Frío, embarrado, inhóspito, un tráfico imposible. ¡Qué importaba! Era maravilloso estar de vuelta en Nueva York.
Darcy se quitó con despreocupación el abrigo, se alisó el pelo con los dedos, y echó un vistazo al correo cuidadosamente clasificado sobre su escritorio. Bev Rothhouse, una delgada impulsiva y brillante estudiante nocturna de la Escuela de Diseño de Parsons, y, además, su eficaz secretaria, identificaba los montones por orden de importancia.
—Facturas —dijo señalando el extremo derecho—, notificaciones de ingresos al lado. Hay unas cuantas.
—Sustanciosas, espero —aventuró Darcy.
—No están mal —confirmó Bev.
—Éstos son los mensajes. Han llegado dos nuevas solicitudes para decorar dos apartamentos de alquiler. Realmente, sabías lo que hacías cuando abriste un negocio de muebles de segunda mano.
Darcy se rió.
—«Sanford and son». Eso es lo que soy.
«Rincón de Darcy. Interiorismo de ocasión», se podía leer en una placa, en la puerta de la oficina, situada en el edificio Flatiron de la Calle 32.
—¿Qué tal por California? —preguntó Bev.
Darcy advirtió el tono de respeto en la voz de la joven, y sonrió. Lo que Bev quería decir era: «¿Cómo están tus padres? ¿Qué tal te lo has pasado con ellos? ¿Son tan maravillosos como parece en sus películas?».
«La respuesta —pensó Darcy—, era: sí, son estupendos, son maravillosos. Sí, les quiero y estoy orgullosa de ellos. Pero nunca me he sentido cómoda en su mundo».
—¿Cuándo salen para Australia? —preguntó Bev, manteniendo un tono deliberadamente trivial.
—Se han marchado ya. Cogí el avión para volver a Nueva York después de acompañarles.
Darcy había hecho coincidir la visita familiar con un viaje de negocios al lago Tahoe, donde tenía un contrato para decorar una vivienda-piloto en una estación de esquí, destinada a compradores de recursos limitados. Sus padres partían de gira internacional con la obra. No volvería a verlos al menos hasta dentro de seis meses.
Destapó el café que había pedido cuando venía de camino, en un bar cercano, y tomó asiento detrás de su mesa.
—Estás muy guapa —observó Bev—. Me gusta ese traje.
El vestido rojo de lana con escote cuadrado que llevaba puesto y el abrigo a juego eran resultado de la salida de compras por Rodeo Drive que había realizado para complacer a su madre.
—Para ser una chica tan guapa, no te esmeras demasiado en cuidar tu aspecto —le había sermoneado su madre—. Deberías sacar partido de ese aire lánguido que tienes.
Como acostumbraba a observar su padre en numerosas ocasiones, Darcy podía haber posado como modelo para el retrato de la antepasada materna cuyo nombre llevaba. La primera Darcy había abandonado Irlanda durante la Revolución para unirse a su prometido francés, un oficial del ejército de Lafayette. Tenían los mismos ojos grandes, entre verdes y castaños, el mismo cabello castaño claro, con reflejos dorados, la misma nariz recta.
—Hemos crecido un poco desde entonces —le gustaba puntualizar a Darcy—. Yo mido un metro setenta y dos. La primera Darcy era un tapón. Esto ayuda mucho cuando pretendes tener un aspecto etéreo.
Nunca olvidaría el comentario que escuchó de labios de un director, cuando tenía apenas seis años: «¿Cómo se las han arreglado dos personas tan excepcionales para concebir una criatura tan mediocre?».
Todavía recordaba que permaneció inmóvil, encajando el impacto. Un momento después, cuando su madre pretendía presentarla a alguno de ellos: «Ésta es Darcy, mi hija», ella había gritado un «¡No!» rotundo y había salido corriendo. Más tarde tuvo que disculparse por haber sido tan descortés.
Aquella mañana, al bajar del avión en el aeropuerto Kennedy, dejó las maletas en su apartamento y se fue directamente a la oficina, sin concederse siquiera el tiempo necesario para cambiarse a sus habituales vaqueros, que constituían su uniforme de trabajo. Bev esperó a que bebiera un primer trago de café antes de volver a los mensajes.
—¿Quieres que empiece a contactar con estas personas?
—Déjame primero hacer una breve llamada a Erin.
Erin descolgó al primer timbrazo. Su distraído saludo le confirmó que ya estaba en su mesa de trabajo. Habían sido compañeras de habitación cuando estudiaban en Mount Holyoke. Posteriormente, Erin había estudiado diseño de joyas, y había obtenido recientemente el prestigioso premio N. W. Ayer para jóvenes diseñadores.
Darcy también había alcanzado profesionalmente una buena posición. Después de cuatro años de trabajo en una agencia de publicidad, decidió cambiar su carrera de ejecutiva publicitaria por la decoración con muebles de ocasión. Ambas mujeres habían cumplido veintiocho años, y su relación seguía siendo tan estrecha como cuando vivían juntas en la Universidad.
Darcy podía imaginarse perfectamente a Erin, sentada delante del tablero, vestida con unos vaqueros y un amplio jersey, el cabello pelirrojo sujeto con un prendedor o una cola de caballo, absorta en su trabajo, inconsciente de cualquier distracción externa.
El abstraído saludo dio paso a una exclamación de júbilo al reconocer la voz de Darcy.
—Estás ocupada —dijo Darcy—, no quiero entretenerte. Sólo quería hacerte saber que estoy de vuelta y, sobre todo, saber cómo sigue Billy.
Billy era el padre de Erin. Inválido, se encontraba internado en un sanatorio de Massachusetts desde hacía tres años.
—Más o menos igual —informó Erin.
—¿Cómo va el collar? Cuando te llamé el viernes parecías preocupada.
El mes pasado, poco antes de la partida de Darcy, Erin había recibido el encargo de la joyería «Bertolini’s» de diseñar un collar utilizando las gemas familiares de un cliente. «Bertolini’s» era un joyero de la talla de «Cartier» y «Tiffany’s».
—Tenía mucho miedo de que el diseño no estuviese a la altura de una casa tan exigente. Era bastante complicado, pero todo va bien. Lo entregaré mañana por la mañana y, si quieres mi propia opinión, a mí me parece sensacional. ¿Qué tal por Bel-Air?
—¡Fantástico! —Rieron al unísono y luego Darcy añadió—: Ponme al corriente de cómo va el Proyecto Contactos.
Nona Roberts, productora de la cadena de televisión «Hudson Cable Network», había entablado amistad con Darcy y Erin en un centro de salud. Nona estaba preparando un documental sobre las secciones de contactos personales de diarios y revistas, analizando qué tipo de personas publicaban y contestaban este tipo de anuncios, y las experiencias buenas o malas que les habían proporcionado. Nona les había pedido que colaborasen en la investigación contestando a algunos anuncios.
—Sólo tendréis que salir con ellos una vez —las animaba—. La mitad de los solteros de la cadena de televisión lo están haciendo, y se están divirtiendo muchísimo. Y ¡quién sabe!, quizá tengáis oportunidad de conocer a alguien interesante. De todas formas, pensadlo.
Erin, siempre la más atrevida, se mostró sorprendentemente indecisa. Darcy la convenció de que podía ser algo divertido.
—No tenemos que publicar ningún anuncio —argumentaba—. Bastará con contestar algunos de aquellos que parezcan interesantes. Tampoco tenemos por qué dar nuestra dirección, con el número de teléfono será suficiente. Nos encontraremos con ellos siempre en lugares públicos. ¿Qué podemos perder?
Empezaron hacía unas seis semanas. Darcy sólo había tenido tiempo de acudir a una cita, antes de salir para Bel-Air y el lago Tahoe. En su carta, el caballero decía medir un metro ochenta y cinco. Tal y como contó luego a Erin, debía estar subido en una escalera cuando se midió. También declaró que era ejecutivo publicitario, pero cuando Darcy sacó a relucir unos cuantos nombres de agencias y clientes, se quedó sin saber qué decir. Un mentiroso y un pelma, informó luego a sus amigas.
Ahora, sonriendo anticipadamente, Darcy pedía a Erin noticias sobre sus últimos encuentros.
—Lo reservo para mañana por la noche, cuando nos encontremos con Nona —dijo Erin—. Estoy escribiendo todos los detalles en el cuaderno de notas que me regalaste por Navidad. Desde la última vez que hablamos por teléfono, he salido dos veces más, así que en total he tenido ocho citas en las últimas tres semanas. La mayoría eran imbéciles sin remedio. Con uno de ellos resultó que ya había salido antes. De los nuevos, hubo uno que era realmente atractivo, y mira por dónde, éste no volvió a llamar. Esta noche he quedado con otro. Parece bastante presentable, pero ya veremos.
Darcy sonrió.
—Evidentemente, no me he perdido gran cosa. ¿Cuántos anuncios has contestado por mí?
—Una docena, más o menos. Pensé que sería más divertido enviar de vez en cuando ambas cartas al mismo anuncio. Podríamos comparar nuestras impresiones si alguno de estos tipos nos llama.
—Me parece una buena idea. ¿Dónde has citado a tu presa de esta noche?
—En un pub de Washington Square.
—¿Qué hace?
—Es abogado, de Filadelfia. Acaba de llegar a Nueva York. Podrás venir mañana, ¿no?
—Por supuesto. —Iban a cenar con Nona.
El tono de voz de Erin se hizo más cálido.
—Estoy contenta de que hayas vuelto, Darce. Te he echado de menos.
—Yo también —dijo Darcy de corazón—. Quedamos así, entonces. Nos vemos mañana. —Empezaba a despedirse cuando, siguiendo un impulso, preguntó—: ¿Cómo se llama la infeliz víctima de esta noche?
—Charles North.
—Suena anglosajón. ¡Que te diviertas! —Darcy colgó.
Bev esperaba pacientemente con los mensajes en la mano. Luego dijo:
—Desde luego, os envidio. Cuando vosotras dos habláis parecéis dos niñas de escuela, tan unidas como dos hermanas. Bueno, pensando en la mía, más unidas que dos hermanas.
—Tienes mucha razón —replicó Darcy dulcemente.
*****
La «Galería Sheridan» de la Calle 78, situada justo al este de la avenida Madison, estaba en plena subasta. El contenido de la vasta casa de campo de Mason Gates, el último barón del petróleo, había atraído a una multitud de comerciantes y coleccionistas.
Chris Sheridan observaba la escena desde el fondo de la sala, saboreando el triunfo sobre «Sotheby’s» y «Christie’s» que le proporcionaba el privilegio de subastar esta colección: magníficos muebles de la época de la reina Ana, cuadros más excepcionales por su rareza que por su técnica, valiosa platería que, sin la menor duda, levantaría pujas encarnizadas.
A sus treinta y tres años, Chris Sheridan mantenía un aspecto que encajaba mejor con el deportista que había sido en la Universidad, que con el de una de las máximas autoridades en muebles antiguos.
Sus ciento noventa y dos centímetros de estatura se acentuaban por su porte erguido. Su figura, ancha en los hombros, se estrechaba más abajo, dibujando una esbelta cintura. El cabello rojizo enmarcaba un rostro de rasgos acusados. Sus irresistibles ojos azules reflejaban una cálida mirada pero, como sabían muy bien sus competidores, algunas veces adquirían bruscamente un brillo glacial.
Chris cruzó los brazos sobre el pecho mientras escuchaba las últimas ofertas sobre un gabinete de Domenico Cucci, 1683, con paneles de pietra dura y relieves centrales de taracea. Más pequeño y menos elaborado que el par de Cucci hechos para Luis XIV, pero sin duda una pieza magníficamente conservada, que sabía era codiciada ansiosamente por la casa «Met».
La sala se fue silenciando, mientras continuaban las ofertas de los dos pujadores más altos: «Met» y el representante de un banco japonés. Sintió una sacudida en el brazo, y se dio media vuelta con aire distraído. Era Sarah Johnson, su ayudante ejecutiva, una experta en arte que había descubierto en un museo privado de Boston. El rostro de la joven reflejaba inquietud.
—Chris, me temo que ha surgido un problema —dijo—. Tu madre está al teléfono. Dice que tiene que hablar contigo de inmediato. Parece muy alterada.
—¡El problema es ese maldito programa!
Chris atravesó la habitación a grandes zancadas, salió dejando la puerta abierta, e, ignorando el ascensor, subió apresuradamente las escaleras.
Un mes antes, la popular serie televisiva Crímenes reales había emitido un episodio sobre el asesinato, nunca resuelto de su hermana gemela. A los diecinueve años, Nan había sido estrangulada mientras practicaba el jogging cerca de su casa en Darien, Connecticut. A pesar de sus enérgicas protestas, Chris no había podido impedir que los equipos de filmación tomaran largos planos de la casa y sus alrededores, incluyendo la zona boscosa en la que había sido encontrado el cadáver.
Había suplicado a su madre que no mirase el programa, pero ella insistió en verlo en su compañía. Los productores habían conseguido encontrar una joven actriz cuyo parecido con Nan era sorprendente. En la reconstrucción de los hechos aparecía corriendo, mientras un oscuro personaje la observaba, protegido por el arbolado.
Luego venían imágenes de la lucha, el intento de huida, la captura definitiva, el estrangulamiento y la escena en que el asesino retiraba la zapatilla «Nike» del pie derecho, reemplazándola por un zapato de baile de tacón alto. Un locutor narraba los comentarios en un tono gratuitamente horrorizado.
—¿Fue un desconocido el que abordó a la bella y mimada joven Nan Sheridan? El día anterior había celebrado, junto con su hermano gemelo, su cumpleaños en la mansión familiar. ¿O fue, tal vez, alguien a quien Nan conocía bien, alguien que brindó con ella la víspera se convirtió en su asesino? En quince años nadie ha podido encontrar una sola brizna de información que permita resolver este siniestro crimen. ¿Fue Nan Sheridan la víctima fortuita de un monstruo perturbado? ¿Fue su muerte una venganza personal?
El capítulo finalizaba con un montaje fotográfico de la casa y sus alrededores, sobre el que aparecía un número de teléfono puesto a disposición de todo aquel que tuviera cualquier tipo de información. La última imagen reproducía la fotografía que la Policía tomó del cuerpo, cuidadosamente recostado en el suelo, con las manos alrededor de la cintura, el pie izquierdo calzado con la zapatilla «Nike», el derecho con un satinado zapato de baile.
La frase final remataba:
—¿Dónde está la pareja de este gracioso zapato de fiesta? ¿Estará todavía en poder del asesino?
Greta Sheridan contempló el programa con los ojos secos y cuando terminó, dijo:
—Chris, he pensado en ello a menudo, por eso quería ver el programa. Después de la muerte de Nan no podía pensar, no podía hacer nada. Pero Nan solía hablarme tanto de sus amigos, de la escuela. Yo…, pensé que viendo el programa a lo mejor recordaba algún detalle importante. ¿Recuerdas el día del funeral? Aquella multitud, todos aquellos chicos de la Universidad. ¿Recuerdas que Harriman, el jefe de Policía, dijo que estaba convencido de que el asesino estaba sentado entre los asistentes? ¿Recuerdas que instalaron cámaras para filmar a todos los que vinieran a casa o a la iglesia?
Luego, como si una mano gigante la hubiera abofeteado, Greta Sheridan prorrumpió en sollozos que partían el alma.
—Esa chica se parecía tanto a Nan. ¿No te parece? ¡Oh, Chris! ¡La he extrañado tanto estos años! Papá seguiría vivo si ella estuviese aquí. Aquel ataque al corazón fue su manera de expresar el dolor que sentía.
Mientras atravesaba el pasillo en dirección a su oficina, Chris pensó que hubiera sido mejor destrozar todos los televisores de la casa antes que permitir que su madre viera el programa. Mientras descolgaba el auricular, tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—¿Qué ocurre, mamá?
La voz de Greta Sheridan era tensa e insegura.
—Chris, siento mucho molestarte durante la subasta, pero ha llegado una carta más extraña que todas las demás.
Otra consecuencia de aquel odioso programa, pensó furioso: un aluvión de cartas demenciales, desde psicólogos ofreciendo sus servicios, hasta personas pidiendo dinero a cambio de oraciones.
—Espero que no hayas leído toda esa basura. Esas cartas te destrozan.
—Ésta es diferente, Chris. Dice que una danzarina de Manhattan morirá la noche del diecinueve de febrero, en memoria de Nan. —Greta Sheridan elevó la voz—: Chris, supongamos que no es una tontería. ¿Qué podemos hacer? ¿A quién podemos avisar?
*****
Doug Fox se estiró la corbata, cuidadosamente anudada, y se estudió en el espejo. Se había hecho una limpieza de cutis la víspera y su piel estaba radiante. El moldeado lograba que su escaso cabello pareciese abundante y el tinte dorado ocultaba la mancha que empezaba a blanquear sus sienes.
Un tipo apuesto, se dijo a sí mismo, admirando el modo en que su almidonada camisa blanca resaltaba su pecho musculoso y su esbelta cintura. Descolgó la chaqueta del traje, apreciando el suave tacto de la lana escocesa, de color azul oscuro con rayas finas, que resaltaban gracias al rojo del estampado de la corbata de «Hermès». Escudriñó cada pulgada del inversor bancario, del ciudadano notable de Scardale, del devoto esposo de Susan Frawley Fox, del orgulloso padre de cuatro preciosos y vivarachos chiquillos.
Nadie, pensó Doug con irónica satisfacción, sospecharía de él y de su otra vida: el ilustrador independiente, soltero, que reside en un apartamento en el bendito anonimato de London Terrace, al oeste de la Calle 32, además de poseer un pequeño refugio en Powling, y una flamante furgoneta «Volvo».
Doug echó un último vistazo al espejo, rectificó el pañuelo de su bolsillo, miró a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba nada y se dirigió a la puerta. El dormitorio le irritaba. Muebles de la Provenza francesa, todo elegido por un interiorista de fama, y Susan conseguía que pareciese el cuarto de los trastos. Prendas apiladas sobre la silla. Objetos de tocador de plata esparcidos descuidadamente sobre la cómoda. Dibujos de parvulario en las paredes. Me voy de aquí, pensó.
En la cocina se desarrollaba la alborotada escena de cada día. Donny, de trece años, y Beth, de doce, se embutían comida en la boca mientras Susan les advertía que el autobús escolar estaba llegando a la esquina. El bebé deambulaba por en medio con el pañal sucio y las manos pringosas. Trish gritaba que esa tarde no quería ir a la guardería, que quería quedarse en casa viendo All my children, con mamá.
Susan llevaba una ajada bata de franela sobre el camisón. Cuando se casó con ella era una chica muy bonita. Luego se había descuidado mucho. Ella bebió un sorbo de café y sonrió a su marido.
—¿No vas a tomar tostadas o alguna otra cosa?
¿Es que nunca iba a dejar de pedirle que se atiborrara por las mañanas? Doug dio un salto, cuando el bebé estaba a punto de agarrarse a su pierna.
—¡Maldita sea, Susan! Ya que no puedes hacer que vaya limpio, al menos no dejes que se me acerque. No puedo ir a la oficina lleno de mugre.
—¡El autobús! —Gritó Beth—. ¡Adiós, mamá! ¡Adiós, papá!
Donny cogió sus libros.
—¿Vendrás esta tarde a ver el partido de baloncesto que jugamos, papá?
—Volveré tarde a casa, hijo. Tengo una reunión muy importante. La próxima vez iré, te lo prometo.
—¡Seguro! —dijo Donny dando un portazo al salir.
Tres minutos más tarde, Doug iba en su «Mercedes» hacia la estación. La despedida llena de reproche de Susan resonaba todavía en sus oídos:
—Intenta no volver muy tarde.
Empezó a sentirse mejor. Treinta y seis años y cargando con una mujer gorda, cuatro hijos ruidosos y una casa en los suburbios. ¡Y pensar que a los veintidós años creyó que hacía una buena jugada al casarse con Susan!
Desafortunadamente, casarse con la hija de un hombre rico no significaba casarse con la riqueza. El padre de Susan era un roñoso. Prestar, dar nunca. Tenía ese lema tatuado en el cerebro.
No es que no quisiera a los niños, o no le gustara Susan. Era sólo que debía haber esperado un poco antes de ser engullido por la rutina del pater familia. Había sacrificado su juventud. Como Douglas Fox, asesor de inversiones, ciudadano notable de Scarsdale, su vida era un completo aburrimiento.
Aparcó y se apresuró a tomar el tren, consolándose pensando que como Doug Fields, licenciado en arte, príncipe de los contactos personales, su vida era vertiginosa y misteriosa, y le proporcionaba un medio para satisfacer sus deseos más inconfesables.