IV. UNOS BUENOS PROPÓSITOS… DE CORTA DURACIÓN

Raúl, estupefacto, antes de indagar el motivo de la congoja de su pelirroja compañera, empezó a echarse la culpa de la misma.

—¡Si soy más tonto! ¡Seguro que he hecho o dicho algo que te ha dolido! Pero te aseguro que ha sido sin querer y que…

Ella le interrumpió levantando una mano. Estuvo hipando un tiempo antes de poder decir:

—Aquí la culpable de todo soy yo… no he debido traeros, pero no soy buena… ¡Ay! ¡Qué necia me veo…! Eso que Julio dijo de mí me hizo daño, hirió mi orgullo y ahora me doy cuenta de que a lo mejor tenía razón…

Los otros tres la rebatían a una.

—Sí, claro que sí —insistió ella— para fastidiar y entrometerme he levantado esta polvareda y encima la pobre tía Julita se ve envuelta en ella. Bueno, ¡se acabó! Vamos a levantar el campo y a no ocuparnos más de este asunto. Ni Oscar tuvo derecho a enterarse de la conversación que no le estaba dirigida ni nosotros a escucharla y menos a intervenir. ¡Ay, qué despreciable me veo!

Desde luego, no podía negarse que Verónica estaba mediatizada, pues como cómplice de la operación se encontró también muy culpable y los dos muchachos, avergonzados, aunque trataban de consolarlas, participaban de su tardío arrepentimiento. Es decir, Oscar en bastante menor grado. Resultado: Sara propuso levantar el campo. Raúl y Verónica votaron a favor de la proposición y el pequeño apretó los labios, que era su forma de abstenerse.

Luego, liberados del peso de su conciencia, regresaron junto a la señora, que se afanaba en preparativos de comida junto a la cocina portátil. Antes de que dijera nadie nada, ella habló:

—¡Qué feliz me siento, muchachos! Tengo la impresión de que he rejuvenecido. Respiro mejor y este aire es una delicia. Y después de todo, creo que lo de mi reúma es más aprensión que otra cosa…

Tras darle la vuelta a una chuleta que estaba a punto de quemarse, añadió:

—Creo que sois unos chicos estupendos. Habéis sabido elegir el lugar ideal y os aseguro que el agua y este sol alegran la vista, entonan el espíritu y hasta dan fuerzas. Y esos dos pobres animalitos se sienten tan gozosos como yo.

No le faltaba razón. Petra y León corrían de un lado para otro entre chillidos de placer, perdida su habitual animosidad.

Los chicos tuvieron que explicar a la buena señora que habían decidido marcharse a otro lugar. Tía Julita, sinceramente contrariada, se oponía.

—Vamos a comer y la convenceremos poco a poco —dijo Sara por lo bajo.

La preocupaciones de conciencia no les habían restado el apetito y… todo hay que decirlo, la curiosidad por las andanzas de Héctor y Julio.

Concluida la comida, la anciana se tendió en una hamaca, diciendo que había traído la red de cazar mariposas y que más tarde trataría de aumentar su colección.

Los muchachos no estuvieron mucho tiempo inactivos.

—Podíamos sacar las «bicis» y dar una vuelta —propuso Oscar, con el secreto anhelo de echar un vistazo a «Villa Tolteca», a pesar de la resolución adoptada.

—Si lo que tienes en el magín es lo que sospecho, desecha la idea —dijo Sara.

—¡Canastos! Me interesa Jul…

¡Y qué fácilmente se dejaron convencer los demás, a pesar de sus buenas intenciones! Con un sol de justicia se lanzaron a pedalear por la carretera, luego de zafarse de mono y ardilla, que dormitaban perezosos.

Pasaban bastantes coches, pero salvo un grupo de bañistas junto al embalse, no había mucha gente por allí.

—En la agencia os dijeron que antes de llegar a Miraflores —les recordó Oscar, que iba en avanzadilla, volviendo la cabeza para comprobar la impresión que causaban sus palabras.

—Realmente, no es ningún crimen mirar una casa…

La sed de aventuras vibraba hondo en aquellos «jaguares» y difícilmente podían combatirla. Pero en tal correría, estaban arriesgando la paz.

Habían dejado atrás un grupo de chalecitos que parecían de juguete y divisaron una pequeña colina a un lado del camino. Al otro lado, más apartado, rodeada de un terreno reseco donde no crecían más que tomillos y algún que otro árbol además de chaparrales, había una gran casa, de ventanas enrejadas en el primer piso. No pudieron contener a Oscar, que se apartó del camino para avanzar entre los chaparrales, llevando la bicicleta por el manillar.

Los demás le llamaban, sin alzar mucho la voz, pero aunque indudablemente él les oía, no hizo caso. Al fin, tumbando la máquina entre las matas, avanzó agachándose, para desaparecer por último de la vista de sus compañeros.

—Tendríamos que ir a buscarlo —apuntó Verónica.

Pero en realidad, como por allí todo estaba tranquilo, no consideraron que la cuestión fuera fundamental.

Un cuarto de hora después, cuando ya comenzaban a impacientarse, la rubia cabeza del chico apareció entre las matas. Recogió la bicicleta y, a la carrera, agitado y nervioso, fue a reunirse con su trío.

—¡Lo he visto! ¡Lo he visto! —exclamó.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? ¡A mi hermano! ¡Estaba rarísimo!

—¿Se ha enfadado mucho al verte?

—¡Pero si no me ha visto! Figuraos que viste un pantalón negro y una chaquetilla blanca; y corbata de lacito, como los camareros. Llevaba un plato en la mano, con comida y lo ha dejado delante de la caseta del perro.

Aquello sólo podía significar que se había salido con la suya y aceptado el puesto de criado en la casa.

—Si no estuviera tan inquieta, sería como para morirse de risa —concluyó Sara.

El toque sensato lo dio Raúl, mirando en torno y proponiendo seguir la conversación algo más lejos. Todo aquello parecía tan misterioso…

Montaron en las bicis y fueron a detenerse unos trescientos metros más lejos, bajo un grupo de árboles.

Entonces se comunicaron sus impresiones. En primer lugar, ¿dónde estaba Héctor? Seguramente por las cercanías, ya que habían oído en la grabación que se mantendría en contacto con su amigo y compinche en la aventura.

—¿Os dais cuenta? —apuntó Sara, mirando en todas direcciones con recelo—, debe estar por aquí y si nos descubre…

—De lo que me doy cuenta es de que el asunto es muy gordo. Para que Julio, que es incapaz de recogerse hasta los calcetines, ande de criado, la cosa es gorda y requetegorda —repetía Oscar.

Después les contó que había dado vuelta a la casa, que la entrada principal se hallaba ubicada al Sur y que había visto a su hermano sin dejarse ver, escondido entre los matorrales.

—¿Y qué cara tenía? —se le ocurrió a Verónica.

—De asco. Debe estar hasta el gorro y eso que estrena empleo hoy.

Y después pensaron… ¡en lo que tenían que pensar! ¿Se iban o se quedaban?

¡Pobre Raúl! En su condición masculina, tuvo que afrontar tres pares de ojos que aguardaban respuesta. Se limpió concienzudamente el sudor de la frente, se atusó el pelo, se estiró la camisa… Cuando parecía que no le quedaban más cosas por hacer, murmuró:

—Vosotros no debierais estar aquí y yo me siento bajo la penosa impresión de haber sido invitado a un lugar en el que… debo permanecer.

—¡Yupi! —lanzó el pequeño sin ningún recato—. ¡Nos quedamos!

Entonces Raúl quiso imitar la actitud serena y enérgica de Héctor respecto a la pandilla:

—Bien, nos quedaremos, pero nadie dará un paso sin consultarme antes. Soy responsable de vosotros.

—¡Raúl! —exclamó Verónica, completamente atónita, como si le conociera en aquel momento.

—Ni más ni menos. Si realmente en esa casa sucede algo grave, al menos así lo creía Héctor y así debe de ser cuando Julio, nada menos que Julio, se ha puesto a trabajar, hay que ser prudentes. No digo que no tratemos de vigilar los alrededores para captar cualquier anormalidad, pero con disimulo, aunque creamos que nadie nos observa.

Entonces Oscar fue hasta su bicicleta y tomó el balón que llevaba en el sillín, colgado de una malla.

—¡Je…! —empezó—. Eso ya se me había ocurrido a mí. Y como es tan normal que los chicos jueguen al balón, podemos corretear un poco entre «Villa Tolteca» y la carretera.

Poco después subían a las bicicletas, pero antes de llegar al ángulo del camino desde el que se divisaba la casa, se apearon para empezar a darle al balón. Hacía todavía mucho calor y Verónica fue a sentarse sobre un montón de hierba calcinada por el sol.

—Yo no sigo: me voy a desintegrar.

—No seas floja, mujer. Luego nadaremos un rato en el embalse.

Verónica se levantó y reemprendieron la partida. Un cuarto de hora después vieron salir un coche por el ángulo de la casa, y seguir el sendero que comunicaba con la carretera.

Rápidamente se comunicaron entre sí, un tanto desconcertados. ¿Debían echar a correr? ¿Quedarse?

Sara apuntó que lo más lógico era continuar como si tal cosa. Y con tanta fuerza le dieron al balón que fueron a enviarlo justo contra el coche. A través de la abierta ventanilla, se estrelló contra la cabeza del conductor. Un frenazo brusco y el hombre, con un humor de todos los diablos, se enfrentó con los jugadores:

—¿No podíais ir a divertiros a otra parte? ¡Podíais haberme roto un cristal!

—Disculpe, señor. Tiene usted toda la razón —dijo Raúl—, pero no nos hemos dado cuenta y tampoco hemos pretendido hacerlo.

—¡Está bien! De todas formas, fuera de aquí.

Tenía un rostro adusto y antipático. Las chicas habían retrocedido, impresionadas, pero Oscar fue a colocar su carita de niña inocente en el hueco de la ventanilla y preguntó:

—¿Es suyo este terreno, señor?

—¡Descarado! ¡Bonita educación la tuya!

—¿Quiere devolverme el balón?

El hombre no lo devolvió, sino que lo tiró, pero al otro lado del camino y con la peor intención. Luego arrancó tan bruscamente, que el muchacho tuvo que apartarse precipitadamente.

—¡Ogro, más que ogro! —le increpó Oscar.

Pero el conductor ya no podía oírle. Raúl había ido en busca del balón y cuando regresaba con él, Oscar deslizó:

—¡Arreglado está mi hermano si tiene que aguantar al ogro!

—¿Será el tal señor Benavides? —preguntó Verónica.

—No —dijo Sara—. El señor Benavides está paralítico.

Siguieron jugando un rato, aunque con desgana, dudando entre acercarse a la casa o desaparecer. Raúl, prudente, aconsejó la retirada y volvieron a sus bicicletas.

—¿Dónde vamos? ¿Directos al «campamento»? —preguntó Verónica.

Y su amiga afirmó, pues no debían disgustar a tía Julita. Sin embargo, su hamaca estaba vacía, lo mismo que la roulotte.

Descansaron un poco y luego los chicos montaron su tienda, con bastante ilusión, mientras las dos chicas iban a ponerse los bañadores. Luego, todos juntos, fueron a nadar. El agua estaba deliciosa y durante un rato hasta olvidaron los misterios del entorno.

—¿Así que estáis ahí? —dijo de pronto la voz de la pariente de Sara, con voz chillona y bien audible.

Los cuatro nadaron hasta la orilla y entonces descubrieron que tía Julita iba acompañada. Un hombre sonriente, de pobladas cejas, le llevaba la red de cazar mariposas. La mujer presentaba un rostro radiante bajo su sombrero de paja.

—Chicos —explicó tía Julita—. Este señor es nuestro vecino. Su roulotte está detrás de aquellos árboles y ha sido muy amable al acompañarme hasta aquí.

—¡Hola! —saludaron los del agua. Y como eran unos chicos que no se andaban por las ramas, empezaron a presentarse; dando sus respectivos nombres.

—Bien, Verónica, Sara, Raúl y Oscar —respondió el hombre, muy sonriente y complacido—, yo soy Andrés, para lo que gustéis mandar y me siento encantado de la vecindad que me ha correspondido.

Claro que la más feliz parecía la señora. En su piso de Madrid no tenía otra alternativa que hablar con el gato y el canario, así que se hallaba fuera de sí y con arrestos juveniles le contó al hombre de las grandes cejas toda su historia y la de sus cuatro jóvenes compañeros, que el destinatario de la misma escuchaba con un rostro tan atónito como si fuera la de las «Mil y una noches».

Cuando después de salir del agua el cuarteto fue a vestirse, tía Julita invitó al llamado Andrés a limonada fresca y a pastelitos. Luego, temblando de emoción, le preguntó si sabía jugar a las cartas. El resultado fue que para desesperación de «Los Jaguares», se enzarzaron en una partida de julepe.

Las chicas estaban un tanto sombrías. Si aquel vecino se pasaba el día en su campamento, iba a fastidiar sus correrías. Por lo menos, los secretos. Fingiendo indiferencia, le preguntaron si llevaba mucho tiempo en aquel lugar, aunque en realidad, lo único que les interesaba, era saber cuándo pensaba marcharse.

Supieron que había llegado aquella misma mañana y en cuanto al resto…

—He acampado aquí como podía haberlo hecho en cualquier otro lugar. En realidad, mi amigo y yo no tenemos un plan fijo.

¿Dónde estaría aquel amigo? Sara decidió tratar de descubrirlo y, mientras el julepe estaba en su punto álgido, con la excusa de reconocer el lugar, se marcharon,

zafándose de aquella voz bronca que, para entenderse con tía Julita, daba gritos impresionantes.

Para empezar localizaron la roulotte de Andrés y Oscar gritó junto a la puerta:

—¿Hay alguien?

—¿Quieres callar? —saltó Verónica—. Realmente, sí que eres descarado…

No respondió nadie pues, como comprobaron pronto, empujando la puerta, la roulotte se hallaba vacía.