CAPÍTULO XIII
Lunes, 4 de marzo

El lunes por la tarde, Jay Stratton se encontró con Merrill Ashton en el «Bar Oak» del «Hotel Plaza». La pulsera, una tira de diamantes engarzados en un exquisito diseño Victoriano, mereció la inmediata aprobación de Ashton.

—A Frances le gustará muchísimo —dijo entusiasmado—. Le agradezco que me convenciera de encargársela.

—Sabía que quedaría complacido. Su esposa es una mujer muy hermosa. La pulsera lucirá espléndida en su brazo. Como ya dije, me gustaría que la hiciese tasar antes de su regreso. Si el joyero le dice que vale tan sólo cien dólares por debajo de cuarenta mil, le devuelvo su dinero. Aunque estoy seguro que le dirá que ha conseguido usted una ganga excepcional. Bueno, la verdad, espero que las próximas Navidades quizá decida usted adquirir una nueva joya para Frances. ¿Un collar de diamantes? ¿Unos pendientes? Podemos ver qué hay.

—Así, ¿esto es una rebaja por ser mi primera compra? —Soltó una risilla satisfecha mientras sacaba su talonario de cheques—. Esto es saber hacer negocios.

Jay sintió la peculiar emoción que acompaña al riesgo. Cualquier joyero honrado confirmaría que, incluso al precio de cincuenta mil dólares, la pulsera comprada por Ashton seguiría siendo una ganga. Al día siguiente comería con Enid Armstrong. Esperaba impaciente el momento de poner las manos sobre su anillo.

«Gracias, Erin», pensó mientras cogía el cheque.

Ashton invitó a Jay a comer alguna cosa antes de salir para el aeropuerto. Tomaría el vuelo de las nueve y media hacia Winston-Salem. Stratton se disculpó diciendo que tenía una cita con un cliente a las siete. Se guardó de añadir que Darcy Scott no era precisamente la clase de cliente que prefería. Tenía en el bolsillo un cheque de diecisiete mil quinientos dólares, los veinte mil de «Bertolini’s» menos su comisión.

Se despidieron efusivamente.

—Salude a Frances de mi parte. La va a hacer usted muy feliz.

*****

Stratton no se dio cuenta de que un hombre que estaba sentado en una mesa contigua se levantó discretamente y siguió a Merrill Ashton hasta el vestíbulo.

—¿Puedo hablar un momento con usted?

Ashton recogió la tarjeta que le tendió. «Nigel Bruce, Lloyd’s of London».

—No entiendo —balbuceó Ashton.

—Caballero, si Mr. Stratton vuelve, preferiría que no me viera hablando con usted. ¿Le importaría si nos detenemos un momento en una joyería no lejos de aquí, donde nos espera uno de nuestros expertos? Nos gustaría echar un vistazo a las joyas que acaba de comprar. —El detective se apiadó de la cara de consternación de Ashton—. Es pura rutina.

—¡Rutina! ¿Está usted sugiriendo que la pulsera que acabo de comprar es robada?

—Yo no estoy sugiriendo nada, caballero.

—¡Cómo que no! Bueno, si hay algo que no está claro sobre esta pulsera, prefiero saberlo cuanto antes. El cheque no está certificado, puedo cancelar el pago por la mañana.

*****

El reportero del New York Post había hecho un buen trabajo. Había logrado enterarse de que al hogar de Nan Sheridan había llegado un paquete conteniendo los zapatos que completaban los pares de los que llevaba puestos cuando fue hallado su cuerpo. Las fotografías de Nan Sheridan, Erin y Claire Barnes aparecían una junto a otra en la primera página… «asesino reincidente anda suelto».

Darcy leyó el diario en el taxi que la llevaba al «Plaza».

—Ya hemos llegado, señorita.

—¿Qué? ¡Oh, perdone! Gracias.

Estaba contenta de tener una cita detrás de otra en un día como hoy. También hoy se había llevado ropa a la oficina. Esta vez se había puesto el traje rojo de lana de «Rodeo Drive». Al salir del taxi recordó que lo llevaba puesto la última vez que habló con Erin. «Si al menos hubiera podido verla una última vez», pensó.

Faltaban diez minutos para las siete, era un poco pronto para la cita con Jay Stratton. Darcy decidió entrar un momento en el «Bar Oak». Fred, el maître del restaurante, era un viejo amigo. Desde que podía recordar, siempre se había hospedado en el «Plaza» cuando venía a Nueva York con sus padres.

Llevaba todo el día rumiando algo que le había dicho Michael Nash el día anterior. ¿No había sugerido que abrigaba todavía un infantil resentimiento hacia una observación sin importancia, aunque cruel, que ya no tenía validez en el presente? Observó que estaba ya pensando en su próximo encuentro con Nash. «Supongo que es como pedirle una consulta gratuita, pero me gustaría preguntarle su opinión», reconoció. Fred se acercaba sonriente a saludarla.

A las siete en punto entró en el bar contiguo. Jay Stratton estaba sentado en una esquina. La única vez que se habían visto fue en el apartamento de Erin. Su primera impresión había sido claramente desfavorable. Estaba muy enfadado por la desaparición del collar de «Bertolini’s». Luego, cuando apareció, empezó a mostrar una creciente ansiedad por la bolsita de diamantes. Estaba mucho más preocupado por el collar que por la desaparición de la propia Erin. Hoy era como estar con otra persona. Intentaba ser amable por todos los medios. Sin embargo, estaba convencida de que el verdadero Jay Stratton fue el que conoció el primer día.

Ella le preguntó cómo había conocido a Erin.

—Te parecerá gracioso, pero el caso es que ella contestó a un anuncio de contactos personales que yo había publicado. Por casualidad, yo la conocía y la llamé. Una de estas cosas que ocurren sin proponértelas. «Bertolini’s» me había pedido que diseñara esas joyas y, cuando leí la carta de Erin, recordé la maravillosa pieza con la que ganó el premio «N. W. Ayer». Y así nos conocimos. Fue una relación estrictamente de trabajo, aunque una vez la acompañé a una gala benéfica. Un cliente me proporcionó las entradas. Bailamos toda la noche.

¿Por qué había considerado necesario añadir «estrictamente de trabajo»?, se preguntó Darcy. ¿Sería también así para Erin? Tan sólo seis meses atrás Erin le había confesado melancólicamente:

—¿Sabes, Darcy? Estoy llegando a ese punto en que me gustaría conocer a un chico maravilloso y enamorarme perdidamente.

El Jay Stratton sentado al otro lado de la mesa: atento, apuesto, capaz de valorar el talento de Erin, podía muy bien cumplir los requisitos.

—¿Cuál de tus anuncios contestó?

Stratton se encogió de hombros.

—Francamente, pongo tantos, que no lo recuerdo —sonrió—. Pareces sorprendida, Darcy. Te explicaré lo mismo que le dije a Erin. Algún día me casaré con una mujer muy rica. Todavía no la he encontrado, pero te aseguro que la encontraré. A través de estos anuncios conozco a muchas. Aparte de eso, no es difícil convencer a una mujer mayor, eso sí, con gentileza, para que alivie su soledad ofreciéndose a sí misma una buena joya, o rehaga sus antiguos anillos, collares o pulseras. Ellas se sienten felices, y yo también.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —Preguntó Darcy—. Espero que no sea para librarte de mí fácilmente. Nunca he pensado que esto fuera una cita; para mí es una simple cuestión de negocios.

Stratton sacudió la cabeza.

—Nunca me atrevería a ser tan presuntuoso. Sólo te repito exactamente lo que le dije a Erin después de que ella me explicase con qué propósito estaba contestando anuncios. El documental fue producido por una amiga. ¿No es así?

—Sí.

—Lo que trato de decirte, y no lo hago con demasiada fortuna, es que no existió ningún flechazo entre Erin y yo. Otra cosa que me gustaría hacer es disculparme por mi comportamiento el día que nos vimos por primera vez. «Bertolini’s» es uno de mis mejores clientes, y yo no había trabajado antes con Erin. No la conocía lo suficiente como para estar completamente seguro de que no desaparecería por cualquier capricho olvidándose de la fecha de entrega. Créeme, en algunos momentos me he llegado a sentir muy incómodo preguntándome a mí mismo qué impresión te habrías llevado de mí, cuando, mientras estabas terriblemente preocupada por la desaparición de tu amiga, yo te hablaba del plazo de entrega al cliente.

«Un discurso perfecto —pensó Darcy—. Debería prevenirle de que he pasado la mayor parte de mi vida conviviendo con dos de los mejores actores de este país». Se preguntó si sería apropiado prorrumpir en aplausos. En lugar de eso, se limitó a decir:

—¿Tienes el cheque del collar?

—Sí. No sabía a nombre de quién debía ponerlo. ¿Te parece bien «Herederos de Erin Kelley»?

Herederos de Erin Kelley. Todos estos años Erin había prescindido de la mayoría de cosas que sus amigos consideraban esenciales, orgullosa de poder mantener a su padre en un sanatorio privado. Y justo en el umbral del triunfo… A pesar del nudo formado en su garganta, Darcy consiguió decir:

—Sí, me parece bien.

Miró el cheque. Diecisiete mil dólares a nombre de los herederos de Erin Kelley, emitido por el «Banco Chase Manhattan», y firmado por Jay Charles Stratton.