VIII. EL HALLAZGO DE LA PELUCA

La paciente espera no iba con el temperamento impaciente de Sara. Junto con Verónica se fue por los alrededores, con la secreta esperanza de avistar a Héctor, mientras Oscar y Raúl permanecían al acecho.

Bajaron por la pendiente y llegaron al embalse. El terreno era bastante malo por aquella parte, recortado, pedregoso y los bañistas se marchaban por otro lado.

A las dos les parecía muy raro no haber visto a su compañero en todo el día ni el día anterior, ni que él no los hubiera encontrado a ellos, si andaba por los alrededores de «Villa Tolteca».

—¡Pero Raúl y Oscar sí le vieron, aunque no sabían que fuera él! Anoche, cuando se entrevistó con Julio, pasó junto a los dos.

—Eso es verdad, pero por el día parece como si se lo hubiera tragado la tierra.

—A lo mejor anda vigilando el albergue…

—Puede, pero desvigilando mucho «Villa Tolteca», eso no me lo negarás… —concluyó Sara.

El sol se escondía con resplandores encendidos tras la montaña y las dos chicas sentían una corriente extraña en el estómago. Se pusieron de acuerdo para enviar a Oscar a tranquilizar a tía Julita con una excusa cualquiera, y poder quedarse junto a Raúl.

Sara aceptó llegarse a la carrera hasta la parte opuesta de la colina, donde estaban los chicos, mientras Verónica se quedaba de vigilancia cerca del lago. Entonces se le ocurrió que quizá Héctor y la banda que vigilaba podían utilizar un bote para desplazarse con mayor rapidez entre el albergue y «Villa Tolteca».

Sara explicó a Oscar lo que esperaba de él y, aunque de mala gana, el chico se fue, prometiendo volver pronto.

—Ten cuidado con la circulación —le advirtió ella.

A su vez, emprendió el camino de regreso, sabiendo que Verónica debía estar temblando como un flan, de puro miedo. Ignoraba que su compañera, precisamente por su temor, se había decidido a seguirla, cuando descubrió un objeto extraño flotando en la corriente, que atrajo su atención.

—Creo que he visto eso antes —se dijo.

El objeto se hallaba en exceso lejos y, como no llevaba el bañador y no era cosa de arrojarse al agua vestida y calzada, estuvo buscando una rama larga. La encontró y con peligro de resbalar, conseguía por último atraer aquella masa filamentosa y oscura. Al tenerla en la mano se le escapó un grito:

—¡Una peluca!

Y de pronto la reconoció:

—¡La del ciclista!

Palideció. Una idea imprecisa que había permanecido en su mente cobró fuerza. Aquel ciclista le había resultado familiar… Se dio un cachete en la frente:

—¡Héctor! ¡Aquellas espaldas eran las de Héctor! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Desorientada, temiendo y esperando a un tiempo, empezó a trepar por la colina, llamando a gritos a Sara. Y ésta, que regresaba, pudo oírla aunque no verla. Así que se lanzó por la ladera como un alud, yendo a aterrizar en el suelo, tras un formidable resbalón.

Se levantó dolorida, frotándose a retaguardia, cuando vio la rubia melena de su compañera sobresaliendo de unas matas. ¿Qué llevaba en la mano?

—¡Mira! ¡La peluca de Héctor!

—¿Que tonterías dices? Héctor no usa peluca, es un rubio estupendo.

Entrecortadamente, Verónica se explicó. Y hubo de reconocer, como muy posible, que el jefe de «Los Jaguares», conocido por la banda de ladrones, se hubiera camuflado con una peluca y una barba espectaculares y negras como el ala del cuervo.

—Si la peluca estaba en el agua, ¿dónde está la cabeza que la llevaba? —preguntó Sara.

Y las dos se echaron a temblar. Luego, aquélla reaccionó.

—Puede que la haya tirado él al agua, porque con el calor…

—Vamos a inspeccionar la orilla, corre…

En un entrante entre las rocas, más abajo de donde se encontraban, divisaron un bulto. Era un cuerpo tendido boca abajo… una cabeza rubia todavía reconocible a la escasa luz… a medias en el agua y a medias en seco.

—¡Es Héctor! ¡Vamos!

Pero no podían hacerlo fácilmente, pues aquella parte era realmente intrincada y difícil y tuvieron que ayudarse una a otra para bajar, mientras a gritos llamaban al muchacho. El no recibir respuesta las dejaba a las dos al borde de un ataque de nervios.

Por fin estuvieron junto a su compañero, metiéndose en el agua hasta la cintura y consiguieron darle la vuelta. Tenía una contusión en la frente y no se movía.

Le frotaron las manos, la cara, ¡nada!

Por último, trabajando como galeotes, consiguieron sacarlo del agua y depositarlo sobre las piedras, con un esfuerzo que las dejó sudorosas.

—¡Dios mío! Nosotras no podemos con él. Tendrá que venir Raúl —dijo Sara.

—¿Y la vigilancia?

—¡Al diablo la vigilancia!

Una vez más, Sara se encontró trepando por la colina, ya con escasa visibilidad, llamando a gritos a Raúl, aun cuando por la excesiva distancia no podía confiar en que le oyera. Cuando él, sorprendido, captó la angustiosa llamada, por completo olvidado del importante papel de espía que estaba desempeñando, echó a correr colina abajo, seguido de Petra y León.

Encontraron a Héctor tal como lo habían dejado y a Verónica llorando a moco tendido. ¡Ah, qué consolador les resultó el fiel Raúl!

Apoyó la cabeza en el corazón de Héctor, le tomó el pulso y su rostro se serenó.

—Chicas, creo que todo marcha bien. Sin duda el golpe le ha hecho perder el conocimiento, pero el pulso es bueno y la contusión de la frente no parece importante.

En aquel momento, cobró categoría de oráculo para ellas, quizá porque deseaban creer en tan buenos augurios.

—Veremos si tiene algo roto… —añadió.

Verónica y Sara estaban atónitas. ¿Era Raúl aquel ser sereno, consciente, responsable, que tocaba con cuidado el cuello y la espalda del conmocionado y luego un brazo, una mano, el otro brazo, una pierna, un pie…?

Héctor, sin abrir los ojos, exhaló un quejido. A las chicas les pareció música celestial, pues eso era mejor a que no experimentase la menor reacción.

—¿Tendrá roto el tobillo? —preguntó Sara.

—Por lo menos dolorido, puesto que se queja. Tenemos que llevarlo a un médico, pero antes de nada buscar un palo para sujetarle el tobillo.

Con una manga de la camisa de Raúl, que hicieron tiras, sujetaban el palo en torno al tobillo. Y ya, con muy escasa luz, Héctor abrió un momento los ojos, los volvió a cerrar y murmuró con lengua torpe:

—«Jaguares» maravillosos… ángeles reales o irreales…

¡Ay! Todo lo que decía Héctor era bonito, aunque no supiera muy bien lo que expresaba. Por lo menos, así se lo pareció a las chicas.

Los tres le hablaron a un tiempo, con mimo exquisito, como si fuera un recién nacido:

—No te preocupes por nada…

—Tranquilo… estás muy bien…

—Te llevaré a un médico ahora mismo. Ayudadme a llevarlo —pidió Raúl.

Gracias a su fuerza colosal había conseguido levantarlo y empezar a trepar por la colina, siguiendo un atajo hasta la carretera.

—Id una en busca de las bicis.

—Pero ¿podrás tú solo?

—Sí.

La afirmación había sido hecha con mejor voluntad que convencimiento. Por aquellas piedras resbaladizas, llevar a un muchacho que medía más del metro setenta y cinco, aunque fuera delgado, era tarea de gigantes. Pero Raúl nunca medía su esfuerzo en favor de los demás y estuvo en la carretera cuando las chicas acudían con las bicis, seguidas de Petra y León, que llevaban caras de funeral y hacían gestos expresando algo así como que la desgracia sucedida era gordísima.

—Más adelante hay un médico, junto al grupo de chalecitos que están hacia la derecha —pudo decir Verónica.

Cuando Raúl sentó a Héctor en la barra de su bici, éste se había recobrado lo suficiente para preguntar:

—¿Se puede saber de dónde habéis salido?

—Deja ahora eso.

Héctor obedeció, lo que venía a significar que no estaba en buena forma. Y un cuarto de hora después, llegaban a una casita de tejas rojas en la que se leía la palabra salvadora: «Médico».

Les abrió la puerta una señora que se sorprendió un poco de la clase de visitantes.

—Mi marido vendrá en seguida —dijo—. ¿Es muy urgente?

—Creo que no —dijo el propio accidentado—. Me he caído junto al lago y creo que he perdido el conocimiento durante un rato, pero me voy recobrando por momentos. Me duele algo un tobillo.

La señora le hizo tender en la mesa de reconocimiento y luego se marchó, fingiendo no asombrarse de la ardilla y el mono.

—Bueno, antes de que venga el médico, ¿puedo saber qué significa vuestra presencia aquí? ¿Cómo demonios nos habéis seguido? ¿Es que sois incapaces de hacer lo que se os dice?

—¡Héctor! ¿Qué hubiera sido de ti si no llego a ver tu peluca flotando en el agua?

—Eso es cierto y os pido humildemente perdón.

—Lo malo es que hemos abandonado la vigilancia —objetó Raúl.

—¿Qué vigilancia? —se amoscó Héctor.

—¿Cuál va a ser? ¡La de «Villa Tolteca»!

Héctor, con un chispazo de disgusto en la mirada, levantó la cabeza y tuvo que dejarla caer de nuevo con un quejido pronto reprimido.

—¿Qué sabéis vosotros? —preguntó con esfuerzo.

—No te alteres —le suplicó Verónica—. Sabemos algunas cosas, aunque no todas y hemos descubierto que al anochecer piensan asaltar al viejo y robarle lo que sea.

—No, al anochecer no; sobre la medianoche —rectificó Héctor.

—Te digo que al anochecer: quizá en este momento. Quizá ya haya sido. La segunda banda parece que va a ser la primera —explicó Verónica.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el accidentado, incorporándose.

Le explicaron precipitadamente lo del cejudo y el calvo, individuo de los que Héctor no tenía ni idea.

—¡Tenemos que ir antes que ellos! —dijo entonces.

—Tú no te moverás de aquí hasta que no te hayan curado y siempre que el médico lo autorice. Otro día nos contarás cómo supiste todo esto, pero ahora tenemos que irnos, aunque Julio ya está alertado sobre lo que va a ocurrir. Además, Oscar estará desorientado al no encontrarnos —dijo Sara, que marchaba en dirección a la puerta.

En su precipitada marcha, se apoderó de su compañera, arrastrándola con ella. Su aire no podía ser más decidido.

¿Y yo? —preguntó Raúl.

—¡Quédate con Héctor porque tienes que encargarte de llevarlo y eres el único que puede hacerlo…!

—No la dejes —ordenó el jefe de «Los Jaguares» a Raúl.

—Nosotras no vamos a intervenir en nada, sino a tranquilizar a Oscar, que debe estar aguardando…

Las dos chicas desaparecieron al instante y nada más trasponer el umbral, Verónica mostró su descontento. Tenía miedo y no creía que ellas dos pudieran hacer nada efectivo.

Sara, inflexible, repuso que a ella tampoco le gustaba aquello.

—¡No podemos elegir! ¡A pedalear sin gimoteos!

Minutos después estaban a la altura de «Villa Tolteca». Por toda compañía llevaban a Petra y León y ninguno de los dos era amigo de la oscuridad.

Oscar estaba furioso; de lo más furioso. Aquellos mandones de «Jaguares» le habían enviado con un encargo para tía Julita nada fácil, pues la anciana, molesta, no comprendía que sus protegidos tuvieran que retrasarse. Y para colmo de males, Oscar se escapó de las manos de tía Julita, lanzándose a la carretera con la bici, más muerto que vivo, pues la oscuridad era casi total y veía o creía ver sombras siniestras abatiéndose sobre él. Así que le dio a los pedales con energías insospechadas y pronto estuvo en el lugar de la cita. Para sorpresa suya,

nadie le aguardaba. Empezó a dar voces, llamando a sus amigos, pero sin resultado. Impresionado por su soledad, pensó que al único que podía recurrir era a su hermano. Hasta se le pasó por la cabeza la idea de llamar en la puerta de aquella casa grande y sombría. Julio, al verle, le lanzaría un papirotazo, pero lo recibiría como un hermoso regalo.

Había dejado la bici entre los matorrales y se acercaba despacio a la casa, cuando sintió el motor de un coche. Seguramente pasaría de largo… ¡No! Se detenía…

A pesar de la oscuridad, Oscar reconoció el turismo que había visto aparcado junto a la roulotte del cejudo Andrés. El turismo se había salido de la carretera y se aproximaba despacio a la casa.

Inmediatamente, el perro empezó a ladrar. Oscar sabía que estaba sujeto a la cadena y era inofensivo. El coche se detuvo a escasos metros de su escondite. Andrés descendió.

Pasó un auto a gran velocidad por la carretera y, durante un breve instante, los faros barrieron el terreno con su luz, destacando la brillante calva del hombre sentado al volante. Este, dijo:

—Si me necesitas, usa el silbato.

—En último extremo. Es mejor que no te vean, porque te conocen. Creo que todo saldrá bien.

Sin más, se dirigió a la puerta y pulsó el timbre.