CAPÍTULO III
Miércoles, 20 de febrero

El miércoles por la tarde, Darcy llegó a la oficina de Nona Roberts hacia las seis de la tarde. Había telefoneado a Nona desde Riverside Drive, donde tenía una cita con un cliente, para proponerle que tomaran juntas un taxi hasta el restaurante.

La oficina de Nona era un desordenado compartimiento alineado junto con otros desordenados compartimientos, en el décimo piso de «Hudson Cable Network». Su mobiliario consistía en un maltrecho escritorio de roble, sepultado bajo los papeles, algunos ficheros cuyos cajones no cerraban del todo, estanterías con libros de datos y cintas, un singular y poco confortable canapé, y una silla giratoria de ejecutivo, que hacía tiempo que había dejado de girar. Las ramas de una planta, que Nona se olvidaba reiteradamente de regar, caían desmayadamente sobre el alféizar de la ventana.

A Nona le encantaba su oficina. Darcy se preguntaba a menudo cómo no había llegado a autodestruirse por combustión espontánea. Cuando llegó, Nona estaba hablando por teléfono y Darcy fue a buscar agua para regar la planta.

—Estaba pidiendo socorro —dijo cuando regresó.

Después de colgar el teléfono. Nona dio un salto para abrazar a Darcy.

—La jardinería no es precisamente lo mío.

Llevaba un mono de lana de color caqui que resaltaba su menuda figura. Un cinturón de piel, con una hebilla dorada formada por dos manos enlazadas, ceñía su cintura. Su cabello, entre rubio y castaño, con algunos mechones grises, estaba cortado recto a la altura de la barbilla, enmarcando un rostro expresivo, más interesante que hermoso.

Darcy se alegró al ver que la preocupación reflejada en los ojos de Nona era reemplazada por una expresión de irónico humor. Su reciente divorcio había sido un duro golpe. Según decía, ya era bastante traumático cumplir los cuarenta sin que tu marido te la pegue con una ninfa de veintiún años.

—Se me ha hecho tarde —se disculpó Nona—. Hemos quedado a las siete con Erin, ¿verdad?

—Entre siete, y siete y cuarto —contestó Darcy sacando con los dedos las hojas muertas de la planta.

—Tenemos quince minutos para llegar allí. Eso si encontramos un taxi libre en seguida. ¡Fantástico! Todavía tengo que hacer una cosa antes de salir. ¿Por qué no me acompañas y así conoces el lado humano de la televisión?

—No sabía que tuviera uno —dijo Darcy cogiendo su bolso.

*****

Todas las oficinas estaban situadas alrededor de una zona central atestada de redactores y secretarias en sus mesas de trabajo. El zumbido de los ordenadores y el repiqueteo de los fax atronaban el aire. Al fondo de la sala, un locutor aparecía en pantalla dando las últimas noticias. Nona hizo un ademán general de saludo al pasar.

—No hay un solo soltero en este laberinto que no esté contestando anuncios para mí. De hecho, sospecho que hay algunos chicos, supuestamente comprometidos, que se están citando discretamente a través de un misterioso número de apartado.

Condujo a Darcy a la sala de proyecciones y le presentó a Joan Nye, una bonita rubia que no debía tener más de veintidós años.

—Joan cubre los óbitos —explicó—. Acaba de reseñar uno importante y me ha pedido que le eche un vistazo. —Se volvió hacia Nye—. Seguro que estará bien —añadió en tono tranquilizador.

Joan suspiró.

—Eso espero —dijo, y pulsó el botón que ponía en marcha la proyección.

La cara de la estrella Ann Bouchard llenaba la pantalla. Se oyó la engolada voz de Gary Finch el presentador más famoso de «Hudson Cable», en un tono dulcificado, apropiado a la ocasión.

—Ann Bouchard ganó su primer Oscar a la edad de diecinueve años, en 1928, cuando sustituyó a Lilian Parker, que tenía problemas de salud, en el clásico Camino peligroso.

Seguían imágenes de Ann Bouchard en sus papeles más renombrados, junto a instantáneas de su vida personal: sus siete maridos, sus hogares, sus batallas publicitarias con los ejecutivos de los estudios, extractos de entrevistas hechos a lo largo de su carrera. Su emocionada respuesta al recibir un premio a la labor de toda una vida.

—He conocido el triunfo. He conocido el amor. Y ¡os quiero muchísimo a todos!

Eso era todo.

—No sabía que Ann Bouchard hubiera muerto. ¡Dios mío! Habló con mi madre por teléfono la semana pasada. ¿Cuándo ha sido?

—Todavía no ha sido —dijo Nona—. Preparamos las defunciones de las celebridades con antelación, igual que hacen los diarios. Y los ponemos al día con regularidad. El adiós a Georges Burns fue revisado veintidós veces. Cuando llega lo inevitable sólo tenemos que buscar la cinta. El casi irreverente nombre de este proyecto es «Hasta Nunca Club».

—¿Hasta nunca?

—¡Ja, ja! Hacemos el trozo final y le decimos al muerto: ¡Hasta nunca! —Se volvió a Nye—. Es perfecto. Estaban a punto de saltárseme las lágrimas. A propósito, ¿has contestado algún anuncio de contactos?

—Te va a salir caro. Nona. La otra noche tenía una cita con un pelma y me cogió un atasco. Aparqué en doble fila, me bajé un momento para avisarle de que volvía en seguida y cuando volví al coche un policía me estaba poniendo una multa. Al final encontré un parking y cuando volví…

—Se había ido —sugirió Nona.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ya les ha pasado antes a otras personas. No te lo tomes como algo personal. Ahora tenemos que marcharnos. Dame la multa, me ocuparé de ella.

*****

En el taxi, mientras iban al encuentro de Erin, Darcy reflexionó sobre el motivo que podía impulsar a alguien a un comportamiento semejante. Nye era muy atractiva. ¿Quizá demasiado joven para el hombre con el que estaba citada? Al contestar el anuncio seguramente mencionó su edad ¿Tendría él una imagen de su cita en la que Nye no encajaba?

Estos pensamientos la inquietaban. Mientras el taxi daba bandazos sorteando el tráfico de la Calle 72, comentó:

—Nona, cuando empezamos con esto de los anuncios me lo tomé como un juego, pero ahora ya no estoy tan segura. Es como tener una cita a ciegas, sin la seguridad de que el chico se presente porque es el amigo del hermano de alguien. ¿Te imaginas a alguno de los hombres que conoces haciendo esto? Incluso si, por alguna razón, al hombre que se citó con Nye no le gustaba cómo iba vestida, o peinada, o cualquier otra cosa, lo único que tenía que hacer era tomar una copa y luego despedirse pretextando un vuelo inmediato. Podría largarse en seguida sin dejarla con la sensación de haber hecho el imbécil.

—Darcy, hay que aceptarlo —dijo Nona—. A partir de toda la información que voy recogiendo, la mayor parte de las personas que colocan este tipo de anuncios son bastante inseguras. Incluso algo peor. Hoy he recibido una carta de un agente del FBI que se ha enterado de que vamos a hacer el programa y quiere hablar conmigo. Le gustaría que incluyéramos una advertencia previniendo a los espectadores de que este tipo de anuncios son un medio idóneo para los maníacos sexuales.

—¡Vaya consuelo!

*****

Como de costumbre, «Bella Vita» ofrecía un ambiente acogedor. El delicioso y familiar olor a ajo impregnaba el aire, y las risas y conversaciones se mezclaban en un suave murmullo. Adam, el dueño, les dio la bienvenida.

—¡Ah!, mis encantadoras damas. Tengo su mesa preparada. —Señaló la que estaba junto a la ventana.

—Erin llegará en cualquier momento —aclaró Darcy mientras se sentaban—. Me sorprende que no haya llegado ya, siempre es tan puntual que me acompleja.

—Probablemente esté en medio de un atasco. Voy a pedir el vino. Ella siempre bebe «Chablis».

Media hora más tarde, Darcy se levantó de su silla.

—Voy a llamar a Erin. Lo único que puede haber ocurrido es que haya habido algún problema con el collar de «Bertolini», y que necesite algún ajuste de última hora. Pierde la noción del tiempo cuando trabaja.

El contestador automático respondió desde el estudio de Erin. Darcy volvió a la mesa, y en la angustiada mirada de Nona pudo ver reflejados sus propios sentimientos.

—He dejado un mensaje en el contestador diciendo que la estamos esperando, y que llame si es que no puede venir.

Pidieron la cena. A Darcy le gustaba mucho ese restaurante, pero esa noche apenas hubiera podido decir qué era lo que estaba comiendo. Cada cierto tiempo, lanzaba ojeadas hacia la puerta, esperando ver entrar a Erin con una explicación plausible de su retraso.

No apareció.

Darcy vivía en un ático de una antigua mansión, al oeste de la Calle 49. Nona en un piso al oeste de Central Park. Al salir del restaurante subieron en dos taxis diferentes prometiéndose que la primera que tuviera noticias de Erin llamaría inmediatamente a la otra.

Un minuto después de llegar a casa, Darcy volvió a marcar el número de Erin, y de nuevo una hora más tarde antes de irse a dormir. Esta última vez dejó un apremiante mensaje:

—Erin, estoy preocupada por ti. Son las once y cuarto del miércoles, llámame sea cual sea la hora en que llegues.

Después logró conciliar un sueño superficial.

Cuando se despertó, a las seis de la mañana, lo primero que hizo fue pensar en Erin. No había llamado.

*****

Jay Stratton miraba a través de la ventana de su apartamento, situado en el piso treinta de un edificio de la plaza Waterloo, en la Calle 25 con la avenida del East River. La vista era espectacular. El East River fluía bajo los arcos de los puentes de Brooklyn y Williamsburg. Las torres gemelas quedaban a la derecha, con el Hudson asomando detrás de ellas. La corriente del tráfico agonizaba lentamente. Superada la hora punta vespertina, discurría ahora con fluidez. Eran las siete y media.

Jay frunció el entrecejo en un gesto que provocaba que sus pequeños ojos se volviesen casi invisibles. Su cabello, castaño oscuro, atractivamente moteado de gris, le ayudaba a mantener un estudiado aspecto de informal elegancia. Era consciente de su ligera tendencia a engordar y cuidaba su figura practicando ejercicio con regularidad. Sabía que parecía algo mayor que su edad real, treinta y siete años, lo que le resultaba ventajoso. La mayoría de la gente lo encontraba singularmente atractivo.

También la viuda del magnate de la Prensa a la que había acompañado la semana pasada al casino «Taj Mahal», de Atlantic City lo había encontrado atractivo, a pesar de que, cuando le mencionó si no le gustaría tener una joya especialmente creada para ella, su rostro se endureció.

—Nada de palabrería de vendedor —le espetó—. Quiero que quede bien claro.

No volvió a pensar en ella. Jay no tenía por costumbre perder el tiempo. Hoy había comido en el «club de Jockey» y mientras esperaba mesa, entabló conversación con un matrimonio de edad. Los Ashton estaban en Nueva York de vacaciones, celebrando su cuadragésimo aniversario de bodas. Era evidente que estaban forrados y como se encontraban ociosos y desplazados, fuera de los familiares territorios de Carolina del Norte, acogieron con entusiasmo sus iniciativas de contacto.

El marido pareció alegrarse cuando Jay le interrogó sobre la posibilidad de que hubiera pensado en regalar a su esposa alguna joya de valor por los cuarenta años de matrimonio.

—Hace mucho tiempo que le digo a Frances que me gustaría comprarle alguna joya, pero ella se empeña en que es mejor que ahorremos ese dinero para Frances Junior.

Jay sugirió que cuando llegase el momento, en un futuro lejano, Frances Junior podría lucir complacida el hermoso collar, o la valiosa pulsera, y explicar con orgullo a su propia hija o nieta que era un regalo muy especial de los abuelos.

—Es lo que las familias de la realeza han hecho durante siglos —comentó mientras les alargaba su tarjeta.

Sonó el teléfono. Jay se apresuró a cogerlo. Puede que sean los Ashton, pensó.

Era Aldo Marco, el gerente de «Bertolini’s».

—Aldo —dijo Jay sinceramente—, estaba pensando en llamarte. Todo va bien, espero.

—La verdad es que no va nada bien. Cuando me presentaste a Erin Kelley quedé impresionado con ella y su carpeta. El diseño que nos presentó era sensacional, y, como ya sabes, le entregué las gemas familiares del cliente para que las engastase de nuevo. El collar debía ser entregado esta mañana, pero Miss Kelley no se ha presentado, y tampoco ha respondido a los numerosos mensajes que le hemos dejado. Mr. Stratton, ya sea el collar o las gemas de mi cliente, quiero que sean entregados inmediatamente.

Jay se pasó la lengua por los labios. Tenía la mano con la que sostenía el teléfono empapada de sudor. ¡Había olvidado el collar! Sopesó cuidadosamente sus palabras.

—Vi a Miss Kelley la semana pasada. Me enseñó el collar, era exquisito. Debe de haber un malentendido.

—El malentendido es que no se ha presentado en la fecha convenida, y mi cliente quiere el collar para el viernes, para una fiesta de compromiso. Se lo repito, quiero el collar o las piedras de mi cliente mañana sin falta. En cualquiera de los dos casos, le hago responsable de lo que suceda ¿Está claro?

El áspero sonido del teléfono al colgar resonó en los oídos de Stratton.

*****

Michael Nash recibió a su último paciente, Gerald Renquist, a las cinco de la tarde del miércoles. Renquist era el director ejecutivo de una compañía farmacéutica internacional, un hombre cuya identidad personal estaba íntimamente ligada a las intrigas y maniobras políticas de la Sala de Juntas, y que había sido relegado desde su jubilación, al estatus de observador involuntario.

—Sé que debería considerarme afortunado —comentaba Renquist—, pero me siento tan estúpidamente inútil. Incluso mi esposa me suelta el viejo dicho: «Me casé contigo para lo bueno y para lo malo, pero no para el almuerzo».

—¿Habrá hecho usted algún plan para su jubilación? —sugirió Nash con suavidad.

Renquist se rió.

—Sí, lo hice. Pero lo detesto.

Depresión, pensó Nash. El resfriado común de las enfermedades mentales. Se dio cuenta de que estaba cansado y que no le prestaba la atención que debiera. No es justo. Me paga para que le escuche. No obstante se sintió aliviado cuando a las seis menos diez dio por terminada la sesión.

Después de marcharse Renquist, Nash empezó a recoger sus cosas. Su despacho estaba situado en la Calle 71 junto a Central Park, y su apartamento en el piso veinte del mismo edificio. Atravesó la puerta y salió al vestíbulo.

La nueva inquilina del veinte B, una rubia de unos treinta años, esperaba el ascensor. Intentó reprimir la irritación que le producía subir en su compañía. Las miradas de interés no disimulado que le dirigía le incomodaban, así como sus inevitables invitaciones a pasar un momento a tomar algo.

Michael Nash tenía el mismo problema con cierto número de pacientes femeninos. Podía leer sus pensamientos. Chico bien parecido, divorciado, sin hijos, treinta y tantos años, disponible. Una actitud de desconfiada reserva se había convertido para él en una segunda naturaleza.

Al menos esta noche la nueva vecina ni había repetido su acostumbrada invitación. Puede que estuviera aprendiendo.

—Buenas noches —murmuró él cuando salieron del ascensor.

El apartamento reflejaba la misma pulcritud con que cuidaba todas sus cosas. La tapicería de lino color marfil de los sofás gemelos del cuarto de estar era la misma que la de las sillas del comedor situadas alrededor de una mesa redonda de roble, un auténtico hallazgo que adquirió en la subasta de un anticuario del Condado de Bounty. Las alfombras de esta parte de la casa reproducían motivos geométricos sobre un fondo marfil. Una librería ocupaba una de las paredes. Había plantas en las repisas de las ventanas y un lavabo colonial que hacía las veces de bar. Recuerdos que había traído de sus viajes al extranjero, buenos cuadros. Una habitación confortable y de buen gusto.

La cocina y el estudio estaban a la izquierda del salón. La suite formada por el dormitorio y el baño, a la derecha. Era un apartamento muy agradable, y un complemento ideal a la mansión de Bridgewater que había sido el orgullo y la más valiosa posesión de sus padres. En más de una ocasión Nash había estado tentado de venderla, pero sabía que echaría de menos poder montar a caballo los fines de semana.

Se quitó la chaqueta y dudó entre escuchar el boletín de noticias de las seis o el último disco compacto que había adquirido, una sinfonía de Mozart. Ganó Mozart. Mientras los familiares compases iniciales se esparcían por la habitación sonó el timbre de la puerta.

Nash no tenía dudas sobre quién podía ser. Resignado fue a abrir. La nueva vecina apareció en la puerta sosteniendo una cubitera. El truco más viejo del mundo. Gracias a Dios, aún no se había servido una copa. Le dio el hielo, le explicó que no, que no podía acompañarla, que estaba a punto de salir, y la condujo de nuevo a la puerta. Cuando se hubo marchado todavía balbuceando algo sobre «otro día quizá», fue directo al bar y se sirvió un martini seco, sacudiendo la cabeza con desaliento.

Se instaló en el sofá, cerca de la ventana, y bebió un trago del combinado, apreciando su suavidad, degustando su aroma y su acariciante sabor, mientras intentaba imaginarse cómo sería la joven con la que iba a encontrarse a las ocho para cenar. La respuesta que había enviado a su anuncio era francamente divertida.

Su editor estaba entusiasmado con la primera parte del libro que estaba escribiendo. En él analizaba el comportamiento de la gente que publicaba o contestaba anuncios de contactos personales, sus necesidades psicológicas, sus proyecciones y sus fantasías a la hora de describirse a sí mismos.

El título de su trabajo era: Los anuncios de contactos: búsqueda de compañía o evasión de la realidad.