En una parte del desván de «Villa Tolteca», furiosos y echando pestes contra el dueño de la casa, maniatados y con muchos metros de cuerda en torno a todo su cuerpo, se encontraban Andrés, el cejudo, y su compañero, el calvo.
—¡Esos zoquetes de criados! —gruñía el último.
—El peor es el jovenzuelo. No sé… tengo la impresión de que me recuerda a alguien —murmuró Andrés.
En la parte opuesta del desván, que ocupaba el piso superior y estaba dividido en varios compartimientos, algunos utilizados como dormitorio de la servidumbre, se hallaban Héctor y Raúl, rodeados también de muchos metros de cuerda. El propio Julio, estirado y glacial, había conducido a Héctor hasta allí, ayudándole por las escaleras, pero desdeñoso como la propia virtud. Núñez iba con ellos y Raúl trató de entenderse con Julio, pero éste no reparaba en él y Héctor pudo hacerle una seña para recordarle que debía fingir no conocerlo.
—¡Y pensar que ese «largo» ha cooperado a que estemos como fardos! —protestó Raúl, cuando se quedaron solos.
—Ya sabes que él no hace nada sin cuenta y razón, de modo que disimula —le recordó el jefe de «Los Jaguares».
—¡Recuerda que el médico te ha recomendado reposo!
—Me encuentro todo lo bien que se puede estar en postura tan incómoda…
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Una vez más, parte de la pandilla llegaba a los alrededores de «Villa Tolteca» y seguía a pie después de dejar las bicicletas escondidas entre los matorrales.
—¡Esta noche no ha ladrado el perro ninguna vez! Ni cuando he llegado antes, ni cuando han llegado todos los demás ni ahora —se le ocurrió al pequeño.
Sara se detuvo mirando hacia la parte donde se encontraba el animal.
—¿Y si fuéramos a ver qué le ha ocurrido?
Pero ninguno se atrevía y al fin enviaron a Petra, que se hizo de rogar bastante. Instantes después regresaba, haciendo gestos de que le siguieran. Todos juntos, con León temblando en el hombro de Oscar, encontraron el valor suficiente para adelantarse hasta la caseta del perro. A la escasa luz de las estrellas lo vieron profundamente dormido y sin que los continuos zarandeos de Petra fueran suficientes para despertarle…
—¿Os dais cuenta de lo seria que está la situación? Han debido darle un narcótico… —objetó Sara.
¿Qué pasaría en el interior de aquellas paredes?
Se les ocurrió registrar los alrededores de la casa y entonces descubrieron una escala de cuerdas colgada del alero. La capacidad de sorpresa de Sara, Verónica y Oscar había llegado al límite.
¿Se habría utilizado la escala para entrar o para salir?
—Como no hayan salido por ahí mientras hemos ido a casa del médico… —objetó Oscar.
—Pues en las ventanas del lado que da a la carretera hay luz…
—Si alguien pudiera trepar y mirar…
Venciendo su angustia y su miedo, Oscar se encaramó sobre Sara y Verónica, poniendo el pie derecho en el hombro de la primera y el izquierdo en el de la segunda. Los pasó después sobre las cabezas y luego, aferrándose a las rejas de las ventanas del primer piso, pudo trepar por el canalón de desagüe y poner la cara junto a la ventana del segundo piso. Inmediatamente se vino abajo y la ligereza con que las chicas actuaron, le evitó una descalabradura.
—¡La de Troya! ¡La de Troya es la que se ha armado arriba! —explicó entrecortadamente el chico—. No lo he visto todo, pero he visto bastante…
—¿Quieres contar de una vez lo que has visto?
—¡Un tipo tiene encañonado a mi hermano, al ogro, a una mujer y a un viejo sentado en un sillón! Y los otros creo que están descolgando cuadros de la pared.
—¡Ya han llegado los ladrones! —exclamó Sara.
—¡Dios mío! ¿Qué hacemos?
En aquel momento se escuchó el motor de un vehículo. Con alivio infinito descubrieron que se trataba de un jeep de la Guardia Civil. Se había salido de la carretera y se dirigía hacia la casa. Cuando dos de los guardias saltaban al suelo, los muchachos fueron hacia ellos.
—¡Rápido! ¡Varios hombres armados están desvalijando la casa y tienen encañonados al dueño y sus criados! —les gritó Verónica.
Los hombres, un poco sorprendidos de aquellos vigilantes, pulsaron largamente el timbre de la puerta. Nadie abría.
Pasados unos segundos, golpearon la puerta… Era antigua, maciza, como toda la casa, y se resistía victoriosamente.
—¡Abran! ¡Somos la Guardia Civil!
A pesar de la lluvia de golpes sobre la madera, nadie respondía.
—¡Vengan! —exclamó de repente Sara, recordando la escala—. Pueden entrar por otro lado.
Uno de los tres hombres se quedó junto a la puerta y los otros dos, seguidos de las dos chicas y Oscar, amén del mono y la ardilla, corrían hasta doblar el ángulo de la pared. Sara gritaba:
—¡Hay una escala! ¡Mírenla!
Uno de los guardias comprobó la solidez de la cuerda, tirando de ella. Después dijo:
—¡Arriba!
Y empezó a trepar con rapidez asombrosa. Una vez encaramado en la ventana del desván, el otro hizo lo propio. Después penetraron en la casa, con una linterna en la mano.
—¿Qué es esto? —exclamó el que iba delante, pasando su linterna sobre un hombre calvo cubierto de ligaduras y un segundo individuo de espesas cejas.
—¡Sigan! ¡No se detengan! —les gritó Andrés.
Pero la sorpresa de los dos guardias civiles no terminaba ahí. Al pasar por otro de los compartimientos del desván, descubrieron a otro par de hombres amarrados.
—¡Corran! ¡Abajo hay jaleo! —les gritó Raúl.
Después de un titubeo, los guardias siguieron adelante, en busca de la escalera.
Instantes después de desaparecer ellos cayeron en el desván, como un alud, un mono, una ardilla, una chica, otra chica, un chico…
—¡Zambombas! ¡Los vecinos! —exclamó Andrés.
Los vecinos no parecían tener el menor interés en ellos y aunque tropezaron en sus bien liadas piernas, salieron corriendo a toda la velocidad de las suyas, para ir a pasar junto a Raúl y Héctor.
—¡Canastos! ¿Es que no hay modo de librarse de este trío? —se le escapó a Héctor, poco satisfecho de verlos allí en aquellos momentos.
—Perdonad —dijo el chico de pasada—, pero esto no nos lo perdemos.
Y siguieron a la carrera escaleras abajo, precedidos por Petra y León, justo a tiempo de ver a unos individuos desconocidos darse la vuelta en el último tramo de la escalera, bajando a saltos para huir de la pareja de la Guardia Civil.
—¡Alto! ¡Deténganse! —gritaba el primero de los servidores del orden.
Pero aquellos individuos, sin pensar en detenerse, empujaron a Julio y a Núñez, que habían salido al rellano y pasaron como una exhalación, seguidos de sus perseguidores. La boca del mayor de los hermanos Medina se abrió en una O perfecta, siguiendo con la mirada a Petra, León, Sara, Verónica y Oscar.
Este, que iba el último, se detuvo un momento. Se disponía a hablar, cuando la mano de Julio le tapó la boca. Ni Núñez ni su mujer, atónitos por lo ocurrido, habían observado nada.
—¡Que se escapan! ¡Que se escapan! —gritaba Sara.
El inválido, que había acudido al rellano con algún retraso, procedente de su despacho, preguntó en medio de la confusión:
—¿Quiénes son esos chiquillos? ¿De dónde han salido esos guardias? ¡Mil diablos! ¿No he dicho mil veces que no quiero policías en mi casa?
Pero como nadie le hacía caso, repitió a gritos sus preguntas, cuando ya toda la larga hilera de perseguidos y perseguidores se dirigía al recibidor para terminar la carrera por el exterior utilizando esta vez todos la puerta.
Por fin, saliendo de su estupor, Núñez explicó:
—Los guardias no sé de dónde han salido, pero a esos chiquillos los conozco de verlos jugar al balón por aquí.
Oscar, siempre a retaguardia, reía:
—¡Je, je! ¡Qué final de película!
Julio había pretendido seguir a todos ellos y el dueño de la casa le llamó:
—Muchacho, cuando todos se hayan ido, cierra la puerta. ¡Y que no vuelvan a entrar!
—A sus órdenes, señor… Aunque me temo, que poseen algún procedimiento especial para allanar casas.
—Justo, justo… —repetía el hombre.
En el desván, cuatro personas luchaban desesperadamente contra sus ligaduras.
Y fuera, todo eran gritos. Uno de los guardias que se había quedado en el exterior, dio el alto a los fugitivos, pero sin resultado:
—¡Alto! ¡Alto! —repetían los guardias que corrían detrás de los fugitivos.
—No irán muy lejos, señor guardia. ¡No se preocupe…! —le gritó Oscar, siempre yendo detrás.
Uno de los perseguidores había disparado al aire para intimidar a los fugitivos, pero ellos cruzaron la carretera apresuradamente en dirección al coche aparcado en la oscuridad.
Como energúmenos se lanzaron al interior y cuando todavía estaba subiendo el último, el motor roncó con estrépito que no tuvo por resultado más que imprimir unos vaivenes bruscos al vehículo.
—¡No arranca!
—¡Al bote!
Salieron lanzados del coche, disparándose hacia el lago. Dos de los guardias les pisaban los talones; Verónica se los pisaba a ellos, Sara a ella y Oscar a Sara. Mono y ardilla, perdido el temor, se mezclaban a los fugitivos, felices por aquella carrera fenomenal.
Aquellos tres individuos, más el cuarto que se hallaba en las cercanías, saltaron al bote y al instante empezaron a escucharse aullidos y exclamaciones:
—¡Rayos del infierno! ¿Qué es esto?
—¡Me mojo!
—¡Nos hundimos!
En cuestión de una décima de segundo, chapoteaban en el agua. Debieron comprender que la huida a nado estaba abocada al fracaso y como los guardias les conminaran a rendirse y les alargaban las manos para ayudarles a salir de la líquida trampa, tuvieron que aceptar su negra suerte. Inmediatamente, chorreantes y esposados, a una orden de los representantes de la ley, empezaron a caminar hasta la casa del paralítico. Al último en salir del lago le habían arrancado de las manos el estuche que contenía la joya.
—¡Vamos, asaltantes de pacotilla!
La puerta de «Villa Tolteca» ya se había cerrado de nuevo, pero los fuertes golpes de la autoridad hicieron recapacitar a Núñez, que dijo al dueño de la casa:
—Será mejor abrirles, señor.
El propio Núñez, seguido de Julio, franqueaba la entrada a aquella casi multitud. El guardia que llevaba el estuche insistió en ver al dueño de la casa, para entregarle lo recuperado y una vez más, sorteando los cuadros desparramados por la escalera, se dirigieron al piso superior.
Entre los guardias marchaban los cuatro delincuentes, con Núñez en vanguardia y Julio a retaguardia. Oscar le tiró de la chaquetilla blanca.
—¿El señor desea algo? —preguntó el estirado sirviente.
Oscar casi se atragantó de la risa, sólo que la mirada de su hermano era tan terrible que se le cortó en seco. Mientras tanto, los demás se habían distanciado y empezaban a entrar en el despacho, excepto el pequeño y las chicas. Petra y León estaban en todas partes.
—Pase lo que pase, no me conocéis —murmuró Julio—, podrían creer que estoy aliado con los ladrones. Y en cuanto a vuestra presencia aquí…
—Jul, no te enfades —dijo Oscar muy por bajines—. Si supieras los horrores que hemos pasado… estamos casi difuntos. Y personalmente he tenido que hacer frente a todo, incluso a los fantasmas…
Como Julio enarcara una ceja, el chico añadió:
—Lo que digo, fantasmas. Habitan en el garaje de esta casa o encima o debajo, no lo sé… y…
—Los señores deberían disculparse con el señor —ordenó el jovencísimo criado en alta voz. Y se hizo a un lado para permitir el paso a tres de sus «Jaguares», añadiendo—: Por favor, no tropiecen con los cuadros porque son de un valor incalculable…
Pero al mismo tiempo le dio tal puntapié a uno, que agujereó la tela. Seguidamente, con sus pomposos ademanes, se dirigió hacia el despacho.
En aquel momento el señor Benavides recogía el estuche con el diamante de manos del representante de la ley y a su vez explicaba la razón de que hubiera retenido a los del desván, porque pensaba llamar a la policía, a pesar de su prevención contra ella. Luego, con semblante severo, se encaró con Oscar y las chicas, preguntando quién les había invitado a su casa.
Ahora que no estaban en peligro, Sara podía hacer gala de sangre fría.
—Íbamos de retirada cuando hemos visto a estos individuos —señalaba a los chorreantes— echar una escala a la pared y naturalmente, suponiendo que pensaban robar, avisamos a la guardia civil…
El relato no era del todo exacto, pero servía como justificación.
—Pues ahora ya podéis retiraros —dijo el inválido.
No obstante, el cabo de la guardia civil les rogó que se quedaran mientras comprobaba algunos extremos. Condujeron allí, ya sin ligaduras, a los que estaban en el desván y les tomaron declaración. Después, uno de los guardias se marchó al objeto de telefonear a la Embajada de México en Madrid y comprobar si la declaración y documentación de Félix Andrés López Carvajal eran auténticas, prometiendo regresar lo antes posible. Y durante aquel tiempo, con toda gravedad, Héctor explicó la razón de su presencia allí y el accidente sufrido aquella tarde, pues era otro cargo más contra los delincuentes.