VII. CADA CUAL POR SU LADO Y TODOS EN PELIGRÓ

Cantó un pájaro… replicó otro, sin duda la pajarita…

La cinta seguía pasando y pasando… «Pío… pío…».

¡Y nada más! ¿Era aquél el resultado de tanto esfuerzo? ¿Tan poco iba a favorecerles la suerte?

El tiempo era terriblemente largo, viendo pasar la grabación en lo que les estaba pareciendo horas, caminando inexorable hacia el final.

Silencio absoluto…

De pronto, unos golpes: la puerta del remolque al abrirse, ruido de platos… Y luego, una voz lejana:

«¡Andrés! ¿Estás ahí?».

Y el vozarrón de Andrés al contestar:

«Sí, estoy poniéndome el bañador para darme un chapuzón, suponiendo que no haya novedad».

«Por el momento todo sigue quieto… pero me temo que será esta noche. Ese viejo imbécil se la va a cargar y le estará bien, por su manía de mantenerse aislado sin más que los criados. Si yo estuviera allí… ¡pero no! Al imbécil se le ocurrió contratar a un muchacho desgalichado que no va a servirle de nada. ¡Allá él!».

«Tendríamos que adelantarnos. Y aunque la fecha para la entrega concertada por el gobierno mexicano es para mañana, no deberíamos esperar. Y en seguida, nos largaremos…».

«Por cierto, ¿no te estás haciendo demasiado visto con la chiflada esa y los chiquillos?».

«¡Pero hombre, es una coartada estupenda! El medio de pasar por unos pacíficos excursionistas hasta que llegue el momento de actuar…».

«Opino que ha de ser hoy, al anochecer. Ten… rrr…».

¡La cinta había llegado al final!

Los cuatro se miraban, temblando de emoción, faltos de palabras. Hasta el mono y la ardilla habían dejado de enzarzarse y permanecían tan inmóviles como si fueran de piedra.

Cuando por fin Raúl pudo recobrarse, aunque sin fuerzas para ponerse de pie, dijo a cuatro manos:

—¡Julio debe estar preparado! Tenemos que avisarle.

—Sí, para que se escape a tiempo —decidió Oscar.

—No, para que defienda al pobre inválido —le rebatió el forzudo.

—Tenemos que presentarnos en «Villa Tolteca» y hablar con Julio —dijo Verónica.

Sara reaccionó con energía:

—No, eso sí que no. Creo que me sería imposible contenerme y le diría cuatro frescas…

—O él a nosotros… Recuerda que no estamos invitados a este pastel —lanzó Raúl.

Verónica achicó un ojo:

—¡Lo tengo! ¡Otro mensaje! ¡Y anónimo! A su tiempo, todos volveremos tan ricamente a Madrid y no se sabrá nuestra intervención.

A Sara le pareció de perlas. Así que fueron hasta la roulotte para escribir el mensaje y entonces tía Julita los cazó:

—¿Otra vez por ahí de correría y con este calor? De ninguna manera. Además, la comida está casi lista. Lo más que os consiento es que vayáis a daros un chapuzón, pero cortito…

¡Qué juego de miradas…! ¿Obedecer? ¿No obedecer? ¿Qué hacían?

Raúl susurró:

—No es cosa de enfadar a tía Julita. Puesto que tenemos bastantes horas por delante, haremos lo que ha dicho.

Tras el baño, llegó la comida; y con el postre, Andrés, el cejudo, dispuesto a emprender una partida de julepe con la señora. Por supuesto, ella se sentía feliz.

Y de paso, el cejudo, venga a dar coba a los muchachos, alabando el encanto de las chicas, la inteligencia de Oscar y Raúl, la gracia de los animalitos, la paz del lugar…

—¡Qué cínico! —se decían los «Jaguares» con las miradas.

Casi les resultó un placer tener que ir a lavar la vajilla, porque así se zafaron de él.

Verónica empezaba a tener una idea apremiante: buscar a Héctor.

—¿Os dais cuenta? Nos encontramos como perdidos sin su dirección. Héctor no se enfadará demasiado porque hayamos venido, ya que siempre sabe disculparnos. Podemos serle de utilidad y él a nosotros.

—¡No! —zanjó Sara, rencorosa.

Como no había modo de convencerla, pusieron el caso a votación.

—Eso es una solemne trampa —se defendió Sara—. Sabéis que mi voto va a ser opuesto a los vuestros y que ganaréis la votación. ¿Es que todos «Los Jaguares» están en contra de la pobre y pelirroja Sara?

—Estás exagerando; sabes que no es así —la rebatió Raúl—, y no estoy en contra de tu opinión por simple capricho, sino porque veo que la cuestión es seria. Es más, mi criterio es que deberíamos avisar a la Policía.

—La Policía no hace caso de chicos pequeños —alegó Oscar—; a lo mejor, ni nos creía. El dueño de lo que se va a robar, según oímos a Héctor en la grabación, tampoco quiere saber nada con ella. ¿Es que lo habéis olvidado?

Después de mucho pensarlo, Verónica insistía en buscar a Héctor. Sabían que andaba por la colina y lo más probable es que tuviera una tienda de campaña por allí. Irían a poner el mensaje bajo la piedra y luego dedicarían el resto de la tarde a buscar a su jefe.

Con los labios muy prietos, Sara no daba su brazo a torcer, pero por dentro empezaba a sentirse complacida con la idea y bastante tranquilizada.

Cuando regresaron junto al remolque, la partida de julepe estaba en su punto álgido.

—Tía Julita, si no te importa nos vamos a ir con las bicis de excursión y llevaremos la merienda.

Pero no fue la señora quien respondió a su sobrina, sino Andrés.

—¿Con este calor ir por la carretera? ¡Es un disparate! No debería usted consentirlo, Julia, puede acarrearles una insolación.

—¡Ay, qué razón tiene usted! Ya lo habéis oído muchachos, será mejor que aguardéis a que se pase el calor…

—Pero si llevaremos los sombreros de paja… —insistió la chica.

La señora, firme en su negativa, les recordó que las familias confiaban en ella. Como no podían tirarlo todo por la borda, tuvieron que disponerse a frenar su impaciencia y hasta participar en la partida de cartas, con la repugnancia de saber que uno de los jugadores era un criminal.

Por fin su tormento finalizó, principalmente porque Andrés se despidió para volver a su casa rodante. Cuando se marchaba, por el camino, pasó en su bicicleta el barbudo de la víspera, pedaleando a gran velocidad. A lo mejor era un campesino de los alrededores.

Bueno, ya podían preparar las cosas para salir de excursión: meriendas, pelota, mono y ardilla… todo lo que podía servir para hacerles pasar por unos chicos normales de su edad.

La primera detención a un lado de la carretera fue para escribir el mensaje que pensaban dejarle a Julio, escrito en un trozo de papel cualquiera y con grandes letras de imprenta, como el anterior. Después… ¡a la carrera hasta las proximidades de «Villa Tolteca»!

—Chicos, estamos ya muy escarmentados, de modo que hay que sujetar a Petra y León para que no incordien —pidió Verónica.

Oscar se brindó como mensajero:

—Yo pondré el mensaje. Fingiré que se me escapa hacia allí el balón, por si alguien anda al acecho…

A todos les pareció bien y comentaron una vez más la nota escrita. ¿Resultaría convincente? ¿La creería Julio?

Oscar se movió con absoluta naturalidad, hasta dejar la nota, para regresar después junto a sus compañeros, que le aguardaban en la carretera, en la parte opuesta a la de la casa del mejicano inválido.

—¡Chicos! La nota anterior no estaba, lo que significa que Julio la ha recogido ya…

—¡Vamos! Fuera de aquí inmediatamente —ordenó Sara—. El ogro nos conoce y hasta diría que nos tiene manía. Vayamos colina arriba y busquemos un lugar para observar, sin ser vistos…

Empezaron a trepar, recorriendo y escudriñando cada vericueto entre los matorrales, los arbustos y los árboles.

Llegaron a la cima y bajaron por la parte contraria, sin resultado. Sólo encontraron a una familia que había comido a la sombra de los árboles y estaba recogiendo los utensilios para volver a su coche.

Se habían separado un tanto para abarcar más espacio y Oscar silbó, que era la señal para reunirse.

—He encontrado un sitio, algo más a la derecha, desde el que se aprecia perfectamente «Villa Tolteca». ¿Por qué no nos quedamos allí un rato?

Aceptaron, entre otras razones, porque la sugerencia era buena y estaban cansados. Además, aquel lugar estaba a la sombra y no podía vérseles desde la casa.

Llevaban media hora inmovilizados cuando una alta figura salió de la casa. Vestía pantalón oscuro y chaquetilla blanca.

—¡Es Julio! ¡Es Julio! —exclamó alegremente Oscar.

—¡Qué risa! —exclamó Sara, hiriente—. Resulta de lo más ridículo vestido de camarero.

—Yo lo encuentro muy guapo —le defendió Verónica.

—¡Pues qué vista tienes, hija! Porque desde aquí, los detalles no se aprecian.

—Pues si no se aprecian, ¿por qué sabes que está ridículo? —porfió Verónica, muy ofendida.

Y en aquel mismo instante apreciaron, a pesar de la distancia, la rabia con que Julio tiraba el plato con la comida del perro, porque aquello fue todo menos dejar…

Raúl no pudo contener la risa y los demás, menos Sara, le imitaron. Eso sí, tras su explosión de mal humor, Julio acarició brevemente la cabeza del perro.

—Debe estar que muerde… —comentó.

—¿El perro? —preguntó Verónica.

—Julio.

Oscar siempre daba la cara por su hermano.

—Es que a lo mejor lo matan a trabajar —dijo.

—¡Ay! ¡Ojalá!

Pero en seguida Sara calló, porque recibió tres miradas muy inamistosas sobre sí y porque estaban todos pendientes de los movimientos de su compañero, el «larguirucho». Había adoptado una actitud de lo más indiferente, moviéndose en dirección contraria al roble, para acabar yendo hasta él. Con movimiento rápido, se inclinó:

—¡Yupiiii…! Ha recogido el mensaje —exclamó Oscar.

Desde allí podía ver a Julio fingiendo limpiarse la palma de la mano izquierda con la mano derecha, mientras leía el mensaje. Lo que no pudieron captar fue su incredulidad.

Porque Julio, receloso, no podía creer que tuviera un desconocido amigo por los alrededores, un amigo del que Héctor no conocía la existencia.

Sí el primer mensaje le intrigó, este segundo mucho más, ya que decía:

«El ataque a “V. T.” se producirá al anochecer, a cargo del individuo calvo que pretendió el puesto de criado y su compinche, reconocible por unas cejas enormes.

Un amigo».

—¡Caracoles! —murmuró Julio para sí—, es muy raro que Héctor no sepa nada de esta segunda banda, si es que realmente existe. Pero lo más raro es ese amigo desconocido que no quiere dar su nombre.

Y Julio, por una asociación de ideas, pensó en «Los Jaguares».

—Ese asqueroso trapo de polvos está nublando mi inteligencia —se dijo—, «Los Jaguares» menores deben andar por la serranía de Cuenca y, por otra parte, no saben nada de nuestros planes. ¡No, no! Esto tiene que ser obra de una banda rival e incluso éste que se firma amigo tiene que ser un pájaro de cuidado… quizá es demasiado conocido hasta en la Interpol…

Pero en el fondo desconfiaba, como se desconfía de lo que no se comprende. Casi estaba deseando que el robo se produjera para huir de la espantosa «Villa Tolteca». Núñez y su mujer le estaban haciendo la vida imposible con sus continuas exigencias y, encima, aquel día le habían servido la carne requemada que los demás no podían comer. ¡Por supuesto, él tampoco! Hasta el perro le había hecho ascos. Claro que el señor Benavides no debía de saber el régimen que el matrimonio gastaba en la cocina, pues no se ocupaba más que de sus libros y sus cuadros…

Y Julio, al llegar aquí y a pesar de sus apremiantes preocupaciones, levantó la cabeza ladeando el cuello, como si de tal forma recogiese sugerencias llegadas del éter. Los cuadros, sí… El viejo se vanagloriaba continuamente de ellos, especialmente del «Ribera» y del «Van de Velde», cuando en realidad… Julio no hubiera podido jurarlo, pero se le antojaban una mala imitación. Cierto que no se atrevía a sincerarse con el viejo, pues un jovenzuelo que solicita un puesto de criado no debía alardear de sus conocimientos de pintura o podía hacer concebir sospechas. En fin, no tenía nada de extraño que el pobre millonario, que no tenía familia y llevaba varios años en un sillón de ruedas, chochease un poco y se vanagloriase de sus imitaciones, tomándolas por auténticas.

Ahuyentó aquellos pensamientos, porque si realmente aquella noche iba a producirse el ataque… Por suerte, Héctor estaría en los alrededores sobre las ocho. Le dejaría una nota que sólo éste supiera comprender, para que estuviera alerta a dicha hora.

Mientras, «Los Jaguares» volvían al campamento y Oscar resumió los pensamientos de todos.

—Mi hermano está atónito, a pesar de su «perpiscacia».

—Querrás decir perspicacia —corrigió Sara.

—Es igual; por una ese antes o después lo mismo intentarán robar el Orloff.

—Vas demasiado lejos. Cierto que en los informes de Héctor se dio ese nombre a lo que iban a robar, pero no tenemos seguridad —porfió Sara.

—Da lo mismo; piensan robar… lo que sea.

—¡Dios mío! ¡Me aterra que empiece a anochecer! —exclamó Verónica.

—Para entonces, vosotros tres estaréis con tía Julita y yo aquí, de guardia, para echar una mano —zanjó Raúl, con más energía de la usual en él.