Durante toda la semana siguiente, Darcy actuó como un robot al que hubieran programado para realizar ciertas tareas determinadas.
Acompañada por Vince d’Ambrosio y un detective de la comisaría de la zona, volvió el sábado al apartamento de Erin. Después de su última visita el viernes por la mañana, el contestador había grabado tres nuevas llamadas. Darcy rebobinó la cinta para escucharlas. La primera era del gerente de «Bertolini’s».
—Miss Kelley, hemos entregado el cheque a su representante, Mr. Stratton. No podemos expresar lo satisfechos que estamos con el collar.
Darcy arqueó las cejas.
—Erin nunca me dijo que Stratton fuese su representante.
La segunda llamada era de alguien que se identificó con el número 2695:
—Erin, soy Milton. Salimos el mes pasado. He estado fuera. Me gustaría volverte a ver. Mi número de teléfono es el 5553681. Y disculpa si fui demasiado directo la última vez.
La tercera llamada era de Michael Nash.
—Éste dejó un mensaje la otra noche —dijo Darcy.
Vince vio los nombres y los números.
—Dejaremos la cinta puesta durante algunos días.
Cuando Vince informó a Darcy de que los expertos del Departamento de Policía de Nueva York se presentarían de un momento a otro en el apartamento de Erin para registrarlo en busca de posibles pruebas, ella le pidió que la dejara acompañarle para recoger los papeles personales de Erin.
—Mi firma está registrada en su cuenta y en las pólizas de seguros a favor de su padre. Según me dijo, los papeles están en el archivador, bajó su nombre.
Las instrucciones de Erin eran sencillas y explícitas. Si algo llegaba a sucederle, Darcy debía utilizar el dinero del seguro para pagar los gastos del sanatorio. Había firmado un contrato con una casa funeraria de Wellesley para que, llegado el momento, se hiciesen cargo de lo necesario cuando su padre muriese. Todo lo que había en el apartamento, sus joyas y objetos personales, los legaba a Darcy Scott.
Había una breve nota para Darcy: «Darce, éste es seguramente un "en caso de", pero sé que cumplirás tu promesa de cuidar de papá si yo falto. Si esto llega a ocurrir, gracias por los buenos momentos que hemos pasado juntas, y disfruta de la vida por las dos».
Sin derramar una lágrima, Darcy contempló la familiar firma.
—Espero que siga su consejo —dijo Vince quedamente.
—Algún día lo haré —respondió Darcy—, pero todavía no. ¿Podría hacerme una copia de la lista de anuncios de contactos que le entregué?
—Naturalmente —dijo Vince—, pero ¿por qué? Vamos a localizar a todos aquellos que pusieron los anuncios que ella señaló con un círculo.
—Pero no van a salir con ellos. Ella escribió a varios anuncios en mi nombre. Puede que reciba llamadas de personas que salieron con ella.
Darcy se marchó cuando llegó la Brigada Forense. Fue directamente a su casa y empezó a hacer llamadas. El director de la funeraria de Wellesley se mostró simpático primero y luego práctico. Enviaría un coche fúnebre a la morgue, en cuanto el cuerpo de Erin fuese entregado. ¿Qué vestidos deseaba que llevara? ¿El féretro abierto?
Darcy recordó las magulladuras de la garganta de Erin. Sin duda los medios informativos estarían presentes en la capilla ardiente.
—El féretro, cerrado. Yo misma le llevaré la ropa. Las visitas, el lunes. La misa de funeral, el martes en Saint Paul.
¡Saint Paul! Estando en casa de Erin y Billy, algunas veces les había acompañado a Saint Paul.
Volvió al apartamento de Erin. Vince D’Ambrosio estaba todavía allí. La acompañó al dormitorio y la observó mientras abría el armario.
—Erin tenía mucho estilo —dijo Darcy con voz temblorosa mientras buscaba el vestido que tenía pensado—. Ella solía decirme que se sintió muy pasada de moda cuando entré en la habitación, con mis padres, el primer día en la Universidad. Yo llevaba un traje de diseño y unas botas italianas que mi madre me había obligado a ponerme. Yo a mi vez pensé que ella estaba impresionante con unos sencillos pantalones amplios y un jersey, y una bisutería maravillosa. Ya entonces diseñaba sus propias piezas.
Vince sabía escuchar. De una forma vaga, Darcy era consciente de que agradecía que la dejara hablar.
—Nadie va a verla —dijo—, excepto yo, quizás, aunque sólo un minuto. Pero me gustaría sentir que lo que elija a ella le hubiera gustado… Erin siempre me sermoneaba para que prestase más atención a mi aspecto. Yo le enseñé a confiar en su intuición. Tenía un gusto exquisito.
Extrajo un traje de fiesta de dos piezas: una chaqueta confeccionada a medida en rosa pálido, con delicados botones plateados, y una falda de gasa vaporosa, rosa y plata.
—Erin lo compró para llevarlo en un baile de gala de beneficiencia. Era una maravillosa bailarina. Eso era otra de las cosas que compartíamos. Nona también. Conocimos a Nona en una clase de bailes de salón, en nuestro centro de salud.
Vince recordó que Nona se lo había explicado.
—Por lo que me dice, ese vestido parece ser justamente el que Erin hubiese deseado llevar ahora.
No le gustaba el hecho de que las pupilas de Darcy estuvieran tan dilatadas. Lamentó no poder llamar a Nona Roberts, estaba en Nanuet, en una grabación a la que, según le había dicho, no podía faltar. Darcy no debía quedarse sola demasiado tiempo.
Ella se dio cuenta de que podía leer los pensamientos de D’Ambrosio. También sabía que no conseguiría tranquilizarlo. Lo mejor que podía hacer para colaborar en estos momentos era marcharse y dejar a los expertos en huellas dactilares, o lo que fueran, hacer su trabajo. Intentó dar a su voz y su expresión un tono sosegado cuando preguntó:
—¿Qué están haciendo para encontrar al hombre que estaba citado con Erin el martes?
—Hemos encontrado a Charles North. Lo que Erin le explicó, concuerda. Fue una suerte que se le ocurriera preguntarle sobre él. Se trasladó el mes pasado de un bufete de abogados de Filadelfia a otro de Park Saint. Salió ayer de viaje para Alemania. Le estaremos esperando cuando regrese el lunes. Los detectives de este distrito están recorriendo los bares de la zona de Washington Square con la foto de Erin. Queremos saber si algún barman o camarero recuerda haberla visto el martes por la tarde y puede identificar a North cuando le echemos el guante.
Darcy asintió.
—Yo salgo para Wellesley. Estaré allí hasta después del funeral.
—¿Se encontrará allí con Nona Roberts?
—El martes por la mañana. No puede ir antes. —Darcy intentó sonreír—. Por favor, no se preocupe. Erin tenía muchísimos amigos. Me han llamado varios compañeros de «Mount Holyoke». Estarán allí. También vendrán muchos amigos de Nueva York. Además vivió en Wellesley desde que nació. Voy a alojarme en casa de los que fueron sus vecinos.
*****
En casa, mientras hacía el equipaje, recibió una llamada de Australia. Sus padres.
—Querida, si al menos pudiésemos estar contigo. Siempre consideramos a Erin como una segunda hija.
—Lo sé.
Si al menos pudiésemos estar contigo. ¿Cuántas veces habría oído esa frase a lo largo de los años? Cumpleaños. Graduaciones. Pero también había incontables ocasiones en que sí habían estado con ella. Cualquier hijo se hubiera sentido dichoso por tener como padres a una pareja de oro. ¿Por qué ella había salido tan retrógrada, con una mentalidad de «casita de campo con verja de madera»?
—Me alegro tanto de hablar con vosotros. ¿Cómo va la obra?
Ahora volvían a pisar tierra firme.
*****
El funeral fue un acontecimiento informativo. Fotógrafos y cámaras; vecinos y amigos; curiosos. Vince le reveló que había cámaras ocultas grabando a todos los que acudiesen a la capilla ardiente, la iglesia o el cementerio, por si se diese el caso de que el asesino de Erin estuviese entre ellos.
El religioso, de blancos cabellos, había conocido a Erin desde muy pequeña:
—¿Quién puede olvidar la imagen de esta muchacha, empujando la silla de ruedas de su padre para entrar en la iglesia?
El solista:
—… Todo lo que os pido es que recordéis siempre lo mucho que os amé. El religioso:
—Cuando la última lágrima sea enjugada…
Billy:
Pasó varias horas con él. «Me alegro de que no seas consciente de lo que está pasando». Apretó su mano. «Si es capaz de sentir algo, espero que piense que es Erin quien está a su lado».
*****
El martes por la tarde, un vuelo de «Pam Am» la devolvió a Nueva York en compañía de Nona Roberts.
—¿Por qué no te coges un par de días libres, Darce? —Preguntó Nona—. Han sido unos días muy duros para ti.
—En cuanto sepa que Charles North está entre rejas, me tomaré una semana. Unos amigos míos tienen un piso en Saint Thomas, y quieren que vaya a visitarles.
Nona vaciló.
—La cosa no va a ir por ahí. Vince me llamó la noche pasada. Han localizado a Charles North. La tarde del martes estaba en una reunión de la junta directiva de la empresa con veinte socios más. El que se encontró con Erin estaba utilizando su nombre.
*****
Después de ver el programa y hablar con Moore, el jefe de Policía, Chris decidió ir a Darien a pasar el fin de semana. Quería estar junto a su madre cuando la interrogase el FBI.
Sabía que Greta tenía previsto asistir a una cena de gala en el club. Hizo una parada para comer algo en «Nicola», y llegó a su casa hacia las diez. Decidió ver una película. Era un gran aficionado de las películas clásicas; puso en el vídeo El puente del rey San Luis y luego meditó sobre su elección. Siempre le había intrigado ese momento en que dos vidas llegaban a cruzarse. ¿Hasta qué punto era cosa del Destino? ¿Hasta dónde fruto de la casualidad? ¿Existía algo parecido a un plan universal inexorable que regía todas las cosas?
Poco antes de la medianoche, oyó chirriar la puerta del garaje y se dirigió hacia el extremo superior de las escaleras que daban al sótano para recibir a Greta, pensando lo tranquilizador que sería para él que su madre accediese a tener servicio interno. No le gustaba la idea de que regresase sola a este caserón vacío, ya entrada la noche.
Pero Greta se mostraba inflexible en este punto. Dorothy, la asistenta que venía diariamente desde hacía tres décadas, se ocupaba perfectamente de todo. Ella y el servicio semanal de limpieza. Si tenía una cena, contaba con un excelente servicio de catering. Y eso era todo.
Mientras se acercaba a las escaleras, la llamó:
—¡Hola, madre!
Desde arriba oyó la exclamación de sobresalto.
—¡¿Qué?! ¡Por Dios bendito, Chris! ¡Vaya susto me has dado! Tengo los nervios de punta. —Miró hacia arriba y trató de sonreír—. Me he alegrado mucho cuando he visto tu coche.
En la mortecina luz, su cara delgada le recordaba los delicados rasgos de Nan. El cabello plateado estaba recogido en un moño francés. Llevaba un vestido largo de terciopelo negro, y posado sobre los hombros, un chaquetón de marta. A punto de cumplir sesenta años, era una mujer bella y elegante cuya sonrisa nunca lograba desterrar totalmente la tristeza de sus ojos.
Chris fue repentinamente asaltado por la idea de que su madre siempre parecía estar esperando oír o ver algo, una especie de señal. Cuando él era pequeño, su abuelo le había contado una historia, ocurrida durante la Primera Guerra Mundial, sobre un soldado que había extraviado un mensaje que avisaba de un inminente ataque enemigo. Después de aquello, el soldado se culpó a sí mismo por las terribles bajas sufridas y toda su vida siguió buscando el mensaje en las cunetas y debajo de las piedras.
Mientras tomaba la última copa antes de irse a dormir, le habló de Erin Kelley y comprendió por qué había asociado ambas historias. Greta siempre había mantenido que Nan le había explicado antes de morir algo que había despertado en ella una señal de alarma. La semana anterior, una vez más, había recibido un aviso y tampoco ahora había estado en su poder evitar la tragedia.
—¿La chica que han encontrado llevaba puesto un zapato de fiesta de tacón alto? —Preguntó Greta—. ¿Cómo Nan? ¿Esa clase de zapatos que se usan para bailar? La nota decía que una «danzarina» iba a morir.
Chris escogió cuidadosamente sus palabras.
—Erin Kelley era una diseñadora de joyas. Por lo que alcanzo a comprender se cree que se trata de la imitación del otro crimen. Parece ser que tomó la idea del programa Crímenes reales. Un agente del FBI quiere hablar con nosotros del asunto.
*****
Moore, el jefe de Policía, telefoneó el sábado anunciando que el agente del FBI Vince d’Ambrosio desearía visitar a los Sheridan el domingo.
Chris estaba muy agradecido a Vince D’Ambrosio por insistir en que hubiera sido imposible hacer algo con la carta que había recibido Greta.
—Mrs. Sheridan —le dijo—, recibimos informaciones mucho más específicas que éstas y tampoco logramos impedir que ocurra una desgracia.
Vince pidió a Chris que le acompañase fuera.
—La Policía de Darien tiene los archivos de la muerte de su hermana —explicó—. Me van a entregar una copia. ¿Le importaría enseñarme el lugar exacto en que fue encontrada?
Caminaron por la carretera que conducía desde la propiedad de los Sheridan a la zona boscosa por la que discurría la pista de jogging. Los árboles eran más altos y el ramaje más espeso que quince años atrás; pero aparte de eso, comentó Chris, el lugar estaba exactamente igual.
Un bucólico escenario, en una rica población, que contrastaba radicalmente con el muelle abandonado del West Side. Nan Sheridan era una muchacha de diecinueve años. Una estudiante. Una atleta. Erin Kelley era una mujer de veintiocho, con una carrera profesional. Nan provenía de una familia acomodada, de la alta sociedad. Erin vivía por sus propios medios. Las únicas similitudes eran la forma de la muerte y el calzado. Ambas habían sido estranguladas. Ambas llevaban un zapato de noche. Vince preguntó a Chris si, cuando Nan iba a la escuela, había concertado alguna cita a ciegas a través de un anuncio de contactos personales.
Chris sonrió.
—Créame, Nan tenía suficientes chicos revoloteando a su alrededor como para no necesitar escribir a un anuncio para conseguir una cita. De todas formas, no existía nada parecido a ese asunto de los anuncios de contactos cuando estábamos en la Universidad.
—¿Estudió usted en Brown?
—Nan estudió allí. Yo fui a Williams.
—Supongo que todos los amigos íntimos de Nan fueron interrogados.
Caminaban por el sendero que atravesaba el bosquecillo. Chris se paró.
—Aquí fue donde la encontré.
Metió las manos en el bolsillo de su cazadora.
—Nan pensaba que las que se ataban a un solo chico estaban locas. Era bastante coqueta. Le gustaba divertirse. Nunca se perdía una fiesta, y bailaba todos los bailes.
Vince se volvió hacia él.
—Esto es importante. ¿Está usted seguro de que el zapato de baile que llevaba puesto cuando fue encontrada no era suyo?
—Completamente. Nan odiaba los tacones de aguja. Sencillamente, nunca se hubiera comprado esos zapatos. Y por supuesto, no había ni rastro del que completaba el par en el armario.
*****
Mientras conducía de regreso a Nueva York, Vince continuaba sopesando las similitudes y diferencias entre Nan Sheridan y Erin Kelley. «Parece un crimen plagiado», se dijo a sí mismo. «Danzarina». Esto era lo que le intrigaba. La nota que había recibido Greta Sheridan. Nan Sheridan no se perdía un baile. ¿Habían mencionado este detalle en el programa Crímenes reales? Erin Kelley había conocido a Nona en una clase de baile. ¿Era una coincidencia?
*****
El martes por la tarde Charles North fue interrogado por segunda vez por Vince d’Ambrosio. Lo estaban esperando el lunes en el aeropuerto Kennedy, y a su primer sentimiento de asombro al ser recibido por dos agentes del FBI, siguió inmediatamente la ira.
—Nunca he oído hablar de Erin Kelley. Nunca he escrito a un anuncio de contactos personales, pienso que son algo ridículo. No tengo la menor idea de quién ha podido utilizar mi nombre.
Fue una cuestión muy sencilla corroborar que North había estado, en efecto, en una reunión de la junta directiva el martes por la tarde, la hora en que, supuestamente, Erin Kelley debía encontrarse con él.
Esta vez el interrogatorio se realizaba en el cuartel general del FBI, en General Plaza. North era de estatura media más bien robusto. La cara ligeramente enrojecida indicaba que era un tanto aficionado a los «Martini». No obstante, decidió Vince, tenía un distinguido aire de autoridad y experiencia que probablemente atraía a las mujeres. Tenía cuarenta años y se había divorciado recientemente, después de doce años de matrimonio. Dejó bien claro que le disgustaba profundamente ser requerido por segunda vez para ser interrogado.
—Debe comprender que acabo de convertirme en socio de una prestigiosa firma de abogados, y me vería en una situación muy comprometida si aparezco relacionado con la muerte de esa joven. Comprometida para mí y también para la compañía.
—Lamento mucho molestarle, Mr. North —dijo Vince fríamente—. Puedo asegurarle que está usted fuera de toda sospecha respecto al asesinato de Erin Kelley. Pero Erin Kelley está muerta, víctima de un brutal homicidio. Es posible que sea una más a añadir a cierto número de mujeres que estaban contestando anuncios y desaparecieron. Alguien utilizó su nombre para publicar uno de estos anuncios. Alguien muy inteligente, que sabía que usted había abandonado recientemente su bufete de Filadelfia, cuando arregló la cita con Erin Kelley.
—¿Quiere hacer el favor de explicarme qué importancia puede tener esto? —espetó North.
—Tiene importancia porque algunas de las mujeres que contestaban anuncios de contactos son lo suficientemente listas como para comprobar la información que les ha dado el hombre con el que han aceptado salir. Suponga que el asesino de Erin Kelley pensó en esa posibilidad. ¿Qué mejor nombre podía utilizar que el de alguien que acababa de dejar su trabajo en Filadelfia para instalarse en Nueva York? Vamos a suponer que Erin busca su nombre en el registro de colegiados de Pennsylvania y llama a su despacho. Allí le informan de que usted acaba de dejar la firma para establecerse en Nueva York. Incluso hubiera podido llegar a comprobar que está usted divorciado. Ahora ya no tendría escrúpulos en citarse con Charles North.
Vince se inclinó hacia delante sobre su escritorio.
—Le guste o no, Mr. North, está usted relacionado con la muerte de Erin Kelley. Alguien que conocía sus actividades utilizó su nombre. Vamos a seguir todas las pistas posibles. Localizaremos a todas las personas cuyos anuncios sospechamos que pudo haber contestado. Exprimiremos la memoria de sus amigos para ver si mencionan algún nombre que nosotros no tengamos. Y en todos y cada uno de los casos, hablaremos con usted para ver si es alguien con el que puede tener alguna conexión.
—Ya veo que se trata de una orden, no de una petición. Le pido solamente una cosa. ¿Han dado ya mi nombre a los medios de comunicación?
—No, no.
—Pues ocúpese de que no lo hagan. Y cuando llame a mi oficina no se identifique como FBI. Diga —sonrió— que se trata de asuntos personales. No asuntos de contactos personales, por supuesto.
Cuando se marchó, Vince se recostó sobre el respaldo de la silla. No le gustaban los sabihondos, reflexionó. Pulsó el interfono.
—Betsy, quiero un informe completo sobre Charles North. Quiero saberlo absolutamente todo. Y otro más: Gus Boxer, el superintendente del ciento uno de la calle Christopher. Es el edificio de apartamentos en el que vivía Erin Kelley. Su cara me está persiguiendo desde el sábado. Estoy seguro de que tenemos su ficha.
Vince chasqueó los dedos.
—¡Espera un momento! Ése no es su verdadero nombre. Lo recuerdo: es Hoffman. Hace diez años era el superintendente de un edificio en el que murió una mujer de veinte años.
*****
El doctor Michael Nash no se sorprendió cuando, al regresar a Manhattan el domingo por la noche, encontró un mensaje grabado en el contestador pidiéndole que se pusiera en contacto con el agente del FBI Vince d’Ambrosio. Obviamente, estaban siguiendo la pista de todas aquellas personas que habían llamado a Erin Kelley.
Llamó el lunes por la mañana y concertó una cita con Vince para el martes, antes de la primera visita de sus pacientes.
Vince llegó al despacho de Nash puntualmente a las ocho y cuarto de la mañana del martes. El recepcionista le estaba esperando y le hizo pasar inmediatamente al despacho, donde Nash se encontraba ya sentado detrás de su escritorio.
El ambiente de la habitación recordaba una sala de club. Varias butacas confortables, paredes pintadas de amarillo, cortinas que dejaban pasar la luz, pero ocultaban a los ocupantes de la vista de los que pasaban por la acera. El tradicional diván, una versión en cuero de la chaise longue que Alice había comprado años atrás, estaba situado en una esquina, a la derecha del escritorio.
Una habitación apacible, como la mirada, a la vez amable y meditabunda, del hombre sentado detrás de la mesa. Vince recordó las tardes de los sábados: confesión.
—Déme su bendición, padre, porque he pecado.
La recitación de sus transgresiones fue evolucionando desde desobedecer a sus padres, hasta ofensas más graves llegada la adolescencia.
Siempre le había molestado que dijeran que el psicoanálisis había sustituido a la confesión.
—En la confesión te culpas a ti mismo —señalaba—; en el psicoanálisis culpas a los demás. —El master que había obtenido en psicología no había hecho más que afirmar su propia convicción.
Tenía la sensación de que Nash percibía su visceral hostilidad hacia los «loqueros». La percibía y la entendía.
Se miraron el uno al otro. Elegante pero discreto, pensó Vince. Él admitía que no era muy acertado eligiendo la corbata adecuada para sus trajes. Alice solía hacerlo por él. Pero no le importaba demasiado. Prefería llevar una corbata azul con un traje marrón, que aguantar que le diese la murga todo el día.
—¿Por qué no dejas el Departamento y te buscas un empleo donde puedas ganar dinero de verdad?
Hoy había cogido la primera corbata que tenía a mano en el armario y se la había puesto en el ascensor. Era marrón y verde. Llevaba un traje azul a rayas finas.
Alice era ahora la señora de Malcolm Drucker. Malcolm vestía trajes a medida y corbatas de «Hermès». Últimamente según le había contado Hank, había engordado y pasado a usar la talla cincuenta y dos. Cincuenta y dos corta.
Nash llevaba una chaqueta gris de tweed, y una corbata gris y roja. Un tipo atractivo, concedió Vince. Barbilla prominente ojos profundos. La piel ligeramente curtida. A Vince le gustaban los hombres que no tenían aspecto de esconderse en casa cuando hacía mal tiempo.
Fue directo al grano.
—Doctor Nash, usted dejó dos mensajes en el contestador de Erin Kelley. Por su contenido, daban a entender que la conocía, y que había salido con ella. ¿Es así?
—Sí. Estoy escribiendo un libro analizando el fenómeno social de los anuncios de contactos personales. «Kearns & Browns» es la editorial; Justin Crowell, mi editor.
«Por si se me ha ocurrido pensar que estaba tratando de conseguir una cita —se dijo Vince en su interior—. Ten cuidado de no soltarlo», se previno luego.
—¿Cómo llegó a salir con Erin Kelley? ¿Contestó usted a su anuncio, o contestó ella al suyo?
—Ella contestó al mío. —Nash rebuscó en el cajón—. Esperaba esta pregunta. Aquí está el anuncio al que ella escribió. Ésta es la carta que mandó. Quedamos para tomar una copa el treinta de enero, en «Pierre». Era una joven encantadora. Cuando le expresé mi extrañeza de que una persona tan atractiva necesitara pedir compañía, me dijo, con bastante franqueza, que contestaba anuncios a petición de una amiga que preparaba un documental. Normalmente no suelo revelar que estoy haciendo una investigación sobre las citas, pero con ella fui sincero.
—¿Y ésa fue la única vez que la vio?
—Sí. He estado muy ocupado. Estoy casi al final del libro y quería terminarlo. Había previsto volver a llamar a Erin cuando acabase, pero la semana pasada me di cuenta de que me iba a tomar otro mes, al menos, terminarlo. Y tampoco es cuestión de hacerlo a la carrera.
—Y por eso la llamó usted.
—Sí, a principios de semana. También el jueves. No, el viernes, un poco antes del fin de semana.
Vince examinó la carta que Erin había enviado a Nash. El anuncio estaba sujeto con un clip a la parte superior: «Varón, blanco, divorciado, médico, 37 a., 1,85 metros, atractivo, buena posición, gran sentido del humor. Le gusta esquiar, montar a caballo, los museos y los conciertos. Busca una mujer blanca, soltera o divorciada, creativa y atractiva. Nº. de apartado 3295».
La carta mecanografiada por Erin decía:
«Hola, número 3295. Puede que yo coincida con todo lo que citas. Bueno, casi. También tengo buen sentido del humor. Tengo 28 años, 1,67 metros, 54 kg, ¡y, según mis mejores amigos, soy muy atractiva! Soy una diseñadora de joyas, que está empezando a labrarse una posición. Soy buena esquiadora y puedo montar a caballo si el caballo es gordo y lento. Visitante asidua de los museos, de hecho, en ellos consigo muchísimas ideas para mis diseños. Y respecto a la música, considero que es un deber. ¿Nos vemos? Erin Kelley 212-555-1432».
—Puede usted entender por qué la llamé —dijo Nash.
—¿Y nunca más la volvió a ver?
—No volví a tener oportunidad. —Michael Nash se puso en pie—. Lo siento tengo que acabar en seguida. Mi primer cliente llega un poco antes de lo acostumbrado. Pero aquí estoy para lo que desee. Si puedo servirle de ayuda, por favor, no dude en contar conmigo.
—¿De qué manera cree usted que nos puede ayudar, doctor? —Vince se puso en pie al mismo tiempo que formulaba la pregunta.
—No lo sé. Supongo que es el instintivo deseo de ver entregado el asesino a la justicia. Era evidente que Erin Kelley amaba la vida y tenía mucho que ofrecer. Sólo tenía veintiocho años. —Extendió la mano—. Usted no tiene muy buena opinión de nosotros, los psiquiatras. ¿No es cierto, Mr. D’Ambrosio? En su opinión, sólo la gente neurótica y egocéntrica está dispuesta a pagar buenas sumas por venir aquí a lamentarse. Pero deje que le explique cómo veo yo mi trabajo. Mi vida profesional está dedicada a intentar ayudar a algunas personas que por diferentes circunstancias están a punto de ahogarse. Algunos casos son sencillos. En ellos soy como un socorrista que se da cuenta de que alguien no hace pie, y simplemente le acompaña hasta donde hace pie firme. Otros casos son mucho más arduos. Me siento como si intentara rescatar a una víctima de un naufragio en medio de un huracán. Lleva mucho tiempo llegar junto a ella, y las olas, y las corrientes, me empujan hacia el lado contrario. Me siento muy satisfecho cuando soy capaz de lograr el rescate.
Vince metió la carta de Erin en su maletín.
—Puede que necesitemos su ayuda. Vamos a tener bajo vigilancia a todos aquellos que Erin conoció a través de los anuncios. ¿Le importaría entrevistar a algunos de ellos, y darnos una opinión profesional sobre su personalidad?
—Con mucho gusto.
—Por casualidad, ¿es usted miembro de la AAPL? —Vince sabía que algunos psiquiatras que pertenecían a la Asociación Americana de Psiquiatría y Leyes, estaban particularmente formados para tratar con psicópatas.
—No, no lo soy. Pero, Mr. D’Ambrosio, mi investigación ha demostrado que una amplia mayoría de la gente que publica o contesta estos anuncios lo hace a causa de la soledad o el aburrimiento. Otros pueden tener motivos más siniestros.
Vince se volvió y se dirigió a la puerta. Al posar la mano sobre el tirador, dijo:
—Creo que eso se ha cumplido en el caso de Erin Kelley.
*****
El martes por la tarde, Charley llegó en coche hasta su refugio y bajó directamente al sótano. Cogió la pila de cajas de zapatos y las colocó sobre el congelador. El nombre de la chica a la que habían pertenecido estaba grapado sobre cada una de ellas. No porque necesitase recordarlo, por supuesto. Las recordaba a todas hasta en los más mínimos detalles. Aparte de eso, y exceptuando a Nan, tenía una grabación en vídeo de cada una de ellas. También había grabado el programa Crímenes reales, sobre la muerte de Nan. Habían hecho un buen trabajo encontrando a una chica que se pareciese tanto a ella.
Abrió la caja de Nan. La gastada zapatilla «Nike» y el zapato negro de raso con lentejuelas. El zapato era vulgar. Su gusto había mejorado mucho desde entonces.
¿Debía enviar las cosas de Nan y Erin al mismo tiempo? Sopesó cuidadosamente la idea. Era una ocasión importante.
No. Si lo hacía, la Policía y los medios de comunicación comprenderían inmediatamente que su teoría acerca de un crimen plagiado era errónea. Sabrían que el mismo par de manos había extinguido las dos vidas.
Puede que fuese divertido jugar con ellos por un tiempo.
Quizá podía empezar por enviar el zapato de Nan y el de la primera de las otras chicas. Fue Claire, dos años atrás. Una rubia platino de Lancaster, actriz de comedia musical. Bailaba maravillosamente. Tenía talento, verdadero talento. Su monedero estaba también en la caja, junto a una sandalia y un zapato de baile dorado. Seguramente a estas alturas su familia ya no conservaba su apartamento. Enviaría el paquete a la dirección de Lancaster.
Luego, al cabo de pocos días, enviaría otro paquete. Janine, Marie, Sheila, Leslie, Annette, Tina, Erin.
Calcularía el tiempo para que fueran recibidos antes del 13 de marzo. Quince días desde la fecha de hoy.
Esa noche, costase lo que costase, Darcy estaría aquí bailando con él.
Charley contempló fijamente el congelador. Darcy sería la última. Quizá debería conservarla para siempre…
*****
Cuando Darcy llegó a su apartamento desde el aeropuerto, el martes por la noche, encontró una docena de mensajes en el contestador. Algunos amigos le daban el pésame. Siete llamadas estaban relacionadas con los anuncios que Erin había contestado por ella. La agradable voz de David Well otra vez. Esta vez había dejado un número. También lo hicieron Len Parker, Cal Griffin y Albert Booth.
Había también una llamada de Gus Boxer diciendo que tenía un inquilino para el apartamento de Erin Kelley. ¿Podía Miss Scott desocupar el lugar este fin de semana? De esta manera no tendría que pagar el alquiler de marzo.
Darcy rebobinó la cinta, anotó los nombres y los números de teléfonos de los que habían llamado, y puso una cinta nueva. Vince D’Ambrosio seguramente querría tener una grabación de estas voces.
Calentó una lata de sopa y se la llevó en una bandeja a la cama. Después de tomarla, alcanzó el teléfono y la lista de hombres que habían llamado pidiendo una cita. Marcó el primer número. Cuando empezó a sonar, volvió a colgar de golpe. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, gimió:
—Erin, es a ti a quien quiero llamar.