CAPÍTULO IV
Jueves, 21 de febrero

Darcy se sentó en la mesa sorbiendo el café y mirando distraídamente los jardines situados bajo la ventana. Podados con esmero y exquisitamente guarnidos en verano, se veían ahora áridos y despojados, cubiertos en parte por manchas de nieve sin fundir. Pertenecían a las mansiones de prestigiosos propietarios, entre los que se contaban el Aga Khan y Katherine Hepburn.

A Erin le gustaba mucho venir cuando los jardines estaban en flor.

—Desde la calle ni sospechas que existen —suspiraba—. Te aseguro, Darce, que tuviste mucha suerte cuando encontraste este sitio.

Erin. ¿Dónde se habría metido? Un minuto después de despertarse y recordar que no había llamado, Darcy telefoneó al sanatorio de Massachusetts. Mr. Kelley seguía estacionario, le informaron. El estado semicomatoso podía continuar indefinidamente aunque se hacía más débil. No habían hecho ninguna llamada urgente a su hija. La enfermera del turno de día no pudo decirle con certeza si Erin había efectuado la llamada rutinaria el día anterior.

—¿Qué puedo hacer? —Se interrogaba Darcy en voz alta—. ¿Comunicar su desaparición? ¿Llamar a la Policía y comprobar los accidentes?

Una estremecedora idea le vino a la mente. ¿Y si Erin había sufrido un accidente en el apartamento? Tenía la costumbre de balancearse en la silla cuando se concentraba. Podía darse el caso de que hubiera estado inconsciente todo este tiempo.

No le llevó más de tres minutos ponerse un jersey y unos pantalones, y coger el abrigo y los guantes. Espero unos interminables minutos en la Segunda Avenida, hasta que consiguió un taxi.

—Al 101 de la calle Christopher. De prisa, por favor.

—Todo el mundo dice «de prisa». Yo suelo decir: «tómeselo con calma, vivirá más tiempo» —comentó el taxista guiñándole el ojo por el espejo retrovisor.

Darcy apartó la vista. No estaba de humor para bromear con el conductor. ¿Por qué no habría pensado antes en la posibilidad de un accidente? El mes pasado, poco antes de su viaje a California, Erin vino una noche a cenar, y después de la cena, habían mirado las noticias. Un anuncio publicitario mostraba a una anciana pidiendo ayuda tocando el avisador de emergencia que llevaba al cuello, después de sufrir una caída.

—Así estaremos nosotras dentro de cincuenta años —había comentado Erin—. ¡Socorro! ¡Socorro! —Gimió imitando el anuncio—. Me he caído y no puedo levantarme.

Gus Boxer, el superintendente del 101 de la calle Christopher, sentía debilidad por las chicas bonitas. Por ese motivo, mientras atravesaba corriendo el vestíbulo para responder a la insistente llamada, su enfurruñada expresión fue repentinamente sustituida por una mueca insinuante.

Le gustaba lo que veía. El viento agitaba el brillante pelo de la visitante haciéndolo caer sobre su cara, recordándole las películas de Veronica Lake, cuya contemplación le mantenía numerosas noches en vela. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pero con ese estilo que Gus había aprendido a reconocer desde que trabajaba en el Village.

Con ojos expertos recorrió sus largas y esbeltas piernas. Entonces advirtió que le resultaba conocida. La había visto antes un par de veces con la chica del tercero B, Erin Kelley. Abrió la puerta del vestíbulo y se apartó a un lado.

—A su servicio —dijo, adoptando lo que él consideraba unas maneras refinadas.

Darcy pasó a su lado tratando de disimular su desagrado. De vez en cuando Erin se quejaba de este casanova sesentón vestido de franela ajada.

—Boxer me saca de quicio —protestaba—. Me horroriza la idea de que disponga de una llave maestra de mi casa. Una vez me lo encontré dentro, y me largó una inverosímil historia sobre una fuga de agua en la pared.

—¿Echaste algo en falta? —preguntó Darcy.

—No. Guardo todas las joyas sobre las que estoy trabajando en la caja fuerte. Aparte de eso, no hay nada más de valor para llevarse. Es más que nada por esa repulsiva actitud lasciva, que me pone la piel de gallina. Pero, bueno… Corro el cerrojo de seguridad cuando estoy dentro. Además el sitio es barato. Supongo que es inofensivo.

Darcy fue directa al grano.

—Estoy preocupada por Erin Kelley —explicó al superintendente—. Teníamos una cita ayer por la noche y no se presentó. Tampoco contestó al teléfono. Me gustaría echar una ojeada a su apartamento, puede haberle ocurrido algo.

Boxer entornó los ojos.

—Ayer estaba perfectamente.

—¿Ayer?

Sus párpados cayeron pesadamente sobre sus ojos. Su frente se arrugó formando líneas erráticas, mientras humedecía sus labios partidos con la lengua.

—No. Es verdad. La vi el martes por la tarde, a última hora, llegaba con algunas compras. —Adoptó un tono virtuoso—. Me ofrecí a llevárselas.

—Eso fue el martes por la tarde. ¿La vio usted regresar esa noche?

—No, creo que no. ¡Pero yo no soy un portero! Los inquilinos tienen su propia llave y los repartidores utilizan los interfonos.

Darcy asintió. Aunque sabía que era inútil, llamó al timbre del interfono antes de suplicar al superintendente.

—Por favor, me temo que le haya ocurrido algo malo. Tengo que entrar en su casa. ¿No tiene usted una llave maestra?

Volvió a exhibir una torcida mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Comprenda que normalmente no permito a nadie entrar en uno de los apartamentos sólo porque le apetezca. Pero a usted la he visto con Erin y sé que son amigas. Se parecen mucho. Las dos son guapas y tienen clase.

Ignorando el cumplido, Darcy empezó a subir las escaleras.

Aunque estaba limpia, la escalera, con sus paredes irregularmente pintadas de gris acorazado y el suelo de baldosas desiguales, resultaba lúgubre. Entrar en el apartamento de Erin fue como volver a salir a la luz del día después de atravesar una cueva. Cuando Erin se mudó allí hace tres años, Darcy la ayudó a pintar y empapelar. Alquilaron una furgoneta y se dedicaron a hacer incursiones a Connecticut y Nueva Jersey para conseguir mobiliario usado.

Habían pintado las paredes de blanco. Sobre el estropeado pero pulido parquet había dispersas varias alfombras indias de vivos colores. En el sofá del estudio, tapizado de terciopelo rojo, se apilaban algunos cojines de colores, y sobre él colgaban varios pósters enmarcados.

Las ventanas daban a la calle. Aunque el día estaba nublado, la luz era excelente. Junto a la ventana estaba situada una larga mesa de trabajo sobre la que se hallaban cuidadosamente colocadas, las herramientas de Erin: linterna, taladro manual, limas, alicates, abrazaderas de anillos, pinzas de muelle, moldes de fundición, calibradores, perforadoras. A Darcy siempre le había fascinado ver trabajar a Erin, sujetando diestramente las piedras preciosas con sus finos dedos.

Junto a la mesa se encontraba una de las curiosas posesiones de Erin: una alta cómoda con varias docenas de diminutos cajones. Se trataba de un gabinete de farmacia del siglo XIX, cuyos cajones inferiores servían como caja fuerte. Una silla cómoda, un televisor y un buen equipo de alta fidelidad completaban la acogedora habitación.

Al entrar, Darcy experimentó una sensación de alivio. Todo estaba en su sitio. Con Gus Boxer pegado a sus talones, entró seguidamente en la cocina, un estrecho cubículo sin ventanas que habían pintado de amarillo brillante y decorado con mantelitos de té bordados.

Un pequeño distribuidor comunicaba con el dormitorio. Una cama de estaño y latón y un aparador eran los únicos muebles de la reducida habitación. No había nada fuera de su sitio.

En el colgador del baño, las toallas estaban limpias y secas. Darcy abrió el botiquín. Con ojo experto comprobó que la pasta de dientes, los cosméticos y las cremas estaban allí.

Boxer empezaba a impacientarse.

—Todo parece en orden. ¿Satisfecha?

—No.

Darcy regresó a la sala y se dirigió a la mesa de trabajo. El contestador señalaba doce llamadas. Lo puso en marcha.

—¡Oiga!, yo no sé si…

Interrumpió tajantemente sus protestas.

—Erin ha desaparecido. ¿Lo entiende? Desaparecido. Voy a escuchar estos mensajes para ver si me dan alguna pista sobre su paradero. Después llamaré a la Policía para averiguar si ha tenido algún accidente. Estoy casi segura de que se encuentra inconsciente en algún hospital. Puede quedarse aquí conmigo o puede irse si tiene algo que hacer. ¿Qué decide?

Boxer se encogió de hombros.

—Supongo que es correcto que la deje quedarse.

Darcy le dio la espalda, buscó en su bolso y sacó una libreta y un bolígrafo. No oyó salir a Boxer cuando empezaron a oírse los mensajes. El primero era de las seis cuarenta y cinco del martes. Alguien llamado Tom Swartz que le daba las gracias por haber contestado a su anuncio. Había descubierto un maravilloso restaurante italiano, pequeño y no muy caro. ¿Podían encontrarse para ir a cenar? Volvería a llamar.

Erin tenía que encontrarse con Charles North a las siete de la tarde en un pub de Washington Square. No cabía duda de que a las siete menos cuarto ya había salido, pensó Darcy.

La siguiente llamada se hizo a las siete veinticinco: Michael Nash.

—Erin, ha sido un placer conocerte y espero que estés libre alguna noche de esta semana para ir a cenar. —Nash dejó el teléfono de su casa y de la oficina.

El miércoles por la mañana las llamadas empezaron a las nueve. Los primeros eran mensajes rutinarios relacionados con el trabajo. Pero uno de ellos, el que dejó Aldo Marco de «Bertolini’s», hizo que a Darcy se le formara un nudo en la garganta.

—Miss Kelley, estoy muy decepcionado. ¿Por qué no ha acudido a nuestra cita de las diez? Es muy importante que vea el collar y me asegure de que no necesitará ningún arreglo en el último minuto. Por favor, preséntese inmediatamente.

La llamada se había producido a las once. Había tres llamadas más efectuadas por el mismo hombre, acentuando su irritación y su urgencia. Además de los propios mensajes de Darcy, había otro también referente al encargo de «Bertolini’s».

—Erin, soy Jay Stratton. ¿Qué sucede? Marco me está apremiando sobre el collar, y haciéndome responsable por habértelo entregado.

Darcy sabía que Stratton era el joyero que había presentado la carpeta de Erin a «Bertolini’s». Su mensaje se repetía siete veces durante la mañana del miércoles. Se disponía ya a rebobinar la cinta, pero cambió de idea. Será mejor no borrarla. Buscó en el listín telefónico el número de la comisaría más próxima.

—Quiero denunciar una desaparición —dijo cuando descolgaron.

Le informaron de que tenía que presentarse personalmente, que este tipo de denuncia no podía hacerse por teléfono.

Pasaré por allí de camino de casa. Entró en la cocina y preparó café, descubriendo que el único envase de leche estaba sin abrir. Erin empezaba invariablemente el día con un café, y siempre lo tomaba con leche. Miró en la basura, debajo del fregadero. Había algunos restos y desperdicios, pero ningún envase de leche. Ayer no estuvo aquí, pensó Darcy. No volvió el martes a la noche. Llevó el café a la mesa de trabajo. Había una agenda en lo alto de la cómoda, la hojeó empezando por el día de hoy. No había ninguna cita apuntada. El día anterior había reseñadas dos: «Bertolini’s» a las diez de la mañana y «Bella Vita» a las siete de la tarde (Darcy y Nona).

En las semanas precedentes encontró varias anotaciones de citas con nombres de hombres desconocidos para Darcy. Casi todas estaban señaladas entre las cinco y las siete. En la mayoría de ellas se señalaba también el lugar del encuentro: «O’Neal», «Mickey Mantle’s», el «Plaza», el «Sheraton»… Siempre cafeterías de hotel o bares conocidos.

Sonó el teléfono. ¡Ojalá sea Erin!, imploró silenciosamente Darcy cuando descolgó.

—¡Hola!

—¿Erin? —dijo una voz de hombre.

—No. Soy Darcy Scott, una amiga.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a Erin?

Darcy sintió que era invadida por una amarga decepción.

—¿Quién es?

—Jay Stratton.

¡Jay Stratton! Ése era el que había dejado el mensaje sobre el collar de «Bertolini’s». ¿Qué decía ahora?

—… Si tiene usted alguna idea sobre el paradero de Erin, por favor hágale saber que si no les entrega el collar interpondrán una demanda judicial.

Los ojos de Darcy se clavaron en el gabinete de farmacia. Erin tenía anotada la combinación de la caja en su agenda, bajo el nombre de una compañía de seguros. Stratton continuaba hablando.

—Sé que Erin guarda el collar en una caja de seguridad en su estudio. ¿Hay alguna posibilidad de que usted se cerciore de si se encuentra allí? —la apremió.

—Espere un minuto. —Darcy tapó el auricular con su mano mientras pensaba qué podía hacer. No había nadie por allí al que poder consultar, pero en cierta manera, estaba consultando con la propia Erin. Si el collar no estaba en la caja, eso significaba que podía haber sido víctima de un atraco cuando iba a entregarlo. Pero si estaba allí, se podía deducir que algo le había ocurrido. Nada ni nadie en el mundo hubieran impedido que Erin entregase el collar a tiempo.

Abrió la agenda de Erin y buscó en la D. Al lado de «Seguros Dalton» había una serie de números.

—Tengo la combinación —comunicó a Stratton—. Esperaré a que usted venga. No quiero abrir la caja de seguridad de Erin sin un testigo, y en caso de que el collar esté dentro, quiero que me haga un recibo.

Él contestó que salía inmediatamente hacia allá. Después de colgar el auricular, Darcy decidió que era mejor que el superintendente también estuviera presente. No sabía nada sobre Jay Stratton excepto que, según la misma Erin le había contado, era el joyero que le había conseguido el encargo de «Bertolini’s».

Mientras esperaba, Darcy examinó el fichero de Erin. Bajo «Proyectos de contactos» encontró varias páginas de anuncios de contactos personales de periódicos y revistas. En cada página había unos cuantos anuncios rodeados con un círculo.

¿Serían ésos los anuncios a los que Erin había escrito o tenía intención de escribir? Desanimada, constató que había al menos dos docenas. ¿Cuál, si es que era alguno de ellos, sería el colocado por Charles North, el hombre con el que tenía que encontrarse el martes por la noche?

Cuando Erin y ella accedieron a participar en el proyecto, lo programaron todo sistemáticamente. Hicieron imprimir papel con un sencillo encabezamiento en el que figuraban únicamente sus nombres. Habían escogido cada una de sus fotografías preferidas para enviar con las respuestas. Pasaron una tarde muy entretenida redactando cartas que no tenían la intención de enviar.

—Me gusta limpiar y limpiar —sugirió Erin—. Mi afición favorita es lavar a mano. Mi abuela me dejó su tabla de lavar en herencia. Mi prima también la quería, y eso provocó una terrible disputa familiar. Me vuelvo un poco gruñona cuando tengo la regla, pero soy buena persona. Por favor, llama pronto.

Finalmente seleccionaron las que parecían unas respuestas razonablemente sugerentes. Cuando Darcy estaba a punto de salir para California, Erin le propuso:

—Darce, voy a enviar algunas de tus cartas un par de semanas antes de que vuelvas. Sólo cambiaré alguna que otra frase para adaptarlas al anuncio.

Erin no tenía ordenador. Darcy sabía que escribía las cartas en una máquina de escribir eléctrica, pero que no hacía copias. Llevaba toda la información en un cuaderno de notas que llevaba en el bolso: el número de apartado de los anuncios que contestaba, el nombre de los hombres a los que había llamado, sus impresiones sobre aquellos con los que había salido.

*****

Jay Stratton se reclinó sobre el asiento del taxi entrecerrando los ojos. El altavoz situado justo detrás de su oreja atronaba el aire con una estrepitosa música de rock.

—¿Quiere usted bajar el volumen? —dijo irritado.

—Tío, ¿estás tratando de dejarme sin mi música?

El taxista tenía poco más de veinte años. El cabello, fino y enmarañado, le cubría el cuello. Miró a Stratton por encima del hombro y al ver la expresión de su cara, murmuró algo y bajó el volumen.

Stratton sintió que el sudor humedecía sus axilas. Tenía que sacarse esto de encima. Se palpó el bolsillo. Los recibos firmados por Erin cuando recibió las piedras preciosas de Bertolini y los diamantes estaban en su maletín. Darcy Scott parecía inteligente, no debía despertar la más mínima sospecha.

El entrometido superintendente estaba en el vestíbulo cuando llegó. Debía estar esperándole. Le reconoció inmediatamente.

—Le acompañaré arriba —dijo—. Debo estar presente cuando se abra la caja.

Stratton renegó en su interior. No necesitaba dos testigos.

Cuando Darcy abrió la puerta, la cara de Stratton presentaba una expresión amable si bien con un tinte de preocupación. Había previsto adoptar un tono tranquilizador, pero la consternación reflejada en los ojos de Darcy le indicó que era mejor abstenerse de hacer cualquier comentario banal. En su lugar estuvo de acuerdo con ella en que algo realmente grave estaba pasando.

Una chica inteligente, pensó. Evidentemente Darcy había memorizado la combinación de la caja fuerte. No pensaba permitir que nadie se enterase del lugar donde la guardaba Erin. Tenía un bloc y un bolígrafo a punto.

—Quiero tomar nota de todo lo que encontremos dentro.

Stratton le dio deliberadamente la espalda mientras giraba el disco. Después, mientras abría la puerta, se agachó junto a ella. La caja fuerte era muy profunda. Cajas y bolsas se alineaban en las estanterías.

—Permítame irle pasando las cosas una a una —propuso él—. Le describiré lo que voy encontrando y usted puede ir tomando nota.

Darcy dudó un momento. Luego reconoció que era una sugerencia bastante sensata. Él era joyero. Notó el roce de su brazo contra el suyo. Instintivamente se apartó. Stratton miró por encima de su hombro y vio que Boxer estaba encendiendo un cigarrillo con aire irritado mientras lanzaba miradas a su alrededor, probablemente buscando un cenicero. Ésta era su única oportunidad.

—Creo que ese estuche de terciopelo es el que contiene el collar. —Al alcanzarlo tiró al suelo deliberadamente una pequeña caja.

Darcy dio un salto sorprendida por el centelleo de las piedras desparramándose a su alrededor, y se apresuró a recogerlas. Poco después se le unió Stratton, deplorando su torpeza. Rastrearon la zona minuciosamente.

—Creo que ya las tenemos todas —dijo—. Son piedras semipreciosas, apropiadas para bisutería fina. Pero lo más importante es… —abrió el estuche de terciopelo— que aquí está el collar de «Bertolini’s».

Darcy miró embelesada el exquisito collar. Esmeraldas, brillantes, zafiros, labradorita, ópalos y rubíes engastados en un elaborado diseño que le recordaba las joyas medievales que podían verse en algunos cuadros del Museo Metropolitano.

—Delicioso, ¿no es cierto? —Preguntó Stratton—. Puede usted entender por qué el gerente de «Bertolini’s» estaba tan alarmado ante la perspectiva de que le hubiera ocurrido algo. Erin tiene muchísimo talento. No sólo ha conseguido crear un diseño que hace lucir estas piedras diez veces más su ya considerable valor, sino que lo ha realizado además en estilo bizantino. La familia que lo encargó es originaria de Rusia. Estas piedras constituyen la única posesión de valor que pudieron llevarse consigo cuando huyeron en 1917.

Darcy se imaginó a Erin, con los tobillos trabados en la barra de la silla, tal y como solía hacerlo en su época de estudiante. Sintió el presentimiento abrumador de un desastre inminente. ¿Dónde podía haber ido Erin para descuidarse de entregar a tiempo el collar?

Voluntariamente, a ninguna parte, decidió. Mordiéndose los labios para disimular su temblor, tomó el bolígrafo.

—Usted vaya describiéndome todas las piedras preciosas que haya, no se dé el caso de que falte alguna.

Mientras Stratton iba sacando el resto de las bolsas, cajas y estuches de terciopelo de la caja fuerte, Darcy percibió que su nerviosismo iba en aumento.

—Voy a abrir el resto de una vez, luego haremos una lista —dijo mirándola fijamente—. El collar de «Bertolini’s» está aquí, pero falta una bolsa que entregué a Erin conteniendo diamantes por valor de 250.000 dólares.

*****

Darcy abandonó el apartamento en compañía de Stratton.

—Voy inmediatamente a la comisaría a poner una denuncia sobre la desaparición —le anunció.

—Es lo más acertado. Yo me encargaré de entregar el collar de inmediato a «Bertolini’s». Y si dentro de una semana no hemos tenido noticias de Erin, avisaré a la compañía de seguros de la desaparición de los diamantes.

Eran las doce en punto del mediodía cuando Darcy entró en la comisaría del distrito sexto, situada en la calle Charles. Ante su insistencia de que algo grave estaba pasando, un detective salió para hablar con ella. Era un hombre de color, alto y con barba, de unos cuarenta años, que se presentó como Dean Thompson. La escuchó con interés, intentando mitigar su angustia.

—No podemos denunciar la desaparición de una persona adulta simplemente porque nadie ha sabido de ella durante un día o dos. Va contra el derecho a la libertad de movimiento. Pero si me da usted su descripción puedo comprobar si ha sufrido un accidente.

Darcy le fue dictando, con voz ansiosa, la información que necesitaba: 1 metro 70 centímetros, 55 kilos, pelirroja, ojos azules, 28 años de edad.

—Espere, llevo una foto en mi cartera.

Thompson examinó la foto.

—Una mujer muy atractiva. —Le entregó una tarjeta y pidió la suya—. Nos mantendremos en contacto.

*****

Susan Frawley Fox abrazó a su pequeña Trish de cinco años, y condujo sus desganados pies al autobús escolar que la esperaba para llevarla al parvulario por la tarde. La desconsolada niña estaba a punto de deshacerse en lágrimas. El bebé, firmemente sujeto por el otro brazo de Susan, estiró la manita y alcanzando el pelo de su hermana, tiró de él. Era la excusa que necesitaba. Trish empezó a gimotear.

Susan se mordió los labios, a medio camino entre el fastidio y la simpatía.

—No te duele, y no te vas a quedar en casa.

La conductora del autobús, una mujer de aspecto maternal, sonrió dulcemente y dijo con cariño:

—Vamos Trish, siéntate a mi lado.

Susan movió la mano enérgicamente en un ademán de despedida, y suspiró aliviada al ver alejarse el autobús. Cambió el peso del bebé de brazo y regresó a su desordenada casa de ladrillo estuco. Se veían todavía algunas manchas de nieve sobre el césped. La silueta de los árboles sin vida se recortaba severa contra el cielo gris. Dentro de pocos meses, el jardín tendría un aspecto exuberante con sus setos en flor y las ramas de los sauces encorvados por las cascadas de hojas. Ya desde muy pequeña Susan vigilaba los sauces esperando las primeras señales de la primavera.

Entró por la puerta trasera, calentó un biberón para el bebé, lo llevó a su habitación, le cambió los pañales y lo puso a dormir la siesta. ¡Por fin un momento de respiro! Disponía de una hora y media antes de que volviese a despertarse. Aunque sabía que iba a estar muy ocupada. Las camas estaban sin hacer, la cocina era un desastre. Esa mañana Trish se había empeñado en hacer tortitas y la mesa estaba todavía cubierta de masa desparramada.

Susan lanzó una mirada al recipiente de la masa que estaba sobre el mostrador y sonrió. Las tortas tenían un aspecto delicioso. Si al menos Trish no llevase tan mal lo del parvulario. Estamos casi en marzo, pensó Susan con preocupación. ¿Qué pasará cuando empiece el primer grado y tenga que quedarse todo el día?

Doug acusaba a Susan de ser la culpable de la oposición de Trish a la escuela.

—Si tú salieses más, fueses a comer al club, te apuntases voluntaria a alguna comisión, Trish se habría acostumbrado a estar al cuidado de otras personas.

Susan puso a calentar el agua para el té, limpió la mesa y se preparó un sándwich de queso y bacon en la plancha. ¡Esto es gloria! Se relajó y agradeció interiormente el bendito silencio.

Mientras tomaba una segunda taza de té, permitió que aflorase la rabia que la consumía por dentro. Doug no había vuelto a casa la noche anterior. Cuando debía quedarse a reuniones que se alargaban hasta altas horas de la noche, se alojaba en la suite que la compañía tenía reservada en el «hotel Gateway», cerca de su oficina en el World Trade Center. Se ponía furioso si le llamaba allí.

—¡Maldita sea, Susan! A no ser que sea una cuestión trascendental, dame un momento de respiro. No puedo abandonar la reunión y no suele acabar antes de medianoche.

Con la taza de té en la mano, se dirigió al dormitorio principal atravesando un amplio vestíbulo. A mano derecha, enfrente del armario empotrado, había un antiguo espejo de cuerpo entero. Se paró delante y estudió detenidamente su imagen.

Gracias a los deditos exploradores del bebé, su cabello castaño y rizado estaba desgreñado. Rara vez se tomaba la molestia de maquillarse durante el día, aunque la verdad es que tampoco lo necesitaba. Su piel era limpia y lisa, de textura fresca. Con 1,62 metros de estatura, podía permitirse perder 6 o 7 kilos. Pesaba 53 cuando se casó con Doug, hacía catorce años. Un chándal y unas zapatillas deportivas se habían convertido en su vestuario cotidiano, especialmente desde el nacimiento de Trish y Conner.

Tengo treinta y cinco años, dijo para sí. Me sobran algunos kilos, pero a pesar de lo que diga mi marido, no estoy gorda. No seré una gran ama de casa, pero sé que soy una buena madre. Y una buena cocinera. No quiero perder el tiempo fuera de casa cuando tengo niños pequeños que me necesitan. Especialmente si su padre no les concede ni un minuto de atención.

Mientras acababa de beber el té su enfado se fue haciendo mayor. La noche del martes, cuando volvió de su partido de baloncesto, Donny se encontraba en ese indefinible espacio entre la felicidad y el infortunio. Había sido el artífice de la canasta que les dio la victoria.

—Todo el mundo me ha felicitado, mamá. —Luego añadió—: Papá era el único padre que no estaba allí.

El corazón de Susan se conmovió ante la decepción reflejada en los ojos de su hijo. La canguro había avisado en el último momento que no podía venir, por eso ella tampoco había podido asistir.

—Esto sí que es un acontecimiento trascendental —dijo con convencimiento—. Vamos a ver si podemos localizar a papá y explicárselo.

Douglas Fox no aparecía en el registro del hotel. No se estaba celebrando ninguna conferencia. La suite reservada para «Keldon Equities» estaba desocupada.

—Seguramente se tratará de alguna telefonista novata —aclaró Susan al muchacho, tratando de no alterar su tono de voz.

—Claro, eso debe ser, mamá.

Pero Donny no era tonto. Al amanecer, el sonido de unos sofocados sollozos la despertó. Permaneció de pie ante la puerta de Donny sin atreverse a entrar. Sabía que no deseaba que ella le viese llorar.

Mi marido no nos quiere, ni a mí, ni a los niños, dijo Susan a su propio reflejo en el espejo. Nos miente. Se queda en Nueva York dos veces por semana y me ha convencido para que no le llame prácticamente nunca. Hace que me sienta como una pazguata, gorda, desaliñada, sosa e inútil. Estoy harta de él.

Dejó el espejo y se volvió a mirar el desordenado dormitorio. Debería ser más organizada, reconoció. Antes lo era. ¿Cuándo empecé a abandonarme? ¿Cuándo empecé a sentirme tan desalentada que decidí que ya no merecía la pena intentar resultarle atractiva?

No era difícil de contestar, hacía casi dos años, cuando se quedó embarazada del pequeño. Tenían una au pair sueca, y Susan estaba segura de que Doug se entendía con ella.

¿Por qué no lo encaró entonces? ¿Porque estaba todavía enamorada de él? ¿Porque odiaba admitir que su padre tenía razón sobre él?

Doug y ella se casaron una semana después de que ella se graduase en Bryn Mawr. Su padre le había ofrecido un viaje alrededor del mundo si cambiaba de idea.

—Debajo de ese estudiante encantador hay un macarra con mal genio —le advirtió.

Me metí en esto a sabiendas, admitió mientras volvía a la cocina. Si papá hubiera sabido la mitad, le hubiera dado un ataque, pensó.

Había un montón de revistas apiladas sobre la mesa de la cocina. Las hojeó hasta que dio con la que buscaba. Un número de People con un artículo sobre una mujer detective de Manhattan. Muchas mujeres profesionales la contrataban para que investigara a los hombres con los que tenían intención de casarse. También llevaba divorcios.

Susan pidió el número a información y marcó. Consiguió hablar con la investigadora y concertaron una cita para el siguiente lunes, 25 de febrero.

—Creo que mi esposo se ve con otra mujer —expuso con aplomo—. Estoy considerando la posibilidad de pedir el divorcio y me gustaría conocer todo lo referente a sus actividades.

Después de colgar, resistió la tentación de volverse a sentar y continuar enfrascada en sus pensamientos y se puso a recoger la cocina con toda su energía. Ya es hora de arreglar esta casa. Para el verano, con un poco de suerte, estaría en venta.

No sería fácil sacar adelante a cuatro hijos ella sola. Sabía de sobra que Doug iba a prestar poca o nula atención a los chicos después del divorcio. Era un manirroto, pero mezquino respecto a muchas pequeñas cosas. Pondría pegas con la manutención de los niños. Pero será más fácil vivir con un presupuesto menguado que seguir adelante con esta farsa.

Sonó el teléfono. Era Doug lamentándose otra vez por las malditas reuniones que se habían prolongado hasta muy tarde en las dos últimas noches. Estaba exhausto y todavía no había acabado de arreglar todos los asuntos. Esta noche volvería a casa, pero tarde, muy tarde.

—No te preocupes, querido —dijo Susan suavemente—, lo entiendo perfectamente.

*****

El camino rural era estrecho, tortuoso y oscuro. Charley no se cruzó con ningún otro vehículo. En el cruce con la carretera, la entrada del camino estaba casi oculta por la maleza. Un lugar tranquilo y apartado, fuera del alcance de ojos curiosos. Lo había adquirido hacía seis años. Una ganga. Un regalo casi. La casa había pertenecido a un excéntrico solterón cuya única afición era restaurarla él mismo. Construida en 1902, la fachada era sencilla. La reforma interior había consistido en convertir la planta baja en una única habitación, con una zona para cocinar y una chimenea. El entarimado estaba hecho de anchas tablas de roble que brillaban con un acabado satinado. Los muebles eran estilo Amish, austeros pero magníficos.

Charley había añadido un largo sofá tapizado de paño granate, un sillón y una alfombra que cubría la zona entre la chimenea y el sofá.

El piso superior seguía tal y como lo encontró. Dos pequeñas habitaciones habían sido convertidas en un amplio dormitorio. El mobiliario era ecléctico: una cama con un cabecero tallado y una cómoda alta, ambas en madera de pino. Al modernizar el baño habían conservado la antigua bañera sostenida sobre patas en forma de garra.

Únicamente el sótano era diferente. El congelador de dos metros y medio de largo ya no contenía un solo gramo de comida. Era el lugar en que cuando era necesario, guardaba los cuerpos de las chicas. Aquí esperaban las doncellas de hielo los tibios rayos del sol primaveral para ser enterradas en sus tumbas. Había también una mesa de trabajo donde se apilaban diez cajas de zapatos de cartón. Sólo quedaba una por decorar.

Una acogedora casita escondida en la espesura. Nunca había traído a nadie aquí hasta hace dos años, cuando empezó a soñar con Nan. Antes le bastaba con poseer la casa. Éste era su refugio. Podía estar solo. Simular que bailaba con bellas jóvenes. Solía ver viejas películas en su vídeo. Con las películas, él se convertía en Fred Astaire y bailaba con Ginger Rogers y Rita Hayworth y Leslie Caron. Seguía los gráciles movimientos de Astaire hasta que pudo reproducir paso por paso, imitando la forma en que Astaire giraba su cuerpo. Podía sentir que llevaba a Ginger, a Rita, a Leslie y a todas las parejas de Fred en sus propios brazos, mirándole con adoración, deleitándose con la música y embriagándose con la danza.

Pero un día, hace dos años, se acabó. En medio del baile, Ginger se escurrió de entre sus brazos, y Nan volvió a encontrarse en los brazos de Charley, como unos momentos después de haberle dado muerte, girando y bailando en la pista de jogging, con su cuerpo esbelto y ligero, tan fácil de llevar, y la cabeza recostada sobre su hombro.

Cuando este recuerdo resurgió, bajó corriendo al sótano, y sacando las parejas de la zapatilla «Nike» y el zapato de baile que había dejado en sus pies, los meció en sus brazos mientras se balanceaba al ritmo de la música.

Era como estar con Nan otra vez, y, en aquel momento supo lo que tenía que hacer.

Primero instalo una cámara de vídeo oculta, para poder revivir cada minuto de lo que sucediera. Luego empezó a traer a las chicas, una por una. Erin fue la octava que murió en este lugar. Pero Erin no iría a reunirse con las demás entre los árboles que rodeaban la casa. Esta noche se desharía del cuerpo de Erin. Y ya tenía decidido el lugar exacto en que quería dejarla.

La furgoneta se deslizó sigilosamente por el camino que llevaba a la parte posterior de la casa. Paró delante de las puertas metálicas que conducían al sótano.

La respiración de Charley se truncó en rápidos y excitados jadeos. Puso la mano sobre la manilla de la puerta trasera de la furgoneta, luego se detuvo indeciso. Su instinto le avisaba de que no debía demorarse. Debía sacar el cuerpo de Erin del congelador cuanto antes, meterlo en el coche y llevarlo a la ciudad para dejarlo en el muelle abandonado de la Calle 56, que bordeaba la autopista del West Side. Pero el deseo de mirar el vídeo de Erin, de bailar con ella una última vez, era irresistible.

Charley volvió corriendo a la puerta principal, entró, dio la luz, y sin molestarse en quitarse el abrigo, se dirigió al vídeo. La cinta de Erin era la última de las apiladas en la vitrina. La introdujo en el aparato y se sentó en el sofá, sonriendo anticipadamente.

Aparecieron las primeras imágenes.

*****

Erin, bellísima, sonriente, entra por la puerta y exclama cautivada al ver la casa:

—¡Cómo te envidio este paraíso!

Él sirve unas copas. Ella se acurruca en el sofá y él se sienta enfrente en el sillón y luego se levanta para prender fuego a la leña preparada en la chimenea.

—No te molestes en encender el fuego —dijo ella—, tengo que volver en seguida.

—Aunque sólo sea por media hora, merece la pena —dijo él. Luego puso en marcha el equipo de música. Empezaron a sonar suaves y susurrantes canciones de los años cuarenta.

—Nuestra próxima cita será en la «Sala Arco Iris» —dijo—. Te gusta bailar tanto como a mí.

Erin se había reído. La luz de la lámpara situada a su lado acentuaba los reflejos rojizos de su cabellera.

—Como escribí cuando contesté a tu anuncio, me gusta bailar.

Él permaneció de pie y extendió los brazos.

—¿Por qué no ahora?

Luego, como sacudido por una idea repentina, dijo:

—¿Qué número de pie calzas? ¿Treinta y siete? ¿Treinta y ocho?

—Treinta y siete.

—Perfecto. No te lo vas a creer, pero tengo unos zapatos de noche que te irán perfectos. Mi hermana me pidió que le cogiera unos zapatos de ese número que había encargado. Como buen hermano mayor que soy, cumplí el encargo. Luego me llamó para decirme que los devolviera porque había encontrado otros que le gustaban más.

Ambos se rieron.

—Como una buena hermana pequeña.

—No voy a tomarme el trabajo de devolverlos.

La cámara la enfocaba captando su expresión complacida y sonriente mientras paseaba la mirada por la habitación.

Él subió al dormitorio y abrió un armario donde se encontraran varias cajas de zapatos apiladas en una estantería. Había comprado varios números de los que había elegido para ella. Eran de color rosa y plata, abiertos por delante y por el talón. Los tacones eran finos como estiletes y se anudaban en los tobillos con una cinta de gasa. Escogió el par del número 37 y los llevó abajo sin retirar el papel de seda.

—Pruébatelos, Erin.

Incluso ahora, seguía sin sospechar nada.

—¡Son preciosos!

Él se arrodilló y retiró con manos impersonales las cortas botas de cuero. Ella empezó a decir:

—¡Oh!, la verdad, no sé si…

Ignorando sus protestas, él terminó de calzar los zapatos de baile en sus pies.

—Me prometes ponértelos el próximo sábado cuando vayamos a la «Sala Arco Iris».

Ella levantó el pie derecho unos centímetros del suelo y sonrió, admirando la delicada belleza de los zapatos.

—No puedo aceptarlos…

—Por favor —suplicó él con una sonrisa.

—Bueno, entonces te los compraré. Es increíble, pero irán divinamente con un vestido que sólo me he puesto una vez.

Estuvo a punto de decir: «te he visto con ese vestido». En su lugar murmuró:

—Ya hablaremos de eso luego.

Luego colocó la mano alrededor de su tobillo, demorándola el tiempo suficiente para que despertase en ella un primer indicio de alarma. Se levantó y se dirigió al equipo de música. La cinta que tenía preparada para la ocasión estaba ya colocada. La primera canción fue Till there were you. Empezó a sonar la orquesta de Tommy Dorsey, y la voz de un jovencísimo Frank Sinatra llenó la sala.

Se acercó de nuevo al sofá y tomó la mano de Erin.

—Vamos a practicar.

En los ojos de Erin apareció esa mirada que estaba esperando. Esa primera chispa de conocimiento de que algo no marchaba del todo bien. Ella percibió un sutil cambio en su tono y sus modales.

Erin era como todas las demás. Todas reaccionaban igual: parloteando precipitadamente, con nerviosismo.

—Creo que es mejor que me vaya. Tengo una cita mañana, muy temprano.

—Sólo un baile.

—Está bien. —Su tono delataba el recelo.

Cuando empezaron a bailar, pareció relajarse. Todas las chicas habían resultado ser buenas bailarinas, pero Erin llegaba a la perfección. Se sintió desleal cuando reconoció que bailaba incluso mejor que Nan. Flotaba ingrávida entre sus brazos. Era sublime. Pero cuando las últimas notas de Hasta que llegaste tú se desvanecieron, se soltó de sus brazos.

—Tengo que irme.

Entonces él dijo:

—Tú no vas a ningún sitio.

Erin echó a correr. Como las otras, resbaló en el suelo que había encerado con esmero. Los zapatos de baile se convirtieron en su principal enemigo cuando intentó escapar de él corriendo hacia la puerta, que encontró cerrada con llave. Presionó el botón de alarma para descubrir que era un engaño. Al ser pulsado emitía una cavernosa risa maníaca, un último toque de sarcasmo, que dejaba a la mayoría de ellas inermes, sollozando mientras él alcanzaba sus gargantas.

Con Erin había resultado especialmente satisfactorio. Al final pareció comprender que no tenía sentido suplicar, y luchó contra él, empujada por un instinto animal de supervivencia, arañando las manos que se aferraban a su delicada garganta. Sólo cuando retorció el macizo collar de oro que llevaba alrededor de su cuello y empezó a perder el conocimiento, había susurrado.

—¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdame, por favor! ¡Oh, papá!

Una vez muerta, bailó con ella de nuevo. Ya no encontró ninguna resistencia en su adorable cuerpo. Era su Ginger, su Rita, su Leslie, su Nan y todas las demás. Cuando la música finalizó, retiró el zapato de baile de su pie izquierdo, y volvió a colocar la bota.

*****

El vídeo finalizaba cuando él bajaba al sótano para introducir el cuerpo en el congelador, y guardar el otro zapato de baile y la otra bota en la caja de zapatos que tenía preparada.

Charley se levantó y suspiró. Rebobinó la cinta, la sacó y apagó el vídeo. La cinta de música que había preparado para Erin estaba todavía puesta. Apretó el botón de encendido.

Mientras la música se propagaba por la habitación, Charley bajó corriendo las escaleras del sótano y abrió el congelador. Preciosa, dijo con un suspiro, mientras contemplaba el rostro inerte bajo cuya piel helada resaltaban las venas azuladas. La levantó con ternura y la sacó del congelador.

Era la primera vez que bailaba con una de las chicas después de congelar su cuerpo. Era algo distinto, pero igualmente excitante. Los muslos de Erin ya no se doblaban, su espalda ya no se curvaba hacia atrás. Con la mejilla de la joven contra su cuello, apoyó la barbilla sobre el pelo cobrizo, ese pelo tan suave, adornado ahora con perlas de hielo. Pasaron unos minutos. Al llegar al final de la tercera canción, después de la última vuelta, se deslizó y se detuvo, inclinado su cuerpo en la reverencia final.

Todo empezó con Nan, quince años atrás, un 13 de marzo pensó. Besó los labios de Erin, igual que había besado los de Nan. Faltaban tres semanas para el 30 de marzo. Para ese día habría traído a Darcy a este lugar y todo habría acabado.

Se dio cuenta de que la blusa de Erin empezaba a empaparse. Debía llevarla sin demora a la ciudad. Sujetándola con un brazo, la arrastró hasta el equipo de música.

Mientras lo desconectaba, Charley no se percató de que un anillo de ónice, con una E de oro, se escurría del dedo helado de Erin, y tampoco oyó el tenue sonido metálico que hizo al caer al suelo donde quedó medio escondido por el borde de la alfombra.