A las doce del mediodía del sábado, los agentes del FBI Vince d’Ambrosio y Ernie Cizek se hallaban frente al número 101 de la calle Christopher, sentados en un «Chrysler» gris oscuro estacionado al otro lado de la calle.
—Ahí va —dijo Vince—, arreglado para su día libre.
Gus Boxer salía del edificio. Llevaba una chaqueta de leñador de cuadros rojos y negros encima de unos pantalones de fibra marrón oscuro que le iban grandes, unas pesadas botas con cordones, y una gorra negra con visera que le tapaba media cara.
—¿A eso le llamas ir arreglado? —Exclamó Ernie—. Con esa pinta yo hubiera dicho que se trataba de una apuesta.
—Porque no lo has visto en ropa interior y tirantes. Vamos. —Vince abrió la puerta del conductor.
*****
Habían hablado con los administradores del edificio. Boxer libraba desde el sábado a mediodía hasta el lunes por la mañana. En su ausencia, un sustituto, José Rodríguez, recogía las reclamaciones y hacía arreglos menores.
Rodríguez contestó al timbre. Era un hombre robusto, de unos treinta años y maneras desenvueltas. Vince se preguntó por qué la administración no lo contrataba fijo. Ernie y él le enseñaron sus credenciales.
—Vamos a ir de apartamento en apartamento interrogando a los inquilinos sobre Erin Kelley. Muchos de ellos no estaban cuando vinimos la otra vez.
Vince se cuidó de añadir que venían en busca de información muy específica sobre lo que pensaban los vecinos de Gus Boxer.
En el cuarto piso dieron en el blanco. Una mujer octogenaria entreabrió la puerta manteniendo echada la cadena de seguridad. Vince le mostró la placa. Rodríguez la tranquilizó.
—No pasa nada, Miss Durkin, sólo quieren hacerle unas preguntas. Me quedaré aquí, donde pueda verme.
—No le oigo —gritó la anciana.
—Sólo quiero hacerle…
Rodríguez tocó a D’Ambrosio en el brazo.
—Puede oír mejor que usted y que yo —le susurró—. Venga, Miss Durkin, a usted le gustaba Erin Kelley. ¿Recuerda que siempre le preguntaba si necesitaba algo de la tienda y cómo la acompañaba a veces a la iglesia? Usted quiere que la Policía coja al que lo hizo, ¿verdad?
La puerta se abrió lo que permitía el largo de la cadena.
—Pregunte lo que quiera. —Miss Durkin miró a Vince con severidad—. Y no grite, que me levanta dolor de cabeza.
*****
En los quince minutos siguientes, los dos agentes tuvieron ocasión de escuchar un pormenorizado relato de lo que pensaba una octogenaria nacida en Nueva York sobre cómo había sido gobernada la ciudad.
—He vivido aquí toda la vida. —Miss Durkin informó con aspereza, mientras su cabello gris se agitaba al hablar—. Nunca cerrábamos las puertas. ¿Para qué? ¿Quién nos iba a molestar? Pero ahora, tanto crimen y nadie hace nada. ¡Qué asco! Si por mí fuera, deberían llevarse a todos esos traficantes de drogas al fin del mundo y tirarlos por el borde.
—Estoy de acuerdo con usted, Miss Durkin —dijo Vince un tanto harto—. Pero hablemos de Erin Kelley.
La cara de la anciana se entristeció.
—Era la muchacha más dulce que he conocido. Me gustaría ponerle las manos encima al que lo hizo. Mire, hace ahora unos años, estaba yo sentada junto a la ventana, mirando hacia el edificio de enfrente cuando una mujer fue asesinada. Vinieron por aquí, a hacer preguntas, pero May, que vive en la puerta de enfrente, y yo decidimos mantener la boca cerrada. Las dos lo vimos y sabemos quién fue. Pero aquella mujer no era todo lo buena que debería, y se lo merecía.
—¿Vio usted un asesinato y no se lo dijo a la Policía? —preguntó Ernie sin dar crédito a sus oídos.
Apretó los labios.
—Si he dicho eso, no es lo que pretendía. Lo que yo he querido decir es que tengo mis sospechas, y también May. Pero no va más allá de eso.
¡Sospechas! Ella vio el crimen, pensó Vince. Pero también sabía que nadie conseguiría que ella o su amiga May testificaran nunca. Suspiró para sus adentros y dijo:
—Miss Durkin, usted suele sentarse junto a la ventana, y estoy seguro de que es una buena observadora. ¿Vio salir a Erin Kelley con alguien, aquella tarde?
—No, salió sola.
—¿Llevaba alguna cosa?
—Sólo su bolso de bandolera.
—¿Era grande?
—Erin siempre llevaba bolsos de bandolera grandes. A menudo llevaba joyas y no quería que se lo arrancaran de las manos de un tirón.
—¿Era conocido que llevaba joyas?
—Creo que sí. Todo el mundo sabía que era diseñadora. Se la podía ver desde la calle trabajando en su mesa.
—¿Salía mucho?
—Salía, pero yo no diría que mucho. Por supuesto, debía encontrarse con gente fuera de casa. Así es como los jóvenes lo hacen ahora. En mis tiempos, un chico venía a buscarte a tu casa, o no ponías un pie fuera. Era mejor entonces.
—Yo me inclino a pensar lo mismo. —Seguían de pie en la puerta—. Miss Durkin, ¿no podríamos entrar un momento? No me gustaría que nos oyeran.
—No llevan barro en los pies, ¿verdad?
—No, señora.
—Esperaré aquí fuera —prometió Rodríguez.
El apartamento tenía la misma distribución que el que había ocupado Erin Kelley. Estaba meticulosamente limpio. Recargados muebles de crin de caballo protegidos con tapetes, lámparas de pie con elaboradas pantallas de seda, mesas enceradas, retratos de familia en los que aparecían hombres con mostachos y mujeres severas. Vince se sintió transportado a la sala de su abuela en Jackson Heights.
No les invitó a sentarse.
—Miss Durkin, dígame, ¿qué piensa de Gus Boxer?
Emitió un bufido.
—¡Ese! Puede creerme: éste es el único apartamento en el que no irrumpe para buscar una de sus famosas fugas de agua, aunque es precisamente el que tiene una. No me gusta nada ese hombre. No entiendo por qué no lo despiden. Siempre con esa ropa mugrienta, maleducado. Deben conservarlo porque le pagan poco. Sólo una semana antes de su desaparición Erin Kelley le amenazó con llamar a la Policía si volvía a encontrarlo en su apartamento.
—¿Erin le dijo eso?
—Vaya si lo hizo. Y muy bien hecho.
—¿Estaba enterado Gus Boxer del valor de las joyas que manejaba Erin?
—Gus Boxer está enterado de todo lo que pasa en este edificio.
—Miss Durkin, nos ha servido de gran ayuda. ¿Hay algo más que pueda decirnos?
Titubeó unos instantes.
—Desde unas semanas antes de que Erin desapareciera he visto a un individuo joven merodeando por la calle. Muchas veces era de noche y no se le distinguía bien. No sé qué estaba haciendo. Pero la noche del martes, cuando vi a Erin por última vez, me fijé en que salía sola, con su enorme bolso. Las gafas se me empañaron, y no estoy segura de que fuera el mismo sujeto, pero creo que sí. Estaba al otro lado de la calle, y cuando Erin empezó a caminar calle abajo, él tomó la misma dirección.
—Usted no pudo verle bien esa noche, pero sí lo vio otras veces. ¿Qué aspecto tiene?
—Larguirucho, lleva siempre el cuello subido y las manos en los bolsillos, con los brazos pegados al cuerpo. Cara afilada, pelo oscuro y desgreñado.
Len Parker, pensó Vince. Su mirada se cruzó con la de Ernie, evidentemente había llegado a la misma conclusión.
*****
—Esperaba esto con impaciencia. —Darcy se recostó en el asiento del «Mercedes» y sonrió a Michael Nash—. Ha sido una semana tremenda.
—Eso es lo que yo deduje —dijo secamente—, después de intentar localizarte en casa o en la oficina.
—Lo sé. Discúlpame.
—No hace falta que te disculpes. Es un día maravilloso para montar, ¿no crees?
Circulaban por la carretera 202, cerca de Bridgewater.
—No sé gran cosa sobre Nueva Jersey —comentó Darcy.
—Excepto los chistes de los humoristas. Todo el mundo piensa que es una gran autopista jalonada de refinerías. Pero, aunque parezca mentira, es uno de los Estados con mayor extensión de costa del litoral oriental del país, y tiene el mayor número de caballos por habitante de toda la nación.
—¿Ah, sí? —se rió Darcy.
—Pues sí. ¿Quién sabe? Con mi celo misionero, a lo mejor te convierto.
*****
Mrs. Hughes se deshacía en sonrisas.
—¡Oh, Miss Scott! He estado pensando en la cena que les iba a preparar desde que el doctor me dijo que iba a venir.
—Es muy amable por su parte.
—La habitación de invitados, que está subiendo las escaleras, está lista. Podrá usted refrescarse cuando vuelvan del paseo.
—Estupendo.
*****
El tiempo era todavía mejor, si cabe, que el domingo anterior. Frío pero soleado, la primavera se respiraba en el aire. Darcy se entregó totalmente al placer de galopar.
Cuando hicieron una parada, para que los caballos reposaran, Michael dijo:
—No necesito preguntarte si estás disfrutando del paseo: se nota.
*****
Por la tarde el tiempo refrescó bruscamente. El fuego de la chimenea del estudio estaba encendido. Las llamas se alzaban vivazmente.
Michael le sirvió un vaso de vino, se preparó un cóctel, y se sentó a su lado en el confortable sofá de piel. Colocó los pies sobre una mesita baja, y apoyó su brazo sobre el respaldo.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. He estado pensando durante toda la semana en lo que me contaste. Es terrible que una frase fortuita pueda herir de esa manera a un niño. Pero, Darcy sinceramente, ¿puedes decir que no te has mirado alguna vez en el espejo y comprobado lo que tenía de verdad?
—Por lo visto, no. —Darcy vaciló—. No quisiera que pareciera que intento conseguir una consulta gratuita, pero me gustaría hablar de ello contigo. No, es igual, olvídalo.
Su mano se agitó en el aire.
—¡Vamos! Dispara. Suéltalo ya.
Ella le miró directamente a los ojos, confortada por la comprensión que mostraba su mirada.
—Michael, tengo el presentimiento de que comprendes lo devastador que fue para mí ese comentario, pero crees que yo, cómo lo diría, he estado culpando subconscientemente a mis padres durante todos estos años.
Michael silbó con admiración.
—¡Oye! Me has dejado sin trabajo. La mayoría de la gente necesita un año de terapia para llegar a una conclusión de este tipo.
—No me has contestado.
Él besó su mejilla.
—Ni pienso hacerlo. ¡Vamos! Creo que Mrs. Hughes ha servido ya el ternero cebado.
*****
A las diez estaban de vuelta en el apartamento de Darcy. Él aparcó el coche y la acompañó a la puerta.
—Esta vez no me iré hasta que me asegure de que estás a salvo. Me gustaría que me permitieras acompañarte a Wellesley mañana. Es un viaje muy largo para hacerlo en un solo día.
—No me importa conducir. Además, tengo que hacer una parada a la vuelta.
—¿Más ventas de segunda mano?
No quería hablarle de las fotografías de Nan Sheridan.
—Algo parecido. Otra expedición a ver qué pesco.
La sujetó por los hombros, levantó su cara, y posó sus labios sobre los suyos. Su beso fue tierno, pero breve.
—Darcy, llámame cuando regreses. Sólo para saber que has llegado bien.
—Te llamaré. Gracias.
Permaneció junto a la puerta hasta que el coche desapareció calle abajo. Luego, subió canturreando las escaleras.
*****
Hank debía llegar el sábado por la tarde. Pasamos tan poco tiempo juntos, pensó Vince impaciente, al abrir la puerta del apartamento. Mientras estuvieron casados, Alice y él vivieron en Great Neck. Como no tenía buenas combinaciones de transporte para ir al trabajo desde allí, después de la separación, vendieron la casa y él alquiló este apartamento en la Segunda Avenida con la Calle 19, cerca de Gramercy Park. No, en Gramercy Park, claro está, su salario no se lo permitía.
Le gustaba su apartamento. Situado en una novena planta, desde sus ventanas se divisaba un paisaje característico del centro de la ciudad. A la derecha, un ángulo del parque, con sus elegantes mansiones; debajo, el tráfico despiadado de la Segunda Avenida, enfrente edificios en los que se alternaban viviendas con oficinas, y en cuyos locales comerciales se abrían restaurantes, tiendas de comestibles finos, supermercados de productos coreanos y un videoclub.
Tenía dos habitaciones, dos baños, un cuarto de estar de tamaño regular, un pequeño comedor y una minúscula cocina. La segunda habitación estaba destinada a Hank, pero había colocado unas estanterías y una mesa y la utilizaba también como estudio.
El cuarto de estar y el comedor estaban decorados en estilo Alicia en el país de los disparates. Un año antes de su ruptura, le dio por los muebles modernos en tonos pastel. Módulos en rosa salmón y blanco, alfombra rosa salmón, butaca sin brazos rosa salmón y azul, mesas de cristal, lámparas que parecían huesos en el desierto. Le había endilgado todos aquellos bártulos, y ella se había quedado con los muebles clásicos que a él le gustaban. Uno de estos días, en cuanto tuviera oportunidad, se desharía de ellos y compraría unos muebles tradicionales buenos y confortables. Estaba harto de sentirse transportado a la «casa de ensueño de Barbie».
Hank no había llegado aún. Se despojó de su ropa, se metió debajo de la ducha caliente, se puso ropa interior limpia, un jersey, unos pantalones amplios y zapatillas, abrió una cerveza y se estiró en el sofá a revisar el caso.
Era una investigación desconcertante. Debajo de cada piedra aparecía una nueva pista.
Boxer. Erin le había amenazado con denunciarle a la Policía. Ayer Darcy le telefoneó para decirle que le había parecido ver un técnico de mantenimiento que podría ser Boxer en una fotografía de Nan Sheridan tomada en Belle Island. Estaban comprobando si era cierto.
Miss Durkin también había visto un sujeto, cuya descripción coincidía plenamente con la de ese chalado de Len Parker, merodeando por la calle Christopher, y sospechaba que había seguido a Erin Kelley la noche que desapareció.
Ese estafador de Jay Stratton estaba directamente relacionado con Nan Sheridan. Y también tuvo una relación directa con Erin Kelley.
Oyó girar una llave en la cerradura. Entró Hank.
—¡Hola, papá! —saludó. Soltó la bolsa y corrió a abrazarle.
Vince sintió el cabello despeinado contra la mejilla. Siempre tenía que hacer un esfuerzo para no mostrar el satisfecho orgullo que sentía por su hijo, el chico se hubiera sentido incómodo.
—¡Hola, chaval! ¿Cómo va todo?
—¡De maravilla!, creo. Saqué un sobresaliente en química.
—Has estudiado mucho.
Hank se quitó la chaqueta de la escuela y la lanzó al aire.
—¡Tío! Es estupendo quitarse de encima los exámenes trimestrales.
Se dirigió a grandes zancadas a la cocina y abrió la nevera.
—Papá, me parece que necesitas el servicio de «comidas sobre ruedas».
—Ya, ya. ¡Menuda semana he pasado! —Vince tuvo un pensamiento inspirado—. La noche pasada descubrí un estupendo restaurante italiano. Está en la Calle 58 Oeste. Luego podemos ir al cine.
—¡Perfecto! —Hank se estiró—. Me alegro de estar aquí. Mamá y Blubber están enfadados el uno con el otro.
No era asunto suyo, pero no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué?
—Mamá quiere un «Rolex» para su cumpleaños. Un «Rolex» de dieciséis quinientos.
—¿Dieciséis mil quinientos dólares? ¡Y yo que creí que tenía gustos caros cuando estaba casado con ella!
Hank se echó a reír.
—Quiero a mamá, pero ya la conoces. Tiene delirios de grandeza. ¿Cómo va el caso del asesino reincidente?
Sonó el teléfono. Vince frunció el ceño. No, una noche que podía estar con Hank, no, pensó, mientras observaba la mirada de curiosidad de su hijo.
—A lo mejor es una nueva pista —dijo mientras él descolgaba el teléfono.
Era Nona Roberts.
—Vince, no me gusta llamarte a casa, pero como tú me diste el número. He estado todo el día fuera rodando y acabo de llegar a la oficina. Me he encontrado un mensaje del doctor Nash diciendo que su editor no le permite salir en un programa de televisión hablando de anuncios de contactos, cuando está previsto que su libro se publique en otoño. ¿Conoces algún otro psiquiatra, que esté más o menos especializado en este tipo de temas?
—Tengo relación con algunos miembros de la AAPL. Es una organización de psiquiatras expertos en psiquiatría y leyes. Puedo intentar localizar a alguno de ellos el lunes.
—No sabes cuánto te lo agradezco. Y perdona que te moleste. Voy a ir a «Pasta Lovers» a comer un plato de espaguetis.
—Si llegas la primera, pide una mesa para tres. Hank y yo salimos ahora para allí. —Vince reparó en que quizás había sido un tanto presuntuoso—. Bueno, si no estás con tus amigos, claro está. —«O tu amigo», pensó.
—Estoy sola. Me parece perfecto. Nos vemos allí. —Colgó.
Vince miró a Hank.
—¿Te parece bien, jefe? —preguntó—. ¿O hubieras preferido que estuviéramos los dos solos?
Hank cogió su chaqueta, que había aterrizado sobre la butaca sin brazos.
—En absoluto. Es mi deber comprobar cómo son las chicas con las que sales.