CAPÍTULO IX
Jueves, 28 de febrero

El jueves por la mañana. Nona, junto con Liz Kroll, su ayudante de producción, terminó el proyecto del documental. Liz, una mujer joven, de cara delgada y rasgos afilados, había realizado el montaje de las entrevistas con los diferentes invitados.

—Tenemos una buena combinación —dijo satisfecha—. Dos parejas que acabaron casándose. Los Cairone se enamoraron a primera vista y son lo suficientemente empalagosos como para satisfacer a los románticos más cursis. Los Quinlan contestaron a la vez al anuncio del otro, y cuentan con mucha gracia cómo sus cartas se cruzaron en el correo. Tenemos un hombre que se parece a Abe Lincoln de joven, confiándonos que es muy tímido y que sigue buscando la chica perfecta. También tenemos una chica en cuyo anuncio se leía, por error, que era una rica divorciada. Recibió más de 700 respuestas y ha salido ya con 52 personas. Hay, además, una mujer que salió a cenar con su cita, y hacia el final, el sujeto pretextó una pelea, salió con pasos airados y la dejó plantada con la cuenta. Esa misma mujer salió después con un chico que estuvo a punto de atacarla cuando la llevaba a casa en su coche. Ahora merodea alrededor de su casa. Una mañana al despertarse le descubrió espiándola a través de la ventana del domicilio. Si su amiga Erin Kelley hubiese llegado a conocerle, tendríamos un final con un increíble suspense.

—Pero no lo tendremos —dijo Nona con voz grave, mientras pensaba que nunca le había gustado Liz.

Kroll no pareció notarlo.

—Ese agente del FBI, Vince d’Ambrosio, es un tipo listo. Ayer estuvimos hablando. Tiene intención de mostrar en el programa las fotos de esas chicas desaparecidas, advirtiendo al público que todas ellas escribían a anuncios de contactos. Después pedirá que cualquiera que tenga información, se ponga en contacto con ellos, y todo eso… Esto último no termina de gustarme. ¿No se parecerá demasiado a Crímenes reales? ¡Qué le vamos a hacer! —Se levantó para marcharse—. Otra cosa. ¿Recuerdas esa mujer de Lancaster, Mrs. Barnes, cuya hija Claire desapareció hace dos años? Ayer tuve una idea genial. ¿Por qué no la traemos al programa? Sólo unos breves momentos. Tropecé por casualidad con Austin Hamilton y él estuvo de acuerdo en que era una gran idea, pero me dijo que lo consultara contigo.

—Nadie tropieza por casualidad con Austin Hamilton.

Nona sintió que la rabia se abría paso a través del embotado letargo en el que había estado sumida en los últimos días. No podía apartar a Erin de su mente ni un solo instante. Su cara siempre a punto de esbozar una sonrisa, su grácil y esbelto cuerpo. Como todas las asistentes a las clases de baile de salón donde se conocieron. Nona era una bailarina bastante buena pero tanto Darcy como Erin eran excepcionales. Sobre todo Erin. Todo el mundo se paraba a mirar cuando bailaba con el instructor… Y entonces nos hicimos amigas y yo les hablé de mi «gran» idea de realizar un documental sobre los anuncios de contactos personales… ¡Si Vince d’Ambrosio tuviera razón! Él piensa que Erin fue la víctima azarosa de la imitación de un asesinato. «¡Por favor, Señor! —rezó Nona—, ¡haz que eso sea cierto!».

Pero si Erin murió por contestar a un anuncio de contactos que al menos este programa sirva para salvar la vida de otra persona.

—Llamaré a Mrs. Barnes a Lancaster —dijo dirigiéndose a Kroll en claro tono de despedida.

*****

Darcy se sentó en la repisa de la ventana de la habitación que decoraba para la adolescente que estaba a punto de salir del hospital. La cama de estaño y latón de Erin quedaría perfecta. El coquetón tocador de principios de siglo que había conseguido en «Old Tappan», tenía dos cajones profundos. Haría el mismo servicio que una cómoda y no ocuparía tanto espacio. La cómoda actual, un trasto maltrecho chapado de caoba, era espantosa. Unas cuantas estanterías más en el armario podrían servir para guardar las prendas voluminosas, como los jerseys.

Advirtió que la madre de la chica, una mujer agradable de aspecto fatigado, la miraba expectante.

—Lisa ha estado tanto tiempo en una triste habitación de hospital que pensé que reformar la suya le daría ánimos. La recuperación es muy dura, pero ella es muy valiente. Ha dicho a los doctores que, en un par de años, volverá a sus clases de baile. Desde que dio los primeros pasos, cada vez que oía música se ponía inmediatamente a bailar.

Lisa fue atropellada por un mensajero que pedaleaba a toda velocidad contra el tráfico, en una calle de sentido único. Como consecuencia del golpe sufrió fracturas múltiples en los huesos de las piernas, tobillos y pies.

—Le gusta mucho bailar —añadió melancólicamente su madre.

«Le gusta la música, le gusta bailar». Darcy sonrió, pensando en el cartel enmarcado con este título que había estado colgado en el dormitorio de Erin. Erin siempre decía que era la primera cosa que veía por la mañana y que le ayudaba a empezar el día con optimismo. Reprimió con firmeza el natural deseo de guardarlo como recuerdo.

—Tengo algo perfecto para esta pared —dijo, y sintió que el dolor que la atenazaba incesantemente cedía un poco. Le pareció intuir que Erin asentía con aprobación.

*****

La «Agencia Harkness», una discreta compañía de investigación privada, situada en la Calle 45 Este, fue la elegida por Susan para investigar las correrías nocturnas de su marido. Los 500 dólares de anticipo que entregó al firmar el contrato, le parecieron una cantidad simbólica. Era la cantidad que tenía ahorrada en su cuenta personal para el cumpleaños de Doug en agosto. Sonrió tristemente mientras firmaba el cheque.

El miércoles telefoneó a Carol Harkness.

—Mi esposo tiene otra de sus famosas reuniones esta noche.

—Haremos que Joe Pabst, uno de nuestros mejores hombres, le siga —le aseguró Harkness.

El jueves, Pabst, un hombre corpulento de rasgos joviales, informó a su jefa.

—Este tipo es un pájaro de cuidado. Deja la oficina y se va en taxi a London Terrace. Allí tiene un apartamento realquilado al dueño, un ingeniero llamado Carter Fields. Se ha registrado como Douglas Fields. Muy hábil. En un subarriendo ilegal nadie hace preguntas, y no corre el riesgo de tropezarse con alguien de su trabajo o de su casa que le busque. Las mismas iniciales, además. ¡Eso es tener suerte! No tiene por qué preocuparse por las iniciales grabadas en sus gemelos.

Pabst sacudió la cabeza con irónica admiración.

—Los vecinos piensan que es ilustrador. El superintendente me dijo que tiene muchos dibujos a plumilla firmados y enmarcados en el apartamento. Al super le largué el cuento de que estaba haciendo investigaciones sobre él porque iba a entrar a trabajar para el Gobierno. Le pasé los veinte pavos de costumbre para que mantuviera la boca cerrada.

A sus treinta y ocho años, Carol Harkness tenía el aspecto de una ejecutiva de un anuncio de la compañía telefónica «AT & T». Su traje negro, de corte impecable, llevaba como único adorno un broche de oro prendido en la solapa. El cabello rubio ceniza le caía sobre los hombros. Sus ojos tenían una expresión fría e impersonal. Era hija de un detective neoyorquino, llevaba el espíritu policial en la sangre.

—¿Se quedó allí o volvió a salir? —preguntó.

—Salió. Sobre las siete. Tenías que haber visto el cambio. Llevaba el pelo peinado de manera que parecía rizado natural, un jersey de cuello alto, vaqueros, chaqueta de cuero. Pero no pienses que ropa corriente, sino como se viste la gente del mundo del arte con dinero. Se encontró con una mujer en un bar del Soho. Atractiva, de unos treinta años, con clase. Conseguí una mesa justo detrás. Tomaron un par de copas y luego ella dijo que tenía que marcharse.

—¿Deseosa de quitárselo de encima? —preguntó Harkness inmediatamente.

—En absoluto. Se lo comía con los ojos. Es un tipo bien plantado y puede resultar encantador. Se volvieron a citar el viernes, para ir a bailar a algún club nocturno de la parte baja de la ciudad.

*****

Con la frente fruncida a causa de la concentración, Vince d’Ambrosio estudiaba el informe de la autopsia de Erin Kelley. Revelaba que había comido aproximadamente una hora antes de su muerte. Su cuerpo no presentaba signos de descomposición. Sus ropas estaban empapadas. Estos hechos fueron inicialmente atribuidos al tiempo frío y de nieve que hacía el día en que fue hallada. La autopsia reveló que sus órganos internos estaban parcialmente helados. El examen médico concluyó que su cuerpo había sido congelado inmediatamente después de su muerte.

¡Congelado! ¿Por qué? ¿Era demasiado peligroso para el asesino deshacerse del cuerpo en aquel momento? ¿Dónde lo había guardado? ¿Había muerto la misma noche del martes? ¿O era posible que hubiese permanecido prisionera en algún sitio y no muriese hasta el jueves?

¿Había ella planeado llevar la bolsa de diamantes a la caja de seguridad? Según todas las fuentes, Erin Kelley era una mujer muy inteligente. Desde luego, no parecía del tipo de las que confiarían a un desconocido que llevaban encima una fortuna en joyas.

¿O si lo era?

Habían identificado a todas las personas que presuntamente habían colocado los anuncios que Erin había contestado.

Hasta el momento, todos los casos resultaron similares al del abogado North. Todos tenían pruebas concluyentes de donde se encontraban el martes por la noche. Algunos dieron su propia dirección en las revistas y periódicos donde publicaron los anuncios. Otras tres de las direcciones a las que debía hacerse llegar el correo resultaron falsas. Seguramente se trataba de tipos casados que no deseaban dar a sus esposas la oportunidad de fisgar su correspondencia.

Cerca de las cinco recibió una llamada de Darcy Scott.

—Llevo todo el día deseando llamarle, pero he estado fuera trabajando —explicó.

«Es lo mejor que puede hacer», pensó Vince. Le gustaba Darcy Scott. Después del descubrimiento del cuerpo de Erin, había interrogado a Nona sobre la familia de Scott y le había sorprendido mucho conocer que era la hija de dos superestrellas. Esa chica no tenía nada que ver con Hollywood, era espontánea y natural. Le extrañaba que ningún tipo la hubiese cazado ya. Le preguntó cómo marchaban las cosas.

—Bien, gracias —contestó ella.

Vince trató de descifrar qué emoción percibía en su voz. La primera vez que la vio en la oficina de Nona, su tono grave y forzado traslucía una honda preocupación. En la morgue, antes de venirse abajo, hablaba con el tono inexpresivo y monótono de las personas bajo una fuerte conmoción. Ahora se adivinaba cierta energía. Determinación. Vince comprendió al instante que Darcy Scott seguía convencida de que la muerte de Erin estaba relacionada con los anuncios de contactos personales.

Se disponía a hablarle de ello, cuando ella preguntó:

—Vince, no hago más que darle vueltas a una cosa. El zapato de tacón que llevaba Erin, ¿le iba bien? Quiero decir, ¿era de su número?

—Era del mismo número que su propia bota, treinta y siete.

—¿Y cómo explica usted que el que se lo puso tuviese un zapato exactamente de su número?

«Una chica inteligente», pensó Vince. Sopesó sus palabras cuidadosamente.

—Estamos investigando sobre ello, Miss Scott. Intentamos seguir la pista de ese zapato a través del fabricante para saber dónde fue comprado. No es precisamente barato. De hecho, el par debió costar varios cientos de dólares. Esto reduce considerablemente el número de detallistas del área de Nueva York que pueden tenerlo en venta. Le prometo que la tendré al corriente de los acontecimientos. —Vaciló un momento, y luego añadió—: Espero que haya abandonado usted la idea de seguir con los anuncios que Erin contestó por usted.

—Lo cierto —contestó Darcy— es que tengo mi primera cita con uno de ellos dentro de una hora.

A las seis: Len Parker. Se encontrarían en «McMullen», en la Calle 66 con la Tercera Avenida. Un sitio de moda, pensó Darcy, y además seguro. Un favorito entre la masa de los «modernos» de Nueva York. Se había citado aquí algunas veces y le gustaba el dueño, Jim McMullen. Tomaría sólo un vaso de vino con Parker. Según le había dicho, él debía encontrarse más tarde con unos amigos en el «Athletic Club», para jugar al baloncesto.

Había explicado a Michael Nash que llevaría un vestido azul de lana con el cuello blanco. Después de ponérselo, se sintió demasiado arreglada. Erin le tomaba el pelo a menudo sobre la ropa que su madre le regalaba constantemente.

—Cuando te la pones, todas las demás parece que nos vistamos de saldo.

No era cierto, pensó Darcy, mientras se aplicaba unos toques de sombra gris sobre el párpado. Erin siempre se había vestido con gusto, incluso en la Universidad, cuando tenía muy poco dinero para comprar ropa.

Decidió llevar el broche de plata y azurita que Erin le regaló por su cumpleaños.

—Un poco vulgar, pero divertido —había comentado ella.

El broche tenía forma de compás musical, y las notas estaban revestidas de azurita, del mismo tono azul mar del vestido. Unas pulseras, unos pendientes de plata y unas botas cortas de ante completaban su atuendo.

Darcy se inspeccionó minuciosamente en el espejo. En su viaje a California, su madre insistió para que fuera a su propio peluquero. Le cambió la raya, cortó unos centímetros, y acentuó los reflejos rubios naturales de su pelo. Tenía que admitir que le gustaba el resultado. Se encogió de hombros. Perfecto, tengo un aspecto lo suficientemente bueno como para que Parker no se largue en cuanto me vea aparecer.

*****

Parker era alto y muy delgado, y no carecía de atractivo. Era un profesor de la Universidad que, según le dijo, había llegado no hacía mucho a Nueva York, procedente de Wichita, Kansas, y no conocía apenas gente. Mientras tomaban un vaso de vino, le confió que había publicado el anuncio por consejo de un amigo.

—Son muy caros, te sorprendería. Es mucho mejor contestar a los anuncios de los demás, pero estoy muy contento de que tú hayas respondido al mío. —Sus ojos de color castaño claro eran grandes y expresivos.

Miró fijamente a Darcy.

—Tengo que decir que eres muy bonita.

—Gracias.

¿Qué había en él que le hacía sentirse tan incómoda? ¿Sería verdad que era profesor? ¿O resultaría como la cita que tuvo antes de ir a California? Aquel tipo que afirmaba ser un ejecutivo publicitario y no sabía absolutamente nada sobre las agencias que le mencionó.

Parker se removió en el taburete, balanceándose ligeramente. Su tono era muy bajo y con el murmullo de las conversaciones de alrededor, Darcy tuvo que inclinarse para oír lo que decía.

—Muy guapa —repitió con énfasis—. Sabes, no todas las chicas que he conocido eran bonitas. Al leer sus cartas llegas a creer que son Miss Universo, y luego, ¿quién aparece?, Olivia, la novia de Popeye.

Pidió otro vaso de vino.

—¿Quieres otro?

—No, gracias. —Escogió cuidadosamente sus palabras—. Seguramente no todas estaban tan mal. Apuesto a que has conocido algunas chicas guapas de verdad.

Negó rotundamente con la cabeza.

—Ninguna como tú. ¡Qué va!

Pasó una larguísima hora. Darcy escuchó pacientemente el relato de los problemas de Len para encontrar apartamento. Los precios, ¡uf! Algunas chicas piensan que debes llevarlas a cenar a restaurantes de lujo. ¡Vamos! ¿Quién puede mantener ese nivel?

Finalmente, Darcy consiguió mencionar el nombre de Erin.

—Lo sé. Mi amiga y yo nos hemos encontrado con gente muy rara a través de estos anuncios. Se llamaba Erin Kelley. A lo mejor la conociste.

—¿Erin Kelley? —Parker tragó saliva—. ¿No era esa chica que fue asesinada la semana pasada? No, no la conocía. ¿Era amiga tuya? ¡Caramba, cuánto lo siento! Es algo horrible. ¿Han encontrado ya al asesino?

No quería hablar de la muerte de Erin. Era imposible que, incluso si había llegado a conocerla, Erin hubiese salido con él otra vez. Miró su reloj.

—Tengo que darme prisa. Y tú llegarás tarde al partido de baloncesto.

—¡Oh!, es igual, no iré. Quédate a cenar. Hacen unas hamburguesas muy buenas aquí. Caras pero buenas.

—De verdad, no puedo. Me están esperando.

Parker frunció el ceño.

—¿Mañana por la noche? Quiero decir, ya sé que no soy gran cosa, y es de sobra conocido que los profesores no ganamos demasiado, pero me gustaría volverte a ver.

Darcy empezó a ponerse el abrigo.

—No puedo, de verdad. Muchas gracias.

Parker se levantó y dio un puñetazo sobre la barra.

—Bueno, pues paga tú las copas. Si crees que eres demasiado buena para mí, yo pienso que soy demasiado bueno para ti.

Se sintió aliviada cuando le vio salir apresuradamente del restaurante. Cuando el camarero le trajo la cuenta, le dijo:

—No se preocupe por ese chiflado, señorita. ¿Le ha contado todo eso de que es profesor? Trabaja en el equipo de mantenimiento de la Universidad de Nueva York. Consigue copas y comidas gratis a través de los anuncios que publica. A usted le ha salido barato.

Darcy se rió.

—Eso creo yo también.

Un pensamiento cruzó su mente. Sacó de su bolso la fotografía de Erin.

—Por casualidad, ¿le vio alguna vez con esa chica?

El camarero, que por su aspecto podía ser un actor, examinó detenidamente la fotografía y luego asintió.

—¡Sin ninguna duda! Hace unas dos semanas. Era una chica despampanante. Le dejó plantado.

*****

A las seis de la tarde. Nona fue agradablemente sorprendida por una llamada de Vince d’Ambrosio.

—Es evidente que es usted también una persona de horarios irregulares —dijo—. Me gustaría que hablásemos sobre su programa. ¿Está libre para ir a cenar dentro de una hora?

Lo estaba.

—De acuerdo, haga una reserva en algún buen asador de su barrio.

Ella colgó sonriente. D’Ambrosio era sin duda un devorador de carne con patatas, pero apostaría hasta el último céntimo a que no tenía ningún problema con el colesterol. Se alegraba de haberse puesto su nuevo traje: un mono de «Donna Karan». El color arándano le sentaba muy bien, y el cinturón dorado, con una hebilla formada por dos manos enlazadas resaltaba su esbelta cintura. Nona sabía que su talle era la única parte de su figura de la que podía presumir. Repentinamente, la embargó una sobrecogedora tristeza. Ese cinturón se lo había regalado Erin por Navidad.

Sacudió la cabeza con fuerza, como para negar la muerte de Erin. Se levantó y dio unos pasos alrededor de la mesa, haciendo movimientos rotatorios con los hombros. Llevaba todo el día sentada, trabajando en el documental, y sentía su cuerpo como un amasijo de músculos. A las tres, Gary Finen, el locutor más popular de «Hudson Cable», lo había revisado con ella. Al final de la sesión, Finch, que era un reconocido perfeccionista, sonrió y dijo:

—¡Va a ser algo fantástico!

—La aprobación de Sir Hubert es toda una alabanza.

Nona se estiró y caviló sobre si debía volver a llamar a Emma Barnes en Lancaster. Lo había intentado tres o cuatro veces sin resultado. Debía admitir que la idea de Liz de invitar a Mrs. Barnes al programa para hablar de su hija que, previamente a su desaparición, acostumbraba a escribir a este tipo de anuncios, era excelente. Liz era brillante y creativa, concluyó Nona, pero intentó ponerme la zancadilla cuando fue a consultarlo con Hamilton sin avisarme. Quiere mi puesto. Bueno ¡qué lo intente!

Se estiró por última vez, y luego se sentó a la mesa y marcó de nuevo el número de Lancaster. Tampoco esta vez la familia Barnes respondió a la llamada.

*****

Vince llegó puntual a las siete. Llevaba un traje gris a rayas, de buen corte, y una corbata marrón y beige. No cabe duda de que no es una mujer quien elige sus corbatas, pensó Nona, recordando lo quisquilloso que era Matt sobre qué corbata le iba a esta camisa o aquel traje.

*****

El restaurante estaba en Broadway, no muy lejos del apartamento de Nona.

—Dejemos los asuntos serios para el postre —sugirió Vince.

Con las ensaladas se explicaron a grandes rasgos su trayectoria personal.

—¿Si pusieses un anuncio de contactos, qué dirías de ti misma? —preguntó él.

Nona reflexionó.

—Mujer blanca, divorciada, 41 años, productora de televisión por cable.

Él bebió un trago de whisky.

—Sigue.

—Nacida y criada en Manhattan. Piensa que cualquiera que viva en otro lugar está mentalmente enfermo.

Él rió abiertamente y Nona se fijó en que, al hacerlo, se le formaban unas simpáticas arruguillas alrededor de los ojos. Probó su copa de vino.

—Este borgoña es excepcional —comentó—. Supongo que tomarás un poco cuando traigan la carne.

—Sí, lo probaré. Acaba tu anuncio, por favor.

—Graduada en Barnard. Como puedes ver, ni siquiera dejé Manhattan para ir a la Universidad. Estuve un año en el extranjero, y me gusta viajar siempre que no esté fuera más de tres semanas.

—El anuncio te va a salir caro.

—Voy a concluirlo. Limpia, pero no excesivamente ordenada, ya viste mi oficina. No tengo buena mano para las plantas. Cocino bien pero detesto los platos complicados. Me gusta el jazz. ¡Ah!, y soy una buena bailarina.

—Así fue como entablaste amistad con Erin Kelley y Darcy Scott en una clase de baile —comentó D’Ambrosio, y cuando vio que el dolor ensombrecía la mirada de Nona, añadió rápidamente—: Mi anuncio es más corto, trabajo para el Gobierno. Varón, blanco, divorciado, 43 años, agente del FBI, natural de Waldwick, Nueva Jersey, y graduado en la Universidad de Nueva York. No sé bailar sin tropezar con mis propios pies. Me gusta viajar a cualquier sitio que no sea Vietnam. ¡Tres años ya fueron bastante! Y finalmente, pero no por fin, tengo un hijo de quince años, Hank, que es un gran muchacho.

Como ella había prometido, los filetes resultaron deliciosos. Mientras tomaban el café hablaron sobre el programa.

—Lo grabaremos dentro de dos semanas —dijo Nona—. Me gustaría que salieras al final. De esta manera, el público se quedará con un aviso previniéndoles sobre el potencial peligro que entrañan estos anuncios. ¿Vas a enseñar las fotografías de las chicas desaparecidas?

—Sí, siempre existe la posibilidad de que un telespectador tenga información sobre alguna de ellas.

Cuando abandonaron el local, hacía un frío penetrante. Nona respiraba entrecortadamente a causa del viento helado. Vince tomó su brazo cuando cruzaron la calle, y lo mantuvo durante el resto del trayecto hasta su casa.

Él aceptó la invitación de subir a tomar la última copa. Nona recordó que, afortunadamente, Lola, su asistenta, había venido ese mismo día. El lugar tendría un aspecto presentable.

Era un piso de siete habitaciones. D’Ambrosio arqueó las cejas, asombrado cuando le hizo entrar en el amplio vestíbulo y descubrió los techos altísimos, las grandes ventanas sobre la parte oeste de Central Park, los cuadros del salón, los sólidos muebles de estilo jacobino.

—Muy bonito —comentó.

—Mis padres me lo dejaron cuando se mudaron a Florida. Soy su única hija, y de esta manera, mi padre puede estar confortablemente instalado, cuando vienen a Nueva York. Detesta los hoteles. —Se dirigió al bar—. ¿Qué quieres tomar?

Sirvió «Sambuca» para ambos, permaneció en silencio un momento y luego dijo:

—Son sólo las nueve menos cuarto. ¿No te importa si hago una rápida llamada?

Mientras buscaba el número de los Barnes en su bolso, le explicó por qué quería llamarles.

Esta vez descolgaron inmediatamente. Nona se quedó paralizada al comprender que lo que oía al otro lado de la línea eran los gritos de una mujer. Una voz de hombre le dio un aturdido saludo, y con voz estrangulada por la conmoción, dijo:

—Por favor, quien quiera que sea usted, deje libre el teléfono. Tengo que llamar inmediatamente a la Policía. Hemos regresado hace un momento después de pasar fuera todo el día y acabamos de recoger el correo. Había un paquete para mi esposa…

Los gritos aumentaron de volumen en un desgarrado crescendo. Nona hizo un ademán señalando a Vince el teléfono sin cable, que estaba en una mesa junto a él, para que lo cogiera.

—… Nuestra hija… —siguió la turbada voz—. No hemos sabido de ella desde hace dos años. Dentro del paquete venían un zapato de Claire y otro, un zapato de baile de raso, de tacón alto. —Empezó a gritar—. ¿Quién lo envía? ¿Por qué? ¿Quiere esto decir que Claire ha muerto?

*****

El portero de «Le Cirque» sostuvo la puerta mientras Darcy salía del taxi. Al entrar en el restaurante sintió que empezaba a relajarse. Hasta ese momento no había notado la cantidad de energía que había consumido en la cita con Len Parker. En su cabeza seguía dándole vueltas, al descubrimiento de que había conocido a Erin. ¿Por qué lo habría negado? Erin le dejó plantado. Era evidente que no volvió a salir con él. ¿Era sencillamente porque no deseaba ser interrogado y tener que admitir que mintió sobre sus antecedentes?

Siempre que sus padres venían a Nueva York, cenaban en «Le Cirque». Era un restaurante excelente. Se preguntó a sí misma por qué no vendría más a menudo. «¿Cómo se las han arreglado dos personas tan excepcionales para concebir una criatura tan mediocre?». ¿Y cómo podía una frase permanecer indeleble en la memoria?

El bar estaba a la izquierda. Pequeño y acogedor, no era un lugar concebido para permanecer durante largo rato, sino un sitio para esperar a un invitado, o una mesa. Una joven pareja charlaba animadamente cerca de la entrada. Había un hombre solo al final. «La persona con el aspecto más normal y corriente del lugar».

Michael Nash no se había hecho justicia a sí mismo. Cabello rubio oscuro, una cara que se salvaba de una belleza convencional gracias a su afilada barbilla, un cuerpo largo y esbelto. Vestía un traje azul a rayas muy finas, y una corbata azul y plateada. Cuando le dirigió una mirada de complacido reconocimiento, Darcy descubrió que los ojos de Michael tenían un color poco común, un azul entre el zafiro y el azul noche.

—Darcy Scott. —Era una afirmación, no una pregunta. Hizo una seña al camarero y le ofreció el brazo.

Se sentaron en una mesa preferente, que tenía una amplia vista sobre la entrada. Michael Nash debía ser un cliente asiduo y apreciado en «Le Cirque».

—¿Qué desea beber? ¿Vino?

—Vino blanco, por favor. Y un vaso de agua. Pidió una botella de «Pellegrino» con el «Chardonnay», luego sonrió.

—Ahora que ya nos hemos ocupado de todo lo necesario por el momento, y como diría un viejo amigo: ¡Me alegro de verte!

Durante la media hora siguiente, Darcy notó que desviaba deliberadamente la conversación para evitar el tema de Erin. Sólo después de que ella empezase a beber el vino y partir el panecillo, dijo:

—Misión cumplida. Creo que por fin empiezas a sentirte a salvo.

Darcy le miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

—Te he estado observando. He visto la precipitación con la que has entrado. Todo indica un alto nivel de tensión. ¿Qué ha pasado?

—Nada. Me gustaría hablar de Erin.

—A mí también. Pero, Darcy… —se interrumpió—. Parece que no puedo dejar de trabajar ni un solo momento del día. Soy psiquiatra. —Esbozó una sonrisa de disculpa.

Ella sintió que empezaba a relajarse.

—Soy yo quien debe disculparse. Tienes razón, estaba muy tensa cuando llegué aquí. —Le contó lo sucedido con Len Parker.

Él la escuchó atentamente, inclinando ligeramente la cabeza.

—Informarás de todo esto a la Policía, por supuesto.

—Al FBI, de hecho.

—¿A Vince d’Ambrosio? Vino a mi oficina el martes, como te dije por teléfono. Por desgracia, no pude decirle gran cosa. Salí a tomar una copa con Erin hace algunas semanas. Tuve la inmediata sensación de que una chica como ella no necesitaba contestar anuncios de contactos. La cuestioné sobre el asunto y me habló del programa que estaba montando su amiga. También me habló de ti. Dijo que su mejor amiga estaba haciéndolo con ella.

Darcy asintió, deseando fervientemente que las lágrimas no se asomaran a sus ojos.

—Normalmente no suelo explicar que la razón por la que yo los utilizo, es porque estoy escribiendo un libro, pero a Erin sí se lo dije. Intercambiamos anécdotas sobre algunas de nuestras citas. He estado intentando recordar si me dijo algo que pudiera ser clarificador, pero no mencionó ningún nombre y eran en general anécdotas divertidas. La verdad, no advertí el menor indicio de que alguien estuviera molestándola.

—«Encuentros de la peor clase», solía llamarlos.

Nash se rió.

—Sí, me lo dijo. Le pedí que cenáramos alguna vez juntos y aceptó. Yo estaba intentando finalizar el libro, y ella terminando de montar un collar que había diseñado. Quedamos en que la volvería a llamar. Cuando lo hice no hubo respuesta. Por lo que me dijo Vince d’Ambrosio, era ya demasiado tarde.

—Eso fue la noche que debía encontrarse con alguien que se hacía llamar Charles North. Aunque este sujeto no acudiese a la cita, todavía sigo creyendo que su muerte está relacionada con alguno de los anuncios que contestó.

—Si piensas así. ¿Por qué continúas tú contestando anuncios?

—Porque voy a encontrar a ese hombre.

Pareció afectado, pero no hizo ningún comentario. Examinaron el menú, y ambos escogieron lenguado «Dover». Mientras comían, Nash pareció intentar deliberadamente apartar sus pensamientos de la muerte de Erin hablándole de sí mismo.

—Mi padre hizo fortuna con el plástico. Hizo realidad literalmente la famosa frase de «El graduado». Luego compró una ostentosa mansión de dudoso gusto en Bridgewater. Era un hombre bueno y honrado, y siempre me pregunté para qué necesitábamos veintidós habitaciones si éramos sólo tres. Recuerdo lo orgulloso que estaba cuando las enseñaba.

Habló superficialmente de su divorcio.

—Me casé una semana después de graduarme en el college. Fue un error para ambos. No era un problema de dinero, pero la carrera de Medicina, especialmente cuando después debes continuar los estudios de psicoanálisis, es un largo y duro camino. No teníamos tiempo el uno para el otro. Al cabo de cuatro años, dijo basta. Ahora Sheryl vive en Chicago y tiene tres hijos.

Era el turno de Darcy. Mencionó rápidamente el nombre de sus famosos padres, pasando apresuradamente a la decisión de dejar la agencia de publicidad y montar su propio negocio de decoración de ocasión.

—Alguien me dijo alguna vez que era una nueva versión de «Sandford and Son», y creo que es verdad, pero me gusta. —Pensó en la habitación que estaba arreglando para la muchacha de dieciséis años convaleciente.

Si Nash advirtió lagunas en su relato, se abstuvo de hacer comentarios. Las ensaladas llegaron en el mismo momento en que un productor, amigo de sus padres, se detuvo junto a la mesa.

—¡Darcy! —Un beso cariñoso, un abrazo. Él mismo se presentó a Michael Nash—: Harry Curtis. —Volvió a Darcy—. Cada día estás más guapa. He oído que tus padres están de gira por Australia. ¿Qué tal va todo?

—Acaban de llegar allá.

—Vale, dales muchos recuerdos de mi parte. —Otro abrazo y Curtis siguió hasta su propia mesa.

Los ojos de Nash no delataron signo de curiosidad. Así es como actúan los psiquiatras, esperan a que tú se lo cuentes. Ella no ofreció ninguna explicación sobre las palabras de Curtis.

Fue una agradable velada. Nash confesó tener dos pasiones montar a caballo y jugar al tenis.

—Por eso conservo Bridgewater. —Volvió intencionadamente al tema de la muerte de Erin—. Darcy, yo no suelo dar consejos, al menos no gratuitamente, pero desearía que abandonases la idea de contestar a esos anuncios. Ese tipo del FBI me pareció muy competente, y, por lo que yo puedo juzgar, no descansará hasta que el asesino de Erin pague por lo que ha hecho.

—Sí, lo sé. Me lo ha dicho de todas las formas posibles. Supongo que todos hacemos lo que podemos. —Esbozó una sonrisa—. La última vez que hablé con Erin me dijo que había conocido a un chico que estaba muy bien y, aunque pareciera mentira, él no la había vuelto a llamar. Estoy segura de que eras tú.

La acompañó a casa en taxi, pidió al conductor que esperara y caminó con ella hasta la puerta. Mientras ella giraba la llave, se volvió para protegerla de las ráfagas del viento helado.

—Puedo llamarte otra vez.

—Me gustaría mucho.

Por un momento Darcy pensó que iba a besar su mejilla, pero simplemente apretó su mano y se volvió hacia el taxi que aguardaba.

El viento empujó la puerta, haciéndola cerrarse lentamente. Después del golpe de la puerta, el ruido de unos pasos la hizo darse la vuelta. A través de los cristales pudo ver a un hombre subiendo apresuradamente los escalones. Mientras le contemplaba estupefacta, sin aliento para gritar, Len Parker dio un empujón y luego una patada a la puerta. Después se dio la vuelta y huyó calle abajo.