CAPÍTULO XIX
Domingo, 10 de marzo

El domingo a las siete de la mañana, Darcy salió para Massachusetts. ¡Cuántas veces había hecho este viaje con Erin para ver a Billy!, recordó mientras circulaba por la avenida del East River. Se turnaban al volante, y cada vez que paraban a medio camino para hacer provisión de café en un «McDonald’s», tomaban la decisión de comprar, en cuanto tuvieran ocasión, un termo como el que tenían en el colegio.

La última vez que renovaron este propósito, Erin dijo riendo:

—Pobre Billy, estará muerto y enterrado antes de que consigamos el termo.

Y ahora, era la propia Erin la que estaba muerta y enterrada.

Darcy no hizo paradas y llegó a Wellesley a las once y media. Paró delante de la iglesia de Saint Paul y llamó al timbre de la rectoría. El prelado que había oficiado las exequias de Erin la recibió, y la invitó a tomar café.

—He dejado instrucciones en el sanatorio —dijo Darcy—, pero me gustaría que usted lo supiera también. Si Billy necesita alguna cosa, si entra en agonía, o recobra súbitamente la conciencia, por favor, avíseme.

—No recobrará nunca la conciencia —dijo el prelado con voz suave—. Creo que es una gracia que le ha sido concedida.

Asistió a misa de doce y recordó las palabras de la elegía pronunciadas hace menos de dos semanas: «Quién puede olvidar la imagen de esa niña empujando la silla de ruedas de su padre para entrar en esta iglesia».

Después visitó el cementerio. La tierra que cubría la tumba de Erin todavía no se había asentado. El suelo oscuro formaba un montículo desigual. Sobre él, los oblicuos rayos del tímido sol de marzo arrancaban destellos a un cristal de hielo. Darcy se arrodilló, se quitó un guante y colocó la mano sobre la lápida.

—Erin, Erin.

*****

Desde allí fue al sanatorio y permaneció durante una hora sentada junto a la cama de Billy. Él no abrió los ojos, pero Darcy sostuvo su mano entre las suyas mientras le hablaba dulcemente sin interrupción.

—«Bertolini’s» está como loco con el collar que ha diseñado Erin. Quieren que haga más cosas para ellos.

Le habló también de su trabajo.

—De verdad, Billy, si nos vieras a Erin y a mí hurgando en los desvanes para conseguir género, pensarías que estamos locas. Ella tiene muy buen ojo y siempre descubre muebles y objetos que a mí se me pasarían por alto.

Antes de marcharse depositó un beso sobre su frente.

—Dios te bendiga, Billy.

Sintió una ligera presión en su mano. Sabe que estoy aquí, pensó.

—Volveré pronto —prometió.

Darcy conducía un «Buick» furgoneta, que llevaba incorporado un teléfono. En dirección sur, el tráfico avanzaba lentamente, y hacia las cinco de la tarde llamó al hogar de los Sheridan, en Darien. Chris respondió.

—Creo que llegaré más tarde de lo que pensaba —explicó—. No me gustaría interferir en los planes de tu madre, o en los tuyos, por este asunto.

—No tenemos ningún plan —aseguró él—. Ven tranquila.

Entró en la propiedad de los Sheridan a las seis menos cuarto. Era casi de noche, pero las luces exteriores iluminaban la elegante mansión de estilo Tudor. El largo camino de entrada desembocaba en una plazoleta circular junto a la entrada principal. Darcy aparcó después de la curva.

Inmediatamente la puerta se abrió y Chris Sheridan salió a recibirla. Era evidente que estaba pendiente de su llegada.

—Has llegado en seguida —le dijo—. Me alegro de verte, Darcy.

Llevaba una camisa de paño de Oxford, unos pantalones de pana y mocasines. Cuando extendió la mano para ayudarla a salir del coche, se fijó de nuevo en la amplitud de sus hombros. Le agradaba que no fuese vestido con traje y corbata. Mientras venía de camino, vino a su mente la idea de que iba a llegar a la hora de la cena, y que su atuendo: pantalones y jersey, no resultaba muy adecuado.

El interior de la casa combinaba armoniosamente el confort cotidiano y un gusto exquisito. Unas alfombras persas cubrían el vestíbulo de techos altísimos. Un juego de candelabros Waterford realzaban los magníficos relieves de la escalera curvilínea. Darcy se demoró para admirar los cuadros que recubrían las paredes.

—Como mucha gente, mi madre utiliza más el cuarto de estar que ninguna otra habitación —aclaró Chris—. Por aquí.

Darcy echó un vistazo al salón mientras pasaban. Al percibirlo, Chris comentó:

—La casa entera está amueblada con antigüedades americanas. Desde el primer estilo colonial, hasta el neoclásico. Mi abuela era una «adicta» a las antigüedades, y creo que nosotros aprendimos por contagio.

*****

Greta Sheridan ocupaba un confortable sillón junto al fuego, a su alrededor se esparcían las diferentes secciones del New York Times. El magazine dominical estaba abierto por la página de los entretenimientos, y hojeaba un diccionario de crucigramas. Se levantó con un grácil movimiento.

—Tú debes de ser Darcy Scott. —Cogió la mano de Darcy entre las suyas—. Siento mucho lo de tu amiga.

Darcy asintió. Era una mujer muy hermosa, pensó. Muchas de las estrellas cinematográficas amigas de su madre envidiarían los marcados pómulos de Greta Sheridan, sus rasgos aristocráticos, su esbelta figura. Llevaba unos pantalones de lana azul y un jersey de cuello amplio, unos pendientes de brillantes y un broche de herradura con un diamante.

Acostumbrada a llevarlos desde la cuna, pensó Darcy.

Chris sirvió jerez. Sobre una mesita auxiliar había dispuesta una bandeja con queso y galletas saladas. Señaló el fuego con la cabeza.

—Al final del día, se nota que todavía estamos en marzo.

Greta Sheridan le preguntó por el viaje.

—Yo no tendría suficiente valor para ir por la mañana temprano a Massachusetts y volver unas horas después.

—Viajo mucho en coche.

—Darcy, hace cinco días que nos conocemos —comentó Chris—, ¿quieres decirme, por favor, a qué te dedicas? —Se volvió hacia Greta—. El primer día que atravesé con ella la planta baja de la galería, descubrió el escritorio Roentgen mirando de reojo. Entonces me dijo que, en cierta manera, «trabajaba en el ramo».

Darcy se echó a reír.

—Te va a parecer mentira, pero te lo explicaré.

A Greta le pareció fascinante.

—¡Qué idea más estupenda! Si te interesa, te puedo ayudar a buscar cosas. Te sorprendería la calidad de los muebles que la gente desecha o vende por cuatro perras en esta zona.

A las seis y media Chris les anunció:

—Hoy soy el chef. Espero que no seas vegetariana, Darcy. Tomaremos filetes, patatas al horno y ensalada. Es la hora del gourmet.

—No, no soy vegetariana, y el menú parece delicioso.

*****

Cuando salió, Greta Sheridan comenzó a hablar de su hija y de la reconstrucción de su asesinato en la serie de televisión Crímenes reales.

—Cuando recibí la carta que decía que una danzarina moriría en Nueva York, en honor a Nan, pensé que perdía la razón. No hay nada peor que saber que va a ocurrir una tragedia y no poder impedirlo.

—Excepto sentir que tienes parte de culpa en ello —dijo Darcy—. Sé que lo único que puedo hacer para reparar el haber animado a Erin a contestar a estos funestos anuncios, es impedir al asesino atacar a otra persona. Seguramente usted siente lo mismo. Comprendo lo devastador que debe ser para usted volver a mirar las fotografías y leer las cartas de Nan, y se lo agradezco.

—He encontrado algunas más. Aquí están. —Greta señaló unos álbumes apilados sobre la repisa de la chimenea—. Estaban en una estantería, en lo alto de la biblioteca y me olvidé de retirarlas. —Cogió el primer álbum de la pila. Darcy acercó su silla y ambas se inclinaron sobre sus páginas—. Nan se aficionó a la fotografía en ese último año. Le regalamos una «Canon» por Navidad, por eso casi todas están tomadas entre Navidad y principios de marzo.

Los días de la primera juventud, pensó Darcy. Ella también tenía un álbum parecido con las fotos de la gente de «Mount Holyoke», pero con la diferencia de que «Mount Holyoke» era una escuela femenina. En estas fotos, en cambio, aparecían tantos alumnos como alumnas. Empezó a examinarlas.

Chris se asomó a la puerta.

—Dentro de cinco minutos, estará listo.

*****

—Eres un gran cocinero —dijo Darcy con aprobación después de probar el filete.

Comentaron la frase mencionada por Nan sobre un tal Charley al que le gustaba que las chicas llevasen tacones de aguja.

—Eso era lo que estaba tratando de recordar todo el tiempo —dijo Greta—. En la televisión y en los diarios hablaban todo el tiempo de zapatos de baile de tacón alto. Era aquella carta de Nan sobre los tacones de aguja lo que me rondaba por la cabeza. Desgraciadamente, tampoco ha servido de mucho, ¿no es cierto?

—Por ahora, no —dijo Chris.

*****

Chris sirvió el café en el estudio.

—Eres un mayordomo estupendo —dijo su madre cariñosamente.

—Mientras sigas empeñada en no tener servicio permanente, tendré que aprender.

Darcy recordó las tres personas que componían el servicio permanente de la mansión de Bel-Air.

Después de tomar el café, Darcy se puso en pie.

—Siento mucho tener que marcharme ahora, pero todavía me queda una hora de camino antes de llegar a casa, y si me relajo demasiado, me quedaré dormida al volante. —Vaciló un momento—. ¿Puedo volver a echar un vistazo al primer álbum?

En la primera página de este álbum había una foto de grupo.

—Este tipo con el jersey de la escuela —dijo Darcy—. El que no está mirando hacia la cámara. Tiene algo que… —se encogió de hombros—, tengo la sensación de haberle visto en alguna parte.

Greta y Chris Sheridan examinaron detenidamente la fotografía.

—Puedo reconocer a algunos de los chicos —dijo Greta— pero no a éste. ¿Y tú, Chris?

—Yo tampoco. Pero mira, Janet está también. Era una de las mejores amigas de Nan —aclaró a Darcy—. Vive en Westport. —Se volvió hacia su madre—. Le gusta venir a visitarte. ¿Por qué no le pides que se pase por aquí?

—Está muy ocupada con los niños. Pero yo puedo coger el coche y llegarme hasta allá.

Al despedirse de Darcy, Greta le dijo sonriente.

—Darcy, llevo toda la noche fijándome en ti. Aparte del color del pelo, ¿no te ha dicho nadie que tienes un sorprendente parecido con Barbara Thorne?

—Nunca —dijo Darcy sinceramente. No era el momento de decir que Barbara Thorne era su madre. Sonrió también—. Pero es usted muy amable al decirlo, Mrs. Sheridan.

*****

Chris la acompañó hasta el coche.

—¿No estás demasiado cansada para conducir?

—No, en absoluto. Tendrías que ver los interminables recorridos que hago cuando salgo a buscar muebles.

—Es cierto que estamos en el mismo negocio.

—Sí, pero tú en el nivel más alto.

—¿Vendrás mañana a la galería?

—Allí estaré. Buenas noches. Chris.

*****

Greta Sheridan esperaba en la puerta.

—Es una chica encantadora, Chris. Encantadora.

Chris se encogió de hombros.

—Eso pienso yo también. —Recordó cómo se había ruborizado Darcy cuando le había sugerido que viniese un día antes.

—Pero no empieces a hacer de casamentera, madre. Tengo el presentimiento de que no está libre.

*****

Durante todo el fin de semana Doug estuvo a la altura de lo que una mujer puede pedir al padre y esposo más entregado. Aunque sabía que su comportamiento era fingido, Susan consiguió apaciguar el temor de que Doug pudiera ser un asesino.

El local estaba lleno de familias. «Éste es el espíritu de convivencia familiar que yo he echado tanto en falta —pensó Susan—, pero ahora es demasiado tarde». Miró a Donny, sentado al otro lado de la mesa, que no pronunciaba palabra.

De vuelta en casa, Doug se puso a jugar con el pequeño, ayudándole a construir un castillo con piezas encajables.

—Ahora pondremos dentro al príncipe. —Conner chilló de placer.

Llevó a Trish a dar un paseo con su patinete.

—Seguro que ganamos a todos los de la manzana. ¿A que sí, preciosa?

Mantuvo una amistosa conversación paterno-filial con Beth.

—Mi muchachita se está volviendo más bonita cada día. Voy a tener que levantar una valla alrededor de la casa para mantener a raya a todos los chicos que te seguirán hasta aquí.

Mientras Susan preparaba la cena, besó tiernamente su cuello.

—¿Por qué no vamos a bailar alguna noche, cariño? Cuando estábamos en la Universidad solíamos bailar mucho. ¿Recuerdas?

Como una ráfaga de viento helado, la frase acabó con la fantasía de que sus sospechas sobre él eran ridículas. «Cadáveres hallados con zapatos de baile».

Más tarde, en la cama, Doug se acercó a ella.

—Susan, ¿te he dicho alguna vez cuánto te quiero?

—Muchas, pero hay una que recuerdo especialmente. —«Cuando me pediste que mintiera, después de la muerte de Nan Sheridan».

Doug se incorporó, apoyándose sobre un codo, y la miró en la penumbra.

—¿Y cuándo fue esa vez? —preguntó en tono de broma.

«No dejes que adivine lo que estás pensando».

—El día de nuestra boda, por supuesto. —Rió nerviosamente—. Doug, no, por favor, estoy muy cansada. —No podía soportar su contacto. Se dio cuenta de que le daba miedo.

—Susan, ¿qué demonios te pasa? Estás temblando.

*****

El domingo discurrió más o menos igual. Espíritu de familia. Pero Susan descubrió en los ojos de Doug una expresión recelosa, y las arrugas que la tensión formaba siempre junto a su boca. «¿Estoy obligada a contar mis sospechas a la Policía? y si confieso que mentí para encubrirle hace quince años ¿me mandarán a prisión? ¿Qué sería entonces de los niños? Y si descubre que voy a contar a la Policía la verdad de lo que ocurrió la mañana de la muerte de Nan, ¿intentará impedir que lo haga?».