CAPÍTULO V
Viernes, 22 de febrero

Darcy contemplaba, sin verlo realmente, el proyecto del apartamento que estaba decorando. Su dueño se encontraba en Europa por un año y había sido muy explícito respecto a sus deseos.

—Quiero alquilarlo amueblado, pero voy a llevar mis cosas a un almacén. No quiero que ningún imbécil me deje una quemadura en la tapicería o en la alfombra. Arréglelo con gusto pero barato. Creo que es usted un genio en la materia.

El día anterior después de abandonar la comisaría, Darcy se impuso asistir a una liquidación total por traslado, en Old Tapper. Nueva Jersey. Había pescado una oferta de muebles de buena calidad que era prácticamente un regalo. Algunos le servirían perfectamente para este apartamento, los otros los almacenaría para otra ocasión.

Cogió la pluma y el bloc de dibujo. Los módulos irían colocados a lo largo de la pared formando una curva frente a la ventana. El… posó la pluma y ocultó el rostro entre las manos. Tengo que acabar este trabajo, tengo que conseguir concentrarme, pensó con desesperación.

Involuntariamente fue invadida por los recuerdos. Las últimas semanas de su segundo año en la Universidad. Erin y ella confinadas en su habitación, empollando, mientras la música de Bruce Springsteen llegaba desde la habitación contigua atravesando las paredes, tentándolas a unirse a la celebración de los que habían acabado los exámenes. Erin se lamentaba:

—Darce, no puedo concentrarme con Springsteen cantando.

—Vas a tener que hacerlo. Podemos comprar tapones para los oídos.

Erin, con aire malicioso contestó:

—Tengo una idea mejor.

Después de cenar fueron a la biblioteca. Cuando estaba a punto de cerrar, se escondieron en los aseos hasta que oyeron marcharse a los guardias de seguridad. Se instalaron en la séptima planta, en las mesas cercanas al ascensor, donde los fluorescentes permanecían encendidos toda la noche. Estudiaron en completo silencio, y al amanecer abandonaron el edificio por una ventana.

Darcy se mordió los labios, percatándose de que estaba de nuevo al borde de las lágrimas. Se frotó los ojos, y sin esperar un minuto más, cogió el teléfono y llamó a Nona.

—Te llamé anoche, pero no estabas.

Le explicó lo sucedido en el apartamento de Erin, quién era Jay Stratton y cómo encontraron el collar de «Bertolini’s» pero descubrieron que habían desaparecido unos diamantes.

—Stratton va a esperar unos días, para ver si se sabe algo de Erin antes de notificarlo a la compañía de seguros. La Policía no ha aceptado la denuncia de la desaparición de Erin porque dicen que interfiere con su derecho a la libertad de movimiento.

—Eso es absurdo —dijo Nona irritada.

—Por supuesto que es absurdo. Nona, Erin tuvo una cita el martes por la noche con alguien que había conocido a través de un anuncio. Eso es lo que más me preocupa. ¿Crees que debo llamar a ese agente del FBI que te escribió y contárselo?

Poco después, Bev asomó la cabeza por la oficina de Darcy.

—No quería molestarte, pero te llama Nona. —Le dirigió una mirada comprensiva. Darcy le había hablado de la desaparición de Erin.

*****

Nona fue breve.

—He dejado un mensaje al tipo del FBI para que me llame. Te volveré a llamar cuando lo haga.

—Si te propone que os veáis, me gustaría estar presente.

Después de colgar, la mirada de Darcy se posó en la cafetera situada en una mesita auxiliar al otro lado de la habitación, junto a la ventana. Preparó otro café, deliberadamente cargado.

Erin había llevado consigo un termo de café la noche que se escondieron en la biblioteca.

—Esto mantiene despiertas las células grises —comentó después de la segunda taza.

Ahora, después de su segunda taza, Darcy pudo por fin concentrarse en el proyecto del apartamento. Siempre tienes razón, Erin-go-bragh, pensó mientras cogía el bloc de dibujo.

Vince d’Ambrosio subió desde la sala de conferencias a su oficina del piso 28 del cuartel general del FBI, en Federal Plaza. Era alto y tenía buen tipo. Nadie al verlo hubiese puesto en duda que, a pesar de los veinticinco años transcurridos, siguiera ostentando todavía el récord de la milla de su escuela secundaria, «St. Joe’s de Montvale», en Nueva Jersey.

Llevaba el cabello muy corto. En su cara delgada y sonriente destacaban unos ojos castaños, grandes y cálidos. Vince D’Ambrosio se ganaba con facilidad la simpatía y la confianza de la gente.

Vince había servido en Vietnam como oficial de investigación criminal. A su regreso se doctoró en psicología y entró en el Bureau. Hace diez años, en la Academia de entrenamiento del FBI de la base Naval de Quantico, cerca de Washington D. C., colaboró en la creación del Programa de Detención de Criminales Violentos, conocido por VICAP, que consistía en un fichero computerizado especializado sobre todo en asesinos reincidentes.

Vince acababa de dirigir una sesión de puesta al día sobre VICAP para detectives del área de Nueva York que habían realizado el curso de VICAP en Quantico. La sesión de hoy se había centrado en la señal de alarma emitida por el ordenador, al descubrir, siguiendo el rastro de diversos crímenes aparentemente sin relación, la posible existencia de un asesino reincidente operando en el área de Manhattan.

Era la tercera vez en varias semanas que Vince repetía la misma y escueta información:

—Como todos sabéis el programa VICAP puede establecer conexiones entre casos hasta el momento considerados aislados Los investigadores y expertos de VICAP nos han prevenido recientemente de una posible relación entre los casos de seis jóvenes mujeres desaparecidas en los dos últimos años.

»Todas ellas tenían apartamentos en Nueva York, pero nadie sabe con seguridad en qué lugar de Nueva York se encontraban en el momento de su desaparición. Todavía figuran en la lista de personas desaparecidas, pero nos inclinamos a creer que hay un asunto mucho más siniestro detrás.

»Las coincidencias entre estas jóvenes son sorprendentes. Todas eran esbeltas y muy atractivas. Sus edades oscilaban entre los veintidós y los treinta y cuatro años. Tenían una buena posición y una esmerada educación, eran abiertas y extravertidas. Y además todas solían escribir habitualmente a los anuncios de contactos personales. Estoy convencido de que nos encontramos ante otro asesino que se sirve de los anuncios de contactos, y que esta vez se trata de alguien diabólicamente listo.

»Si vamos bien encaminados, el perfil del sujeto es el siguiente:

»Bien educado, desenvuelto, entre veinticinco y cuarenta años, atractivo. Estas mujeres no se hubieran interesado en un diamante en bruto. Seguramente no ha sido nunca arrestado por delitos violentos, pero puede tener un historial de voyeurismo en su juventud, o de sustraer repetidamente objetos personales a las chicas de su escuela. Es muy posible que sea aficionado a la fotografía.

Cuando los detectives abandonaron la sala, prometiendo buscar cualquier información sobre mujeres desaparecidas que reunieran estas características. Dean Thompson, el detective del distrito sexto, se demoró unos instantes. Vince y él se habían conocido en Vietnam y seguían manteniendo su amistad después de todos estos años.

—Vince, una joven vino ayer solicitando que se abriera un expediente de desaparición de una amiga suya, Erin Kelley, que no ha sido vista desde la noche del martes. Es una mujer joven que encaja en la descripción que acabas de hacer. Y estaba contestando anuncios de contactos. Estaré encima del asunto.

—Manténme informado.

Ahora en su oficina, Vince hojeaba los mensajes acumulados sobre su mesa. Hizo un gesto de aprobación al ver que Nona Roberts le había llamado. Marcó su número, dio su nombre a la secretaria de Nona y ésta pasó su llamada directamente.

Frunció el ceño mientras la alterada voz de Nona explicaba:

—Erin Kelley, una joven a la que pedí que contestara a algunos anuncios de contactos para mi investigación, ha desaparecido desde el martes. Es imposible que nadie la haya visto desde entonces a no ser que haya sufrido un accidente, o algo peor. Pondría la mano en el fuego.

Vince echó un vistazo a su agenda. Tenía reuniones en el departamento durante toda la mañana. Debía presentarse en la oficina del alcalde a la una y media. Nada que pudiese cancelar.

—¿Le va bien a las tres? —preguntó a Roberts.

Después de colgar el auricular, dijo en voz alta:

—¡Una más!

*****

Un momento después de telefonear a Darcy para comunicarle la cita de las tres y media con D’Ambrosio, Nona recibió la inesperada visita de Austin Hamilton, director ejecutivo y único propietario de «Hudson Cable Network».

Hamilton tenía un carácter frío y sarcástico, y sus empleados mantenían con él un trato distante y lleno de recelo. Nona había conseguido interesarle en su documental sobre los anuncios de contactos a pesar de que su comentario inicial fue:

—¿A quién puede interesarle una pandilla de fracasados encontrándose con otros fracasados?

Ella había apuntalado su poco convencido «adelante», enseñándole páginas de anuncios de contactos de varios periódicos y revistas.

—Es un fenómeno social de nuestra época —argumentó—. Publicar estos anuncios no es precisamente barato. Es la historia de siempre: chico quiere conocer chica. Ejecutivo de edad quiere conocer divorciada solvente. La cuestión es, ¿encuentra el príncipe encantado a su Bella Durmiente? o, ¿son estos anuncios una inmensa y a veces humillante pérdida de tiempo?

Hamilton admitió a regañadientes que quizá se podía hacer una buena historia con todo eso.

—En mi época —señaló— establecías tus primeras relaciones sociales en el colegio y la Universidad, y en las fiestas de presentación en sociedad. Te hacías con un grupo selecto de amistades y a través de ellos conocías a otras personas de tu clase social.

Hamilton era un profesional de sesenta años, pedante y esnob. No obstante había levantado «Hudson Cable» con sus propias manos, y su innovadora programación era un serio desafío a las tres cadenas principales.

Entró en la oficina de Nona con un humor de perros. Aunque siempre iba impecablemente vestido. Nona concluyó que indefectiblemente conseguía resultar poco atractivo. El traje de «Savile Row» apenas disimulaba sus hombros demasiado estrechos y su ensanchada cintura. El escaso cabello teñido rubio platino no lograba parecer natural. Los labios finos, que en ocasiones podían llegar a esbozar una selectiva sonrisa, formaban una apretada y casi invisible línea. Los pálidos ojos azules tenían un brillo glacial.

Fue directo al grano:

—Nona, estoy harto de este maldito proyecto tuyo. Creo que no hay una sola persona soltera en todo el edificio que no esté poniendo o contestando anuncios de contactos y perdiendo el tiempo comparando sus resultados con los demás hasta la náusea. O acabas pronto con esto, o ya puedes olvidarte de él.

A veces convenía aplacar a Hamilton y otras era mejor intrigarle. Nona eligió lo segundo.

—No tenía noción de la conmoción que podía causar el asunto de los contactos. —Rebuscó sobre su mesa y le tendió la carta de D’Ambrosio.

Él arqueó las cejas mientras leía.

—Vendrá aquí hoy a las tres. —Nona tragó saliva—. Como puedes ver, señala que puede haber un lado oscuro en los anuncios de contactos. Una buena amiga mía, Erin Kelley, fue el martes a una de estas citas. Ahora ha desaparecido.

El olfato de Hamilton para la noticia se sobrepuso a su mal humor.

—¿Crees que existe alguna relación?

Nona volvió la cabeza. Distraídamente se fijó en la planta que Darcy había regado dos días atrás. Volvía a tener las hojas lacias.

—Espero que no. No lo sé.

—Ponme al corriente de lo que te diga ese tipo.

Nona comprobó con desagrado que a Hamilton se le estaba haciendo la boca agua sobre el potencial valor noticiable de la desaparición de Erin. Haciendo un visible esfuerzo para resultar simpático, dijo:

—Seguro que tu amiga está bien, no te preocupes.

Cuando se fue, su secretaria, Connie Fender, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Estás viva todavía?

—A duras penas. —Nona intentó sonreír.

¿Tuve alguna vez veinte años?, se preguntó. Connie era la versión de color de Joan Nye, la presidenta del «Hasta Nunca Club». Joven, bonita, brillante, inteligente. La nueva esposa de Matt tiene veintidós años, y yo voy a cumplir cuarenta y uno, pensó Nona. Y más sola que la una. ¡Vaya panorama!

—Mujer negra soltera desea conocer cualquier cosa que respire —bromeó Connie—. Tengo un buen montón de respuestas de algunos números a los que escribiste. ¿Quieres echarles un vistazo?

—Desde luego.

—¿Más café? Después del Terrible Austin seguramente lo necesitas.

Esta vez la sonrisa de Nona resultó casi maternal. Por lo visto, Connie no se había enterado de que ofrecer una taza de café al jefe estaba mal visto por ciertas feministas.

—Sí, me gustaría tomar una taza.

Connie regresó pocos minutos después.

—Nona, Matt al teléfono. Le he dicho que estabas reunida, pero insiste en que debe hablarte de un asunto de vital importancia.

—Seguro que lo es. —Nona esperó a que la puerta se cerrara y bebió un sorbo de café antes de coger el teléfono. Matthew, pensó, significa «Regalo de Dios». Ya lo creo.

—¡Hola, Matt! ¿Qué tal estáis tú y la reina de la fiesta de promoción?

—Nona, ¿te sería muy difícil dejar de ser tan sarcástica?

¿Había sido siempre tan llorón?

—No, la verdad es que no. —Maldita sea, pensó Nona, después de dos años todavía le resultaba doloroso hablar con él.

—Nona, estaba pensando… ¿Por qué no me compras la casa? A Jeanie no le gusta vivir en Hamptons. El mercado está muy mal en este momento, y yo te haría un buen precio. Siempre puedes pedirle un préstamo a tu familia.

Matty el gorrón, pensó Nona. A esta condición se ha visto reducido desde su matrimonio con la niña.

—No quiero la casa —dijo con calma—. Me compraré una cuando liquidemos la hipoteca de ésta.

—Pero, Nona, a ti te gusta esta casa. Lo haces únicamente para vengarte.

—Hasta luego. —Nona colgó.

«Estás equivocado, Matt —pensó—. Me gustaba la casa porque la compramos juntos, y comimos langosta para celebrar la primera noche que pasamos en ella, y cada año lo repetíamos añadiendo algo nuevo para que resultara aún mejor. Ahora quiero empezar de nuevo, sin lastres. Nada de recuerdos».

Empezó a despachar la nueva remesa de cartas. Había enviado más de un centenar a personas que insertaban anuncios buscando otras personas con las que compartir sus experiencias. Incluso había convencido a Gary Fish, el presentador más famoso de «Hudson Cable», para que animase a los espectadores a escribir sobre los resultados que obtenían poniendo o contestando anuncios y las razones por las que dejaban de utilizarlos.

La convocatoria hecha en directo estaba resultando un éxito. Un número relativamente pequeño escribió declarando estar satisfechos con la experiencia:

…«Es la persona más maravillosa del mundo, y ahora estamos prometidos». «Estamos viviendo juntos».… «Nos casamos».

La mayoría en cambio expresaban su decepción.

«Decía que era un empresario. Quería decir que estaba arruinado. Intentó sacarme dinero la primera vez que nos vimos».

De un varón blanco soltero y tímido: «Me estuvo criticando durante toda la cena. Dijo que tenía mucha caradura por poner en el anuncio que era atractivo. Me hizo sentir como una basura».

… «Empecé a recibir llamadas obscenas a altas horas de la noche».

… «Cuando volví a casa del trabajo me lo encontré sentado delante de mi puerta esnifando cocaína».

Algunas cartas no tenían firma.

«No quiero desvelar mi identidad pero estoy segura de que el hombre que conocí a través de un anuncio de contactos fue el que me desvalijó la casa».

«Invité a mi casa a un atractivo ejecutivo que pasaba de los cuarenta, y me lo encontré intentando besar a mi hija de diecisiete años».

Nona sintió que se le oprimía el corazón al leer la última carta. Había sido enviada por una mujer de Lancaster, Pennsylvania.

«Mi hija de veintidós años, que era actriz, desapareció hace dos años. Cuando dejó de llamarnos, fuimos a su apartamento de Nueva York. Era evidente que no había estado allí hacía muchos días. Solía escribir a los anuncios de contactos. Estamos consternados, no hay la más mínima pista sobre su paradero».

«¡Dios mío! —Pensó Nona—. ¡Dios mío! ¡Por favor, haz que Erin se encuentre bien!». Con manos temblorosas empezó a clasificar las cartas más interesantes en tres grupos: satisfechos, decepcionados, problemas serios. La última carta la dejó aparte para enseñársela a D’Ambrosio.

A la una, Connie le trajo un sándwich de jamón y queso.

—Nada mejor que un poco de colesterol —comentó Nona.

—No merece la pena traerte uno de atún si nunca te lo comes.

A las dos. Nona había dictado las cartas para los posibles invitados. Escribió una nota para recordar que debía buscar un psicólogo o psiquiatra para venir al programa. Tengo que conseguir alguien que pueda hacer un análisis general de todos los aspectos del fenómeno de los anuncios de contactos.

Vince d’Ambrosio llegó a las tres menos cuarto.

—Dice que ya sabe que es demasiado pronto —explicó Connie— y que no le importa esperar.

—No, está bien. Hazle pasar.

*****

En menos de un minuto, Vince d’Ambrosio se olvidó de la marcada incomodidad del canapé verde de la oficina de Nona Roberts. Consideraba que tenía buen ojo para la gente, y Nona le gustó inmediatamente. Sus modales eran directos, cordiales. No era guapa, pero sí atractiva, especialmente por sus pensativos ojos grandes y oscuros. Estaba muy poco o nada maquillada. También le gustaban los ligeros toques grises de su pelo rubio oscuro. Alice, su ex mujer también era rubia, pero su dorada melena era el resultado de visitas regulares a «Vidal Sassoon». Bueno, al menos ahora estaba casada con un tipo que podía costearlas.

Era evidente que Nona estaba muy preocupada.

—Lo que me dice en su carta coincide con la mayor parte de las respuestas que he recibido —le explicó ella—, gente que se ha encontrado con ladrones, aprovechados, drogadictos, pervertidos. Y además…, se mordió los labios… Una persona que nunca en su vida hubiera contestado uno de estos anuncios y que lo hizo para hacerme un favor, ha desaparecido.

—Hábleme de ella.

Nona agradeció en ese momento que Vince d’Ambrosio no perdiese el tiempo en huecas frases tranquilizadoras.

—Erin tenía veintisiete o veintiocho años. Nos conocimos hace seis meses, en un centro de salud. Darcy Scott, ella y yo estábamos juntas en la misma clase de baile, y nos hicimos muy amigas. Darcy vendrá dentro de pocos minutos. —Cogió la carta de la mujer de Lancaster y se la tendió—. Acaba de llegar.

Vince la leyó rápidamente y silbó por lo bajo.

—Esta desaparición no nos ha sido denunciada, esta chica no figura en nuestra lista. Con ella el número de desapariciones asciende a siete.

*****

En el taxi que la llevaba a la oficina de Nona, Darcy recordaba la vez en que Erin y ella habían ido a esquiar a Stowe, durante su último curso en la Universidad. Las pistas estaban heladas y la mayoría de los esquiadores se retiraron temprano. Ella había animado a Erin a hacer una última bajada. Erin resbaló en el hielo y se cayó, rompiéndose una pierna.

Cuando acudió el equipo de rescate, Darcy la acompañó esquiando junto a la camilla y luego en la ambulancia. Recordaba la demacrada cara de Erin, mientras trataba de bromear.

—Espero que esto no me impedirá bailar. Pensaba ser la reina del baile.

—Lo serás, ya lo verás.

En el hospital, cuando las radiografías fueron reveladas, el traumatólogo dijo, arqueando las cejas.

—La verdad es que te has hecho un buen trabajo. Pero no te preocupes: lo arreglaremos. —Luego se dirigió a Darcy con una sonrisa—. Cambia esa cara de preocupación. Se curará.

—No sólo estoy preocupada, es que me siento culpable —respondió Darcy al doctor—. Erin no quería hacer esa última bajada.

Ahora, mientras entraba en la oficina de Nona y le presentaban al agente D’Ambrosio, Darcy comprendió que estaba experimentando la misma reacción, el mismo alivio al saber que alguien se ocupaba del asunto, la misma culpabilidad por haber insistido para que Erin se metiese en este asunto.

—Nona sólo nos dijo si queríamos probar. Fui yo la que empujó a Erin a hacerlo —explicó a D’Ambrosio.

Él fue tomando notas mientras le seguía hablando de la llamada del martes, de la cita que Erin mencionó con Charles North, en un pub cerca de Washington Square. Advirtió el cambio en la actitud de D’Ambrosio cuando le habló de la apertura de la caja fuerte, de la entrega del collar de «Bertolini’s» a Jay Stratton y de la reclamación hecha por éste sobre la desaparición de unos diamantes.

Preguntó por la familia de Erin.

Darcy se quedó pensativa, mirándose fijamente las manos.

«Recuerdo cuando llegué a “Mount Holyoke”, el primer día de las clases. Erin ya estaba allí. Había apilado sus maletas en una esquina. Se miraron de arriba abajo y a cada una le gustó la otra. Los ojos de Erin se abrieron desmesuradamente al ver a papá y mamá, pero no perdió la compostura.

»—Cuando Darcy me escribió este verano para presentarse, no podía ni imaginar que sus padres eran Barbara Thorne y Robert Scott —dijo—. Creo que no me he perdido ninguna de sus películas. —Luego añadió—: Darcy, no quería instalarme hasta que tú no hubieses llegado. Pensé que quizá tenías alguna preferencia sobre el lado de la cama o del armario.

»Recuerdo la mirada que se intercambiaron papá y mamá. Ambos pensaron que Erin era una chica muy simpática. Le pidieron que viniera a comer con nosotros.

»Erin había venido sola. Nos explicó que su padre estaba inválido. Nos preguntábamos por qué nunca hablaba de su madre. Más tarde me explicaría que cuando ella tenía seis años, a su padre se le diagnosticó una esclerosis múltiple, y quedo postrado en una silla de ruedas. Su madre se largó cuando ella tenía siete años.

»—Yo no contaba con esto —dijo—. Erin, tú puedes venir conmigo si quieres.

»—No puedo dejar a papá solo. Me necesita.

»Con el paso de los años, Erin había perdido todo contacto con su madre.

»—Lo último que he sabido de ella es que vive con un tipo que tiene una compañía de veleros de alquiler en el Caribe.

»Había conseguido el ingreso en “Mount Holyoke” gracias a una beca.

»—Papá dice que estar inmovilizado todo el tiempo te da todo el tiempo del mundo para ayudar a tu hija con los deberes. Si no puedes pagar la Universidad, puedes ayudarle a conseguir una matrícula gratuita.

»¡Oh, Erin! ¿Dónde estás? ¿Qué te habrá ocurrido?».

Darcy cayó en la cuenta de que D’Ambrosio estaba esperando su respuesta.

—Su padre está en un sanatorio en Massachusetts desde hace algunos años —dijo—. Apenas está consciente. Creo que soy la persona más próxima a Erin, aparte de él.

Vince percibió el dolor en los ojos de Darcy.

—En mi trabajo he podido comprobar que tener un solo buen amigo puede ser mejor que tener una multitud de parientes.

Darcy esbozó una forzada sonrisa.

—La cita favorita de Erin era de Aristóteles: «¿Qué es un amigo? Una sola alma morando en dos cuerpos».

Nona se levantó, se acercó a la silla de Darcy y puso las manos sobre sus hombros. Luego miró directamente a D’Ambrosio y dijo:

—¿Qué podemos hacer para ayudar a encontrar a Erin?

*****

Mucho tiempo atrás, Petey Potters había sido un obrero de la construcción.

Obras importantes —como le gustaba alardear delante de cualquiera que estuviese dispuesto a escucharle—. World Trade Center. Solía estar afuera «colgao d’una viga». ¡Casi «na»! El viento te meneaba de tal manera que «paecía» que «t’ibas» a caer. —Se reía estrepitosamente—. Pero, qué vista amigo. ¡Qué vista!

Pero por la noche el pensamiento de volver a subir a un andamio empezó a atormentarle. Un par de tragos de whisky, unas cervezas, alguna copita y tendría caliente el estómago y de allí el calor se difundiría por todo el cuerpo.

—¡Eres igual que tu padre! —Empezó a reprocharle su mujer—. Un asqueroso borracho.

Petey no se sintió insultado. Entonces comprendió. Empezó a reírse cuando su esposa despotricaba sobre papi. Papi había sido un caso. Desaparecía durante semanas, dormía la mona en una pensión de mala muerte del Bowery y volvía a casa.

—Cuando tengo hambre no tengo problemas —confió al pequeño Petey de ocho años—. Voy al albergue del Ejército de Salvación más cercano y me tiro de cabeza. Me dan una comida, un baño y una cama. Nunca falla.

—¿Qué quiere decir «tirarse de cabeza»? —preguntó Petey.

—Cuando llegas al albergue, te hablan de Dios y del perdón, y de que todos somos hermanos y deseamos ser salvados. Entonces preguntan quién cree que las Sagradas Escrituras te conducen hasta el Creador. Así te convierten. Entonces tú te levantas, caes de rodillas y gritas que quieres ser salvado. Esto es «tirarse de cabeza».

Casi cuarenta años después, el vagabundo Petey Potters todavía se divertía al recordarlo. Se había construido su propio refugio mezclando madera, latas y trapos viejos, apilándolos para formar una especie de tienda contra el derruido terminal del muelle abandonado de la Calle 56 Oeste.

Las necesidades de Petey eran muy simples. Vino, colillas, algo de comida. Las papeleras y cubos de basura suministraban suficientes latas y botellas para ser revendidas a los depósitos. Cuando se le despertaba la ambición cogía un limpiacristales de goma y una botella de agua jabonosa, y se paraba en la salida de la autopista del West Side, en la Calle 56. Ningún conductor deseaba ver su parabrisas pringado por sus maniobras, pero la mayoría de la gente no se atrevía a negarse. Solamente la última semana oyó a una vieja bruja increpar a la conductora de un «Mercedes».

—Jane, ¿por qué te dejas estafar de esta manera?

A Petey le encantó la respuesta.

—Porque no quiero que me escupa sobre el coche si me niego, madre.

Petey no escupía sobre nada si era rechazado. Se limitaba a llegarse hasta el coche siguiente, armado con su pulverizador y una zalamera sonrisa.

Ayer había sido un buen día. Había nevado lo suficiente para que la autopista estuviese sucia y los parabrisas salpicados con el barro que lanzaban los neumáticos de los coches de delante. Muy pocas personas rechazaron sus servicios en la rampa de salida. Había reunido dieciocho pavos, suficiente para un bocadillo de varios pisos, tabaco, y tres botellas de vino peleón.

Por la noche se instaló en su cobertizo envuelto en la vieja manta militar que le habían dado en la iglesia armenia de la Segunda Avenida, con un gorro de esquí que le mantenía la cabeza calentita, y el apolillado cuello de piel de su andrajoso pero confortable abrigo levantado para proteger su garganta. Se comió el bocadillo con la primera botella de vino, luego se sentó sorbiendo y chupando, satisfecho y caliente en medio de una ebria semiinconsciencia. Papi tirándose de cabeza. Mamá volviendo al apartamento de la avenida Tremont, agotada de fregar las casas de los demás. Birdie, su esposa. Cotorra, tenían que haberla llamado en lugar de Birdie.[1]

Petey se estremeció regocijándose con el juego de palabras. Se preguntó dónde estaría ella ahora. ¿Qué habría sido del chico? Era un buen chico.

Petey no recordaba con seguridad cuándo oyó llegar al coche. Intentó despertarse completamente con el instintivo deseo de proteger su territorio. A lo peor eran los polis intentando derribar su chabola. ¡Na! A la poli le traían sin cuidado las chabolas como la suya, en medio de la noche.

Puede que fuera un drogata. Petey asió una botella de vino vacía por el cuello. Más le vale no intentar entrar aquí. Pero nadie vino. Al cabo de unos minutos oyó el coche partir de nuevo. Se asomó afuera con precaución. Las luces traseras desaparecían en la desierta autopista del West Side. Tal vez era alguien que tenía que hacer aguas, decidió Petey mientras alcanzaba la última botella de vino.

Era ya entrada la tarde cuando Petey abrió los ojos de nuevo. Sentía la cabeza hueca y le palpitaban las sienes. Las tripas le ardían. Su lengua parecía el suelo de una jaula de pájaros. Se puso en pie. Las tres botellas vacías no le ofrecían ningún consuelo. Encontró veinte centavos en el bolsillo del abrigo. Tengo hambre, gimió interiormente. Sacando la cabeza por detrás de la lámina de hojalata que le hacía de puerta, calculó que ya era tarde, porque las sombras se alargaban sobre el muelle. Achinó los ojos para enfocar algo que, desde luego, no era una sombra. Petey entornó los ojos, murmurando una blasfemia para sus adentros y se alzó sobre sus pies.

Tenía las piernas agarrotadas, y con paso torpe, se dirigió tambaleándose hacia aquella cosa abandonada en el muelle.

Era una mujer delgada, joven, con la cara rodeada de rizos pelirrojos. No cabía la menor duda de que estaba muerta. Tenía un collar enroscado en la garganta. Vestía pantalones y blusa. Sus zapatos eran cada uno de diferente par.

El collar brillaba en la luz mortecina. ¡Oro! ¡Oro auténtico! Petey se pasó la lengua por los labios con nerviosismo. Superando la repulsión de tocar el cuerpo de la muchacha muerta, tanteó la parte posterior del cuello para encontrar el broche del recargado collar. Sus dedos gruesos y temblorosos no pudieron encontrar el cierre y soltarlo. ¡Jesús, qué fría estaba!

No quería romper nada. ¿Sería lo suficientemente largo para sacarlo por encima de la cabeza? Tratando de ignorar las magulladuras del cuello amoratado, estiró de la pesada cadena.

Las huellas de sus dedos mugrientos ensuciaron la cara de Erin cuando Petey liberó su collar y lo deslizó en su bolsillo. Los pendientes. Eran buenos también.

A lo lejos, Petey oyó la sirena de la Policía. Como un conejo asustado se levantó de un brinco, olvidándose de los pendientes. No podía quedarse allí. Tenía que coger sus cosas y buscarse un nuevo refugio. Cuando encontrasen el cadáver, su mera presencia allí sería suficiente para los polis.

La conciencia de un potencial peligro le devolvió la sobriedad repentinamente. Dando traspiés, corrió a su chabola. Todo lo que poseía podía empacarse en la manta militar. Su almohada, un par de calcetines, algo de ropa interior, una camisa de franela. Un plato, una cuchara y una taza, cerillas, cigarrillos. Periódicos viejos para las noches frías.

Quince minutos más tarde, Petey se había desvanecido en el mundo de los sin hogar. Mendigando en la Séptima Avenida consiguió cuatro dólares y treinta y dos centavos, que utilizó para comprar una botella de vino y un bollo. Había un sujeto joven en la Calle 57 que vendía joyas robadas. Le entregó veinticinco dólares por el collar.

—Esto es bueno, tío. Trata de conseguir más como éste.

A las diez de la noche, Petey dormía sobre una rejilla de ventilación del Metro que exhalaba un aire húmedo y viciado pero caliente. A las once alguien lo sacudió hasta despertarlo, y oyó una voz compasiva que le decía:

—Vamos, amigo. Esta noche va a hacer frío de veras. Vamos a llevarte a un sitio donde puedas tener una cama decente y una buena comida.

*****

A las seis menos cuarto de la tarde del viernes Wanda Libbey, confortablemente segura en su nuevo «BMW», avanzaba lentamente por la autopista del Oeste. Satisfecha por las estupendas compras que había hecho en la Quinta Avenida, Wanda se reprochaba de todas formas el haber llegado tan tarde a la salida de Tarrytown. El viernes por la tarde la hora punta era la peor de la semana, el momento en que mucha gente dejaba Nueva York para ir a sus casas de campo. No le gustaría volver a vivir en Nueva York. Demasiado sucio. Demasiado peligroso.

Wanda echó un vistazo al bolso de «Valentino», en el asiento de al lado. Después de dejar el coche en el aparcamiento de Kinney, lo había sujetado firmemente debajo del brazo, y así lo había llevado durante todo el día. No era tan tonta como para llevarlo colgando del brazo de manera que cualquiera pudiera echarle el guante.

Otro condenado semáforo. Bueno, unas cuantas manzanas más y estaría en la rampa. Por fin habría dejado atrás este horroroso tramo que llamaban autopista.

Un golpe la obligó a mirar hacia la derecha. Una cara barbuda le sonreía en la ventanilla. Un trapo empezó a moverse sobre el parabrisas.

Los labios de Wanda se cerraron en una apretada línea. ¡Maldita sea! Sacudió vigorosamente la cabeza. ¡No, no!

El hombre hizo caso omiso. «No pienso dejar que esta gente me estafe», pensó furiosa, pulsando con firmeza el botón que abría la ventanilla derecha.

—¡No quiero…! —empezó a chillar. El trapo fue lanzado contra el parabrisas. La botella de líquido cayó sobre el capó con un ruido metálico, una mano se introdujo en el coche. Wanda vio cómo su bolso desaparecía.

*****

Un coche-patrulla se dirigía hacía el Oeste por la Calle 55. El conductor se irguió de repente.

—¿Qué pasa aquí?

Al acercarse a la autopista había podido ver el tráfico detenido y a la gente saliendo de sus coches.

—¡Vamos!

Con la sirena ululando y las luces encendidas, el coche se abrió paso, esquivando con destreza la masa de coches circulando y vehículos aparcados en doble fila.

Wanda, todavía gritando de rabia y frustración, señaló el muelle situado a una manzana de distancia.

—¡Mi bolso! ¡El ladrón se fue por allí!

*****

El coche-patrulla torció a la izquierda, luego, con un cerrado giro a la derecha, enfiló rugiendo el muelle. El compañero del conductor encendió el foco descubriendo la chabola abandonada por Petey.

—Voy a ver lo que hay ahí dentro —informó—. ¡Eh! ¡Por aquí! ¡Después del terminal! ¿Qué es esto?

El cuerpo de Erin Kelley, reluciente bajo el aguanieve, con el plateado zapato de baile lanzando destellos bajo la potente luz del foco, era descubierto por segunda vez.

*****

Darcy dejó la oficina de Nona en compañía de Vince d’Ambrosio. Tomaron un taxi hasta su apartamento, donde ella le entregó la agenda de Erin y la carpeta con las columnas de anuncios. Vince los estudió minuciosamente.

—No hay gran cosa —comentó—. Buscaremos a aquellos cuyos anuncios señaló con un círculo. Con un poco de suerte, Charles North puede ser uno de ellos.

—Erin no era precisamente muy ordenada con sus papeles. Voy a volver al apartamento a registrar de nuevo su escritorio. Es posible que olvidara algo.

—Eso podría ser de ayuda, pero no se preocupe. Si North es un abogado de empresa en Filadelfia, será fácil dar con él. —Vince se puso en pie—. Me ocuparé de ello ahora mismo.

—Y yo voy a volver inmediatamente al apartamento. Me voy con usted. —Darcy vaciló, la señal luminosa del contestador automático estaba encendida—. ¿Puede esperar un minuto mientras escucho los mensajes? —Intentando sonreír, añadió—: Puede que Erin haya dejado uno.

Había dos mensajes, ambos relacionados con los anuncios. Uno era simpático.

—¡Hola, Darcy! Intentando encontrarte otra vez. Me gustó tu nota. Espero que podamos vernos algún día. Mi número es el 4.358. David Weld. 555-4890.

El otro era radicalmente distinto.

—¡Hola, Darcy! ¿Por qué pierdes tu tiempo poniendo anuncios de contactos y me haces perder el mío intentando encontrarte? Es la cuarta vez que llamo. No me gusta dejar mensajes, pero ahí va uno: ¡Vete a la porra!

Vince sacudió la cabeza.

—Este chico tiene poca cuerda.

—No dejé el contestador en marcha mientras estuve fuera —dijo Darcy—. Supuse que si alguien intentaba contactar conmigo como respuesta a las cartas que había enviado, probablemente abandonaría. Erin empezó a contestar anuncios en mi nombre hace unas dos semanas. Éstas son las primeras llamadas que recibo.

*****

Gus Boxer se sorprendió, y no muy gratamente, al responder al interfono y encontrar a la misma joven que le había hecho perder tanto tiempo la víspera. Estaba decidido a no permitirle de ninguna manera entrar en el apartamento de Erin Kelley, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

—Hemos denunciado la desaparición de Erin al FBI —le explicó Darcy—. El agente que se ocupa del caso me ha pedido que registre su escritorio.

El FBI. Gus sintió que un estremecimiento de alarma recorría su cuerpo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo. No tenía por qué preocuparse. Un par de personas habían dejado su nombre en el caso de que se desocupara algún apartamento. Una guapa muchacha le había insinuado que se podía ganar mil pavos bajo manga si la ponía la primera de la lista. Por lo tanto, si la amiga de Kelley llegaba a descubrir que ésta había sufrido algún percance, podría significar la oportunidad de ganarse algún dinerillo.

—Estoy tan preocupado por esa chica como usted —gimoteó adoptando un desacostumbrado tono de amabilidad—. Venga conmigo.

En el apartamento, Darcy encendió todas las luces. El polvo empezaba a acumularse. Ayer el lugar todavía resultaba acogedor, hoy la ausencia de Erin empezaba a notarse. Un fino ribete de hollín se veía en el alféizar de la ventana. La amplia mesa de trabajo necesitaba ser desempolvada. Los carteles enmarcados, que siempre habían puesto una nota de brillo y color en la habitación, parecían burlarse de ella.

El Picasso de Ginebra. Erin lo había comprado en un viaje de estudios al extranjero.

—Me gusta mucho, aunque no sea mi tema favorito —había comentado. Representaba una madre con su hijo.

No había nuevos mensajes en el contestador de Erin. La inspección del escritorio no reveló nada significativo. Había una cinta virgen para el contestador en el cajón. Seguramente al agente D’Ambrosio le interesaría la cinta usada, con los mensajes grabados. Darcy las intercambió.

El sanatorio. Ésa era la hora en que Erin solía llamar. Darcy buscó el número y lo marcó. La enfermera jefe de la planta de Billy Kelley cogió el teléfono.

—Hablé con Erin el martes, hacia las cinco. Le expliqué que a su padre le queda ya muy poco tiempo de vida. Me dijo que quería pasar el fin de semana en Wellesley. —Luego añadió—: Tengo entendido que ha desaparecido. Todos rezamos para que no le haya ocurrido nada.

No tenía nada más que hacer allí, pensó Darcy, y sintió repentinamente un abrumador deseo de volver a casa.

*****

Llegó a su casa un cuarto de hora antes de las seis. Una buena ducha era lo que le convenía, decidió, y un ponche caliente.

A las seis y diez, envuelta en su camisón de franela favorito, con el ponche humeante entre las manos, se acomodó en el sofá y apretó el botón del mando a distancia del televisor.

Estaban ofreciendo un comunicado informativo. John Miller, el reportero de sucesos de la «Cadena 4», estaba parado frente a la entrada del muelle del West Side. Detrás de él, en una zona acordonada, la silueta de una docena de policías se recortaba contra las frías aguas del río Hudson. Darcy subió el volumen.

—… El cadáver sin identificar de una joven ha sido recientemente descubierto en este muelle abandonado de la Calle 56. Parece víctima de un estrangulamiento. Se trata de una mujer delgada, de algo más de veinte años, pelirroja. Viste pantalones y una blusa multicolor. El detalle más significativo es que lleva un zapato diferente en cada pie: una bota corta de cuero marrón en el izquierdo y un zapato de fiesta en el derecho.

Darcy se quedó paralizada mirando la pantalla. Pelirroja. Veintitantos años. Una blusa multicolor. Ella le había regalado una vistosa blusa por Navidad. Erin estaba encantada.

—Tiene todos los colores del abrigo de José —dijo—. Me gusta muchísimo.

Pelirroja. Delgada. El abrigo de José.

El abrigo del José bíblico estaba teñido de sangre cuando sus hermanos traidores lo mostraron a su padre como prueba de su muerte.

Darcy consiguió a duras penas encontrar en su bolso la tarjeta que el agente D’Ambrosio le había entregado.

Vince estaba a punto de abandonar la oficina. Su hijo Hank de quince años, le esperaba en Madison Square Garden. Iban a tomar una cena rápida y después a ver el partido de los Rangers. Mientras la escuchaba comprendió que esperaba esta llamada, aunque no pensó que llegaría tan pronto.

—No suena muy bien —le dijo—. Llamaré a la comisaría del distrito en el que ha sido descubierto el cadáver. Quédate junto al teléfono. Te volveré a llamar.

Cuando colgó, Vince llamó a «Hudson Cable». Nona estaba todavía en su oficina.

—Voy directamente a casa de Darcy para estar con ella —dijo Nona.

—Le pedirán que identifique el cadáver —previno Vince.

Después llamó a la comisaría del distrito Centro-Norte y se puso al habla con el jefe de la brigada de homicidios. El cuerpo aún no había sido levantado del lugar del crimen. Una vez en la morgue, enviarían un coche-patrulla a recoger a Miss Scott. Vince recalcó que tenía un especial interés en el caso.

—Le agradecemos su ayuda —le dijeron—, a no ser que se trate de un caso que se resuelva inmediatamente, nos gustaría que fuese llevado por el VICAP.

Vince llamó a Darcy para anunciarle que Nona y un coche patrulla iban hacia allá. Ella le dio las gracias en tono bajo e inexpresivo.

*****

Chris Sheridan dejó la galería a las diez y cinco, y con paso largo, atravesó las catorce manzanas que separaban la Calle 78 con Madison, de la 65 con la Quinta Avenida. Había sido una ajetreada pero provechosa semana y saboreaba la exquisita libertad de saber que disponía de todo el fin de semana para él solo. Ni un solo plan.

Su apartamento, situado en un décimo piso, daba a Central Park.

—Justo al otro lado del zoo —como explicaba a sus amigos.

Decorado con estilo ecléctico, en él se mezclaban mesas, lámparas y alfombras antiguas con grandes y confortables sofás cuya tapicería reproducía un motivo heráldico que había copiado de un tapiz medieval. Cuadros de paisajes ingleses adornaban las paredes. Grabados del siglo XIX y un mural de seda representando un árbol de la vida complementaban una mesa Chippendale con su sillería en la zona del comedor.

Era un salón acogedor y confortable, un lugar que en los últimos ocho años muchas jóvenes habían mirado con esperanza.

Chris entró en su habitación, se cambió de ropa poniéndose una camisa de esport de manga larga y unos pantalones cómodos. Un «Martini» muy seco, decidió. Puede que más tarde saliese a comer un plato de pasta. Con la copa en la mano, encendió el televisor para ver las noticias de las seis, y contempló el mismo programa que vio Darcy.

Su compasión por la chica muerta y su identificación con el dolor que la familia estaría experimentando fueron repentinamente reemplazados por el horror. ¡Estrangulada! ¡Un zapato de baile en un pie!

—¡Oh, Dios mío! —exclamó en voz alta.

¿Sería posible que el que asesinó a esa chica fuera el mismo que había enviado la carta a su madre? La carta decía que una «danzarina» que vivía en Manhattan moriría la noche del martes de la misma forma que murió Nan.

El martes por la tarde, después de la llamada de su madre, se había puesto en contacto con Glen Moore, el jefe de Policía de Darien. Moore había ido a ver a Greta y había cogido la carta, tranquilizándola asegurándole que, con toda probabilidad, había sido remitida por un chiflado. Luego había llamado a Chris.

—Aunque sea verdad, Chris. ¿Cómo podemos proteger a todas las chicas de Nueva York?

Ahora Chris volvía a marcar el número de la comisaría de Darien y pedía hablar con el jefe. Moore todavía no tenía noticias del asesinato de Nueva York.

—Llamaré al FBI —dijo—. Si esta carta es del asesino, puede ser una prueba física. Debo advertirte de que el FBI probablemente deseará hablar contigo y con tu madre sobre la muerte de Nan. Lo siento, Chris, sé lo que esto supone para ella.

*****

A la entrada del restaurante asador de Charley, en Madison Square Garden, Vince rodeó con un brazo los hombros de su hijo.

—Juraría que has crecido desde la semana pasada. —Hank y él tenían ahora la misma altura—. Un día de éstos te podrás comer tu «plato azul» por encima de mi cabeza.

—¿Qué demonios es un «plato azul»? —La afilada cara de Hank, con la nariz salpicada de pecas, era idéntica a la que Vince recordaba ver reflejada en el espejo treinta años atrás. Sólo el color grisáceo de sus ojos provenía de los genes de su madre.

El camarero les hizo una seña. Cuando estuvieron sentados Vince explicó:

—Un «plato azul» es un plato especial que usan en los restaurantes baratos. Por setenta y nueve centavos te dan un trozo de carne, algunas verduras y una patata. El plato tiene divisiones para evitar que las salsas se mezclen. A tu abuelo le encantaban este tipo de gangas.

Se decidieron por las hamburguesas con toda la guarnición, patatas fritas y ensalada, apilada encima. Vince pidió cerveza y Hank coca-cola. Vince se esforzó por no pensar en Darcy Scott y Nona Roberts yendo hacía la morgue para identificar a la víctima del asesinato. Un duro trago para ambas.

Hank le informaba sobre los planes de su equipo de atletismo.

—Vamos a correr en Randall’s Island el sábado. ¿Crees que podrás venir?

—Por supuesto, a no ser que…

—¡Ya, claro! —Al contrario que su madre, Hank entendía las obligaciones a que le sujetaba su profesión—. ¿Estás trabajando en algún asunto nuevo?

Vince le habló de la sospecha de que un asesino múltiple andaba suelto, de la cita en la oficina de Nona Roberts y de la sospecha de que la mujer encontrada en el muelle pudiera ser Erin Kelley.

Hank escuchó atentamente.

—¿Crees que tendrás que intervenir en el caso, papá?

—No necesariamente. Puede ser un homicidio local que ataña sólo a la Policía de Nueva York, pero han solicitado el asesoramiento de la Unidad de Ciencias de la Conducta de Quantico, y les ayudaré todo lo que me sea posible. —Pidió la cuenta—. Será mejor que nos vayamos.

—Papá, yo voy a volver el domingo. ¿Por qué no me dejas ir solo al partido? Tu instinto te está diciendo que debes seguir sobre el caso.

—No quiero que esto te afecte.

—Mira, las entradas para el partido están agotadas. Vamos a hacer un trato. Sin aprovecharme, revenderé tu entrada al mismo precio que tú pagaste y me quedaré con el dinero. Estoy sin blanca y mañana tengo una cita. No soporto pedirle dinero a mamá. Siempre me manda con esa bola de sebo con que se ha casado. Está siempre tan ansiosa porque nos hagamos colegas.

Vince sonrió.

—Tienes las mañas de un timador, te lo juro. Hasta el domingo, chaval.

En el coche-patrulla que las llevaba hacia la morgue, Darcy y Nona entrelazaron las manos. Cuando llegaron, fueron conducidas a una habitación contigua al vestíbulo.

—Vendrán a buscarlas cuando todo esté listo —les aclaró el policía que conducía el vehículo—. Probablemente estén tomando fotografías.

Fotografías. No te preocupes, Erin. Manda tu foto si te lo piden. Ya de hacerlo, hagámoslo bien. Darcy miraba hacia adelante, con la mirada perdida, apenas consciente del lugar en que se encontraba, de la presencia de Nona que sujetaba su brazo. Charles North. Erin se había encontrado con él el martes a las siete. Sólo unos días atrás. El mismo martes por la mañana Erin había estado bromeando sobre esta cita.

Darcy dijo en voz alta:

—Y ahora estoy sentada en la morgue de Nueva York, esperando para ver a una mujer muerta que será Erin, estoy segura. —Vagamente sintió que el brazo de Nona la estrechaba con más fuerza.

El policía volvió.

—Un agente del FBI viene hacia aquí. Quiere que le esperen antes de bajar.

*****

Con Vince entre las dos, sujetándolas firmemente por el brazo, llegaron delante del cristal de la ventana que los separaba de la inmóvil forma de la camilla. A un gesto de Vince, el asistente levantó la sábana para descubrir la cara de la víctima.

Pero Darcy lo sabía ya. Un mechón rojizo había quedado al descubierto. Ahora, retirado el lienzo, podía ver el perfil familiar, los grandes ojos azules, ahora cerrados, la larga sombra de sus pestañas, los labios, siempre sonrientes, ahora inmóviles y rígidos.

Erin, Erin-go-bragh, pensó, y sintió que empezaba a hundirse en una compasiva oscuridad.

Vince y Nona la sujetaron.

—No, no, estoy bien.

Luchó contra las oleadas de vértigo forzándose a permanecer de pie. Se soltó de los brazos que la sujetaban y miró fijamente a Erin, grabando en su memoria la palidez calcárea de su piel, las marcas amoratadas de su cuello.

—Erin —dijo con vehemencia—, te juro que encontraré a Charles North. Te doy mi palabra de que pagará por lo que ha hecho.

El eco de unos sobrecogedores sollozos resonó en el austero pasillo. Darcy advirtió que estaba llorando.

*****

El viernes por la tarde había sido un día particularmente fructífero para Jay Stratton. Por la mañana se había detenido en la oficina de «Bertolini’s». Ayer, cuando entregó el collar, Aldo Marco, el gerente, estaba todavía furioso. Hoy Marco estaba más suave que un guante. Su cliente estaba maravillado. Miss Kelley había conseguido ejecutar exactamente la idea que tenía en mente cuando decidió engarzar de nuevo las gemas. Deseaban continuar trabajando con ella en el futuro. A petición de Jay, le fue entregado un cheque por valor de veinte mil dólares, en calidad de representante de Erin Kelley.

Desde allí, Stratton fue a la comisaría de Policía a formalizar una denuncia sobre los diamantes desaparecidos. Con una copia de la declaración policial en la mano, se encaminó hacia la oficina central de su compañía de seguros. Un consternado agente le confirmó que «Lloyd’s» de Londres había asegurado el paquete de gemas.

—Seguramente ofrecerán una recompensa —dijo con nerviosismo. La casa «Lloyd’s» está empezando a preocuparse seriamente por el robo de joyas en Nueva York.

A las cuatro, Jay estaba en «Stanhope» tomando una copa con Enid Armstrong, una viuda que había contestado a uno de sus anuncios de contactos. Escuchaba con atención mientras ella le hablaba de su insoportable soledad.

—El primer año —decía con los ojos húmedos—, ya sabe usted, la gente se muestra amable y te invita a salir de vez en cuando; pero es un hecho que el mundo funciona de dos en dos, y una mujer sola es un estorbo. El mes pasado fui sola a un crucero por el Caribe. Fue algo deprimente.

Jay lanzó las exclamaciones aprobatorias pertinentes y tomó su mano. Armstrong conservaba todavía cierto atractivo. Tenía más de cincuenta años, y vestía buenas ropas, pero sin estilo. Se había tropezado con bastantes de esta clase. Se casaron jóvenes y se quedaron en casa, educaron a los niños y se hicieron socias de algún club social. El marido conseguía una posición, pero seguía cortando el césped él mismo. La clase de tipo que se aseguraba de que su esposa quedase a cubierto después de que él faltase.

Jay estudió los anillos de boda y de compromiso. Los brillantes eran de primera calidad. El solitario era una belleza.

—Su marido era muy generoso —comentó.

—Éste me lo regaló por nuestras bodas de plata. Tenía que haber visto la cabeza de alfiler que me regaló cuando nos prometimos. Éramos unos niños. —Sus ojos se volvieron a humedecer.

Jay pidió otra copa de champaña. Cuando se fue, Enid Armstrong estaba muy ilusionada con la sugerencia de volverse a ver la semana siguiente. Incluso había aceptado considerar su propuesta de rediseñar sus sortijas.

—Me gustaría verla con un anillo impresionante que incorporase todas estas piedras. El solitario y unas baguettes en el centro, y a cada lado una banda que alternase esmeraldas y brillantes. Podríamos utilizar los brillantes de su anillo de boda y yo puedo conseguirle unas esmeraldas de buena calidad a un precio razonable.

Mientras cenaba apaciblemente en el «Water Club», especuló sobre el placer que le producía sustituir el solitario del anillo de Armstrong por una circonita cúbica. Algunas de estas piedras eran tan perfectas que podían engañar incluso al ojo desnudo de un joyero. Pero, por supuesto, haría tasar el nuevo anillo antes de sustituir el solitario. Era sorprendente cómo se dejaban engañar las mujeres solitarias.

—Ha sido muy gentil por su parte ocuparse de esta tasación. Voy a llevarla directamente a mi compañía de seguros.

Remoloneó un rato más en el bar del «Water Club» después de la cena. Necesitaba relajarse. El trabajo de ser atento y encantador con estas mujeres maduras era agotador, aunque los resultados fuesen lucrativos.

Eran las nueve y media cuando recorrió caminando las escasas manzanas que separaban el restaurante de su apartamento. A las diez llevaba el pijama y un batín que había adquirido recientemente en «Armani». Se acomodó en el sofá con un bourbon en la mano y puso las noticias.

Una sacudida hizo temblar el vaso en las manos de Stratton pero él no prestó atención al líquido salpicado sobre su ropa y siguió mirando estupefacto la pantalla, en la que se estaba dando la noticia del descubrimiento del cadáver de Erin Kelley.

*****

Michael Nash se interrogaba apesadumbrado si debía ofrecer un análisis gratuito a Anne Thayer, la rubia que desafortunadamente había adquirido el apartamento vecino al suyo. Cuando abandonó la oficina a las seis de la tarde del viernes, estaba junto al mostrador del vestíbulo hablando con el conserje. Tan pronto como le vio se precipitó hacia el ascensor y esperó a su lado. En el trayecto, parloteó incansablemente, como si se hubiese iniciado una cuenta atrás para atraparle antes del piso veinte.

—Hoy he ido a «Zabar» y he comprado un salmón estupendo. Prepararé una bandeja de entremeses. Es posible que venga una amiga mía a cenar, pero no es seguro. No soporto que se eche a perder, y me preguntaba…

Nash la cortó en seco.

—El salmón de «Zabar» es muy bueno. Guárdelo. Se conservará bien unos días —advirtió la mirada compasiva del ascensorista—. Nos volveremos a ver en seguida, Ramón, voy a salir.

Dio unas rotundas buenas noches a la cabizbaja Miss Thayer, y desapareció en su propio apartamento. Iba a salir, pero no ahora. Y si tropezaba con ella de nuevo, a lo mejor empezaba a entender el mensaje de que le dejase en paz.

—La personalidad dependiente, probablemente neurótica, puede convertirse en maníaca cuando se enfada —dijo en voz alta. Luego se echó a reír—. ¡Eh! ¡Que ya he salido del trabajo! Olvídalo.

Iba a pasar el fin de semana en Bridgewater. Tenía una cena con los Balderton mañana por la noche. Siempre tenían invitados interesantes. Pero, sobre todo, tendría la mayor parte de esos dos días para trabajar en su libro. Nash reconoció que se estaba enfrascando tanto en el proyecto, que le irritaban cada vez más las distracciones.

Poco antes de salir, marcó el número de Erin Kelley. Sonrió al escuchar su armoniosa voz recitar el mensaje:

—Aquí, Erin. Lamento que no me encuentres, por favor deja un mensaje.

—Soy Michael Nash. Yo también lamento no encontrarte. Te llamé el otro día. Supongo que estarás fuera. Espero que no le haya ocurrido nada a tu padre. —Dejó otra vez el número de casa y del despacho.

El trayecto hasta Bridgewater era, como todos los viernes por la tarde, un engorroso atasco de tráfico. Sólo después de pasar Paterson, la carretera 80 empezó a despejarse. A partir de ese momento el paisaje empezó a ser más campestre. Nash sintió que empezaba a relajarse. Cuando abandonó la carretera principal por la salida de Scotshays, experimentó una sensación de completo bienestar.

Su padre había comprado la finca cuando Michael tenía once años. Ciento sesenta hectáreas de jardines, bosques y campos. Piscina, pista de tenis y establos. La casa era una copia de una mansión bretona: paredes de piedra, tejado de teja roja, contraventanas verdes y un pórtico blanco. Veintidós habitaciones en total. De la mitad de ellas, Michael no se había ocupado durante años. Irma y John Hughes, los guardas, se encargaban de todo.

Irma tenía la cena preparada. Se la sirvió en el estudio. Michael se sentó en su lugar favorito, un sillón de cuero envejecido, a repasar las notas que usaría al día siguiente para escribir un nuevo capítulo de su libro, que versaría sobre los problemas psicológicos de aquellas personas que, cuando contestaban anuncios de contactos, enviaban fotografías tomadas veinticinco años atrás. Quería centrarse sobre los factores que les impulsaban a utilizar este truco, y cómo se justificaban cuando llegaba el momento de la cita.

Cierto número de chicas a las que había entrevistado se habían encontrado en esta situación. Algunas se habían indignado. Otras habían seguido describiendo cómicamente el encuentro.

A las diez menos cuarto, Michael encendió el televisor para escuchar las noticias que se emitirían algo más tarde, y volvió a sus notas. El nombre de Erin Kelley le hizo levantar la vista sobresaltado. Empuñó el control remoto y apretó frenéticamente el botón del volumen, provocando que la voz del locutor resonase estruendosamente por la habitación. Cuando la noticia finalizó, apagó el aparato y se quedó mirando la pantalla negra.

—Erin —dijo en voz alta—, ¿quién ha podido hacerte esto?

*****

Doug Fox se detuvo a tomar una copa en el bar de Harry el viernes por la tarde, antes de encaminarse a su hogar en Scardale. Era un lugar frecuentado asiduamente por los habituales de Wall Street. Como de costumbre, el bar estaba atestado de gente y nadie hacía caso de las noticias que daban en la televisión. Doug no vio el boletín sobre el cadáver encontrado en el muelle.

Si estaba segura de que Doug regresaba a casa, Susan acostumbraba a dar la cena a los niños primero, y esperaba para cenar con él. Pero cuando él llegó esa noche a las ocho, Susan estaba en el estudio, leyendo. Apenas levantó los ojos cuando él entró en la habitación, y se dio la vuelta cuando intentó darle un beso en la frente.

Donny y Beth habían ido al cine con los Goodwyn, explicó. Trish y el bebé dormían. No le preguntó si quería que le preparase algo de beber. Sus ojos volvieron al libro.

Por un momento Doug se quedó a su lado vacilante, luego se dio la vuelta y fue a la cocina. «Tiene que ponerse así justo la noche en que vengo con más hambre —pensó con amargura—. Está resentida porque no he vuelto a casa durante un par de noches, y la última llegué muy tarde. —Abrió el frigorífico—. Lo menos que podía hacer Susan es cocinar». Con rabia frecuente resolvió que lo menos que podía pedir, cuando por fin conseguía llegar a casa, es que le tuviese algo preparado.

Abrió unos envases de jamón y de queso y se dirigió al cajón del pan. El periódico semanal del pueblo estaba sobre la cocina. Doug preparó un bocadillo, se sirvió una cerveza y hojeó el periódico mientras comía. La página de deportes cayó bajo su vista. Scarsdale había derrotado inesperadamente a Dobbs Ferry en el torneo de enseñanza media. La canasta de desempate que les dio la victoria había sido lanzada por el defensa Donald Fox.

¡Donny! ¿Por qué nadie le había dicho nada?

Doug sintió que las palmas de las manos le empezaban a sudar. ¿Habría intentado Susan telefonear el martes por la noche? Donny se había disgustado cuando le dijo que no podía asistir al partido. Sería muy propio de Susan sugerirle que le telefoneara para darle la buena noticia.

Martes noche, miércoles noche.

La nueva telefonista del hotel. No era como esos muchachos que aceptaban de buen grado el billete de cien dólares que les entregaba de vez en cuando.

—Recuerda, cualquier llamada que se produzca cuando no estoy: estoy reunido. Y si es realmente tarde, que he puesto la señal de no molestar.

Pero la nueva telefonista podía posar para un anuncio de Mayoría Moral. No había hecho nada aún, tratando de encontrar la mejor manera de inducirla a que mintiese por él. Tampoco se había preocupado demasiado. Había acostumbrado a Susan a no llamarle cuando se quedaba en Nueva York «por reuniones».

Pero estaba seguro de que intentó llamarle el martes. Si no fuera así, Donny le hubiera llamado a la oficina el miércoles por la tarde. Y esa estúpida telefonista seguramente le dijo que no había ninguna reunión y que en la suite de la compañía no se alojaba nadie.

Doug paseó la mirada por la cocina. Estaba sorprendentemente limpia. Habían renovado totalmente la casa cuando la compraron, hacía ocho años. La cocina era el sueño de un chef. La encimera en una isla central, con el fregadero y la tabla de picar. Muchísima superficie de mostrador. Los electrodomésticos más novedosos. Claraboya.

El padre de Susan les había prestado el dinero para los arreglos, y también parte de la entrada. Prestado, no dado.

Si Susan llegaba a enfadarse de verdad…

Doug lanzó el resto del bocadillo al triturador y se llevó su cerveza al estudio.

Susan le observó mientras entraba en la habitación. «Mi apuesto marido —pensó. Había dejado intencionadamente el periódico sobre la mesa, sabiendo que Doug probablemente lo leería. Ahora estaba muerto de miedo—. Se imagina que he debido llamar al hotel para que Donny le diese la noticia. Tiene gracia. Cuando realmente te enfrentas con la realidad, es curioso lo claro que lo ves todo».

Doug se sentó en el sofá frente a ella. «Le da miedo darme pie», dedujo. Cerró el libro y lo puso bajo el brazo.

—Los chicos llegarán a las diez y media. Voy a leer en la cama.

—Yo les esperaré, cariño.

«¡Cariño! Debe de estar muy preocupado».

Susan se metió en la cama con el libro. Luego, viendo que no podía concentrarse en el texto, encendió el televisor.

Doug entró en la habitación justo cuando daban las noticias de las diez.

—Está muy solitario ahí fuera. —Se sentó en la cama y le cogió la mano—. ¿Cómo está mi chica?

—Buena pregunta. ¿Cómo está?

Intentó tomarlo como una broma. Levantó su barbilla y le dijo:

—A mí me parece que bastante bien.

Ambos se giraron para mirar la pantalla, en la que el presentador anunciaba las noticias más importantes.

—Erin Kelley, una joven diseñadora de joyas, recientemente galardonada, ha sido hallada estrangulada en el muelle de la Calle 56 Oeste. Más adelante ampliaremos la información.

Un anuncio.

Susan miró a Doug. Estaba hipnotizado mirando la pantalla, pálido como un cadáver.

—Doug, ¿qué te pasa?

No pareció oírla.

—… La Policía está buscando a Petey Potters, un vagabundo. Según se dice, vivía en una chabola en la zona y puede haber sido testigo del abandono del cadáver en este frío y desvencijado muelle lleno de escombros.

Cuando la información acabó, Doug se volvió hacia Susan y, como si acabase de escuchar la pregunta, dijo de repente:

—Nada. No me pasa nada.

Tenía la frente perlada de sudor.

A las tres de la madrugada, Susan, que había logrado conciliar un sueño superficial, fue despertada por Doug, que se removía inquieto a su lado. Murmuraba algo. ¿Un nombre?

—… No, no puede ser…

El nombre otra vez.

Susan se incorporó apoyándose sobre un brazo y escuchó atentamente.

Erin, eso era. El nombre de la joven que habían encontrado asesinada.

Estaba a punto de sacudir a Doug para despertarle, pero se detuvo súbitamente. Con creciente horror, Susan comprendió por qué el noticiario le había afectado tanto. Indudablemente lo relacionaba con aquel terrible momento, cuando, estando en la Universidad, fue uno de los estudiantes interrogados sobre la muerte de una chica que había sido estrangulada.