IX. EL CIRCULO FATAL SE CIERRA.

El médico había reconocido a Héctor antes de afirmar:

—Parece que tus contusiones son más aparatosas que otra cosa. Lo del tobillo no es rotura, sino una luxación. Te dolerá algo, aunque espero que el vendaje que te he puesto te permita caminar, si te ayudas con un bastón. Procura guardar reposo, y si te doliera la cabeza, entonces avísame. ¿Vives cerca de aquí?

—Estos días acampo junto al lago.

—Bueno, esta noche te convendría descansar en una cama.

Héctor abonó el servicio y se despidió prometiendo volver si sentía molestias, ayudado por Raúl y el bastón que el médico le había prestado.

Cuando se acomodaba en la barra de la bici, Raúl le preguntó por lo que acababa de oírle sobre su acampada en la colina.

—En realidad, salí de Madrid con el saco de dormir a la espalda y los utensilios más indispensables. Así podía esconderlos durante el día, sin llamar la atención.

—Pero ahora tienes que venir a la roulotte y descansar sin preocuparte de nada.

Héctor se volvió hacia Raúl y sus ojos claros destacaron en la oscuridad con expresión más seria de lo usual.

—No, no puedo hacer eso, al menos por esta noche.

—Pero después de tu accidente…

—Precisamente por ello. Mi accidente no fue tal.

—¿Quieres decir que…? —Raúl, horrorizado, no acabó su pensamiento.

—Que no fue un accidente. A pesar de las precauciones que estaba adoptando, esos tipos me descubrieron y no encontraron mejor solución para librarse de mí que arrojarme al lago desde la colina. De no ser por vuestra providencial intervención…

Estupefacto, amedrentado, Raúl se detuvo.

—Vamos, pedalea en dirección a «Villa Tolteca» —ordenó Héctor.

—¿Pero es que vamos a ir allí?

—Ya no queda otra solución. Yo estaba al acecho para alertar a Julio y por tanto al dueño del Orloff, en el momento en que ellos pretendieran entrar en la casa, pero después de saber que son unos criminales sin escrúpulos no podemos esperar.

Con un cabezazo, Raúl afirmó:

—¿Cómo supiste todo esto? No lo entiendo…

—Había estado de acampada, reconociendo ruinas cartaginesas, cuando me detuve en una estación de pueblo para tomar el tren con dirección a Madrid. En la cantina de la estación, agotado por el cansancio, me quedé dormido sobre un banco, con la mesa por delante. Y entonces llegaron esos individuos y empezaron a hablar…

—¿Escuchaste?

—Sí. Creo que desperté cuando acababan de entrar, pero permanecí donde estaba porque al pronto no concedí importancia a lo que decían. Y después era ya tarde para dejarme ver. Supe toda esta truculenta historia, la historia del mexicano-español señor Benavides, apasionado coleccionista de pinturas y poseedor de uno de los diamantes más bellos del mundo, el Orloff, que poseyó Catalina la Grande y cuyo rastro se había perdido. Se trata de un diamante antiquísimo, procedente de los primeros que se encontraron en la India. El señor Benavides lo posee hasta el día de mañana, pues el pariente que se lo legó, que era mexicano, lo hizo de modo temporal, para que pudiera disfrutar de su contemplación en vida, ya que tiene bastantes años y es soltero. El verdadero heredero del Orloff es el gobierno mexicano, que debe recogerlo para trasladarlo a la capital de aquella nación.

—¿Y los ladrones se habían enterado de todo eso?

—Sí. Y también de que Benavides, además de sus muchos años, está clavado a un sillón de ruedas y no sale nunca de casa. Parece que el hombre desconfía de todo el mundo, empezando por la Policía, y él es el único cuidador de sus tesoros. Últimamente, a causa de su desconfianza, había despedido al servicio. Los ladrones sabían que iba a solicitar un sirviente a través de una agencia de colocaciones y Julio obtuvo el puesto.

—¿Así que todo esto lo escuchaste en la cantina de una estación?

—Sí. Los tres individuos habían tenido una avería con su coche y de ahí que fueran a la estación. Yo, ante la gravedad de lo que había oído, no me atrevía a moverme. Creí que iban a desaparecer sin descubrirme, pero al levantarse de su mesa vieron mi mochila. Se quedaron de piedra y yo me hice el dormido hasta que me despertaron con cara de pocos amigos. Me hice el tonto, fingí naturalidad y subí al tren hablando amigablemente con ellos. Y en el mismo departamento llegué a Madrid, hablando sin cesar y fingiéndome bastante necio, de modo que acabaron por creer que habían tropezado con un chico «progre» y completamente en babia. Hasta que hoy me han descubierto. Y el resultado ha sido el ataque que ha acabado conmigo en el lago. Esos me han dado de baja a perpetuidad…

—¿Estás decidido a intervenir en «Villa Tolteca»?

—Sí —repuso escuetamente Héctor.

Minutos después, los dos muchachos llamaban a la puerta. La casa se hallaba en el más profundo silencio, sin coche alguno aparcado en los alrededores.

Instantes después, la puerta se abría y un sirviente jovencísimo, estirado y correcto, aparecía en el umbral.

—¿Qué desean los señores? —preguntó con acento glacial, como si en la vida hubiera visto a aquella extraña pareja, un chico fuerte con expresión despistada y otro de aspecto atlético, pero malparado, a causa de la contusión en la frente y el pie vendado, amén del bastón.

Raúl tragó saliva, porque había recibido el leve codazo de su compañero. De reojo apreció que el ogro, como le llamaba Oscar, sacaba la cabeza por una de las puertas que daban al hall.

—¿Vive aquí el señor Benavides?

Héctor tampoco parecía reconocer a su íntimo amigo.

—Así es, señor, pero no recibe. Si desean transmitirle un encargo…

—De eso se trata, pero es muy confidencial. Anúncienos, por favor.

—Lo siento. He dicho que…

El ogro, con paso de mastodonte, apareció allí.

—¿No han oído que el señor Benavides no recibe? ¡Lárguense…! ¡Cómo! ¡Yo conozco al grandón! Lo he visto rondando por aquí…

Julio se había convertido en el perfecto sirviente de piedra como si no tuviera ni ojos ni oídos. Héctor, con una autoridad sorprendente en sus pocos años, aseguró que no se iría de allí sin hablar con el dueño de la casa.

Entonces Julio, que había sabido disimular su sorpresa no sólo por la llegada de Héctor en tan averiadas condiciones, sino muy especialmente por la de Raúl, comunicó al ogro:

—Señor Núñez, permítame sugerirle que sería conveniente avisar al señor Benavides de la llegada de los… señores. Quizá al señor le guste decidir por su cuenta.

—Está bien, avísale.

Julio fue a llamar en la puerta del despacho del dueño de la casa y le transmitió el encargo con la misma indiferencia que se hubiera presentado para anunciar a extraños.

—Bien, espero a esos visitantes. Hazlos subir.

Héctor tuvo algunas dificultades para salvar la escalera, pero lo consiguió con ayuda de Raúl.

—¿Señor Benavides? —dijo el mayor, ya en presencia del hombre que ocupaba el sillón de ruedas, un hombre de cabellos blancos y mirada centelleante tras sus gafas de montura de oro.

—Yo soy. ¿Qué diablos quieren de mí?

Sin duda, la juventud de sus visitantes le volvía ineducado. Por otra parte, su sorpresa era manifiesta.

—Señor, nuestra pretensión no es otra que la de ayudarle. Hemos sabido casualmente que esta noche van a robar en esta casa y nos consideramos en el deber de advertirle.

—¿Ah, sí? ¿Y quién me asegura que no sois vosotros los ladrones? De todas formas, ya se os han adelantado.

Alzó la voz, llamando a Núñez. Julio, estirado y frío, parecía no ver la escena. Y Núñez apareció con un arma en la mano. El señor Benavides dijo entonces:

—Os retendremos aquí por unas horas, muchachos. Siento que os hayáis presentado y tengáis que pasar una mala noche. Mañana por la mañana, cuando yo haya entregado lo que debo entregar, la Policía intervendrá en el caso. Si sois inocentes, nada tenéis que temer.

Hizo una seña a Núñez y éste ordenó a Julio:

—Trae cuerdas…

Pero no hizo falta, porque en aquel momento la mujer de Núñez, una mujer flaca, de tez verdosa, apareció con un gran mazo de soga en los brazos.

—Aquí está —dijo—. Después de lo que ha «sucedido antes» ya me figuraba lo que iban a necesitar.

• • • • •

¿Qué podía haber «sucedido antes»? Fue la interrogante que apareció en la mirada de Héctor y Raúl.

Se recordará que Andrés había llamado en la casa, mientras el calvo se quedaba en el coche. Fue Julio quien le abrió la puerta y escuchó su petición como el criado perfecto.

—¿El señor Benavides?

—Aquí es, pero el señor no recibe.

—Dígale que ha llegado el que esperaba: el hombre que debía venir de México.

Julio le hizo pasar al recibidor y fue a cumplir el encargo. Parecía no darse cuenta de nada y lo observaba todo.

—¿El hombre de México? —preguntó el inválido—. ¿No te ha dado su nombre?

—No, señor.

—Está bien, que pase. Y dile a Núñez que venga.

Julio obedeció y todos juntos entraron en el despacho del dueño de la casa. Luego el joven criado hizo ademán de marcharse.

—Quédate —le ordenó el inválido—. Es bueno tener testigos de que las cosas se hacen bien. —Mirando al recién llegado, añadió—: ¿Su identidad?

—Félix Andrés López Carvajal.

—Ese es el nombre —contestó Benavides, mirándole fijamente—. ¿Sus credenciales?

Félix Andrés López Carvajal, conocido por «el cejudo» en el seno de «Los Jaguares», le alargó un sobre con documentación. El inválido lo tomó y luego de sacar lo que contenía, echó un vistazo por los papeles y extendió su mano hacia el cejudo como si fuera a añadir algo. Entonces éste extrajo de una cartera dos tarjetas y dijo:

—La contraseña, señor Benavides.

El inválido levantó la cabeza y Julio creyó ver el parpadeo de sus ojos tras los cristales de las gafas. Luego de un titubeo, dijo:

—La contraseña, eso es.

Después de mirar toda la documentación y estudiarla con la ayuda de una lupa, dijo despacio:

—No le aguardaba hasta mañana. La fecha de la entrega del diamante se había convenido para el quince y estamos a catorce.

—Señor Benavides, nos consta que una banda que actúa a nivel internacional anda tras el Orloff. Es posible que mañana sea tarde. Esa es la razón de que nos hayamos adelantado en unas horas. Por otra parte, nuestra embajada está al tanto y nos esperan esta misma noche para recoger la joya que mañana será trasladada en avión a México. Puede telefonear a la embajada y comprobarlo, señor.

Benavides hizo un gesto afirmativo y luego indicó a Núñez que realizara la llamada.

Mientras el criado esperaba respuesta, el dueño de la casa accionó su sillón hasta llegar a una de las paredes cubiertas de cuadros. Presionó en la moldura de uno de ellos y el cuadro se deslizó hacia un lado, dejando al descubierto una caja fuerte. Manipuló en los botones y la caja se abrió con un ruidillo metálico. Entonces el inválido extrajo un estuche, regresando con él al centro de la habitación. Abriéndolo, dijo:

—He aquí el Orloff, joya histórica de valor incalculable. Una de las maravillas diamantíferas del mundo.

Sobre el terciopelo rojo se destacaba un brillante de infinitas facetas, del tamaño de un huevo de paloma.

Julio, como Andrés, inclinó la cabeza sobre él, sin poder ocultar su curiosidad.

—Tendrá que firmarme usted el documento de entrega —exigió Benavides—. Lo tengo preparado. Mis dos criados firmarán también como testigos.

Núñez se volvió en aquel momento hacia los otros tres.

—Señor… ¡no consigo comunicación! ¡El teléfono está cortado! Quizá no «debamos» entregar la joya sin…

—Pero la documentación parece en regla. Y en este lugar nos quedamos sin comunicación telefónica cada dos por tres —alegó el inválido.

Entonces Julio dejó oír su voz:

—Señor, creo que este hombre es un impostor y la documentación falsa. Me fundo para ello en que el hombre que conduce su coche es el mismo que solicitó el puesto de sirviente al mismo tiempo que yo. Esto me parece muy sospechoso. Por favor, señor, no entregue el diamante hasta haber comunicado con la embajada.

El hombre clavado en el sillón parecía dudar. El de las cejas como banderas desplegadas, protestó:

—¡Nos estamos exponiendo a que alguien se lleve la joya! En efecto, mi chófer es el mismo que solicitó el puesto de criado, pero lo hizo de acuerdo con las instrucciones de nuestra Embajada, para velar por el Orloff. ¡La documentación está en regla! Además, su criado puede venir al pueblo con nosotros y telefonear a la Embajada, para asegurarse.

—¡No lo permita, señor! —insistió Julio—. El señor Núñez correría un grave peligro. Quizá no regresara nunca…

—¡Muchacho, eres un estúpido patán! —le lanzó Andrés.

—Estoy velando por mi señor, el hombre que me paga —repuso Julio—. Por lo visto es demasiado bueno, pero usted no me parece de fiar —y luego, francamente furioso—. Señor, retenga a este hombre y a su compañero hasta mañana. Yo iré muy temprano a pedir que vengan a arreglar el teléfono y en cuanto esté arreglado, usted podrá decidir.

—Gracias, muchacho, veo que eres muy leal. Bien, que entre el compañero de este señor y que pasen aquí la noche. Lo siento, tendrán que permanecer de modo que no puedan hacer daño…

Poco después Andrés y el calvo estaban amarrados en el desván.