X. OSCAR, «REVENTADOR» DE MEDIOS DE TRANSPORTE

Los ojos de Oscar, en la oscuridad, parecían los de un gato. Y parpadearon asombrados viendo al ogro con algo en la mano, marchar hacia el coche. La luz de las estrellas sacaba reflejos metálicos a aquel objeto.

—¡Es un arma! —se dijo, más muerto que vivo.

¡Cielos! ¡Su hermano a merced del ogro y armado! Pero ¿por qué obligaba al calvo a descender y entrar en la casa? ¿Sería el ogro uno de la banda rival?

Todavía no había salido de su estupor, cuando el ogro volvió a salir, subió al coche, lo puso en marcha y lo llevó al garaje. Después cerró la puerta con llave y entró en la casa. Oscar sintió que también esta puerta se aseguraba bien.

¡En la vida había estado más irresoluto! Su impulso más fuerte era correr como un gamo y encerrarse en la roulotte, con tía Julita, pero su razón estaba en contra de tan vergonzosa fuga. Y luchando entre las dos tendencias, recordó el agujero que había visto a ras del suelo y que, ahora lo comprendía, debía corresponder al garaje. Sin duda en tiempos fue corral y el agujero lo mismo podía ser una gatera como el lugar por donde se arrojaba la comida a las gallinas.

Comprimiéndose y respirando para adentro, consiguió introducirse en el garaje, con el único objeto de llegar hasta su hermano. ¡Ay! A la luz de una cerilla comprobó que éste no tenía comunicación con la casa. ¿Iba a quedar su valentía sin recompensa?

¡No y mil veces no! ¡De allí no iba a escapar nadie! Inmediatamente, vaciando su prodigioso bolsillo del singular contenido que siempre llevaba, tomó el cortaplumas y, a conciencia, sin dejarse uno, fue acuchillando los neumáticos del coche del calvo, o sea, el de sus vecinos de campamento. Si triunfaban de los de la casa y pretendían escapar, no podrían. Claro que… ¿y si ocupaban el otro coche? ¡Pues hala! ¡Duro con él!

Y otros cuatro neumáticos quedaban inutilizados en un abrir y cerrar de ojos, además de los dos de repuesto que halló a ciegas, tanteando las paredes.

Gotas de sudor como garbanzos le caían por la frente. Estaba temblando. ¿Y si lo descubrían?

¡Cielos, tenía que huir! Salir de allí como un gamo, llegar hasta la bici y…

Estaba a gatas, dispuesto a comprimirse para traspasar el agujero, cuando sintió unos golpecitos en el suelo: «¡Tap… tap, taptap, tap!».

Pensando que fueran fantasmas, pasó la gatera con tanta precipitación que se dejó en ella la mitad de la camisa.

Después, mirando a todas partes con pálpitos horrorosos que amenazaban con ahogarlo, empezó a caminar a cuatro manos, alejándose de la casa. Por fin, ya sin precauciones, cruzó la carretera y luego siguió corriendo en dirección a donde había dejado la bicicleta. Pero rápidamente tuvo que tirarse a tierra, pues fuera de la carretera había un coche aparcado, escondido tras un grupo de árboles y con las luces apagadas. Alguien permanecía en su interior y Oscar no se atrevía ni a moverse, ni casi a respirar. Levantando un poco la cabeza podía ver la punta de un cigarrillo encendido.

¿Quiénes serían? ¿Qué hacía allí aquel coche?

Muerto de miedo, pensó hacer acopio de valor y llegarse hasta su bici. Empezó a reptar muy despacio, tan despacio que apenas avanzaba, y con un pánico superlativo y en aumento, pues del coche llegaban ruidos apagados, extrañísimos.

«Tiene que haber varios —pensaba— y si me sorprenden y son los de la banda de Héctor, a lo mejor me hacen tiras».

La única solución era alejarse. A la luz de un camión que pasaba por la carretera divisó dos figuras a través del terreno que separaba «Villa Tolteca», en dirección a ella, como dos sombras siniestras, amenazadoras.

—Deben ser los de la banda —se dijo—, los de la de Héctor, porque los otros ya están dentro.

Y aunque durante un rato estuvo vigilando atentamente no los vio regresar. Seguramente habían ido a llamar a la puerta. Pero lo extraño era que el perro no los hubiera denunciado. Ni tampoco ladró a la llegada del cejudo y el calvo. ¡Sí que era sorprendente!

—Pero entonces, ¿cuántos ladrones había ya dentro del edificio? ¡Y Julio en la boca del volcán! ¡Zas! Se dio en la cabeza contra algo… ¡Era el manillar de una bici! ¡Cáscaras! ¡Él no había dejado la suya allí! Y las bicis eran dos… Sí, no había duda, pertenecían a Sara y Verónica, pero ¿dónde estaban ellas? No podían haberse ido con tía Julita dejando allí sus máquinas…

El chico dudó de sus facultades. ¡Rayos, a lo mejor la cabeza se le había trastornado con tanto susto!

De pronto, una cosa húmeda le rozó la cara y casi se desmayó de pánico. Pero en seguida, algo peludo y suave se paseó por su cabeza. ¡Petra! ¡Era Petra! ¿Estaría Sara cerca? ¿Se la enviaba como enlace?

Volvió un poco la cabeza, al sentir que la puerta del coche se abría. Un hombre con un cigarrillo encendido en los labios se apeó y fue caminando hasta el borde del camino, pero antes había hablado con alguien que estaba en el coche. Oscar no distinguió las palabras, pero sí la amenaza de aquella voz y se estremeció, como también la ardilla. El resultado fue que en un rato ambos ni alentaron.

Después, poco a poco, Oscar tuvo el valor de ponerse de rodillas y seguir aquel cigarrillo encendido. Le pareció sentir ruido de remos en el agua y luego, en torno al hombre del cigarrillo, se congregaron tres sombras. Estuvieron un tiempo hablando en voz baja y luego se alejaron en distintas direcciones, pero todos convergiendo hacia la casa, es decir, hacia «Villa Tolteca».

Unos ruiditos muy ligeros salían del coche. ¡Qué horror, pensar que uno de aquellos temibles facinerosos estaba a dos pasos de él!

Al rato, ya no pudo ver a nadie. ¿Habrían entrado también en la casa? ¡Si al menos hubiera tenido a uno, aunque no fuera más que a uno de «Los Jaguares» a su lado! Y menos mal que la presencia de Petra allí le daba ánimos para no entregarse a la desesperación.

Pero la ardilla, que al pronto permaneció sin moverse, pretendía ahora escapar y le instaba a él a seguirla con toda suerte de empujones y achuchones, lengüetazos y demás repertorio de urgencia.

—¿Quieres decirme algo, verdad?

El animalito afirmaba y… apremiaba, empeñado en que Oscar le siguiera.

—Quieta, Petra, quieta —susurraba, tratando de calmarla—. Mira que en ese coche ha quedado alguien de guardia…

Entonces Petra, viendo que el chico no parecía dispuesto a obedecer, se le escapó y a la carrera, con un salto final, fue a situarse sobre el maletero.

Oscar no se atrevía a moverse. En su vida había sentido tal terror. No obstante, en el coche nadie parecía protestar por el asalto de la ardilla. Era como si no se hubieran dado cuenta… No podía ser, porque había hecho bastante ruido al saltar sobre la chapa. ¡Cielos y seguía saltando!

Aquello tenía que poseer algún significado porque, momentos antes, cuando el del cigarrillo andaba cerca, la ardilla estaba tan aterrada como él.

Poco a poco empezó a moverse en dirección al coche. ¿Y si alguien estaba agazapado en su interior? Se detuvo.

Recordó las tretas de Petra, su intuición en momentos clave. Si con su actitud le pedía que acudiera allí era porque no debía existir peligro. Estaba envuelto en sudor cuando por fin fue a situarse junto al maletero. Petra se inmovilizó con ojos chispeantes.

«¡Plom… plom… plom…!».

¡Aquellos ruidos procedían del interior del maletero!

Y Petra afirmaba y le pedía con el gesto que hiciera algo.

Oscar, tras una vacilación, pensó que allí no podía ocultarse un facineroso, sino un enemigo de los facinerosos, porque éstos se hallaban en libertad. Jugándose el todo por el todo, golpeó el maletero con los nudillos. Le respondieron nuevos golpes.

La actitud de la ardilla era tan expresiva… Oscar no lo pensó más y trató de abrir el maletero. ¡Estaba cerrado con llave! Entonces recordó su cortaplumas y a tientas buscó la cerradura y consiguió saltarla, mientras los golpes del interior arreciaban.

—¡Hum! ¡Hum!

A la luz de las estrellas, Oscar descubrió dos bultos humanos apretujados, comprimidos, que luchaban por moverse. Un pelo rubio como el oro destacó a la luz de las estrellas.

—¡Verónica…! ¡Sara…!

Petra le daba prisa y el chico comprendió que sus compañeras, bien sujetas con ligaduras, no podían apenas moverse y ni siquiera hablar, pues también las habían amordazado.

Desanudó una mordaza y Verónica apremió:

—¡Corre…! ¡Corre!

Las ayudó a salir de allí tirando de ellas como si fueran fardos y luego, con el cortaplumas, acabó de dejarlas en libertad.

—¡Vámonos en seguida! ¡Ellos pueden volver!

Pero ahora que Oscar tenía compañía, se sentía más valiente y, con ojos chispeantes, repitió una vez más la operación que ya antes había realizado, acuchillando los cuatro neumáticos, que se desinflaron con estrépito.

—¿Estás loco? —susurró Verónica—. ¿Quieres que vengan esos bárbaros y nos cojan?

—Quiero evitar que se escapen de entre las manos —susurró Oscar.

Sara se manifestó totalmente satisfecha.

—Nos han sorprendido cuando estábamos buscándote y han sospechado de nosotras. Dos de esos tiparracos nos han tapado la boca cuando pretendíamos pedir socorro y nos han encerrado en el maletero… Creo que después se han ido.

En aquel momento, apareció León. El muy cobarde había tenido buen cuidado de no dejarse ver mientras la cosa estaba verde.

—¿Y Raúl? —preguntó el chico.

—Ha tenido que quedarse con Héctor…

Ante el asombro del pequeño, Verónica explicó:

—Sí, lo encontramos conmocionado a orillas del lago y tuvimos que llevarlo al médico. Raúl se ha quedado con él mientras nosotras veníamos a buscarte…

—¡Ay! Esos fieras han estado hablando entre ellos. Contaban que el muchacho había debido ahogarse, porque ellos lo habían arrojado desde la colina. Sin duda tenían que referirse a Héctor, pero él se ha callado esto, sin duda para no asustarnos…

—¡Pronto, vámonos! —urgía Verónica.

—Aguarda un momento: he visto a unos tipos llegar en bote y unirse al del coche. Por distintas direcciones se han dirigido a «Villa Tolteca», sin duda para asaltarla. Cuando quieran utilizar el coche, no podrán —explicó Oscar—. ¡Inutilicemos también el bote!

Verónica se negaba, pero Petra se dirigía velozmente hacia el lago y Oscar la seguía, con León sobre su cabeza. Ellas acabaron siguiéndolos.

—¿Y si escapáramos en este bote? —propuso Verónica.

—¿Y mi hermano? Está rodeado de criminales —alegó Oscar, ya más entero desde que estaba acompañado.

En un santiamén, agujerearon el bote, exponiéndose a ser oídos con el ruido que hacían.

—No es posible. Sabemos lo que han hecho con Héctor y sabe Dios lo que pensaban hacer con nosotras. Esa gente no tiene escrúpulos. ¿Sabéis lo que os digo? Salgamos en las bicis a toda velocidad en dirección a casa del médico para comunicar todo esto a Héctor y Raúl. Quizá ellos, viendo que la situación está que arde, decidan avisar a la Guardia Civil.

La proposición de Sara no dejaba de ser razonable. Regresaron a las bicis y pedalearon casi como corredores profesionales. Momentos después estaban en casa del médico y de labios de su mujer supieron que sus amigos se habían ido. Sara, constituida en jefe de grupo, pidió a la señora que le permitiera telefonear.

—¿Sabe? Nuestro amigo, el que ha curado el doctor, ha sido agredido intencionadamente y tememos que haya vuelto a caer en poder de los agresores.

La mujer estaba estupefacta, sin acabarse de creer aquello, pero les informó sobre el puesto de la Guardia Civil más cercano. Ella misma se ofreció a telefonear, luego de escuchar que aquella noche una banda pensaba asaltar «Villa Tolteca».

—¿«Villa Tolteca»? —se asombró la señora—. No creo que ese anciano pueda defenderse en su sillón de ruedas. Hasta hace poco le visitaba mi marido y el otro día fue a verle, pero es muy raro y su criado volvió con el encargo de que no podía recibirle.

—Sí, debe ser muy raro —dijo Verónica, siguiéndole la corriente.

—Hasta hace poco tenía cinco personas a su servicio,

pero la semana pasada despidió a todos los criados y tomó otros nuevos. En el pueblo dicen que ahora se limitan a tres…

La esposa del médico transmitió a la Guardia Civil las sospechas de que quizá «Villa Tolteca» estuviera siendo asaltada y entonces su marido, vistiendo un batín, se presentó en la sala y censuró a su mujer por haber hecho caso de la denuncia de unos chicos.

—Sois demasiado jóvenes para ir tan tarde de un lado a otro. Volved con vuestras familias.

—Sí, sí, ahora mismo…

Y se marcharon temiendo que el médico llamara al cuartel para retirar la denuncia.

En tal caso, ¿quién ayudaría a Julio?

—No sólo a Julio, sino también a Héctor y Raúl —sentó Oscar—, esas dos figuras que he visto entrar en la casa, pueden muy bien ser ellos. ¡Pero no las hemos visto salir! ¡Sabe Dios lo que ha podido suceder!

Naturalmente, ya no regresaron al campamento. Sentían la imperiosa necesidad de saber si realmente los guardias acudirían o no a casi del inválido.

—Tenemos que escondernos por los alrededores para acudir en ayuda de los nuestros en caso de necesidad —dijo Sara.

—Pero tomando todas las precauciones —le recordó Verónica.