El sábado por la mañana, Charley leyó fascinado el New York Post: «asesino imitador», rezaba un destacado titular.
La similitud entre la muerte de Erin Kelley y la de Nan Sheridan, relatada en el programa Crímenes reales, era el tema central de la información de las páginas interiores.
Venía también un reportaje sobre la carta recibida por la madre de Nan Sheridan anunciando que una joven neoyorquina sería asesinada la noche del martes. El periodista que firmaba el artículo declaraba que, según una fuente no revelada, el FBI estaba sobre la pista de un asesino reincidente. En los últimos años, siete jóvenes de Manhattan habían desaparecido. Estas jóvenes, al igual que la propia Erin Kelley, solían escribir a los anuncios de contactos personales.
Las circunstancias de la muerte de Nan Sheridan se volvían a relatar con todo detalle.
La información se complementaba con el historial de Erin Kelley, y diversas entrevistas a profesionales del mundo de la joyería. Todos coincidían en afirmar que Erin era una persona maravillosa, dulce y encantadora, con mucho talento. La fotografía publicada por el Post era la misma que Erin había enviado a Charley. Se sintió gratamente complacido.
La cadena de televisión pensaba repetir el episodio de Crímenes reales sobre la muerte de Nan el miércoles por la noche. Podía ser interesante verlo. Por supuesto, lo había grabado el mes pasado, pero verlo de nuevo, sabiendo que cientos o miles de personas estarían en ese momento jugando a los detectives, podía resultar excitante. ¿Quién lo habrá hecho? ¿Quién puede ser lo suficientemente listo para escapar impune de una cosa así?
Charley frunció el ceño. Imitador.
Eso significaba que pensaban que otro actuaba en su lugar, imitándole. Sintió que le invadía una rabia creciente, una rabia violenta y cruda. No tenían derecho a negarle el mérito, de la misma forma que Nan tampoco tenía derecho a no invitarle a su fiesta de cumpleaños, quince años atrás.
Volvería a su escondite secreto en los próximos días. Necesitaba estar allí. Pondría el vídeo y bailaría llevando el paso de Astaire. Pero no sería Ginger, ni Lesley, ni Ann Miller, la que llevaría en los brazos.
Su corazón empezó a latir con fuerza. Esta vez ni siquiera sería Nan. Sería Darcy.
Cogió la foto de Darcy. El suave cabello castaño, el esbelto cuerpo, los grandes ojos interrogantes. ¡Cuánto más delicioso sería este cuerpo cuando lo sostuviese, rígido y frío, entre sus brazos!
Imitador.
Arrugó de nuevo el entrecejo. La rabia golpeaba sus sienes iniciando una de sus terribles jaquecas. «Soy yo, Charley, el único que tiene poder sobre la vida y la muerte de estas mujeres. Yo, Charley, escapado de la prisión de un alma ajena, que ahora domino a mi voluntad».
Conseguiría a Darcy y exprimiría su vida, como había hecho con las otras. Y confundiría a la justicia con su talento, embrollando y desconcertando sus importunas mentes.
Imitador.
Los que escribieron eso tendrían que ver las cajas de zapatos apiladas en el sótano. Entonces se iban a enterar. En esas cajas guardaba un zapato de baile y el otro zapato que llevaba puesto cada una de las chicas muertas, empezando por los de Nan.
Por supuesto.
Podía probar que él no era ningún imitador. Su cuerpo se sacudió con una risa silenciosa y siniestra.
¡Oh! ¡Sí! Claro. Ésa podía ser una manera.