CAPÍTULO XV
Miércoles, 6 de marzo

Chris Sheridan observó detenidamente a Darcy Scott. Le gustaba esa chica. Ella llevaba una chaqueta de cuero con un cinturón, unos pantalones de color café que desaparecían dentro de unas botas de cuero, gastadas pero con clase, y un pañuelo de seda anudado que acentuaba la depresión de su nuca. Su cabello castaño con reflejos rubios caía libremente alrededor de su cara. Los ojos de color castaño claro moteado de verde estaban enmarcados por oscuras pestañas. Las cejas marcadas acentuaban su aspecto de muñeca de porcelana. Calculó que estaría al final de la década de los veinte.

«Me recuerda a Nan». Se sorprendió de su propia apreciación. No se parecían en absoluto, pensó. Nan había sido una típica belleza nórdica, de pálida piel rosada, vivarachos ojos azules y el pelo del color de los narcisos. ¿Dónde radicaba el parecido? En la gracia con la que Darcy se movía. Nan caminaba igual que ella, como si estuviese a punto de iniciar un paso de baile si la música empezase a sonar.

Darcy era consciente del examen de Chris Sheridan. Ella también se había fijado en él. Le gustaban sus rasgos marcados, la ligera prominencia del puente de su nariz, probablemente producida por alguna fractura. La amplitud de sus hombros y una forma física que evidenciaba un entrenamiento regular, sugerían aptitudes atléticas.

Hace unos años sus padres se habían hecho los dos la cirugía estética.

—Un pellizco por aquí, un pliegue por allá —decía su madre entre risas—. No te lo tomes así, Darcy. Recuerda que nuestro aspecto físico es una parte importante del género en venta.

¡Qué banalidad recordar eso ahora!, pensó Darcy. ¿Estaría tratando de escapar de la postergada conmoción producida al abrir el paquete con la bota y el zapato de Erin? Se había mantenido serena todo el día anterior pero a las cuatro de la mañana se había despertado con la almohada empapada por las lágrimas. Se mordió el labio al recordarlo, pero no pudo impedir que las lágrimas anegasen de nuevo sus ojos.

—Lo siento —dijo tratando de sobreponerse—. Le agradezco mucho que fuese hasta Connecticut anoche para buscar las fotografías. Vince d’Ambrosio me dijo que tuvo usted que cambiar sus planes.

—No era nada importante.

Chris comprendió que Darcy Scott prefería que él pasase por alto su aflicción.

—Hay una enorme cantidad de material —dijo adoptando un tono práctico—. Lo he dejado sobre la mesa de la sala de conferencias. Lo mejor es que le eche un vistazo. Si quiere llevárselo todo a casa, haré que se lo lleven. Si prefiere llevarse sólo una parte, también lo puedo arreglar. Yo conozco a la mayoría de las personas que salen en esas fotos, pero a algunas no, claro está. De todas formas, vamos a verlo.

Cuando se dirigían a las escaleras Darcy advirtió que durante el cuarto de hora que había permanecido en la oficina de Chris Sheridan el número de personas que inspeccionaban las piezas de la próxima subasta había aumentado notoriamente. Adoraba las subastas. Cuando vivía con sus padres acompañaba a menudo al representante de éstos. Ellos no podían acudir personalmente. Si se sabía que cualquiera de ellos estaba interesado en la adquisición de alguna pintura o antigüedad, el precio subía inmediatamente. Pero le molestaba escuchar el relato que sus padres hacían de la historia de sus adquisiciones.

Caminaba al lado de Sheridan en dirección a la parte trasera del edificio cuando divisó un escritorio cilíndrico y se precipitó hacia él.

—¿Es un Roentgen auténtico?

Chris deslizó la mano por la superficie de caoba.

—Sí, en efecto. Entiende de antigüedades. ¿Trabaja en el ramo?

Darcy recordó el Roentgen de la biblioteca de la casa de Bel-Air. A su madre le complacía mucho contar cómo María Antonieta mandó que lo enviaran a Viena, como regalo para su madre, la emperatriz, y por este motivo se había librado de ser vendido durante la Revolución Francesa. Evidentemente, este otro también había logrado escapar de Francia.

—¿Trabaja usted en el ramo? —repitió Chris.

—¡Oh!, disculpe. —Darcy sonrió al pensar en el hotel que estaba renovando pescando ventas de muebles usados aquí y allá—. Bueno, en cierta manera, sí.

Chris arqueó las cejas, pero no pidió más explicaciones.

—Por aquí.

Atravesando un amplio vestíbulo, llegaron a una sala con doble puerta. Dentro, protegida por un lienzo, había una mesa de banquetes georgiana. Sobre ella se encontraban, cuidadosamente alineados, álbumes, libros de curso, retratos enmarcados, fotografías y diapositivas.

—No hay que olvidar que fueron tomadas entre quince y dieciocho años atrás —le advirtió Sheridan.

—Lo sé. —Darcy evaluó la cantidad de material.

—¿Utiliza esta sala a menudo?

—No. No demasiado.

—¿Sería posible dejarlo todo aquí, y que yo viniese a examinarlo? El caso es que en mi oficina siempre estoy ocupada, y en mi apartamento, aparte de que no es muy grande, casi nunca estoy.

Chris sabía que no era cosa de su incumbencia, pero no pudo contenerse.

—El agente D’Ambrosio me ha dicho que está usted contestando anuncios de contactos. —Darcy se puso en guardia.

—Erin no quería contestar anuncios —dijo—, fui yo la que la convenció para que lo hiciera. La única forma que tengo de reparar este hecho es intentar ayudar a encontrar al culpable. ¿Hay algún inconveniente en que yo entre y salga? Le prometo que no le molestaré ni a usted ni a sus empleados.

Chris comprendió lo que había querido decir Vince d’Ambrosio cuando le explicó que Darcy Scott haría lo que quisiera respecto a los anuncios.

—No será ninguna molestia. Una de las secretarias llega siempre hacia las ocho. El personal de limpieza se queda hasta cerca de las diez de la noche. Hablaré con ellos para que la dejen entrar. O mejor aún, le daré una llave.

Darcy sonrió.

—Le prometo que no me llevaré ninguna porcelana de Sèvres. ¿Puedo quedarme ahora un rato? Tengo algunas horas libres.

—Por supuesto. Y recuerde que yo conozco a muchas de esas personas. Si quiere algún nombre, dígamelo.

*****

A las tres y media Sheridan regresó, seguido por una doncella que llevaba una bandeja con el té.

—Pensé que necesitaba usted un descanso. Me uniré a usted si me lo permite.

—Estaré encantada. —Darcy advirtió que tenía un incipiente dolor de cabeza y recordó que no había comido.

Aceptó una taza de té, vertió unas gotas de leche de una delicada jarra de porcelana de Limoges, intentando disimular su ansia mientras cogía una galleta. Esperó a que la doncella abandonase la habitación y luego dijo:

—Sé lo duro que ha debido ser para usted recoger todo esto. Los recuerdos son atroces.

—Mi madre lo hizo casi todo. Me llevé una sorpresa. Se desmoronó cuando llegó el paquete con los zapatos, pero ahora sólo le preocupa una cosa: hacer todo lo que esté en su mano para encontrar al asesino de Nan y evitar que haga más daño.

—¿Y usted?

—Nan era seis minutos mayor que yo. Siempre me lo recordaba. Me llamaba «hermanito pequeño». Ella era extrovertida, yo era tímido. Nos complementábamos el uno al otro. Hace mucho tiempo que abandoné la esperanza de ver al culpable de su muerte en los tribunales. Ahora esta esperanza ha vuelto a renacer. —Miró el montón de fotografías que ella había separado—. ¿Alguna cara conocida?

Darcy negó con la cabeza.

—Nada por ahora.

*****

A las cinco y cuarto, pasó por su oficina.

—Tengo que marcharme.

Chris se puso en pie.

—Aquí está la llave. Me olvidé de dársela cuando bajé antes.

Darcy la guardó en el bolsillo.

—Regresaré mañana por la mañana, lo más seguro.

Chris no pudo resistir la tentación.

—¿Va a acudir a una de esas citas? Discúlpeme, ya sé que no tengo derecho a preguntárselo, pero estoy preocupado porque creo que es peligroso.

Observó con alivio que esta vez Darcy no se ponía rígida. Simplemente dijo:

—Todo irá bien. —Y después de hacer un breve ademán de saludo, se marchó.

Se quedó mirándola, rememorando una vez que había salido de caza. Una cierva estaba bebiendo agua de un arroyo, cuando, presintiendo el peligro, levantó la cabeza y se puso en guardia, preparada para salir corriendo. Un momento después cayó al suelo. Él no se unió a las felicitaciones que los demás participantes concedieron al tirador. Su instinto le hubiera empujado a gritar alertando al venado del peligro. Ese mismo instinto se había despertado ahora de nuevo.

*****

—¿Cómo va el programa? —preguntó Vince a Nona, mientras trataba de encontrar un lugar apto para sentarse en el canapé verde de su oficina.

—Va y no va —suspiró Nona. Con expresión fatigada, se pasó una mano por el pelo—. Lo más difícil es encontrar un equilibrio. Cuando me escribiste pidiéndome que incluyera un espacio sobre los posibles peligros de estos anuncios, no tenía idea de lo que iba a suceder la semana siguiente, pero sigo creyendo que mí idea inicial sigue siendo válida. Quiero ofrecer una visión general, y acabar con una advertencia. —Le sonrió—. Me alegro de que llamaras proponiendo ir a comer pasta.

Había sido un día muy largo. A las cuatro y media, Vince tuvo una idea repentina. Tenía una lista de las ocho jóvenes desaparecidas y ordenó a los investigadores que recogieran todos los anuncios de contactos aparecidos en periódicos y revistas del área de Nueva York, tres meses antes de las fechas de las desapariciones.

El sentimiento de euforia ante la nueva pista, le hizo recordar que tenía el estómago vacío. La idea de volver a su apartamento para ver si quedaba algún plato de comida congelada en su desatendido frigorífico resultaba más bien deprimente. Sin pensarlo, marcó el número de Nona.

Ahora eran las siete. Hacía poco que había llegado a la oficina de Nona. Esta le esperaba lista para salir.

Sonó el teléfono. Nona levantó los ojos al cielo, cogió el auricular y saludó dando su nombre. Vince vio mudarse la expresión de su cara.

—Tienes razón, Matt. Es una suerte para ti que aquí me localices siempre. ¿Qué puedo hacer por ti? —Escuchó unos instantes—. Matt, a ver si lo entiendes, no puedo comprártela, ni ahora, ni más adelante. Si no recuerdo mal, el año pasado teníamos una oferta y te pareció poco. Lo de siempre. Ahora yo puedo esperar y tú no puedes esperar. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Es que Jeanie necesita tirantes, o algo así?

Después de colgar. Nona se echó a reír.

—Ése era el hombre al que yo prometí amar, honrar y cuidar todos los días de mi vida. El único problema es que a él se le olvidó.

—Suele ocurrir.

Fueron al restaurante «Pasta Lovers» de la Calle 58 Oeste.

—Suelo venir mucho por aquí cuando estoy sola —le dijo Nona—. Espera a probar la pasta, resucita a un muerto.

Tomaron vino tinto, ensalada, pan recién hecho.

—Tiene que haber alguna relación. —Vince estaba pensando en voz alta—. Tiene que haber alguna relación entre ese hombre y todas esas chicas.

—Pensaba que estabas convencido de que, excepto en el caso de Nan Sheridan, la conexión estaba en los anuncios de contactos.

—Y lo estoy. Pero ¿no te das cuenta? Es imposible que tenga un zapato izquierdo para cada una porque sí. Concedamos que pueda haber comprado los zapatos de las otras chicas después de matarlas, pero ya tenía el que colocó en el pie de Nan Sheridan cuando la atacó. Y este tipo de criminales siempre sigue una pauta.

—¿Estás tratando de decir que conoció a esas chicas, se las arregló para descubrir el número que calzaban sin despertar sospechas, y luego las llevó a algún lugar donde desaparecieron sin dejar rastro?

—Exacto.

Mientras tomaban «linguine» con salsa de almejas, le contó su plan de analizar todos los anuncios de contactos publicados en el área de Nueva York en los tres meses anteriores a la desaparición de cada una de esas chicas, para descubrir si alguno se repetía.

—Por supuesto, puede ser que no lleve a ninguna parte —reconoció—. Por lo que sabemos, un mismo tipo puede poner docenas de anuncios diferentes.

Pidieron dos cafés exprés descafeinados. Nona empezó a hablar sobre su documental.

—Todavía no hemos elegido psiquiatra —dijo—; no quiero uno de estos profesionales habituales en los medios de comunicación, que aparecen en pantalla cada vez que le das al botón.

Vince le habló de Michael Nash.

—Es un tipo muy apropiado. Está escribiendo un libro sobre el tema. Erin le conocía.

—Sí, Darcy me ha hablado de él. Es una gran idea, agente D’Ambrosio.

*****

Vince acompañó a Nona a su casa en un taxi y esperó hasta que la vio entrar en el edificio.

—Tengo el presentimiento de que los dos estamos bastante cansados —dijo cuando ella le sugirió que subiese a tomar algo—, pero permíteme que guarde la invitación para otro día.

—Concedido. —Nona sonrió—. Estoy cansada y, además, la asistenta no ha venido desde el viernes. Todavía no estás preparado para conocer mi auténtico yo.

Era todo lo que podía hacer para recordar que técnicamente estaba de servicio. Lo que no le impidió tratar de imaginarse qué sentiría al coger a Nona Roberts entre sus brazos.

*****

De vuelta en su apartamento, encontró en su contestador un mensaje de Ernie, su ayudante.

—No es urgente, pero pensé que le gustaría oír esto. Tenemos ya la lista de los estudiantes matriculados en Brown en la época de Nan Sheridan y, ¡adivine quién está entre ellos! Nuestro amigo, el joyero Jay Stratton.

*****

La cita que tenía Darcy a las cinco y media, en el bar de «Tavern on the Green», era con el número 4307, Cal Griffin. «No tiene algo más de treinta años —se dijo nada más verlo—, sino cerca de cincuenta». Era un hombre rollizo, que peinaba su escaso cabello hacia un lado sobre la parte superior de su cabeza para disimular su calvicie. Vestía con ropa clara y muy conservadora. Procedía de Milwaukee, pero, según dijo, venía con frecuencia a Nueva York.

Después de contarle todo esto, hizo un guiño de complicidad. No debía malinterpretarle, era un hombre felizmente casado, pero cuando venía por negocios, le gustaba disfrutar de la compañía de una buena amiga. Otro guiño. Él sabía cómo tratar a una mujer, podía creerle. ¿Qué espectáculo le gustaría ver? Él podía conseguir localidades. ¿Cuál era su restaurante favorito? ¿«Lutèce»? Era caro, pero valía la pena.

A duras penas, Darcy consiguió interrumpirle para preguntarle cuándo había sido la última vez que había venido a Nueva York.

Hacía mucho. El mes pasado había llevado a su esposa y a sus hijos —unos chicos estupendos, pero chicos al fin y al cabo— a esquiar a Vail. Tenían una casa allí. Ahora se estaban haciendo una casa más grande. Dinero no le faltaba. Los chicos se habían llevado algunos amigos y aquello parecía un manicomio. Todo el día escuchando rock and roll. Te vuelven loco. ¿No le parecía? Tenían un equipo de música muy potente en la casa.

Darcy había pedido un «perrier». A medio tomar empezó a mirar con preocupación a su reloj.

—Mi jefe se ha puesto hecho una furia cuando me ha visto salir. Tengo que volver en seguida.

—Olvídale —ordenó Griffin—. Tú y yo vamos a pasar una noche estupenda.

Estaba sentado sobre un taburete. Un brazo rollizo la rodeó y sintió un húmedo beso en la oreja.

Darcy no quería una escena.

—¡Oh, Dios mío! —dijo, señalando la espalda de un hombre solo sentado en una mesa cercana—. Ése es mi marido. Tengo que salir de aquí.

El brazo abandonó inmediatamente su cintura. Griffin pareció alarmarse.

—Yo no quiero problemas.

—Me largaré antes de que me vea —susurró Darcy.

En el taxi que la llevaba a casa, tuvo que hacer esfuerzos para no reírse en voz alta. De una cosa podía estar segura. Ése no era.

El teléfono sonaba cuando abrió la puerta. Era Doug Fields.

—Hola, Darcy. ¿Por qué eres tan inolvidable? Ya sé que me dirás que esta noche estás ocupada, pero mis planes para hoy han sufrido un cambio y he decidido probar suerte. ¿Qué te parece si nos encontramos en «P. J. Clarke» para comer una hamburguesa, o alguna otra cosa?

Darcy reparó en que había olvidado hablar a D’Ambrosio de Doug Fields. Un tipo agradable, atractivo, ilustrador. Del tipo que fácilmente podía interesar a Erin.

—Me parece fantástico —respondió—. ¿A qué hora?

*****

«¿Hasta qué punto de estupidez cree Doug que puedo llegar?», se preguntaba Susan mientras ayudaba a Donny con sus deberes de geometría sentada en la mesa de la cocina. El orientador escolar había llamado por la tarde. ¿Había algún problema en casa? Donny, que siempre había sido un buen estudiante, estaba fallando en todas las asignaturas. Parecía disperso y deprimido.

—Bueno, ya está —dijo alegremente—. Como solía decir mi profesor de geometría, «se ve de lo que es usted capaz, Miss Frawley, cuando pone interés en ello».

Donny sonrió y recogió sus libros.

—Mamá… —titubeó.

—Donny, siempre has podido hablar conmigo. ¿Qué ocurre?

Miró a su alrededor.

—Los pequeños están en la cama y Beth está tomando una de sus duchas de media hora. Podemos hablar tranquilos —le aseguró.

—Y papá está en una de sus reuniones —dijo con amargura.

«Sospecha algo», pensó. No tenía sentido ocultárselo. Éste era un momento tan bueno como cualquier otro para abordar la cuestión.

—Donny, papá no está en ninguna reunión.

—¿Lo sabías? —La cara de Donny reflejó una expresión de alivio.

—Sí, lo sabía. Pero tú, ¿cómo te has enterado?

Bajó la mirada.

—Patrick Driscoll, uno de los chicos del equipo, estaba en Nueva York el viernes por la noche, cuando nosotros fuimos a visitar al abuelo. Vieron a papá en un restaurante con una mujer. Estaban cogidos de la mano, besándose. Patrick dijo que era repugnante. Su madre quería contártelo, pero su padre no la dejó.

—Donny, voy a divorciarme de tu padre. No es que me guste, pero vivir así no nos beneficia a ninguno de nosotros. Así no estaremos siempre esperando que se digne volver a casa, siempre aguantando sus mentiras. Espero que se ocupe de veros, pero no os lo puedo garantizar. Lo siento, lo siento muchísimo. —Se dio cuenta de que estaba llorando.

Donny puso la mano sobre su hombro.

—Mamá, él no te merece. Yo te ayudaré con los pequeños. Te prometo que lo haré mejor que lo ha hecho él.

Donny se parecía físicamente a Doug, «pero, gracias a Dios —pensó Susan—, ha recibido suficientes genes míos para no comportarse nunca como su padre». Le dio un beso en la mejilla.

—Por favor, no se lo digas a nadie. ¿De acuerdo?

Susan se fue a la cama a las once de la noche, Doug aún no había vuelto a casa. Encendió el televisor para ver las últimas noticias y escuchó horrorizada al presentador completar las últimas informaciones sobre el caso de las jóvenes desaparecidas y los paquetes de zapatos desparejados que estaban siendo devueltos a sus familias. El presentador estaba diciendo:

—Aunque el FBI rehúsa hacer declaraciones, sabemos de fuentes internas que los últimos zapatos devueltos han sido las parejas de los que fueron encontrados en el cadáver de Erin Kelley. Si esto se confirma, significará que existe una posible relación con la desaparición de dos jóvenes mujeres originarias de Lancaster y White Plains, pero residentes en Manhattan y el crimen todavía no resuelto de Nan Sheridan.

Nan Sheridan. Erin Kelley.

—¡Oh, Dios mío! —gimió, cerrando los puños con fuerza mientras miraba fijamente la pantalla, en la que se sucedían las fotos de Claire Barnes, Erin Kelley, Janine Weltz y Nan Sheridan.

El presentador continuó:

—La pista de las muertes parece que comienza hace quince años, una fría mañana de marzo, en que Nan Sheridan fue estrangulada en una pista de jogging cerca de su casa.

Susan sintió formarse un nudo en su garganta. Quince años atrás había mentido para encubrir a Doug, cuando fue interrogado sobre la muerte de Nan. Si no lo hubiera hecho, ¿habrían desaparecido estas jóvenes? Unas dos semanas atrás, la noche en que se hizo pública la muerte de Erin Kelley, Doug había tenido una pesadilla. En medio de su sueño, gritaba un nombre: Erin.

El FBI colabora con la Policía de Nueva York para seguir la pista que conduce desde los zapatos de noche hasta su comprador. El caso de Nan Sheridan ha vuelto a abrirse…

«¿Qué pasaría si Doug era interrogado de nuevo? ¿Y si me interrogan a mí?», pensó Susan. ¿Debía confesar a la Policía que había mentido hacía quince años?

Donny. Beth. Trish. Conner. ¿Qué sería de ellos si crecían como los hijos de un asesino?

El jefe de Policía de la ciudad de Nueva York estaba siendo entrevistado.

—Creemos que se trata de un maníaco asesino.

Maníaco.

—¿Qué debo hacer? —susurró Susan. Las palabras de su padre resonaban en sus oídos:

«Vena maníaca…».

Dos años atrás, cuando le amenazó por su relación con la au pair, su cara se contrajo de rabia. El mismo miedo que sintió en aquel momento la embargó de nuevo. Cuando el noticiario finalizó, Susan se enfrentó finalmente al hecho que nunca se había atrevido a reconocer.

«Esa noche pensé que iba a pegarme».

*****

¿Bailamos? ¿Bailamos? ¿Quieres que flotemos en una luminosa nube de música…? ¿Mecernos el uno al otro en los brazos del otro? ¿Bailamos? ¿Bailamos? ¿Bailamos?

Charley se reía abandonado al frenesí de la música, girando y acompasando sus movimientos con los de Yul Brynner, adelantando un pie y haciendo dar vueltas y piruetas a una imaginaria Darcy entre sus brazos. ¡Así bailarían la próxima semana! ¡Después, Astaire! ¡Qué felicidad! ¡Faltaban sólo siete días para el decimoquinto aniversario de Nan!

Descubriendo que los sueños pueden realizarse. ¿Bailamos? ¿Bailamos? ¿Bailamos?

La música finalizó. Cogió el mando a distancia y apagó el vídeo. Se podía pasar así toda la noche. Pero eso sería una estupidez, era mejor que hiciese lo que había venido a hacer.

La escalera del sótano crujió y él hizo una mueca de disgusto. Tenía que ocuparse de eso. Annette había intentado huir escaleras abajo. El frenético sonido de los tacones sobre la madera le había embriagado. Si Darcy intentaba escapar por el mismo sitio, no quería que ningún ruido molesto interfiriese con el sonido de los zapatos de tacón en su infructuosa carrera.

Darcy. ¡Qué duro había sido sentarse frente a ella al otro lado de la mesa! Hubiera deseado decirle «Ven conmigo» y traerla aquí. Como el fantasma de la ópera invitando a su amada al mundo de las profundidades.

Quedaban cinco cajas de zapatos. Marie, Sheila, Leslie, Annette y Tina. Repentinamente comprendió que deseaba enviarlas todas a la vez. Acabar con esto. Entonces no quedaría más que una.

Sólo la caja de Darcy estaría allí la próxima semana. Y quizá no la devolviese nunca.

Descorrió el pestillo del congelador, levantó la pesada tapa y miró fijamente el espacio vacío. «Esperando una nueva doncella de hielo», pensó Charley. Ésta se quedaría para siempre.