragón, rey! —exclamó una mujer alzando a su hijo—. ¡Arturo, rey!

Los demás campesinos se sumaron a la aclamación y despertaron el orgullo de Crispín.

—¡Esperad! —gritó Arturo—. ¡Hablaré con Ballestic y le convenceré de que debe protegeros!

—¡Abdicación! ¡Abdicación! —gritaron unánimemente los campesinos—. ¡Abdicación!

—No conseguiremos que ese rey traidor se ocupe de sus siervos —advirtió Crispín—. Tiene mal corazón y eso no se puede cambiar.

Arturo se dio cuenta de que su escudero tenía razón. Crispín, dentro de su ignorancia, sabía cosas que él desconocía, y las sabía por propia experiencia.

—Es cierto, amigo —susurró—. Pondremos remedio a esta situación.

XXII
PERDIENDO EL HONOR

¡HAS perdido, muchacho! —exclama Stromber—. Esta noche has agredido a tres hombres.

—¡Calla, miserable! —dice Patacoja apretando el brazo—. ¡La culpa es tuya!

—¡Suéltale, Patacoja! —le ordeno—. ¡Suéltale para que luche conmigo!

—No, Arturo, ahora estás furioso —argumenta Metáfora—. ¡Vámonos de aquí!

—¡Suelta a este cobarde! —insisto.

—¡No te tengo miedo! —logra responder Stromber.

—¡Pues ven tú a quitarme la inmortalidad! —le increpo—. ¡Aquí te espero!

—¡Déjalo, Arturo! —implora Metáfora.

—¡No le sigas el juego, Arturo! —dice Patacoja.

—¡Suéltalo de una vez! —grito, muy contundente.

Patacoja ha comprendido el mensaje y afloja el brazo.

—No pelearé con un ser que tiene poderes mágicos —argumenta Stromber frotándose el cuello—. ¡Nadie me obligará!

—No usaré mis poderes. Recuerda que tú mismo me has advertido de que si los uso, tu gente matará a todas las personas que quiero —digo—. Así que no tienes excusas. ¡Lucha!

Stromber está acorralado y yo estoy furioso.

Ha llegado el momento de poner las cosas en su sitio. He aguantado todas sus humillaciones, insultos y amenazas, y hemos llegado al final del camino. Si es verdad que quiere ser yo, que quiere todo lo mío y que desea apropiarse de mi apellido, le voy a dar la ocasión de intentarlo de una vez por todas.

—Está bien, Arturo Adragón —susurra—. Midamos nuestras fuerzas… Y que gane el mejor.

—El mejor soy yo, señor Stromber. El malo es usted.

Toma la espada del caballero y se dispone a luchar. Cree que estoy agotado, y no se equivoca.

Tal como imaginaba, va a intentar cansarme del todo; por eso se mueve a mi alrededor, alejado de mi espada, sin arriesgarse. Sabe que si continúa así, dentro de un rato no podré ni sujetar la Excalibur.

—¡Has caído en mi trampa, muchacho! Dentro de poco ocuparé tu lugar —dice sin dejar de moverse—. Dentro de poco yo seré tú. Y tu inmortalidad será mía.

—Todavía no sé cuál es su juego, amigo Stromber. La otra vez estaba seguro de que no moriría, pero hoy parece convencido de lo contrario —digo intentando ganar tiempo.

—La otra vez quería asegurarme de que eras tú el que busco… El que llevo años buscando —responde dando saltos como una bailarina—. Y me lo confirmaste, así que ahora tengo que llevar mi plan a cabo.

—¿Lleva años buscándome? —pregunto extrañado.

—Muchos años, chico. Desde que leí cierto documento.

Ha aprovechado que la conversación ha despertado mi interés, para dar un salto hacia delante e intentar ensartarme, pero ha fallado. Estoy cansado, pero no dejo de estar atento.

—¿Qué busca realmente, señor Stromber? —pregunta Metáfora—. Usted ya ha conseguido la Fundación.

—La Fundación no me interesa…

Lo ha intentado otra vez.

—Yo solo quiero lo que él tiene. Cuando él muera, seré poseedor de su secreto. De su inmortalidad.

He observado que ha hecho un movimiento extraño con la mano que sujeta su móvil.

—Si voy a morir a manos de Arturo Adragón…

¡Ha apretado una tecla y está hablando para alguien!

—… estoy seguro de que mis amigos me…

He hecho una maniobra rápida. He girado sobre mí mismo, haciéndole creer que intentaba escapar o retroceder, pero he aprovechado el giro para dejar caer mi espada sobre su brazo ¡y se lo he cortado de un tajo limpio y preciso!

El móvil se ha caído al suelo y el brazo se ha desprendido del cuerpo. Ha ocurrido todo tan deprisa que nadie se lo esperaba. Reacciono con rapidez, agarro el aparato y corto la comunicación justo antes de que Stromber lance un grito aterrador, que habría alarmado a los que estaban esperando sus órdenes, al otro lado de la línea.

—¿Qué has hecho? —brama Stromber, atónito—. ¿Qué has hecho con mi brazo?

El miembro se mueve ligeramente sobre el suelo, como buscando a su dueño.

Stromber cae de rodillas. Intenta taponar la herida con la otra mano, aunque está a punto de perder el sentido. Sus hombres, heridos, se acercan para ayudarle, pero no pueden hacer nada.

—Llevadle a un hospital —sugiere Patacoja.

Los guerreros, a pesar de sus heridas, ayudan a Stromber a levantarse y empiezan a caminar hacia fuera.

—¡Mi brazo! —se lamenta Stromber—. ¡Coged mi brazo!

El caballero Morderer vuelve sobre sus pasos y levanta la extremidad de Stromber, que está en el suelo rodeada de un charco de sangre. La envuelve en su capa.

En este momento, entran Mahania y Mohamed.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunto—. Éste no es sitio para vosotros.

—Sí lo es —responde ella con decisión—. ¡Salid de aquí ahora mismo! ¡Nosotros nos ocuparemos de limpiar todo esto!

—Pero eso no puede ser —dice Patacoja—. No podéis quedaros aquí. Es peligroso.

—Vamos, vamos, salid de aquí ahora mismo —insiste Mahania—. No conviene que os quedéis en este lugar.

—¡Papá! —exclamo, acordándome de los individuos que tienen órdenes de Stromber—. ¡Tengo que liberarle!

Agarro la espada Excalibur, limpio la sangre de la hoja con la capa uno de los soldados heridos y salgo corriendo, desesperado.

Adelanto a Stromber y a sus hombres, que caminan más lentamente, casi arrastrándose, y sigo mi camino sin prestarles demasiada atención. En mi cabeza solo hay sitio para mi padre y mis amigos.

FIN DEL LIBRO OCTAVO