CAPÍTULO XI
Sábado, 2 de marzo

Eran las dos y medía de la madrugada cuando llegó. Sentía una imperiosa necesidad de encontrarse en aquel lugar. Allí Charley podía ser él mismo, sin necesidad de esconderse detrás del otro. Allí podía bailar, sincronizando sus movimientos con Astaire, sonriendo y tarareando la melodía en los oídos del fantasma que sostenía en sus brazos. La maravillosa soledad del lugar, las cortinas corridas contra la indiscreta mirada de algún intruso ocasional, los cerrojos protegiéndole del mundo exterior, le permitían disfrutar de la ilimitada sensación de ser uno mismo desembarazado de observadores y oyentes, libre de vagar por sus deliciosos recuerdos.

Nan, Claire, Janine, Marie, Sheila, Leslie, Annette, Tina, Erin. Todas ellas sonriéndole, felices de estar con él, sin tener nunca la oportunidad de volverse contra él, mofarse y mirarle con desprecio. Al final, cuando comprendían, ¡era tan maravillosamente gratificante! Lamentaba no haber dado a Nan la oportunidad de darse cuenta de lo que estaba pasando, de rogarle. Leslie y Annette habían suplicado por sus vidas. Marie y Tina habían llorado.

Algunas veces las jóvenes se le aparecían de una en una. Otras todas a la vez. «Cambia de pareja y baila conmigo». En estos momentos los dos primeros paquetes ya habrían llegado. ¡Ah!, si pudiera ser una mosca y mirar la escena desde la pared, contemplar el momento en que eran abiertos y la expresión de sus rostros pasaba del descontento a la comprensión.

«Imitador».

Nunca le volverían a llamar eso. ¿La siguiente había sido Janine o Marie? Janine. El veinte de setiembre, hacía dos años. Enviaría el paquete ahora mismo.

Bajó al sótano. La vista de las cajas de zapatos le divertía. Colocándose los guantes de plástico que utilizaba siempre que manejaba algo que hubiera pertenecido a las chicas, alcanzó la que estaba situada detrás de una tarjeta que decía: «Janine». La enviaría a su familia, en White Plains.

Su vista se demoró en la última de las tarjetas. «Erin». Soltó una risilla malévola. ¿Por qué no enviarla ahora? Esto sí que daría al traste con su teoría del plagio. Ella le había comentado que su padre estaba internado en un sanatorio. La enviaría a su casa de Nueva York.

¿Y si se daba el caso de que nadie en su edificio de apartamentos fuese lo suficientemente listo como para entregarlo a la Policía? ¡Qué desperdicio si terminaba acumulando polvo en algún cuarto trastero!

¿Qué tal si enviaba los zapatos a la morgue? Al fin y al cabo, ésa había sido su última dirección en Nueva York. Sería divertidísimo.

Primero tenía que limpiar cuidadosamente los zapatos con una bayeta, para asegurarse de que no quedaba ninguna huella en ellos. Librarse de una posible identificación. Había sacado los monederos de sus bolsos antes de enterrarlos.

Envolvió los irregulares pares en un papel de seda nuevo y cerró las tapas. Admiró sus dibujos. Cada vez eran mejores. El que había sobre la caja de Erin era tan bueno que podía ser obra de un auténtico profesional.

Papel de envolver marrón, cinta de embalar, etiquetas con la dirección. Todo podía haber sido comprado en cualquier lugar de los Estados Unidos.

Escribió la dirección en el paquete de Janine, en primer lugar.

Ahora le tocaba a Erin. En el listín telefónico de Nueva York encontraría la dirección de la morgue.

Charley frunció el ceño. Supongamos que algún maldito estúpido al recibir el correo lo devuelve al cartero diciendo: «Aquí no trabaja nadie con ese nombre». Sin remite el paquete acabaría en el depósito del correo no reclamado.

Había otra posibilidad. ¿Sería demasiado arriesgado? No, realmente, no. Volvió a reírse. ¡Esto les va a dar qué pensar!

Empezó a escribir el nombre de la persona que había designado como destinatario de la bota y el zapato de baile de Erin.

Darcy Scott…

*****

El sábado, Darcy se encontró con el número 1143, Albert Booth, para almorzar en el «Café Victoria». Calculó que tendría unos cuarenta años. En la conversación telefónica que mantuvieron, se enteró de que en su anuncio declaraba ser técnico en informática, y que sus aficiones eran leer, esquiar, practicar el golf, bailar, darse una vuelta por los museos y escuchar música. También decía tener un gran sentido del humor.

Esto último, resolvió Darcy, después de que Booth le preguntase si «citarse con un número de apartado no le hacía sentir apartada», se alejaba un tanto de la realidad. Al terminar la primera taza de café empezó a dudar también sobre el resto de sus afirmaciones excepto de su profesión de informático. Tenía una blanda apariencia de sedentario que no correspondía en absoluto a la de un esquiador, jugador de golf, bailarín o paseante.

Su conversación giraba exclusivamente alrededor del pasado, presente y futuro de los ordenadores.

—Hace cuarenta años, se necesitaban dos grandes salas para guardar el equipo de un ordenador que hacía lo mismo que el que tienes sobre tu escritorio.

—El año pasado no tuve más remedio que comprarme uno.

Pareció asombrado.

Con los huevos «Benedict» expresó su disgusto por la manera en que ciertos estudiantes espabilados estaban manipulando los expedientes académicos, introduciéndose en el sistema informático.

—Deberían condenarles a cinco años de cárcel. Y hacerles pagar una buena multa también.

Darcy estaba completamente segura de que la profanación del Tabernáculo del Arca de la Alianza no le hubiera parecido tan grave.

Mientras tomaban la última taza de café, acabó exponiendo su teoría de que las victorias o derrotas en las guerras futuras dependerían de la capacidad de los expertos para infiltrarse y manipular las computadoras enemigas.

—Cambiando las cifras. ¿Entiendes lo que quiero decir? Tú crees que tienes dos mil cabezas nucleares en Colorado, y alguien cambia la cifra por doscientas. El Ejército está desplegado. Cambian las coordenadas. ¿Dónde está la Quinta División? ¿Y la Séptima? Imposible saberlo. ¿No es así?

—En efecto.

Repentinamente Booth esbozó una sonrisa.

—Sabes escuchar, Darcy. No hay muchas chicas que sepan escuchar.

Era la ocasión que estaba esperando.

—Hace muy poco que he empezado a contestar anuncios personales. Seguro que has conocido a muchas personas diferentes. ¿Cómo son en general?

—La mayoría bastante aburridas. —Albert se inclinó sobre la mesa—. ¿Quieres saber con quién salí hace apenas dos semanas?

—¿Con quién?

—Con esa chica que fue asesinada: Erin Kelley. Darcy esperó que su tono de voz no la delatase.

—¿Qué tal era?

—Una chica muy bonita. Y simpática. Estaba muy preocupada por cierto asunto.

Darcy tomó un sorbo de su taza de café.

—¿Te dijo qué era lo que le preocupaba?

—Sí. Me explicó que estaba acabando un collar, y que era el primer trabajo importante que realizaba. En cuanto cobrase empezaría a buscar otro apartamento.

—¿Te dijo por qué?

—Me explicó que siempre que se cruzaba con el superintendente éste la rozaba al pasar y que constantemente buscaba excusas para entrar en su apartamento: una gotera, la calefacción atascada, y cosas por el estilo. Aunque pensaba que era inofensivo, me comentó que no era muy agradable entrar en el dormitorio y sorprenderlo allí. Creo que eso ocurrió justo un día antes de conocernos.

—¿No crees que deberías ponerlo en conocimiento de la Policía?

—De ninguna manera. Trabajo para «IBM». No quieren que ninguno de sus empleados salga en los periódicos a no ser que se casen o los entierren. Si se lo cuento a la Policía me interrogarían, ¿no es cierto? Pero quizá… ¿Crees que debería enviarles una nota anónima?

*****

El poderoso engranaje del FBI se puso en marcha con la máxima celeridad, para descubrir el punto de venta donde habían sido adquiridos el zapato de tacón alto recibido en el hogar de Claire Barnes, y el encontrado con el cuerpo de Erin Kelley. En el caso de Nan Sheridan, quince años atrás la Policía había seguido el rastro del zapato de baile hasta una zapatería situada en la ruta número 1 de Connecticutt. Nadie en ese lugar pudo recordar quién lo había comprado.

El zapato de Claire Barnes era caro, un modelo de «Charles Jourdan», que podía encontrarse en los departamentos de zapatería fina de tiendas de todo el país. Dos mil pares, exactamente. Imposible seguir su rastro. El de Erin Kelley era un modelo actual de «Salvatore Ferragamo».

Los agentes y detectives de la Policía de Nueva York empezaron a desplegarse por los departamentos de los grandes almacenes, las zapaterías y las tiendas de oportunidades.

*****

Trajeron a Len Parker para ser interrogado. Comenzó a protestar sobre la injusta rudeza con que Darcy le había tratado.

—Sólo quería disculparme. Me di cuenta de que no estuve muy correcto, que posiblemente era cierto que tenía una cita. La seguí y comprobé que no había mentido. La estuve esperando fuera, en medio del frío, mientras ella comía en ese restaurante elegante.

—¿Estuvo allí sin moverse?

—Sí.

—¿Y qué pasó luego?

—Entró en un taxi con un tipo. Yo tomé otro. Se bajó frente al portal. El tipo la acompañó hasta la puerta y luego se fue. Corrí detrás de ella, después de todo había venido para disculparme, pero me dio con la puerta en las narices.

—¿Qué me dice de Erin Kelley? ¿También la siguió?

—¿Por qué iba a hacerlo? Se largó dejándome plantado. Puede que fuese culpa mía. Estaba de mal humor cuando la vi. Le dije que todas las mujeres eran unas mezquinas ávidas de dinero.

—Entonces, ¿por qué no se lo dijo a Darcy Scott? Cuando ella se lo preguntó, usted negó haberse citado con Erin.

—Porque sabía que acabaría trayéndome aquí.

—¿Vive en la Novena Avenida con la Calle 48?

—Sí.

—Su administrador opina que tiene otra residencia. Retiró una importante cantidad de dinero hace cinco o seis años.

—Es mi dinero y me lo gasto como me parece.

—¿Compró otra propiedad?

—Pruébelo.

*****

El sábado por la mañana, cuando terminó con Len Parker Vince d’Ambrosio se trasladó al 101 de Christopher Street y llamó al timbre. Gus Boxer, con el rostro fruncido en una mueca malhumorada, acudió a la puerta. Llevaba una camiseta interior de manga larga, y sobre ella, unos tirantes mugrientos sostenían unos deformados pantalones. Sin dejarse impresionar por la placa, dijo:

—Estoy fuera de servicio. ¿Qué es lo que quiere?

—Hablar con usted Gus. ¿En su casa o en la comisaría? Y deje ese aire de dignidad ofendida. Tengo su ficha sobre mi mesa, Mr. Hoffman.

Boxer dirigió una furtiva mirada a su alrededor.

—Vamos, entre. Y baje la voz.

—No era consciente de haberla levantado.

Boxer le precedió en el camino a su apartamento de la planta baja. Como Vince sospechaba por la manera en que iba vestido, el apartamento era también un fiel reflejo de su personalidad. La tapicería estaba raída y llena de manchas. El suelo estaba cubierto por los restos de lo que fue una alfombra beige. Sobre una mesa desvencijada se apiñaban un montón de revistas pornográficas.

Vince las hojeó.

—Menuda colección tiene aquí.

—¿Hay alguna ley que lo prohíba?

Vince dejó caer las revistas sobre la mesa.

—Escuche, Hoffman, nunca hemos podido encontrar nada contra usted, pero su nombre tiene la insana costumbre de aparecer en nuestro ordenador. Hace diez años trabajaba como superintendente en un edificio de apartamentos en cuyo sótano fue encontrada asesinada una muchacha de veinte años.

—Yo no tuve nada que ver con eso.

—Había presentado una reclamación a la dirección porque se lo encontró dentro de su armario.

—Estaba buscando una fuga de agua. Pasaba una tubería por la pared situada detrás del armario.

—Ésa es la misma excusa que le dio a Erin hace dos semanas, ¿no es cierto?

—¿Quién le contó eso?

—Ella comentó a una persona que pensaba mudarse cuanto antes porque le sorprendió en su dormitorio.

—Estaba…

—Buscando una fuga de agua, ya lo sé. Ahora hablemos de Claire Barnes. ¿Cuántas veces entró sin previo aviso en su apartamento mientras vivió aquí?

—Nunca.

Cuando dejó a Boxer, Vince fue directamente a su oficina y llegó justo a tiempo de recibir una llamada de Hank. ¿Podía quedarse hasta las ocho? Había un partido de baloncesto en la escuela y los de su pandilla iban luego a comer una pizza.

«Un gran chico», se dijo Vince a sí mismo mientras le confirmaba que no había ningún problema. Merecía todos los años empleados en intentar sacar adelante su matrimonio con Alice. Al menos, ahora ella era feliz. La mimada esposa de un hombre cuya cartera era tan abultada como su cintura. ¿Y él? «Sí, también me gustaría encontrar a alguien», admitió, y reconoció que el rostro de Nona Roberts ocupaba a menudo sus pensamientos.

*****

Su ayudante le informó que tenían una nueva pista. Un detective del distrito Centro-Norte había detenido a Petey Potters, el vagabundo que vivía en el muelle donde fue encontrada Erin Kelley. En este momento era conducido a la comisaría para ser interrogado. Vince se dirigió inmediatamente a los ascensores.

*****

Petey tenía problemas con la vista: veía doble. Solía ocurrirle algunas veces, después de beberse un par de botellas de vino peleón. Ahora eso significaba que en lugar de tres policías estaba viendo tres parejas de policías gemelos. Ninguno le miraba amistosamente.

Petey pensó en la chica muerta. En lo fría que estaba cuando le quitó el collar.

¿Qué estaba diciendo ese policía?

—Petey, hay huellas dactilares en el cuello de Erin Kelley, y vamos a compararlas con las tuyas.

Entre los vapores del alcohol, Petey recordó el caso de un amigo suyo que había acuchillado a un tipo. Le condenaron a cinco años de cárcel, aunque el tipo al que hirió apenas salió con unos arañazos. Petey nunca había tenido problemas con la Policía. Nunca. Era incapaz de hacerle daño a una mosca.

Se lo explicaría todo. Se lo explicaría, pero no lo creerían.

—Escuchad —se precipitó en una confesión voluntaria—. Encontré a la chica y no tenía ni para una taza de café. —Las lágrimas se agolparon en sus ojos al recordar lo sediento que estaba—. El collar era de oro auténtico, seguro. Tenía una larga cadena de la que colgaban muchas moneditas. ¡Cómo no iba a cogerlo! Cualquiera que se la hubiera encontrado lo hubiera hecho. Hasta algunos policías, según me han dicho. —Se arrepintió inmediatamente de su última afirmación.

—¿Qué hiciste con el collar, Petey?

—Lo vendí por veinticinco pavos a ese tipejo que trabaja en la Séptima Avenida, al sur de Central Park.

—Bert, compra-venta —aclaró uno de los agentes—. Le detendremos.

—¿Cuándo encontraste el cuerpo, Petey? —preguntó Vince.

—Cuando me desperté por la mañana, más bien tarde. —Petey bizqueó. Sus ojos adoptaron una expresión picarona. Las cosas empezaban a enfocarse—. Pero mucho más temprano, quiero decir cuando estaba todavía completamente oscuro, oí un coche rodar por el muelle, pasar delante de mí y pararse. Pensé que debía ser algún trato de drogas y por eso no salí a ver. No miento.

—¿Ni siquiera cuando oíste que se marchaba? —Preguntó uno de los detectives—. ¿Ni siquiera un vistazo?

—Bueno, cuando estuve seguro de que se marchaba…

—¿Pudiste llegar a verlo, Petey?

Le creían, ahora lo sabía. Si al menos pudiese decirles alguna cosa más, algo que les hiciese sentir que estaba intentando colaborar. Petey hizo un esfuerzo por apartar la bruma alcohólica de su mente siquiera una fracción de segundo. Todos esos días pasados con una botella de agua jabonosa y un limpiacristales en la Calle 56, a la salida de la autopista del West Side pasaron rápidamente por su pensamiento. Había tenido muchas ocasiones de comprobar qué aspecto tenían los coches por detrás.

Pudo ver de nuevo las luces traseras del coche desapareciendo en el extremo del muelle. La ventana trasera era…

—¡Era una furgoneta! —Exclamó con un sofocado grito de triunfo—. ¡Por la tumba de Birdie, era una furgoneta!

Mientras los vapores alcohólicos volvían a envolverle, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Birdie probablemente todavía seguía viva.

*****

Darcy había quedado en cenar con Nona el sábado por la noche. Recibió numerosas invitaciones de otros amigos, pero no estaba de humor para ver a nadie.

Se habían citado en el restaurante de Jimmy Neary en la Calle 57 Este. Darcy llegó primero. Jimmy les había reservado una mesa al fondo a la izquierda.

—Lo siento muchísimo —exclamó al recibir a Darcy—. Erin era una de las chicas más guapas que jamás hayan pasado por esa puerta. ¡Que Dios la tenga en su gloria! —Cogió la mano de Darcy entre las suyas—. Tú eras una gran amiga suya, no creas que no lo sé. A veces, cuando venía a comer alguna cosa rápida, solía sentarme con ella un momento. Le advertí que tuviera cuidado con esos absurdos anuncios.

Darcy sonrió.

—Me sorprende que te lo contara, Jimmy. Tenía que saber que tú no lo aprobarías.

—Por supuesto que no. El mes pasado metió la mano en el bolsillo para coger un pañuelo y sacó uno que había recortado de una entrevista. Cayó al suelo y, al recogerlo, me fijé en él. Le dije: Erin Kelley, espero que no te dediques ahora a estas tonterías.

—Ésa es una de las cosas que me preocupan —dijo Darcy—. Erin era una diseñadora de joyas fabulosa, pero un desastre con sus papeles. El FBI está investigando a todos aquellos que tuvieron contacto con ella, pero estoy segura de que la lista no está completa. —Decidió que era preferible no revelarle que ella misma estaba contestando anuncios—. ¿Recuerdas lo que ponía?

Neary arrugó la frente adoptando una expresión concentrada.

—No, pero pude verlo bastante bien y creo que lo recordaré. Era algo sobre cantar o… ¡Ah!, aquí llega Nona. Viene acompañada.

Vince siguió a Nona hasta la mesa.

—Sólo me quedaré un minuto —aclaró dirigiéndose a Darcy—. No quiero entrometerme en vuestra cena, pero no lograba localizarte, llamé a Nona y me dijo que te encontraría aquí.

—No es ninguna intromisión; al contrario, me encantaría que te quedases a cenar con nosotras. —Darcy apreció en los ojos de Nona un brillo inusual—. ¿Te han explicado ya que sabemos por una de las citas de Erin que ella encontró al superintendente otra vez dentro de su apartamento?

—He interrogado a Boxer hoy mismo. —Vince enarcó las cejas—. ¿Otra vez?

—Sí. Le ocurrió lo mismo el año pasado. Pero Erin siempre le quitaba importancia diciendo que era inofensivo. Al parecer, hace unas dos semanas cambió de opinión.

—Le estamos siguiendo, igual que a otras personas. Me gustaría saber qué tal te fue con el tipo de la noche pasada.

—Era un buen tipo…

Liz se acercó para tomar la nota, y dirigió a Darcy una breve sonrisa de simpatía. «Siempre fue tan atenta con nosotras» pensó Darcy. A Erin le explicó que cuando vivía en Irlanda siendo una niña, también era pelirroja.

Pidieron «Dubonnet» para Darcy y Nona, y una cerveza para Vince.

Las dos chicas decidieron tomar pescado. Luego Nona se dirigió a Vince, en un tono que no admitía réplica:

—En algún momento tendrás que comer.

Pidió ternera con col, y volvió sobre la última cita de Darcy.

—Quiero que me pongas al corriente de todas las citas que tengas. Ya has conocido a dos que admitieron haber salido con Erin. Por favor, déjame decidir a mí lo que es o no importante.

Ella le explicó lo que había averiguado sobre David Weld.

—Es de Boston, ejecutivo de la cadena «Holden», y por lo que me dijo, ha estado yendo y viniendo a Nueva York en los últimos años abriendo nuevas tiendas. —Sintió como si pudiera leer en los pensamientos de Vince. «Yendo y viniendo a Nueva York en los últimos dos años». Luego añadió—: Lo que más me impresionó fue que trabajaba comprando zapatos.

—¡Comprando zapatos! ¿Cuál es el nombre de ese individuo? —Vince tomó nota en su libreta—. David Weld, número 1.527. Puedes estar segura de que lo comprobaremos. Darcy, ¿te ha explicado Nona que los padres de la chica de Lancaster han recibido un paquete de zapatos?

—Sí.

Vaciló, echó un vistazo a su alrededor y vio que los clientes de la mesa vecina estaban enfrascados en su conversación.

—Estamos intentando que esto no trascienda. Ayer se recibió otro par de zapatos desiguales. Eran las parejas de los que llevaba Nan Sheridan hace quince años.

Darcy se agarró a la mesa con crispación.

—Entonces, el asesinato de Erin puede que no sea un crimen plagiado.

—No lo sabemos. Estamos averiguando si alguien que conocía a Claire Barnes tuvo alguna relación con Nan Sheridan.

—¿Y Erin? —preguntó Nona.

—Por supuesto, esto afianzaría la suposición de que tenemos que vérnoslas con otro Ted Bundy, que estuvo cometiendo crímenes con regularidad durante años. —Vince apartó el tenedor—. Os lo explicaré sin rodeos. Gran parte de las personas que contestan a este tipo de anuncios resulta muy diferente de como se describen. Las jóvenes que nuestro ordenador ha identificado como presuntas víctimas de un asesino sistemático tienen una edad, inteligencia y aspecto parecidos al tuyo. En otras palabras, nuestro asesino, de cada cincuenta chicas con las que puede salir, encuentra una que le gusta. Ya sé que no conseguiré convencerte de que dejes de contestar anuncios… La verdad es que has conseguido información muy significativa sobre ciertas personas, que nosotros pondremos bajo vigilancia. Pero, a pesar de todo, tú no estás entrenada para servir de cebo. Eres una mujer encantadora, pero vulnerable que no tiene el entrenamiento necesario para protegerse si sé encuentra de pronto acorralada contra la pared.

—No tengo la menor intención de dejarme acorralar contra ninguna pared.

*****

Vince salió nada más tomar el café. Su hijo Hank venía en tren desde Long Island, les explicó, y quería estar en el apartamento cuando llegase.

Nona le observó mientras pagaba la cuenta.

—¿Te has fijado en su corbata? —preguntó—. Hoy llevaba una azul y negra, con una americana de tweed marrón.

—¿Y eso? No creo que a ti te preocupe demasiado.

—No, me gusta. Vince d’Ambrosio está tan decidido a encontrar al que mató a esas muchachas que yo diría que se olvida completamente de todo lo demás. Llamé al hogar de los Barnes apenas unos momentos después de que abriesen el paquete, y, te lo juro, oírles partía el corazón. Hoy he llamado al hermano de Nan Sheridan para pedirle que venga al programa. Se apreciaba el mismo dolor en su voz. Darcy, por lo que más quieras, ten cuidado.