Greta Sheridan dudó entre levantarse inmediatamente o intentar dormir otra hora. Las ráfagas del viento de marzo hacían repiquetear los cristales. Recordó que Chris había insistido para que hiciera cambiar las ventanas.
La luz del amanecer se filtraba a través de las cortinas. Le gustaba dormir en una habitación fría. El edredón y las mantas mantenían el calor, y el dosel de muaré, blanco y azul, daba a la cama una reconfortante sensación de protección.
Había estado soñando con Nan. Dentro de dos semanas, el 13 de marzo, sería el aniversario de su muerte. Había cumplido diecinueve años el día anterior. Este año hubiera cumplido treinta y cuatro.
«Hubiera cumplido».
Greta empujó las mantas hacia atrás con impaciencia, alcanzó la bata de terciopelo, y se levantó. Se calzó las zapatillas, salió al rellano y bajó a la planta principal por la escalera circular. Comprendió la preocupación de Chris. Era una casa muy grande, y todo el mundo sabía que vivía sola.
—No puedes imaginar lo fácil que es para un profesional inutilizar un sistema de alarma —insistía en numerosas ocasiones.
—Me gusta esta casa.
¡Cada habitación guardaba tantos recuerdos! En cierto modo, para Greta abandonar este lugar, era abandonarlos también. Y además, pensó sonriendo en su interior, si alguna vez Chris sienta la cabeza y me da algunos nietos, éste es un lugar perfecto para que vengan de visita.
Recogió un ejemplar del Times en la puerta de atrás. Mientras preparaba el café, empezó a leerlo. En una página interior aparecía una breve reseña sobre la chica hallada muerta en Nueva York la semana pasada. Un crimen plagiado. ¡Qué cosa más horrible! ¿Cómo podían existir dos personas tan diabólicamente perversas, el que acabó con la vida de Nan y el que, para imitarle, acabó con la de Erin Kelley? ¿Estaría todavía viva Erin Kelley si no se hubiera emitido ese programa?
¿Y qué podía ser aquello que no lograba recordar, aunque lo intentaba desesperadamente? Insistió en mirar el programa, pero fue en vano. Nan, Nan, pensó, me dijiste algo que debí haber advertido que era importante.
Nan hablando sin cesar de la escuela, de las clases, de sus amigos, de sus citas. Nan examinando con ilusión el programa de verano en Francia. I Could have Danced All Night. La canción podía haber sido escrita para ella.
Erin Kelley también fue hallada llevando un zapato de tacón alto. ¿Tacón alto? ¿Qué le sugerían esas dos palabras? Impaciente, Greta abrió el Times por la página del crucigrama.
Sonó el teléfono. Era Gregory Layton. Había coincidido con él la noche pasada, en la cena del club. Era juez federal, tenía algo más de sesenta años y vivía en Kent, a unas cuarenta millas.
—Un viudo muy atractivo —le susurró Priscilla Clayburn.
Efectivamente, era atractivo, y le estaba pidiendo que cenase esa noche con él. Greta aceptó y colgó el auricular admitiendo estar ilusionada ante la perspectiva de la velada.
Dorothy llegó puntualmente a las nueve.
—Espero que no tenga usted que salir esta mañana, Mrs. Sheridan. Sopla un viento endemoniado.
Había recogido el correo, y llevaba un abultado paquete debajo del brazo. Lo dejó sobre la mesa y dirigiéndole una mirada de desaprobación, dijo:
—Esto parece un poco raro. Fíjese, no lleva remite. Espero que no sea una bomba o algo parecido.
—Seguro que es otro de esos envíos absurdos. ¡Dichoso programa!
Greta empezó a desatar las cuerdas del paquete. De repente la asaltó una angustiosa sensación de pánico.
—Sí, la verdad es que tiene un aspecto bastante raro. Llamaré a Glen Moore.
Moore, el jefe de Policía, acababa de llegar a su oficina del cuartel general.
—No toque ese paquete, Mrs. Sheridan —dijo secamente—. Iremos en seguida.
Telefoneó a la Policía estatal y le prometieron enviar inmediatamente una unidad de seguridad portátil a la casa de los Sheridan.
A las diez, un oficial de la brigada de explosivos, colocó el paquete, manejándolo con infinitas precauciones, para ser examinado por rayos X.
Desde el salón, donde Dorothy y ella habían sido desterradas, Greta escuchó la carcajada de alivio del policía. Con Dorothy pegada a sus talones, volvió precipitadamente a la cocina.
—Esto no va a estallar, señora —le aseguró—. No hay nada más que un par de zapatos desparejados.
Greta observó la expresión alarmada de Moore y sintió como la sangre se le paralizaba en las venas cuando, al desenvolver el paquete, apareció una caja de cartón con un zapato de noche dibujado en la tapa. Apartada la tapa, en su interior hallaron, envueltos juntos en papel de seda, un zapato de raso de tacón alto y una zapatilla deportiva usada.
—¡Oh, Nan! ¡Nan!
Greta no llegó a sentir los brazos de Moore que la sujetaron cuando se desvaneció.
*****
A las tres de la madrugada del viernes, Darcy fue arrancada de un agitado sueño por el timbre insistente del teléfono. Al incorporarse pudo ver la hora en el radio-despertador. Levantó el auricular y contestó con brusquedad.
—Darcy —susurró una voz que le resultaba familiar pero no conseguía identificar.
—¿Quién es?
El susurro se convirtió en grito.
—¡No vuelvas a darme con la puerta en las narices nunca más! ¿Me has oído? ¡Nunca más!
Len Parker. Colgó de golpe, y se cubrió totalmente con las mantas. Poco después el teléfono empezó a sonar de nuevo. No contestó. El timbre continuaba: quince, dieciséis, diecisiete timbrazos. Lo mejor era descolgar el auricular, pero no se atrevía siquiera a tocarlo, sabiendo que Parker estaba al otro lado de la línea.
Finalmente dejó de sonar. Arrancó la conexión de la pared, se dirigió precipitadamente al salón, puso el contestador en marcha, y se volvió corriendo a la cama, cerrando de un golpe la puerta del dormitorio.
¿Habría hecho lo mismo con Erin, seguirla cuando le dejó plantado? Es posible que la siguiese hasta el bar donde se suponía que debía encontrarse con Charles North. Tal vez la introdujo por la fuerza en un coche.
Llamaría a Vince d’Ambrosio por la mañana.
Permaneció despierta durante las dos horas siguientes, y cuando finalmente volvió a quedarse dormida, su descanso se vio turbado por vagos e inquietantes sueños.
*****
A las siete y media se despertó con un repentino sentimiento de pavor, luego recordó la razón de su sobresalto. Una prolongada ducha caliente la ayudó a liberarse parcialmente de la tensión. Se puso unos vaqueros, un jersey de cuello alto y sus botas favoritas.
En el contestador había grabadas únicamente llamadas sin mensaje.
Tomó un vaso de zumo y un café en la mesa situada junto a la ventana, contemplando los jardines sin vida. A las ocho sonó el teléfono. ¡Por favor, que no sea Len Parker! Contestó con cierta prevención.
—Darcy, espero que no sea demasiado temprano. Sólo quería decirte que fue muy agradable el tiempo que pasamos juntos anoche.
Suspiró aliviada.
—¡Oh, Michael!, yo tampoco tengo palabras para expresar lo mucho que disfruté.
—Te ocurre algo. ¿Qué es?
El interés que se apreciaba en su voz era reconfortante. Le contó lo sucedido con Len Parker: el episodio de las escaleras y la llamada.
—Me siento culpable por no haber esperado a que estuvieras dentro.
—No, por favor.
—Darcy, llama a ese agente del FBI y denuncia a ese sujeto. Y, te lo ruego. ¿Puedes dejar de contestar a esos anuncios?
—No, lo siento. Pero llamaré a D’Ambrosio inmediatamente.
Después de despedirse colgó, sintiéndose algo más consolada.
*****
Llamó a Vince desde la oficina. Bev permaneció al lado de su mesa con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, mientras hablaba con el agente. Vince había salido para Lancaster, su compañero tomó nota de la información.
—Estamos trabajando en colaboración con el Departamento de Policía. Detendremos inmediatamente a ese individuo. Gracias, señorita.
Nona telefoneó poco después y le explicó la razón del viaje de Vince a Lancaster.
—Darcy, esto es espantoso. Una cosa es pensar que existe alguien lo suficientemente perverso como para ver el episodio de Crímenes reales y repetirlo, pero esto significa que ha debido estar haciéndolo durante tiempo. Claire Barnes desapareció hace dos años. Erin y ella se parecían tanto. Claire estaba a punto de conseguir su gran oportunidad en un musical de Broadway. Erin acababa de obtener su gran oportunidad con «Bertolini’s».
*****
«Su gran oportunidad con «Bertolini’s»». Estas palabras resonaban en la mente de Darcy una y otra vez mientras hacía y contestaba llamadas, hojeaba los periódicos de Connecticut y Nueva Jersey buscando anuncios de ventas de muebles y mudanzas y se acercaba un momento al apartamento que estaba amueblando. Finalmente, mientras hacía una pausa para tomar un bocadillo y un café en la barra de un bar descubrió qué era lo que le había estado inquietando todo este tiempo.
«Su gran oportunidad con «Bertolini’s»». Erin le había dicho que iba a recibir veinte mil dólares por el diseño y la elaboración del collar. Con el curso de los acontecimientos, había olvidado el extraño mensaje grabado en el contestador de Erin. En cuanto volviese a la oficina llamaría para comprobarlo.
*****
Aldo Marco se puso al teléfono. ¿Era algún miembro de la familia que necesitaba saber algo?
—Soy el albacea del testamento de Erin. —Sus propias palabras le sonaron odiosas.
El pago se había efectuado al representante de Miss Kelley, Jay Stratton. ¿Había algún problema?
—Estoy segura de que no. —Así que Stratton se suponía el representante de Erin.
Le llamó. No estaba en casa. Dejó un mensaje bastante brusco pidiendo que la llamara inmediatamente para hablar del cheque de Erin.
Jay Stratton telefoneó poco antes de las cinco.
—Lo siento, debí haberla llamado antes. He estado fuera. ¿Cuándo puedo entregarle el cheque? —Comentó que mientras había estado fuera de la ciudad no había podido apartar a Erin de sus pensamientos—. Una chica guapa y con talento. Creo con sinceridad que alguien que sabía lo de las joyas la mató para robárselas e hizo que pareciese un crimen plagiado.
«Tú eres alguien que sabía lo de las joyas». Requería mucho esfuerzo escuchar a Stratton, responder a sus muestras de simpatía. Volvería a salir de la ciudad unos días. Convinieron en encontrarse el lunes por la tarde.
Después de despedirse, Darcy se quedó unos minutos con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. Luego dijo en voz alta:
—Después de todo, como usted mismo dice, Mr. Stratton, dos buenos amigos de Erin deben de conocerse mejor.
Suspiró. Sería mejor que adelantase algo el trabajo, antes de vestirse para la cena con el número 1527.
*****
El viernes, Vince se desplazó a Lancaster en el último vuelo de la mañana. Había insistido para que el padre de Claire Barnes no comentase lo del paquete de zapatos a nadie ajeno a la familia, pero cuando llegó al aeropuerto, el periódico local lo anunciaba en sus titulares.
Llamó al hogar de los Barnes, y la doncella le informó de que Mrs. Barnes había sido ingresada en el hospital la noche anterior.
Lawrence Barnes era un corpulento ejecutivo, que, en otras circunstancias, consideró Vince, debía tener una apariencia imponente. Sentado al borde de la cama, flanqueado por una mujer joven, vigilaba ansiosamente a su esposa, que dormía bajo el efecto de un sedante. Vince le enseñó su credencial y él le siguió al pasillo.
Barnes presentó a la joven como su otra hija: Karen.
—Había un periodista en la sala de urgencias cuando llegamos —dijo en tono inexpresivo—. Oyó gritar a Emma que Claire estaba muerta, y hablar del paquete.
—¿Dónde están los zapatos?
—En casa.
Karen Barnes le llevó allí en su coche. Trabajaba como abogada en una compañía de Pittsburg, y nunca había compartido la esperanza de sus padres de que un día Claire regresaría inesperadamente.
—De ninguna manera hubiera desperdiciado la oportunidad de aparecer en el «Show» de Tommy Tune, si hubiese estado viva.
La casa de los Barnes era una mansión colonial, situada en un barrio residencial. Las parcelas deben ocupar cerca de media hectárea, pensó Vince. Había una unidad móvil de Televisión en la calle. Karen pasó de largo y se dirigió rápidamente a la parte trasera de la casa. Un policía impidió que la abordara un periodista.
*****
Las paredes del salón estaban cubiertas de fotografías familiares, muchas de las cuales mostraban a Karen y Claire en su infancia y adolescencia. Karen cogió una que estaba encima del piano.
—Tomé esta foto de Claire en Central Park, pocas semanas antes de que desapareciera.
Esbelta, guapa, rubia. Unos veinte años. Radiante sonrisa. ¡Sabes escogerlas, tío!, pensó Vince con amargura.
El paquete estaba en la mesa del vestíbulo. El envoltorio era de papel ordinario, la etiqueta con la dirección podía haber sido comprada en cualquier sitio, letras mayúsculas, matasellos de la ciudad de Nueva York. La caja no tenía marca, exceptuando un delicado dibujo de un zapato de tacón alto en la tapa. El irregular par estaba formado por una sandalia blanca de «Bruno Magli», y un zapato de fiesta dorado, abierto por delante, con un finísimo tacón. Eran del mismo número, 36.
—¿Está usted segura de que esta sandalia es suya?
—Sí, yo tengo un par idéntico. Las compramos juntas ese último día en Nueva York.
—¿Cuánto tiempo llevaba su hermana contestando anuncios personales?
—Unos seis meses. La Policía interrogó a todos aquellos cuyos anuncios había contestado. Al menos a todos los que pudo localizar.
—¿Hizo publicar ella alguno?
—No. Al menos por lo que yo sé.
—¿Dónde vivía en Nueva York?
—En la Calle 63 Oeste. En un apartamento en una antigua casa residencial. Mi padre continuó pagando la renta durante un año después de su desaparición. Luego lo dejó.
—¿Dónde están sus objetos personales?
—Los muebles no merecía la pena llevárselos. Su ropa, sus libros y todas las demás cosas están arriba, en su antigua habitación.
—Me gustaría verlas.
*****
En un estante del armario de su habitación había un fichero de cartón.
—Guardé aquí —explicó Karen— su agenda, su libro de direcciones, material de escritorio, cartas, cosas así. Cuando denunciamos su desaparición, la Policía de Nueva York registró todos sus papeles.
Vince sacó la caja y la abrió. Encima de todo había una agenda caducada hacía dos años. La hojeó. Desde enero hasta agosto, las páginas estaban llenas de anotaciones. Claire Barnes no había sido vista desde el catorce de agosto.
—Para añadirle dificultad, Claire tenía su propia taquigrafía. —La voz de Karen Barnes tembló ligeramente—. Ve, donde dice «Jim», significa «Estudio de Jim Howorth», donde estudiaba danza. Y aquí, quince de agosto, «Tommy». Significa ensayo para el «Show» de Tommy Tune, «Gran Hotel». Acababan de contratarla.
Vince examinó las páginas anteriores. El quince de julio, a las cinco leyó «Charley».
¡Charley!
Adoptando un tono indiferente, señaló la anotación.
—¿Sabe usted quién es éste?
—No. Aunque ella mencionó a un tal Charley que la llevó una vez a bailar. No creo que la Policía consiguiese localizarlo. —El rostro de Karen Barnes palideció—. ¡Ese zapato!, es la clase de calzado que llevas a un baile.
—Exacto. Miss Barnes, no mencione este nombre a nadie aparte de nosotros dos, por favor. A propósito, ¿cuánto tiempo estuvo su hermana viviendo en su apartamento?
—Un año, aproximadamente. Antes vivía en el Village.
—¿Dónde?
—En la calle Christopher. En el 101 de la calle Christopher.
*****
A las cinco menos cuarto, Darcy entregó a Bev la última de las facturas pendientes de pago y, siguiendo un impulso, telefoneó a la madre de la adolescente. La chica volvería a casa a finales de la semana próxima. El pintor contratado por Darcy un jovial guarda de seguridad nocturno, estaba ya trabajando.
—Tendremos la habitación completamente instalada para el miércoles —aseguró Darcy a la mujer.
¡Gracias a Dios tuve la buena ocurrencia de coger algo de ropa esta mañana!, pensó, mientras cambiaba su jersey y sus vaqueros por una blusa de seda negra de escote ovalado y manga larga, una falda larga en tonos verdes y dorados, también de seda italiana, y una estola a juego. Los pendientes, la pulsera y la cadena, todos ellos de oro, habían sido diseñados por Erin. Sintió como si, en cierta manera, se invistiese con el escudo de armas de Erin al entrar en la batalla.
Bev regresó en el momento en que terminaba de aplicar la sombra de ojos.
—Estás imponente, Darcy. —Luego prosiguió en tono vacilante—: Quiero decir, siempre me pareció que descuidabas bastante tu propio aspecto y ahora, bueno…, no sé cómo explicarlo…, lo siento.
—Erin me decía a menudo lo mismo —la tranquilizó—. Siempre me daba la lata para que me maquillase mejor, o me pusiese los trapos de moda que me compra mi madre.
Bev vestía una falda y un jersey que le había visto llevar en numerosas ocasiones.
—A propósito, ¿qué tal te sienta la ropa de Erin?
—Perfectamente. Estoy encantada con ella. La matrícula ha vuelto a subir, y te juro, estaba a punto de seguir el ejemplo de Escarlata O’Hara y hacerme un vestido con las cortinas.
Darcy se rió.
—Ésa es mi escena favorita de Lo que el viento se llevó. Escucha, ya sé que te pedí que no llevaras las cosas de Erin en la oficina, pero ella habría sido la primera en pedirte que las disfrutaras. Úsalas cuando te plazcan.
—¿Estás segura?
Darcy apartó su inseparable cazadora de cuero y alcanzó la capa de cachemir.
—Por supuesto.
*****
Estaba citada con el número de apartado 1527, David Weld, en el restaurante de «Smith y Wollensky» a las cinco y media. Como referencia él le había dicho que ocuparía el último asiento del bar, o estaría de pie, al lado. Tenía el cabello y los ojos castaños, medía un metro ochenta y llevaría un traje oscuro.
Le reconoció con facilidad.
Un chico agradable, acordó Darcy quince minutos después de haberse sentado uno frente al otro en una de las pequeñas mesas.
Nació y creció en Boston, y trabajaba en «Holden», la cadena de grandes almacenes. Había ido de un lado para otro en los últimos años, paralelamente a la expansión de la empresa por el área de los tres Estados.
Darcy calculó que tendría unos treinta y tantos años, y se preguntó si habría alguna cosa en esta edad que empujaba a los solteros no comprometidos a echar mano de los anuncios personales.
Resultaba fácil dirigir la conversación. Estudió en la Universidad de Northeastern. Su padre y su abuelo también habían sido ejecutivos de «Holden». Él trabajaba en la casa desde que era un niño: al salir de la escuela, los sábados, las vacaciones de verano.
—Nunca se me ocurrió que podía dedicarme a otra cosa —confesó—. Mi familia lleva el comercio en la sangre.
No había llegado a conocer a Erin, pero se había enterado de su muerte por la Prensa.
—Estas cosas son las que hacen que te sientas un poco raro cuando pones este tipo de anuncios. Quiero decir, yo lo hago simplemente porque deseo conocer gente agradable. —Hizo una pausa—. Tú eres agradable.
—Gracias.
—Me gustaría mucho invitarte a cenar, si es que puedes quedarte. —Parecía esperanzado, pero la proposición se hizo con absoluta corrección.
Esta vez no es una cuestión de ego, pensó Darcy.
—Sinceramente, me es imposible, pero estoy segura de que has conocido mucha gente interesante a través de estos anuncios. ¿No es cierto?
Él sonrió.
—He conocido a un par de personas realmente estupendas. Una de ellas, da la casualidad de que entró a trabajar hace poco en «Holden», en los almacenes de Paramus en Nueva Jersey. Está en el departamento de compras. Hace el mismo trabajo que hacía yo antes de entrar en la junta de administración.
—¡Ah, sí! ¿Y qué es lo que hacías?
—Me ocupaba de las compras de la sección de zapatería de nuestros almacenes de Nueva Inglaterra.
*****
Vince regresó a su oficina de Federal Plaza a las tres de la tarde del viernes. Al llegar encontró un mensaje del jefe de Policía de Darien pidiéndole que se pusiese en contacto con él de inmediato A través de él, Vince tuvo conocimiento del paquete recibido en el hogar de los Sheridan.
—¿Está usted seguro de que son los compañeros de los que llevaba puestos Nan Sheridan?
—Los hemos comparado. Ahora tenemos los dos pares completos.
—¿Ha llegado esto a la Prensa?
—No, de momento. Estamos intentando mantenerlo en privado, pero no hay garantías. Hemos hablado con Chris Sheridan. Era su principal preocupación.
—También la mía —dijo Vince con rapidez—. Todo lo que sabemos por el momento, es que el asesino comenzó hace quince años, si no antes. Debe haber alguna razón para que haya decidido enviar estos dos paquetes a la vez. Me gustaría hablar con alguno de nuestros psiquiatras y pedirle su opinión. Pero además, si conseguimos descubrir que alguna de las personas interrogadas en el caso de Nan Sheridan tiene alguna relación con Claire Barnes, tendremos algo concreto sobre lo que trabajar.
—¿Qué pasa con Erin Kelley? ¿No va a tenerla en cuenta?
—Prefiero no entrar todavía en esa cuestión. Su muerte puede estar relacionada con la desaparición de las joyas, aunque su autor intente que parezca un crimen plagiado. —Vince convino en pasar al día siguiente para recoger los zapatos y colgó.
Su ayudante, Ernie Cizek, un joven agente recién ingresado proveniente de Colorado, le relató brevemente la llamada de Darcy sobre Len Parker.
—Este tipo es un sujeto rarísimo —explicó Cizek—. Trabaja en el servicio de mantenimiento de la Universidad de Nueva York. Es un experto electricista, un verdadero mago. Puede arreglar lo que sea. Solitario y paranoico con el dinero, pero ¡escucha esto!, su familia está forrada. Parker tiene unos considerables ingresos. Un administrador se encarga de ingresar la renta en su cuenta. Sólo hizo una importante retirada de fondos hace algunos años. El administrador piensa que fue para adquirir alguna propiedad. Parece que vive de su sueldo de electricista en un modesto apartamento de la Novena Avenida. Tiene una vieja furgoneta. No tiene garaje, aparca en la calle.
—¿Tiene antecedentes?
—El mismo tipo de incidentes que denunció la joven Scott. Sigue a las chicas hasta su casa, las increpa, aporrea las puertas. Es un asiduo de los anuncios personales. Todo el mundo se lo saca de encima. Hasta el momento no ha habido agresiones físicas. Ha sido amonestado pero no condenado.
—Vaya a buscarlo.
—He hablado con su psiquiatra: dice que es inofensivo.
—Por supuesto que es inofensivo. Como todos los voyeur suponiendo que nunca se les ocurra realizar sus fantasías. Eso los dos lo sabemos mejor que nadie, ¿no es cierto?
*****
La noticia de que Susan planeaba llevarse a los niños este fin de semana a Guilford, en Connecticut para visitar a su padre, fue recibida por su marido con entusiasta conformidad. Tenía una cita con la viuda agente de la propiedad para ir a bailar y había estado considerando la posibilidad de cancelarla. Había vuelto tarde dos noches en esa misma semana, y aunque Susan aparentemente disfrutó en la cena que tuvieron en Nueva York el lunes por la noche, había algo en su actitud que no acababa de descifrar.
Susan no regresaría de casa de su padre con los niños hasta el domingo, lo que le proporcionaba dos noches de libertad. No se ofreció a acompañarla: hubiera sido en vano. Al padre de Susan nunca le había caído en gracia. Siempre ironizaba sobre lo importante que debía ser Doug para tener que quedarse tantas noches en el trabajo.
—Resulta curioso, con tanto trabajo como tienes, que necesites pedirme tanto dinero prestado para comprar la casa, Doug. Estaría dispuesto a echar un vistazo a tu presupuesto y ayudarte a descubrir cuál es el problema.
Sin duda estaría dispuesto.
—Diviértete, cariño —se despidió de Susan al salir de casa el viernes por la mañana—. Y dale recuerdos a tu padre.
Por la tarde, mientras el pequeño dormía, Susan telefoneó a la agencia de investigación para saber el resultado de las averiguaciones. Sin perder la calma, fue anotando la información que le suministraban: el encuentro con la mujer en el bar del Soho, la cita que concertaron para ir a bailar, el apartamento en London Terrace bajo el nombre de Douglas Fields.
—Carter Fields es un antiguo compañero de andanzas —aclaró al detective—, son de la misma calaña. No se moleste en volverle a seguir. No quiero saber nada más.
*****
Desde hacía aproximadamente un año, su padre se había trasladado a una antigua mansión construida antes de la Revolución, que había sido su residencia veraniega. La permanente palidez de su rostro, consecuencia de varios ataques al corazón, sobrecogía el corazón de Susan. Sin embargo, no había sombra de fragilidad en sus movimientos o en su voz. Después de cenar, Beth y Donny fueron a visitar a unos amigos que vivían enfrente. Susan acostó a Trish y al bebé, después se sirvió una taza de té y se dirigió a la biblioteca. Añadió a su infusión edulcorante y una rodaja de limón, consciente de que su padre la estaba observando.
—¿Cuándo voy a conocer por fin la razón de esta inesperada, pero siempre agradable visita?
Susan sonrió.
—Ahora mismo, supongo. Voy a divorciarme de Doug.
Prométeme no decirme «te lo advertí», rogó Susan sin palabras. Luego continuó:
—Contraté un detective privado para que le siguiera. Tiene realquilado un apartamento en Nueva York con el nombre de Douglas Fields. Se hace pasar por un ilustrador independiente. Ya sabes que Doug dibuja muy bien. Sale con muchas mujeres. Mientras tanto, a mí me larga discursos sobre lo duro de su trabajo. «Esas dichosas reuniones nocturnas». Donny ya no se traga sus mentiras y está malhumorado y arisco. Será mejor para él aceptar de una vez cómo es su padre, antes que seguir manteniendo la esperanza de que cambiará.
—¿Quieres venirte a vivir aquí, Susan? Hay mucho sitio.
Le dirigió una breve sonrisa de agradecimiento.
—Te volverías loco en una semana. No. La casa de Scardale es demasiado grande. Doug insistió en que la compráramos para impresionar a la gente del club. No podíamos costearla entonces, y estoy empezando a entender por qué no podemos costearla ahora. La venderé y buscaré algo más pequeño. El año que viene, llevaré el niño a una guardería, hay una muy buena en el pueblo, y me pondré a trabajar.
—No te va a ser fácil.
—Siempre será mejor que ahora.
—Susan, estoy intentando no decir: «te lo advertí», pero ése es el caso. Este sujeto es un mujeriego de nacimiento, y tiene una vena maníaca. ¿Recuerdas cuando cumpliste dieciocho años? ¿La noche que estaba tan borracho cuando llegó a casa que le eché fuera? A la mañana siguiente todas las ventanillas de mi coche estaban rotas.
—No puedes estar seguro de que fue Doug.
—¡Vamos, Susan! Si por fin vas a hacer frente a los hechos, encáralos todos. Y, dime una cosa. ¿No le encubriste cuando fue interrogado por la muerte de aquella chica?
—¿Nan Sheridan?
—Nan Sheridan, por supuesto.
—Doug es sencillamente incapaz…
—Susan, ¿a qué hora vino a recogerte la mañana en que murió?
—A las siete. Queríamos volver pronto a Brown para el partido de hockey.
—Susan, antes de morir, la abuela me contó la verdad. Aquella mañana estabas deshecha en lágrimas porque pensabas que Doug te había vuelto a dejar plantada. Llegó a nuestra casa alrededor de las nueve. Al menos dame la satisfacción de decirme la verdad ahora.
Se oyó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse. Donny y Beth entraron. La cara de Donny parecía tranquila y feliz. Se estaba convirtiendo en un calco del rostro de Doug a su edad. Ella había perdido la cabeza por él durante el segundo año de la escuela secundaria.
Susan sintió una punzada de dolor. Nunca podré olvidarle, reconoció. «Doug suplicándole: “Susan, tuve una avería en el coche, están tratando de inculparme, necesitan un culpable, por favor, di que llegué a las siete”».
Donny se acercó para besarla. Se dio media vuelta y le alisó el pelo. Luego se volvió hacia su padre.
—Vamos, papá, ya sabes lo confusa que estaba la abuela. Incluso antes de eso era incapaz de recordar en qué día vivía.