V. SECRETOS POR TODAS PARTES

—¡Puaf, qué desorden! —exclamó Sara—. Cosas tiradas por todas partes, un zapato junto al frutero…

El mono y la ardilla, que habían seguido a los muchachos, saltaron al interior de la roulotte. A salto limpio, tiraron un libro que estaba en la mesita, del que fue a escapar un papel. Como Petra y León empezaron a disputárselo, Sara apartó a ambos. Se trataba de un mapa y pronto comprendió que era el de la región. Llamaba la atención un círculo marcado con rotulador rojo. Juntando casi la nariz al papel, lanzó un grito. Dentro de aquel círculo se encerraban «Villa Tolteca» (o el lugar donde se alzaba), el embalse y, fuera ya de la línea, Miraflores.

Los otros se acercaron precipitadamente, ahuyentando a Petra y León, que pretendían el papel. Oscar, rápido, dedujo con precisión:

—¡Canastos! El tipo de las cejas de bandera ha dicho que están aquí al azar, como nosotros, pero si en el mapa tenían señalado el lugar…

Cuatro pares de ojos muy abiertos, repletos de pensamientos, se encontraron.

—¡Yupi! ¡Cuidado con el hombre de las cejas de bandera!

Todos afirmaban una y otra vez. Después, precipitadamente, temiendo el regreso del segundo ocupante de la casa rodante, al que desconocían, dejaron el mapa en su sitio, alejándose como al azar.

Unos cien pasos más allá, Raúl se detuvo, obligando a los demás a que hicieran lo mismo.

—Escuchad: ese mapa puede no significar nada. Es lógico que dos personas que piensan pasar unos días en el campo, con coche y casa, lleven un mapa; y también es lógico, si son detallistas, que señalen en el mapa el lugar donde se encuentran.

—¿Detallistas, dices? —se burló Sara—. ¿Detallistas unos tipos que dejan los zapatos revueltos con las naranjas?

Verónica la apoyaba con cabezazos que hacían danzar su larga melena rubia. Y Petra, tan incondicional ella, aplaudía. Pero León, que siempre le llevaba la contraria, fue a tirarle de la cola y los otros, como siempre, hubieron de precipitarse a separar a los contendientes.

—Lo que quiero pediros —prosiguió Raúl—, es que no forméis juicios precipitados.

No muy conformes, inspeccionaron los alrededores y obtuvieron la conclusión de que por allí no acampaba nadie más, aunque a quinientos metros, cerca del lago, se levantaba una especie de albergue u hotelito. No fueron hasta él, pero la música de los altavoces era perceptible a pesar de la distancia.

—Tendremos que volver junto a tía Julita —les recordó Sara.

Para sus adentros, todos se propusieron observar las reacciones del cejudo Andrés y, desde lejos, observaron que se había levantado, dando por concluida la partida de cartas.

Oscar le gritó:

—¡Señor Andrés, ya sabemos dónde tiene su casa!

El hombre reía como si se sintiera complacido.

—Si hemos de ser amigos, suprime el tratamiento, muchacho.

—¡Estupendo, Andrés! —repuso el chico.

Por lo bajo, Verónica se comunicó con Sara:

—¿Has visto dos hermanos más parecidos?

Se refería a los costarricenses Julio y Oscar.

—En lo frescos son idénticos —repuso la otra por lo bajo.

El hombre de las grandes cejas se despidió, declinando la invitación de la señora para que se quedase a cenar con ellos, alegando que su compañero, que era un gran andarín, no tardaría en regresar y quizá le estuviera buscando. Parecía divertirle la existencia de ardilla y mono.

Hay que hacer constar, en honor a la verdad, que los muchachos pretendieron ayudar a tía Julita a preparar la cena, cosa que ella no consintió, pues le parecía maravilloso cuidar de alguien que no fueran su gato y su canario.

—Entonces, seguiremos ambientándonos —decidió Oscar.

Realmente era agradable vagar a la caída de la tarde, sintiéndose reconfortados por una brisa fresca y el aire incomparable del campo. Pero como el día había sido movido, acabaron tumbados en la hierba y absortos en sus pensamientos. Por aquel lado del embalse no había nadie, aunque en la parte contraria se veían varios botes,

trampolines y bañistas, en las proximidades del albergue.

Y más allá aparecían campos sembrados en las partes llanas.

Por uno de los senderos vieron pasar a un ciclista. Era un joven de largas y desgreñadas melenas oscuras y barbas más desgreñadas todavía. Viéndole seguir hacia Miraflores, Verónica tuvo la impresión de que aquellas espaldas le eran familiares. Pero olvidó pronto el incidente, porque los otros tres se hallaban haciendo suposiciones sobre lo que acaparaba su atención.

Y tampoco podían tardar en volver junto a tía Julita, pues no era cosa de dejarla continuamente sola. Camino de regreso, Oscar se empeñó en establecer vigilancia nocturna cerca de «Villa Tolteca».

—Las cosas gordas de misterio, siempre suceden de noche —insistía.

Raúl se opuso terminantemente.

Estaban a mitad de la comida, cuando tía Julita, después de mirar a todos y cada uno de los chicos, objetó:

—Os estáis cayendo de sueño y es que no habéis parado de trotar en todo el día, así que nos vamos a ir pronto a la cama.

Las cabezadas de Oscar eran espectaculares. Y claro, la señora y las muchachas acabaron metiéndose en la roulotte (aunque los deseos de las últimas eran muy otros) y tía Julita comentó que aquel silencio y aquella oscuridad resultaban impresionantes. Casi se alegraba de la proximidad del otro remolque. Y se calló que sentía miedo, para no asustar a las chicas.

El sorprendente chiquillo de diez años, nada más entrar en la tienda de campaña, se volvió hacia su compañero:

—Creo que no voy a poder dormir tan pronto… no tengo ni pizca de sueño. ¿Y tú?

—¡Hmmmm…!

—Estoy preocupado por mi hermano y he pensado que… podíamos darnos una vueltecita por aquella casa.

—Oscar, tú no tienes edad de correrías nocturnas. ¡A dormir!

El chico insistía. Alguien tenía que enterarse de lo que estaba sucediendo allí. Y Raúl aceptó marchar en solitario, tratando de no ser visto, pero Oscar era agobiante cuando quería algo y no detenía su matraca.

—Mira, Oscar, tendríamos que ir a pie porque la luz de las bicicletas nos denunciaría y entre ir y volver hay una buena caminata. Eso es cosa mía.

—¡Canastos y mía! Yendo contigo, que tienes tanta fuerza, no me da ni pizca de miedo.

Y el pobre Raúl, demasiado blando para resistir súplicas, se encontró a través del campo, con Oscar a su lado. En cuanto sentían el motor de un coche, se tumbaban en la cuneta.

—Necesitaríamos camuflaje, como los soldados en la selva —propuso el chico.

—¡Qué tontería!

—Pues yo me sentiría más seguro. Anda, vamos a cortar unos ramajes y nos los atamos al cinturón y la cabeza. Si oímos a alguien, nos tumbamos y nadie nos descubrirá.

«Está que se muere de miedo —pensaba Raúl—. Si va a sentirse más a gusto…».

—¡Je…! —exclamó Oscar al rato—. Como nos quedemos quietos, algún conejo vendrá a dormir en el tomillo que llevamos a las espaldas.

Sin el menor tropiezo llegaron a escasos metros de la casa. Sólo una de las ventanas dejaba escapar un rayo de luz y las sombras más negras rodeaban la casa, bajo un cielo raso, cuajado de estrellas, pero sin luna.

—No creas que vamos a pasar la noche aquí… —susurró Raúl—; un ratito de vigilancia y a dormir.

Los ojos azules de Oscar parecían dos focos en la oscuridad. Mirándolos tan abiertos, Raúl se dijo que estaba pasando un miedo horroroso. A poco que insistiera, se lo llevaría al campamento. Sí, era lo que debía hacer…

—¡Ssss…! Escucha, creo que viene alguien…

Raúl iba a responder que se equivocaba, cuando comprendió su error y ambos se arrojaron al suelo, arrebujándose bajo sus matojos.

Unas largas piernas pasaron a escasos metros de ellos, pero casi no las vieron, porque no se atrevieron a levantar las cabezas. Se escuchó un ladrido…

¿Sería el perro de la casa? No. Procedía del lado por donde había ido a situarse aquella figura y el perro de la casa, alertado, respondió al momento.

Inmediatamente se abrió una puerta y dos figuras aparecieron en el umbral. Raúl reptó con cuidado, aproximándose a la casa. De las dos figuras una era maciza, rechoncha; larga y delgada la otra. Una voz, la misma que oyeran aquella tarde al hombre del coche, llegó hasta ellos:

—¿Hay alguien por ahí?

Tras unos segundos, aquella voz dijo para su compañero:

—Mira a ver por aquel lado, date una vuelta.

—Bueno, pero quizá el perro tiene hambre. Le llevaré algo y luego revisaré los alrededores.

—¡Julio y el ogro! —susurró Oscar.

La figura alta entró en la casa para reaparecer instantes después. Se acercó al perro, puso un recipiente ante él y dijo en voz alta y fuerte:

—No se preocupe, señor Núñez. Lo que ocurre es que este animal es insaciable. De todas formas, cumpliré su encargo, descuide.

Julio se detuvo un poco, acariciando al perro y luego fue despacio hasta la esquina de la casa. En cuanto la dobló, la figura agazapada, casi a cuatro manos, fue hasta allí. A Oscar se le paralizó el corazón. ¿Y si atacaba a su hermano?

Quizá Raúl tuviera el mismo pensamiento, porque reptó en dirección a ellos. Una voz muy queda llegó a sus oídos:

—Julio…

¡Qué respiro! ¡Era la voz de Héctor!

Oscar había dado un respingo y Raúl le obligó a permanecer inmóvil, mientras, en el silencio de la noche, percibían las palabras que los otros cambiaban.

—¿Todo va bien? —preguntó Héctor.

—Hasta ahora sí, pero creí que me quedaba sin el puesto. De la agencia han mandado a un calvo y a los dos nos han enviado aquí para que nos viera el dueño. Yo le he parecido demasiado joven y le he endilgado el cuento de que estoy estudiando y necesito ganar unas pesetas en vacaciones. Y el paralítico ha preferido un criado sin experiencia que otro más «resabiado», según sus propias palabras. El calvo se ha ido furioso.

—Escucha, no puedo estar pasando por aquí a cada momento, porque acabaría llamando la atención. Si hay alguna novedad, te dejaré una nota debajo de una piedra, junto las raíces de ese roble.

—Y yo, si hubiera algo nuevo, te enviaré una señal poniendo el rastrillo apoyado en la caseta del perro.

—Anda vigilante —dijo Héctor—. Los otros no tardarán en actuar. Supongo que el inválido tendrá la caja fuerte en su despacho.

—Sí, pero estoy muy vigilado por Núñez y su mujer, que es la cocinera. Parece que el señor Benavides tiene gran confianza en el matrimonio. De todas formas, no será fácil, porque el despacho parece una galería de pinturas y todas las paredes están cubiertas de cuadros.

—Sin duda ha de estar oculta tras uno de ellos. Te ayudaré en lo posible vigilando desde la colina. Procura dejar abiertas las ventanas del despacho y quizá con el teleobjetivo descubra algo… Si veo que los «otros» merodean en torno a la casa, imitaré el ladrido de un perro. Por cierto, menudo susto me han dado. Se hospedan en el albergue. Y menos mal que pude esconderme a tiempo —susurró Héctor.

—A ver si terminamos pronto, porque me están matando a trabajar. Y menos mal que el paralítico, como sudamericano, simpatiza conmigo. Lo malo será cuando descubran que meto la basura debajo de las alfombras… Me voy o Núñez sospechará. Mi mejor coartada es que, viéndome tan joven, creen que estoy en la higuera. ¡Con lo bien que lo estarán pasando nuestros cuatro «jaguares» en la serranía de Cuenca…!

Julio acabó de dar la vuelta a la casa, antes de regresar a la puerta que permanecía entreabierta y debía comunicar con las dependencias de servicio.

Raúl y Oscar no se atrevían a moverse y continuaban bajo la maraña de tomillo, aunque Oscar había sentido la tentación de llamar a Héctor. Pero ¿y si al saber dónde estaban los despachaban de allí con cajas destempladas?

Y aquello era serio y podían necesitar su ayuda.

Los minutos se hacían eternos. Por lo visto Héctor adoptaba idénticas precauciones y no se movió de su agujero hasta pasar un largo cuarto de hora. Cuando al fin se alejó, despacio y con andares de felino, los dos chicos pudieron darse el gusto de respirar ruidosamente.

Pero a su vez, permanecieron otro cuarto de hora, antes de iniciar la retirada.

Cerca ya del campamento, Raúl no pudo evitar la explosión de su descontento.

—¡Ese par de locos se han metido en un buen lío! Te digo que no me gusta esto, Oscar y nosotros vamos a andar con mucho cuidado…

El pequeño afirmó, porque, a pesar de su audacia, estaba impresionado.

—¡Esos quijotes…! —barbotaba Raúl de continuo, apretando los puños.

A pesar de la gran preocupación que sentían, cayeron como leños en sus sacos de dormir.

Por la mañana, nada más abrir los ojos, el primer pensamiento de Raúl fue para las chicas. ¿Para qué contagiarles su preocupación? Le diría a Oscar que callase su aventura de la noche anterior o pretenderían ir con ellos a todas partes.