El viernes por la tarde, Darcy se dirigió al apartamento del West Side que estaba decorando para Lisa, la adolescente que estaba recuperándose. Se llevó consigo plantas para la repisa de la ventana, algunos almohadones, un juego de tocador de porcelana que había conseguido en la venta de una casa y el póster preferido de Erin.
Las piezas grandes ya se encontraban allí; la cama de estaño y latón, la cómoda, la mesita de noche, la mecedora. La alfombra india que había estado en el cuarto de estar de Erin quedaba perfecta en este espacio. El papel de la pared, a rayas multicolores daba a la habitación una sensación de movimiento, como si fuera un tiovivo. Las cortinas recogidas en un lazo reproducían el mismo estampado que el papel. Un volante de algodón de un blanco purísimo recogía el blanco brillante del techo y el zócalo.
Cuidadosamente, Darcy escogió un lugar para el póster. Era una reproducción de una pintura de Egret, una obra poco conocida de su primera época: una bailarina elevándose en el aire, con los brazos extendidos y los dedos en punta. Lo había titulado «Le gusta la música, le gusta bailar».
Mientras clavaba las alcayatas en la pared, pensó en las numerosas clases que habían tomado Erin y ella.
—¿Por qué correr bajo la lluvia helada si puedes hacer el mismo ejercicio bailando? —solía preguntar—. Hay una vieja sentencia que dice: «Si quieres poner alegría en tu vida, prueba bailando».
Darcy dio unos pasos hacia atrás para comprobar si estaba derecho. El póster estaba bien, pero había otra cosa que la desasosegaba. Los anuncios de contacto. Pero ¿por qué ahora? Se encogió de hombros y recogió su caja de herramientas.
*****
Desde allí fue directamente a la «Galería Sheridan». Hasta el momento, el detenido estudio de las fotografías había resultado infructuoso. Reconoció a Jay Stratton, pero Vince d’Ambrosio ya había obtenido su nombre de la lista de alumnos. El día anterior Chris Sheridan había señalado que tenía más posibilidades de ganar a la lotería que de encontrarse con una cara familiar.
Temió que estuviera arrepentido de haberle permitido utilizar la sala de conferencias, pero no fue así.
—Pareces extenuada —le dijo la tarde anterior—. Creo que has estado aquí desde las ocho de la mañana.
—Pude retrasar varios compromisos. Esto me parece más importante.
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La noche pasada había salido con el número 3823, Owen Larkin, un residente del «Hospital de Nueva York», bastante pagado de sí mismo.
—El problema de ser un médico soltero es que todas las enfermeras no paran de invitarte a una comida casera con la intención de cazarte.
Era de Tulsa y odiaba Nueva York.
—El minuto después de que acabe mi especialidad me vuelvo a esa tierra bendita. Os podéis quedar con estas ciudades masificadas.
Como por casualidad, ella mencionó el nombre de Erin. En tono confidencial, él le confesó:
—Yo no la conocí, pero un amigo mío que también contestaba anuncios, sí. Sólo salieron una vez. Ahora está cruzando los dedos para que ella no guardase ningún recuerdo que la relacione con él. Sólo le faltaba que le interrogaran por un caso de asesinato.
—¿Cuándo se vieron?
—A principios de febrero.
—Me pregunto si yo no habré salido también con él.
—No, como no sea por esa misma época. Había roto con su novia y ahora ha vuelto con ella.
—¿Cómo se llama?
—Brad Whalen. Pero, bueno, ¿qué es esto?, ¿una investigación? Hablemos de nosotros dos.
Brad Whalen. Otro nombre para las indagaciones de Vince d’Ambrosio.
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Desde la ventana de su oficina Chris vio cómo Darcy salía del taxi. Se metió las manos en los bolsillos. Soplaba un fuerte viento y observó cómo Darcy cerraba la puerta del taxi y se giraba hacia el edificio, levantándose el cuello de su chaqueta de cuero, y encorvándose ligeramente hacia adelante al cruzar la acera.
El día anterior había sido muy ajetreado. Tuvo que atender a unos importantes clientes japoneses que querían examinar la platería patrimonio de los Von Wallens que iba a ser subastada la semana siguiente. Pasó con ellos la mayor parte de la tarde.
Mrs. Vail, la asistenta de la galería, se ocupó de servirle el café de la mañana, un ligero almuerzo, y un té a media tarde.
—Esta pobre chica se va a arruinar la vista, Mr. Sheridan —dijo, preocupada.
A las cuatro y media. Chris se dirigió a la sala de conferencias. Había metido la pata cuando sugirió que el trabajo iba a resultar estéril. Cuando lo dijo no pretendía desanimarla, pero, analizándolo de forma realista, las posibilidades que tenía Darcy Scott de encontrar a algún amigo de Nan y reconocerlo en una foto de hace quince años eran, cuando menos, escasas.
El día anterior ella le había preguntado si Nan había salido alguna vez con alguien llamado Charles North.
No, que él supiera. Cuando vino a Darien, Vince d’Ambrosio le había hecho la misma pregunta a su madre.
Chris reconoció que estaba deseando bajar ahora mismo las escaleras para ir a hablar con Darcy, pero se detuvo ante el temor de que ella volviera a tomarlo como una señal de su impaciencia por librarse de ella.
Sonó el teléfono. Dejó que su secretaria contestara. Un momento después sonó el timbre del interfono.
—Es tu madre, Chris.
Greta fue al grano.
—Chris, ¿recuerdas ese asunto de alguien llamado Charles? Cuando tuvimos que sacar todas esas fotografías, decidí también sacar el resto de las cosas de Nan. Más tarde o más temprano lo hubieras tenido que hacer tú. Releí sus cartas y encontré una del mes de setiembre antes…, antes de que la perdiéramos. Acababa de empezar el semestre de otoño. Escribió que había ido a bailar con un tal Charley, que le tomaba el pelo porque llevaba zapatos planos. Esto es exactamente lo que puso: «¿Puedes creer que un chico de mi generación piense que las mujeres llevan tacones de aguja?».
*****
—A las tres y medía ya había acabado con mis pacientes, y pensé que sería mucho más práctico que me acercase hasta aquí para hablar con usted, que discutirlo por teléfono.
Michael Nash cambió de sitio discretamente, intentando encontrar una posición cómoda en el canapé verde de la oficina de Nona. No pudo reprimir la tentación de analizar por qué una persona obviamente inteligente y sociable como Nona podía someter a sus visitantes a semejante tortura.
—Lo siento, doctor. —Nona retiró los ficheros colocados sobre la única silla cómoda situada junto a su mesa—. Por favor.
Nash cambió gustoso de asiento.
—Tendría que deshacerme de él —se disculpó Nona—. Pero es que nunca encuentro el momento. Siempre hay algo más importante que hacer que perder el tiempo arreglando los muebles. —Esbozó una sonrisa culpable—. Por lo que más quiera, no le diga esto a Darcy.
Le devolvió la sonrisa.
—Por mi profesión estoy obligado al secreto. Bueno, ¿en qué puedo ayudarla?
Era un hombre muy atractivo, pensó Nona. Treinta y tantos años. Una madurez que seguramente provenía de la circunstancia de ser psiquiatra. Darcy le había contado la visita a su casa de Nueva Jersey. Como las viejas tías de Nona solían decir, «aunque no te cases por el dinero, es más fácil querer a un hombre rico que a uno pobre». Eso no significaba. Dios lo sabe, que Darcy necesitara casarse por dinero. Sus padres ganaban millones desde antes de que ella naciera. Pero Nona siempre había sentido que Darcy se encontraba muy sola, como una niña perdida. Sin Erin, estaba segura de que sería aún peor. Sería fantástico que encontrase al hombre indicado en este momento.
Cayó en la cuenta de que Nash la estaba mirando con expresión divertida.
—¿Aprobaré? —preguntó.
—Por supuesto. —Buscó el expediente del documental—. Darcy le habrá hablado ya de la razón por la que Erin contestaba anuncios personales.
Nash asintió.
—Ya tenemos el programa prácticamente montado, pero me gustaría contar con un psiquiatra que ofreciese una opinión general sobre el tipo de personas que los utilizan y los motivos que les impulsan a ello. ¿Sería posible dar algún tipo de indicación sobre los comportamientos que pueden traslucir señales de alarma? No sé si lo estoy exponiendo bien.
—Lo ha expuesto muy claramente. Deduzco que el agente del FBI quiere enfocarlo sobre el caso del asesino.
Nona se puso tensa.
—Sí.
—Miss Roberts, Nona, si me permite, me gustaría que viera su propia expresión en este momento. Usted y Darcy se parecen mucho. Dejen de torturarse a sí mismas. No son más responsables de la muerte de Erin que la madre que saca a su hijo a pasear y ve cómo es atropellado por un coche fuera de control. Algunas cosas hay que considerarlas producto del Destino. Lleven duelo por su amiga, hagan lo que puedan para alertar a los demás de que hay un loco suelto por ahí. Pero no jueguen a ser Dios.
Nona trató de que su voz sonase serena.
—Me gustaría que alguien me dijese esto cinco veces al día. Es difícil para mí y diez veces peor para Darcy. Espero que se lo haya dicho también a ella.
La sonrisa de Michael Nash se contagió a su mirada.
—Mi ama de llaves me ha llamado tres veces esta semana sugiriendo los menús que prepararía si la llevo de nuevo este fin de semana. Irá a Wellesley el domingo para visitar al padre de Erin, pero cenaremos juntos el sábado.
—¡Estupendo! Y en cuanto al programa, lo grabaremos el miércoles y se emitirá el jueves por la noche.
—Yo suelo ser muy tímido para estas cosas. Demasiados colegas míos se precipitan sin pensarlo dos veces sobre los debates de televisión o a testificar en los procesos judiciales. Pero a lo mejor puedo ser útil. Cuente conmigo.
—¡Fantástico! —Se levantaron a la vez. Nona señaló con la mano las mesas de la zona abierta situada en el exterior de su oficina—. Creo que está escribiendo un libro sobre los anuncios de contactos. Si necesita más información, la mayor parte de las personas de ahí fuera han estado metidas en esto.
—Gracias, pero mi propio dossier ya es suficientemente abultado. Espero haber presentado el libro a finales del mes que viene.
Nona contempló la figura de Nash alejarse hacia el ascensor con pasos largos y pausados. Cerró la puerta de su oficina y marcó el número del apartamento de Darcy.
Después de escuchar el saludo del contestador automático grabó el siguiente mensaje:
—Sabía que aún no habrías vuelto a casa, pero no podía esperar para decírtelo. Acabo de conocer a Michael Nash. Es una joya.
*****
A Doug se le había encendido la señal de alarma. Cuando llamó a Susan por la mañana para decirle que no había llamado la noche anterior para avisar de que no regresaría a casa, porque no quería despertarla, se había mostrado cariñosa y amable.
—Muy amable por tu parte, Doug. La verdad es que me levanté muy pronto.
La señal de alarma se encendió cuando colgó y cayó en la cuenta de que no le había preguntado si volvería esa noche. Hasta hace dos semanas, siempre salía con el mismo rollo de mártir.
—Doug, esa gente tiene que entender que tienes una familia. No es justo que te obliguen a quedarte a esas reuniones noche tras noche.
Parecía muy feliz el día que vino a buscarle y se quedaron a cenar en Nueva York. Quizá debería volverla a llamar y proponerle que se volvieran a encontrar esta noche.
O tal vez sería mejor que volviese pronto a casa y hacerles mimos a los niños. Habían estado fuera el fin de semana anterior.
Si Susan llegaba a ponerse furiosa…, furiosa de verdad…, sobre todo ahora que con este asunto del asesino de los anuncios de contactos estaban volviendo a resucitar el asunto de Nan…
La oficina de Doug se encontraba en el piso cuarenta y cuatro de una de las torres del «World Trade Center». Su mirada se perdió detrás de la estatua de la Libertad.
Había llegado el momento de representar el papel de padre y esposo entregado.
Mejor aún, dejaría de utilizar el apartamento por algún tiempo. La ropa, los dibujos, sus anuncios, y lo demás. La semana siguiente, en cuanto fuera posible, los llevaría a su casa de campo.
Tal vez fuera mejor dejar también allí su furgoneta.
*****
¿Era verdad lo que veía? Darcy parpadeó y buscó la lupa. El hombre del servicio de mantenimiento que aparecía al fondo en esa foto de trece por dieciocho de Nan y sus amigas en la playa, ¿le resultaba conocido, o es que estaba loca?
No oyó entrar a Chris Sheridan. Él la saludó en voz baja.
—Espero no interrumpirte, Darcy.
Ella dio un respingo. Él se apresuró a disculparse.
—Llamé a la puerta antes de entrar. No has debido oírme. Lo siento.
Darcy se frotó los ojos.
—No tienes por qué llamar. Ésta es tu casa. Creo que me estoy volviendo muy impresionable.
Miró la lupa que sostenía en la mano.
—¿Crees que has encontrado algo?
—No estoy segura. Es este tipo de aquí… —señaló la figura situada detrás del grupo de chicas—. Se parece un poco a alguien que conozco. ¿Recuerdas dónde fue tomada esta foto?
Chris la estudió con detenimiento.
—En Belle Island, a escasos kilómetros de Darien. Una de las mejores amigas de Nan tenía una casa de veraneo allí.
—¿Puedo quedármela?
—Por supuesto.
Chris contempló con aire preocupado cómo Darcy guardaba la foto en su maletín y empezaba a apilar ordenadamente las fotografías que ya había examinado. Sus movimientos eran lentos, casi mecánicos, como si estuviera terriblemente cansada.
—Darcy, ¿tienes hoy también una de esas citas?
Ella asintió.
—¿Para tomar unas copas? ¿Para cenar?
—Intento hacerles tomar un vaso de vino. De esa manera creo que puedo distinguir si han conocido a Erin o hay algo raro cuando niegan haberla conocido.
—¿Nunca subes a su coche, o vas a sus casas?
—¡No, por Dios!
—Eso está bien. No tienes aspecto de tener la fuerza suficiente para luchar con alguien si intenta sobrepasarse. —Titubeó y luego continuó—: En realidad, no he venido a preguntarte cosas que no son de mi incumbencia, sino a explicarte algo. Mi madre ha encontrado una carta que escribió Nan seis meses antes de su muerte. En ella hablaba de un tal Charley que pensaba que las chicas debían llevar tacones de aguja.
Darcy levantó la vista.
—¿Se lo has dicho a Vince d’Ambrosio?
—No, todavía no, pero lo haré, claro está. Me estaba preguntando si no sería buena idea que hablases con mi madre. Fue sacando estas fotografías que dio con las cartas de Nan. Nadie le pidió que lo hiciera. Estoy convencido de que si mi madre sabe algo, será más fácil que salga a la superficie hablando con otra mujer que pueda entender el dolor con el que ha vivido todos estos años.
Nan era seis minutos mayor que yo. Siempre me lo recordaba. Ella era extrovertida, yo tímido.
«Chris Sheridan y su madre han debido llegar a aceptar la muerte de Nan —pensó Darcy—. El programa Crímenes reales, el asesinato de Erin, el paquete de zapatos, y ahora yo. Se han visto forzados a reabrir violentamente las heridas cicatrizadas. Ni para ellos ni para mí habrá paz hasta que esto acabe».
El abatimiento reflejado en la cara de Chris Sheridan le arrebató en estos momentos el aura de ejecutivo experimentado y seguro de sí mismo que le caracterizaba unos días atrás.
—Me gustaría mucho conocer a tu madre —dijo Darcy—. Vive en Darien, ¿verdad?
—Sí. Yo te llevaré.
—Voy a ir a Wellesley el domingo por la mañana temprano, para visitar al padre de Erin Kelley. Si todo va bien me pasaré el domingo por la tarde, cuando vuelva.
—Me parece que va a ser un día muy pesado para ti. ¿No sería mejor mañana?
Darcy pensó que era ridículo sonrojarse a su edad.
—Mañana estoy comprometida.
Se levantó para marcharse. Robert Kruse la esperaba en «Mickey Mantle» a las cinco y media. Por el momento no había llamado nadie más. Se había quedado sin citas de anuncios de contactos.
La semana siguiente empezaría a escribir a los anuncios que Erin había rodeado con un círculo.
*****
Len Parker había estado de mal humor en el trabajo. Como técnico del servicio de mantenimiento de la Universidad de Nueva York, no había nada que no pudiese arreglar. No es que hubiese estudiado mucho. Pero le gustaba la sensación de los cables en sus manos, el tacto de las cerraduras y las llaves, los marcos de las puertas, los enchufes. Su trabajo consistía en hacer únicamente una inspección de rutina, pero cuando veía que algo estaba mal, lo arreglaba sin decir nada. Era lo único que le hacía sentirse en paz.
Pero hoy sus pensamientos eran muy confusos. Había increpado al administrador por insinuar que él podía haber comprado una casa. ¿Qué le importaba a él?
¿Su familia? ¿Qué pasaba con ellos? Sus hermanos nunca le invitaban a visitarlos. Encantado de librarse de ellos.
Esa chica, Darcy. Puede que haya sido algo mezquino con ella, pero ella no sabía el frío que había pasado mientras esperaba fuera de aquel restaurante tan fino para pedirle disculpas.
Se lo había contado a Mr. Doran, el administrador. Mr. Doran le dijo:
—Lenny, si comprendieras que tienes suficiente dinero para comer en «Le Cirque» o en donde te dé la gana, todas las noches de tu vida…
Mr. Doran no lo entendía.
Lenny recordaba perfectamente a su madre reprochando constantemente a su padre.
—Vas a dejar a tus hijos en la calle con esas inversiones disparatadas.
Lenny se cubría la cabeza con las mantas. Le aterrorizaba pensar en el frío que se debía pasar fuera.
¿Fue entonces cuando empezó a salir fuera de la casa en pijama, para estar acostumbrado cuando llegara el día? Nadie lo supo nunca. El día en que su padre se hizo rico, él ya se había acostumbrado a estar en el frío.
Era difícil recordar. Era todo tan confuso. A veces se imaginaba cosas que no habían ocurrido.
Como con Erin Kelley. Había averiguado su dirección. Ella le había dicho que vivía en Greenwich Village y allí estaba: Erin Kelley, 101 de la calle Christopher.
Una noche la había seguido. ¿O no?
¿Fue así?
¿Fue sólo un sueño cuando la vio entrar en aquel bar y él la esperó fuera? Ella se sentó y pidió algo de beber. No sabía qué. ¿Vino? ¿Soda? ¿Qué importaba? Estuvo intentando decidir si debía o no entrar y acercarse.
Entonces ella volvió a salir. Estuvo a punto de seguirla y hablarle, pero llegó una furgoneta y paró a su lado.
No podía recordar si había visto la cara del conductor. A veces soñaba con una cara.
Erin se subió.
Eso fue la noche en que decían que había desaparecido.
Pero Lenny no estaba muy seguro de no haberlo soñado. Y si le decía esto a los polis, ¿no empezarían a decir que estaba loco y a volverle a llevar a ese sitio donde ya le habían encerrado ANTES?