CAPÍTULO XII
Domingo, 3 de marzo

Michael Nash telefoneó el domingo por la mañana, a las nueve en punto.

—He estado pensando mucho en ti. Me tienes preocupado. ¿Cómo va todo?

Había dormido bastante bien.

—Bien. Bueno, eso creo.

—¿Preparada para una excursión a Bridgewater, en Nueva Jersey, y una cena temprana? —Sin esperar la respuesta, añadió—. Por si no has mirado por la ventana, te diré que hace un día precioso, casi primaveral. Mi ama de llaves es una gran cocinera, y se siente muy frustrada si no tengo invitados al menos una vez a la semana.

Toda la semana había temido que llegara este día. Los domingos, cuando no tenían un plan concreto, Erin y ella almorzaban juntas y pasaban la tarde en el «Lincoln Center», o visitando algún museo.

—Me parece estupendo. —Convinieron en que él pasaría a recogerla hacia las once y media.

—Y no te molestes en arreglarte demasiado. Si te gusta montar a caballo, lo mejor es que te pongas unos vaqueros.

—Me encanta montar.

*****

Su coche era un «Mercedes» de dos plazas.

—¡Qué elegante! —exclamó Darcy.

Nash llevaba un polo de cuello alto, vaqueros y una chaqueta de espiga. La otra noche, mientras cenaban, se fijó en la amabilidad con que la miraba. «Hoy —se dijo— hay algo más que amabilidad en sus ojos. Tal vez ese brillo peculiar que adquiere la mirada de un hombre cuando una mujer le interesa».

El paseo fue muy agradable. Avanzaron por la carretera 287, dejando atrás los suburbios. Las casas que alcanzaban a ver desde la calzada estaban cada vez más distanciadas unas de otras. Nash le habló de sus padres con afecto.

—Como decía aquel viejo anuncio: «Mi padre hizo su dinero a la vieja usanza: ganándolo». Empezaron a irle bien las cosas justo cuando yo nací. Durante diez años, nos mudábamos cada año siempre a una casa más grande hasta que compró el lugar al que vamos, cuando yo tenía once. Como te decía antes, mis gustos son mucho más sencillos, pero ¡Dios mío! ¡Qué orgulloso estaba el día que llegamos! Cruzó él umbral con mi madre en brazos.

Resultaba fácil hablar con Michael Nash de sus famosos padres y de la mansión de Bel-Air.

—Siempre me sentí como si me hubieran cambiado por otra en la cuna, como si la verdadera princesa estuviese escondida en alguna casita del bosque y yo fuese una impostora que vivía en el palacio, con la pareja real. ¿Cómo han podido dos personas tan excepcionales concebir una criatura tan vulgar?

Erin era la única persona a la que se lo había contado. Se sorprendió a sí misma hablando espontáneamente de ello con Michael Nash. Después, dijo:

—¡Eh, hoy es domingo! Es su día libre, doctor. Tenga cuidado, se está convirtiendo en un oyente demasiado bueno.

Él la miró.

—¿Y cuando te hiciste mayor nunca te miraste en el espejo y comprendiste lo indignante que era esa afirmación?

—¿Debería haberlo hecho?

—Yo diría que sí. —Abandonó la autopista, y después de atravesar un pintoresco pueblecito, tomó una carretera comarcal. La finca empieza detrás de la valla.

Pasó un minuto antes de que llegaran a la verja de entrada.

—¡Dios santo! ¿Cuántas hectáreas tiene?

—Ciento sesenta.

Durante la cena en «Le Cirque» le comentó que la casa era demasiado recargada. Darcy estaba de acuerdo, pero de todas formas reconoció que era una mansión sólida e imponente. Los árboles y plantas estaban todavía desprovistos de hojas y flores, pero los arbustos de hoja perenne que bordeaban el camino tenían un follaje exuberante.

—Si disfrutas y decides regresar el mes que viene, comprobarás que solamente por el aspecto de los campos merece la pena el viaje.

Mrs. Hughes, el ama de llaves, había preparado un almuerzo ligero. Sándwiches de pollo, jamón y queso, partidos en trozos triangulares, después de quitar la corteza del pan. Luego café y galletas. Miró a Darcy con aprobación y a Michael con severidad.

—Espero que sea suficiente. El doctor dijo que iban a cenar temprano, así que he preferido no hacerles comer demasiado ahora.

—Es perfecto —dijo Darcy con sinceridad. Comieron en la sala del desayuno, situada junto a la cocina. Luego, Michael la llevó a conocer la casa.

—Parece una foto del catálogo de un decorador —dijo—. ¿No crees? Las antigüedades costaron una fortuna. Creo que la mitad son falsas. Algún día lo cambiaré todo, pero por el momento no merece la pena. A no ser que tenga invitados, yo hago vida en el estudio. Es aquí.

—Ésta sí que es una habitación confortable —comentó Darcy, realmente complacida—. Cálida, acogedora, con una vista magnífica, bien iluminada. Es el ambiente que yo intento crear cuando renuevo algún sitio.

—Apenas me has hablado de tu trabajo. Me gustaría que me contaras cosas. Pero ¿qué te parece si ahora damos un paseo a caballo? John lo tiene todo preparado.

Darcy montaba desde los tres años. Era una de las pocas aficiones que no compartía con Erin.

—Le daban terror los caballos —explicó a Michael mientras subía a una yegua negra como el carbón.

—Estupendo, así montar no te traerá recuerdos.

El aire fresco y limpio desvaneció por fin el perfume de las flores funerarias. Atravesaron la finca al galope, luego aminoraron el paso al atravesar el pueblo, donde se encontraron con otros jinetes que Michael presentó como sus vecinos.

A las seis, cenaron en un pequeño comedor. La temperatura se había enfriado, y el fuego chisporroteaba, el vino blanco estaba helado, y en una mesita auxiliar descansaba una jarra de vino tinto. John Hughes, vestido de uniforme, servía los platos primorosamente presentados: cóctel de cangrejo, medallones de ternera, espárragos tiernos, patatas asadas, ensalada verde con queso a la pimienta, sorbete, café exprés.

Darcy suspiró mientras bebía el café.

—No sabes cuánto te lo agradezco. Si me hubiera quedado sola en casa todo el día, me hubiera aburrido como una ostra.

Cuando se marchaban, no pudo evitar oír el comentario que Mrs. Hughes hizo a su esposo:

—Esa chica es encantadora. Espero que el doctor la vuelva a traer.