Cuando Darcy llegó a la oficina, a las nueve de la mañana, Bev ya se encontraba allí, preparando el desayuno: café, zumo natural y tostadas recién hechas. Había una planta nueva en la repisa de la ventana. Bev la abrazó. En sus ojos, excesivamente maquillados, había una mirada llena de simpatía.
—Puedes imaginarte todo lo que me gustaría decirte.
—Sí, me lo imagino. —Darcy percibió el tentador aroma del café.
Cogió una torta.
—No me había dado cuenta de que tenía hambre.
Bev asumió una actitud profesional.
—Ayer recibimos dos llamadas de personas que han visto el milagro que hiciste con el apartamento de Ralston Arms. Quieren que les hagas una renovación. Otra cosa, ¿vas a coger ese hotel-residencia de la Calle 30 con la Novena? Los nuevos propietarios dicen que tienen más gusto que dinero.
—Primero tengo que desocupar el apartamento de Erin. —Darcy bebió un sorbo de café y se echó hacia atrás el cabello—. Me da pavor.
Bev sugirió que simplemente se llevase todas las cosas a un almacén.
—Me comentaste que lo tenía arreglado con muy buen gusto. Podrías usar algunos de los muebles en tus trabajos. Una de las personas que llamó quería renovar la habitación de su hija y decorarla con un toque especial. La chica tiene dieciséis años y está a punto de volver a casa después de una larga hospitalización. Tendrá que guardar reposo durante bastante tiempo.
Le gustaba la idea de que esa jovencita pudiese disfrutar de la cama de latón y estaño de Erin. Lo hacía más fácil.
—Primero tengo que comprobar si puedo sacar ya las cosas.
Telefoneó a D’Ambrosio.
—Tengo entendido que la Policía de Nueva York ya no tiene que volver por allí —le dijo éste.
Bev hizo los arreglos pertinentes para que la furgoneta acudiese a la calle Christopher al día siguiente.
—Yo me ocuparé del traslado. Tú sólo indícame qué es lo que quieres llevarte.
A mediodía, ambas se dirigieron al apartamento de Erin. Boxer les abrió la puerta.
—Gracias por dejar libre el apartamento —gimoteó—. Lo va a coger una persona muy simpática.
«Me pregunto cuánto le habrás sacado —pensó Darcy—. No quiero volver nunca a este sitio».
Decidió guardar como recuerdo algunas blusas y pañuelos. El resto de la ropa de Erin se la dio a Bev.
—Tienes su misma talla. Sólo te pido que no la lleves a la oficina, por favor.
Contempló unos segundos las joyas y la bisutería de Erin. Luego lo recogió todo apresuradamente. Prefería no pensar ahora en el talento de Erin. Sin embargo, había alguna cosa que se le pasaba por alto. Volvió a depositar todos los objetos sobre la mesa de trabajo: pendientes, collares, broches, pulseras. Oro, plata y piedras semipreciosas. Todas imaginativas, ya fueran clásicas o de fantasía. Pero… ¿qué era lo que faltaba?
El collar que Erin había realizado hacía poco, con grandes piezas redondas de oro, copia de antiguas monedas romanas. Erin había bromeado sobre él.
—Esto en la tienda valdrá al menos tres mil dólares. Lo diseñé para un desfile de modas que se hizo en abril. No me puedo permitir quedármelo; pero, de momento, me lo voy a poner alguna vez.
¿Dónde estaba ese collar?
¿Lo llevaría puesto cuando salió por última vez? Faltaban también el anillo con su inicial y el reloj. ¿Estarían con las cosas que llevaba cuando la encontraron?
Darcy metió las joyas de Erin en un maletín junto con el contenido de la caja fuerte. Haría tasar las piedras sueltas y las vendería para pagar los gastos de hospitalización de Billy. No miró hacia atrás cuando cerró la puerta del apartamento 3.º B por última vez.
*****
El miércoles, a las cuatro de la tarde, un detective recorría la zona de los bares de Washington Square, con la fotografía de Erin en la mano. Hasta el momento la búsqueda había resultado infructuosa. Algunos camareros admitieron abiertamente que la conocían.
—Venía de vez en cuando. Algunas veces llegaba acompañada, otras, esperaba a alguien. ¿El martes pasado? No, no vino en toda la semana.
La foto de Charles North no daba ningún resultado.
—Nunca le he visto.
Finalmente, en «Eddie Aurora», de la Calle 4 Oeste, un camarero declaró con seguridad:
—Sí. Esa chica estuvo aquí el martes pasado. Me fui a Florida el miércoles por la mañana, y he regresado hace poco; por eso recuerdo la fecha. Estuvimos charlando y le comenté que por fin podía salir unos días a tomar el sol. Me explicó que ella era una típica pelirroja y que siempre se quemaba la piel. Estaba esperando a alguien. Se quedó unos cuarenta minutos, pero nadie apareció. Al final pagó la cuenta y se fue.
El camarero estaba seguro de que fue el martes, de que había llegado a las siete en punto y de que se trataba de Erin Kelley. Describió detalladamente cómo iba vestida, incluyendo un collar poco corriente, que parecía hecho con monedas antiguas.
—Era un collar realmente original. Tenía aspecto de ser muy caro. Le aconsejé que procurase no andar por ahí sin subirse bien el cuello del abrigo.
*****
El detective se puso en contacto con Vince d’Ambrosio desde el teléfono del bar. Vince llamó inmediatamente a Darcy, que verificó que Erin poseía un collar de monedas de oro.
—Pensé que lo llevaba puesto cuando fue encontrada. —Le explicó que también había notado la falta de su reloj y un anillo con su inicial.
—Llevaba un reloj y unos pendientes cuando la encontraron —dijo Vince con calma. Preguntó si podía pasarse por allí.
—Por supuesto —dijo Darcy—. Me quedaré trabajando hasta tarde.
Vince llegó a la oficina llevando una copia de la lista de anuncios de contactos de Erin.
—Hemos efectuado un examen exhaustivo de los papeles de Erin. Entre ellos hemos encontrado un recibo de una caja fuerte de una compañía de seguridad privada, abierta las veinticuatro horas del día. Firmó el contrato hace sólo una semana. Le dijo al gerente que era diseñadora de joyas y le incomodaba tener que guardar gemas de alto valor en su apartamento.
Darcy escuchó atentamente mientras Vince d’Ambrosio le informaba de que Erin había sido vista el martes por la tarde.
—Dejó el bar, sola, un cuarto de hora antes de las ocho. Nos estamos inclinando por la teoría de que se trata de un robo con homicidio. Sabemos que llevaba el collar el martes por la tarde, pero no cuando la encontraron. No sabemos si llevaba el anillo.
—Siempre llevaba el anillo —dijo Darcy.
Vince asintió con un gesto.
—Es posible que también llevase encima la bolsita de diamantes.
Se preguntó si Darcy Scott le estaba escuchando. Sentada detrás de su escritorio, con un jersey de color claro, que acentuaba los reflejos dorados de su cabello castaño, mantenía una expresión aparentemente dueña de sí misma. Sus ojos eran hoy más verdes que avellana. No le hacía ninguna gracia entregarle la copia de las páginas de anuncios de contactos de Erin. Estaba seguro de que empezaría a escribir a todos aquellos que estaban señalados con un círculo.
Involuntariamente, su voz se hizo más profunda cuando recalcó:
—Darcy, puedo imaginar la rabia que siente al perder una amiga como Erin. Pero le pido, por favor, que no empiece a contestar estos anuncios con la disparatada idea de que va a encontrar al hombre que se hace llamar Charles North. Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para encontrar al asesino de Erin. Pero el hecho es que, incluso en el caso de que Erin no sea una de sus víctimas, hay un asesino reincidente utilizando estos anuncios para conocer a mujeres jóvenes, y no quiero que usted sea su próxima cita.
*****
Doug Fox no se había movido de Scardale en todo el fin de semana. Se dedicó totalmente a Susan y los niños, y vio sus esfuerzos agradablemente recompensados cuando Susan le anunció que había contratado una canguro para la tarde del lunes. Quería hacer algunas compras, y le propuso que se encontraran en Nueva York para cenar y volver juntos a casa.
Lo que ella no le dijo era que, antes de las compras, tenía una cita en una agencia de investigación.
Doug la llevó a cenar a «San Domenico», y se esforzó todo lo posible por estar solícito y atento, llegando incluso a decirle que a veces olvidaba lo guapa que era.
Susan se había echado a reír.
El martes Doug llegó a casa cerca de la medianoche.
—¡Estas condenadas reuniones de última hora! —suspiró. El miércoles por la mañana se sintió lo suficientemente a salvo como para decirle a Susan que tendría que llevar a unos clientes a cenar, y se vería obligado a quedarse en el «Gateway». Se sintió aliviado al ver cuan comprensiva se mostraba.
—Un cliente es un cliente, Doug. Cuídate, no trabajes demasiado.
El miércoles por la tarde, cuando abandonó la oficina, fue directamente a su apartamento de London Terrace. Tenía una cita a las siete y media con una divorciada de treinta y dos años, agente de la propiedad, para tomar unas copas en el Soho. Pero primero quería ponerse una indumentaria más informal y hacer una llamada.
Tal vez hoy lograse hablar con Darcy Scott.
*****
El miércoles por la tarde, Jay Stratton recibió una llamada de Merrill Ashton desde Winston-Salem, en Carolina del Norte. Ashton había estado dándole vueltas a la sugerencia de Stratton de regalar a Frances una joya de valor para el cuarenta aniversario de boda.
—Si lo consulto con ella me dirá que lo olvide —dijo Ashton con un toque de picardía en la voz—. El caso es que tengo que ir la semana que viene a Nueva York por un asunto de negocios. ¿Tendría usted algo para enseñarme? Yo había pensado en una pulsera de brillantes.
Jay le confirmó que tendría algo preparado para él.
—Acabo de comprar unos diamantes de primera calidad que voy a hacer engarzar en una pulsera ahora mismo. Será perfecta para su esposa.
—Me gustaría que fueran tasados.
—Por supuesto. Si la pulsera le gusta, puede llevarla a un joyero de Winston-Salem de su confianza, y si él no está de acuerdo en el precio, rompemos el trato. ¿Está usted dispuesto a gastarse cuarenta mil dólares, mil por cada año de matrimonio?
Ashton vaciló.
—Eso son palabras mayores.
—Una pulsera realmente exquisita —le aseguró Jay—. Una joya que Frances Junior podrá legar con orgullo a su propia hija.
Decidieron encontrarse para tomar una copa el siguiente lunes, 4 de marzo.
Las cosas iban demasiado bien, caviló Stratton, mientras posaba el teléfono portátil sobre la mesa. El cheque de 20.000 dólares por el collar de «Bertolini’s». ¿Lo reclamaría alguien? El dinero del seguro de los diamantes. Una vez hallado el cuerpo de Erin, nadie cuestionaría su robo. Entregaría las piedras a Ashton a un precio razonable, pero no discutible. Ningún joyero de Winston-Salem iba a comprobar si las piedras estaban registradas como perdidas o robadas.
Le embargó una oleada de optimismo y se rió al recordar lo que su tío le había dicho veinte años atrás:
—Jay, te he enviado a una prestigiosa Universidad privada de Nueva Inglaterra. Tienes suficiente talento como para obtener buenas calificaciones por tus propios medios pero prefieres copiar. El espíritu de tu padre no morirá nunca mientras tú sigas existiendo.
Cuando convenció al rector de Brown para que le reservara la matrícula durante dos años si se alistaba a los Cuerpos de la Paz, su tío declaró sarcásticamente:
—Ten cuidado. No hay nada que robar en los Cuerpos de la Paz, y tendrás que trabajar duro.
—No será para tanto.
A los veinte años, volvió a Brown y se matriculó en primer curso. «No te dejes coger nunca —le había advertido su padre—. Y si lo hacen, arréglatelas como puedas, pero asegúrate de que no te fichen».
Era mayor que los otros estudiantes, naturalmente. Todos los demás tenían una cara aniñada, incluso los que eran evidentemente ricos.
Excepto uno.
Sonó el teléfono. Era Enid Armstrong. ¿Enid Armstrong? ¡Ah, sí!, la viuda llorosa. Parecía excitada.
—He comentado con mi hermana su consejo de hacerme un anillo y me ha dicho: «Enid, si te hace ilusión, hazlo. Mereces mimarte a ti misma».
*****
El periodista John Miller, del «Canal Cuatro», presentaba un nuevo reportaje sobre Erin Kelley en las noticias de las seis, en el que se daba a conocer que habían desaparecido de su caja fuerte unos diamantes valorados en 250.000 dólares. La compañía «Lloyd’s of London» ofrecía una recompensa de 50.000 dólares por su devolución. La Policía no descartaba todavía la teoría del crimen plagiado, en cuyo caso el autor probablemente desconocía que la víctima llevaba encima objetos de valor. El reportaje finalizaba con un anuncio recordando que el episodio de Crímenes reales sobre la muerte de Nan Sheridan, volvería a emitirse esa tarde a las ocho.
Darcy pulsó el botón del mando a distancia que desconectaba el aparato.
—Esto no tiene nada que ver con un robo —dijo en voz alta—. Digan lo que digan, está relacionado con un anuncio de contactos personales.
Vince d’Ambrosio había desvelado la verdadera identidad de algunos de los hombres que habían salido con Erin. Pero ella se había citado con uno que se hacía llamar Charles North y al que nadie había logrado ver. Supongamos, pensó Darcy que este sujeto llegase al bar justo en el momento en que ella salía, y la encontrase en la puerta. Supongamos que era uno de aquellos a los que Erin envió su foto. Él pudo haberle dicho:
—¿Erin Kelley? Soy Charles North. Me ha pillado un atasco. Este lugar está atestado de gente. ¿Por qué no vamos a otra parte?
Era bastante coherente, pensó Darcy… Y sí hay un asesino reincidente por ahí, que es responsable de varias muertes, no va a parar ahora… Si al menos supiese cuáles eran los anuncios que Erin había contestado… a cuáles había escrito por las dos…
Eran las siete de la tarde, una buena hora para devolver las llamadas que habían quedado grabadas en el contestador. Cuarenta minutos después, empleados en hablar con tres personas y dejar mensajes para las otras cuatro, Darcy tenía una cita para tomar una copa en «McMullen» con Len Parker el jueves, más copas en «Smith y Wollensky» con David Weld el viernes y un almuerzo con Albert Booth en el «Café Victoria» el sábado.
¿Y los que habían dejado un mensaje en el contestador de Erin? Dos de ellos dejaron su número y lo tenía anotado. Puede que fuera buena idea llamarles, hablarles de lo sucedido con Erin en el caso de que no lo supieran, e intentar conseguir unas citas con ellos. Si estaban contactando con muchas chicas, quizás alguna les haya hablado de alguna cita extraña.
Los dos primeros no contestaron. El tercero descolgó inmediatamente.
—Michael Nash.
—Michael, soy Darcy Scott, una buena amiga de Erin Kelley. Me imagino que estará enterado de lo que le ha sucedido.
—Darcy Scott. —Su cálida voz se hizo más profunda y afectiva—. Erin me había hablado de usted. Lo siento mucho. Hablé ayer con un agente del FBI y le dije que sería para mí un placer ayudarle de la manera que fuera. Erin era una chica encantadora.
Darcy sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Sí, lo era.
Él captó la emoción que empañaba su voz.
—Esto debe ser terriblemente duro para usted. ¿Puedo invitarla a cenar alguna de estas noches? Hablar de ello puede servirle de ayuda.
—Me gustaría mucho.
—¿Mañana?
Darcy hizo un breve repaso mental de sus compromisos. Tenía una cita con Len a las seis.
—¿Le va bien a las ocho?
—Perfecto. Haré una reserva en «Le Cirque». Por cierto, ¿cómo la reconoceré?
—Cabello castaño, no muy largo, un metro setenta. Llevaré un vestido azul de lana, con el cuello blanco.
—Yo seré el tipo más normal y corriente del lugar. La estaré esperando en el bar.
Darcy colgó el receptor, sintiéndose algo reconfortada. Al menos podré dar alguna utilidad a los modelitos de «Rodeo Drive», pensó, y al hacerlo cayó en la cuenta de que estaba anotando mentalmente que debía llamar a Erin para contárselo.
*****
La sopa, medianamente apetitosa cuando estaba bien caliente, se convirtió en un espeso mejunje con trocitos de verdura nadando sobre caldo de tomate, mientras Darcy contemplaba la pantalla. La fotografía de la joven de diecinueve años, muerta, con una gastada zapatilla «Nike» en un pie, y un zapato de raso negro con lentejuelas en el otro, era una visión horrible. ¿Tendría Erin ese mismo aspecto cuando la encontraron? Las manos cruzadas sobre la cintura, las puntas de los zapatos desparejados señalando hacia arriba. ¿Qué clase de mente retorcida podía ver esa imagen y desear repetirla? El programa se cerraba con una referencia a la sospecha de que el asesino de Erin Kelley podía haberse inspirado en este antiguo crimen.
Cuando el programa terminó, apagó el televisor y escondió la cabeza entre las manos. Puede que el FBI tuviese razón, que el crimen fuese un plagio, que no fuese una coincidencia que, escasas semanas después de emitirse el programa, Erin muriese de la misma forma.
Pero ¿por qué Erin? Y el zapato de baile. ¿Sería de su número? Y si lo era. ¿Cómo pudo el asesino saberlo? Puede que esté loca, pensó. Puede que lo mejor sea olvidarlo todo y dejarlo en manos de gente que sabe lo que hace.
Sonó el teléfono. Estuvo tentada de no contestar, sintiéndose repentinamente demasiado cansada para hablar con nadie pero quizá se trataba de Billy. Había dado su número en el sanatorio por si se producía alguna emergencia. Levantó el auricular.
—Darcy.
—En persona. Bueno, ¡Por fin! He estado intentando dar contigo desde hace días. Soy el número 2721: Doug Fields.