III. EL TEATRO DE LAS OPERACIONES

Cuando Héctor y Julio hicieron irrupción en el garaje, aparentando la más absoluta normalidad, era precisamente normalidad lo que reinaba allí. Raúl, aunque sin la menor precisión, tiraba de brocha: las chicas tricotaban sin levantar la nariz de las agujas y el pequeño y la ardilla se dedicaban carantoñas mutuas.

—¡Qué pandilla tan admirable! —exclamó Héctor—. Os van a condecorar con la medalla del trabajo.

«Contente, contente…», se recomendaba la pelirroja para sus adentros.

Julio, de un vistazo, apreció a todos. Y fue a tirar de aquel pelo rojo.

—¿Te pasa algo?

¡Qué difícil era de engañar! Sara trató de disimular, pero fijando los ojos en el punto o se le notaría el coraje.

—¿A mí? Sí, este calor me va cargando…

—Pues te vas a refrescar. Tenemos un plan estupendo —dijo entonces Héctor, con aquella superioridad simpática que le había valido el liderazgo.

Como el resto se mostrara interrogante, el muchacho añadió:

—Tenemos un plan estupendo, de esos que sólo pueden permitirse los hijos de diplomáticos…

Brocha y agujas cayeron de las manos que las sostenían. En el colmo del asombro, los del garaje oyeron decir:

—Se trata de pasar unos días en la sierra y en las mejores condiciones posibles: roulotte, tienda de campaña y todos los accesorios para una estancia feliz —exclamó Héctor plantándose ante los otros, arrogante, con facha de rey mago.

—¿Sí…? —dijo Sara. Algo chocaba en aquel plan y no se sentía tan deslumbrada como Verónica y Raúl—. ¿De dónde ha salido la roulotte?

—Obsequio de la casa —dijo entonces Julio—. Me la han dejado unos amigos de papá.

—Naturalmente, hace falta un coche que tire de la roulotte, pero ya lo tenemos —completó Héctor.

Verónica y Raúl lanzaron exclamaciones sobre los maravillosos días que tenían en perspectiva. Sólo Sara y aquel crío suspicaz que era Oscar, se mantenían a la expectativa. Héctor, indiferente y alegre, dijo más:

—El chófer del coche os dejará en el lugar de la sierra que escojáis e irá a buscaros para regresar.

—«¿Os…? ¿Significa que vosotros no venís?».

—Pues no —se lanzó Julio—. Nosotros dos vamos a entrenarnos de firme para… una competición a celebrar dentro de dos semanas.

—Sí, eso —completó Héctor, mirando hacia otro lado como distraído—. Las dos chicas os quedaréis en la roulotte y los dos chicos en una tiendecita de campaña. ¡Lo que me hubiera divertido viéndoos cocinar!

Verónica y Raúl parecían algo desinflados:

—Pero si no venís vosotros… —objetó la primera.

¡Cómo relucía la mirada de Sara tras las gafas!

—A lo mejor no nos permiten ir. El comandante está muy gruñón esta temporada. Tenemos arenga diaria contra mi excesiva libertad.

(Sara siempre llamaba a su padre comandante, lo mismo que su esposa).

—Al comandante dejádmelo a mí —replicó Héctor.

Pero no estaba en casa, sino en el cuartel y llamó a Sarabel, la madre de Sara, cosa que a ella le alegró mucho, pues se aburría sola. Al principio objetó que la excursión era imposible, sin ir acompañados por una persona mayor y que el comandante se opondría.

Sin embargo, como Héctor y Julio conocían muy bien a la familia, sabían de sobra que el comandante podía gritar tanto en casa como en el cuartel, pero, al menos en casa, el mando absoluto lo ostentaban su mujer y su hija.

—Es imposible… si al menos fuerais Julito y tú…

Los aludidos parecían dispuestos a vencer toda resistencia.

—La verdad es que la roulotte es muy amplia y lleva cuatro literas —explicó el mayor de los Medina—. Podías ir tú también.

—¿Yo? —Sarabel ya lo había pensado y desechado… Si se libraba de la vigilancia de su hija y la pandilla, el comandante y ella podían pasar un fin de semana glorioso, fuera de Madrid. No, yo no puedo. Se me ocurre que quizá tía Julita quiera ir…

—¿Tía Julita? —se asombró Sara—. ¡Pero si está reumática perdida y sorda como una tapia!

—Pues por eso: el aire puro le iría bien —zanjó Sarabel.

Era también pelirroja y tan trepidante como su propia hija: a golpe de teléfono solucionó lo relativo a la compañía de la reumática y sorda señora, que accedió, a pesar de no entender muy bien de qué se trataba.

Luego aseguró que resolvería en un periquete cualquier oposición por parte de Luci, la madre de Verónica. En cuanto regresara a casa, al mediodía, hablaría con ella.

—Está hecho, chicos. ¿Cuándo es la salida?

—Mañana por la mañana —repuso Julio, satisfecho.

—A lo mejor mamá no quiere —opuso Verónica, mirando con disimulo ya a Sara ya a Raúl.

Con la mirada parecía decirles: «Si nos clavan en la sierra como a pinos, ¿quién vigilará a Héctor y Julio? ¿Cómo tomaremos parte en sus tejemanejes?».

Pero Sara le respondió a su modo, manifestando una alegría loca:

—Van a ser las primeras vacaciones de mi vida en una roulotte

Sarabel, sin pérdida de tiempo, se fue a preparar «su» propio equipaje. ¡Las cosas le salían redondas!

Al rato, Héctor y Julio hablaron de lo mucho que tenían por hacer y Oscar hizo mención de seguirles. Pero no pudo, pues Sara le retenía por la camisa.

—¿Así que nos apartamos de los planes de ellos? —preguntó Raúl.

Sara combativa, negó. Aceptarían el coche, el chófer, la roulotte y la tienda de campaña, aunque a su modo. Luego, sacando de su escondite el magnetófono, lo envolvió antes de ponerlo en manos de Oscar.

—Vuelve a casa y siempre que tengas la seguridad de que tu hermano no va a descubrirlo, utiliza esto… tendríamos que saber más cosas, pero si fracasas, ya nos arreglaremos de algún modo. Y sobre todo, mucho disimulo.

Un Oscar feliz se marchó a la carrera, luego de despedirse de Petra.

—No te entiendo muy bien… —se quejó Raúl con gesto despistado, no inhabitual en él.

—Se trata de saber dónde está esa «Villa Tolteca» y vigilar —explicó la pelirroja, saliendo del garaje.

Los otros dos iban detrás.

—Pero si vamos a estar en la sierra y encima con tu tía Julita… —se impacientó Verónica.

—Eso ya se verá. Sospecho que la tal «Villa Tolteca» no se encuentra precisamente en Madrid y me propongo averiguar dónde. Raúl, cuento contigo para la investigación.

El muchacho afirmó, sin saber de qué iba. Pero entonces Sara marchó en busca de su madre.

—Es la hora en que Luci suele regresar a casa. Anda, mamá, ve a decirle lo de nuestra excursión y recalca bien que tía Julita viene con nosotros de perro guardián.

Sarabel aceptó el encargo cerca de la madre de Verónica y Sara se precipitó hacia el listín telefónico. Pasando el índice sobre las páginas azules, repetía:

—Calle del Godo… calle del Godo… ¡aquí está el número nueve! Raúl, ¿serías capaz de imitar la voz de Julio?

—Lo procuraré.

—Ya tengo el número de la agencia de colocaciones. Te harás pasar por el muchacho que ha solicitado el empleo para «Villa Tolteca» y les rogarás que vuelvan a darte la dirección porque tienes duda de si la has recogido bien.

—A lo mejor lo fastidio todo —dijo el chico.

—Puede, pero hay que arriesgarse.

Desde luego que la imitación de Raúl no resultaba del todo buena, pero quizás pasara para quien no tuviera costumbre de oírle.

Una voz femenina atendió la llamada. Siguiendo la pauta marcada por la directora de la operación, recibió la respuesta, no tan exacta como hubiera deseado:

—La lleva usted anotada en la carta de presentación para el señor de Benavides.

—¡Oh, sí, es que…!

—No tiene pérdida: antes de llegar a Miraflores de la Sierra y dejando atrás el embalse de Santillana. Usted ha asegurado que conocía el lugar…

—Sí, sí, muchas gracias. Uno cree… no estar seguro, pero sí. Gracias otra vez.

Raúl transmitió la respuesta.

—Miraflores de la Sierra no está lejos de Madrid —explicó Verónica—. Estuve una vez con mamá, pero no sé si se va por el norte, por el sur o…

Un mapa solucionó la cuestión. No sólo la de la ubicación de la villa, sino además la de la zona. Poco a poco, perfeccionaron su plan. Le pedirían al chófer que les llevase hasta cerca de Cercedilla y luego verían el modo de desandar parte del camino, para situarse cerca de «Villa Tolteca». Después de todo, aquello era la sierra y si a Julio y Raúl se les ocurría indagar sobre el lugar donde se habían quedado, no sospecharían.

A la mañana siguiente, un coche de gran cilindrada, conducido por un chófer uniformado (el del padre de Julio), se presentaba ante la casa del comandante llevando a Oscar en el asiento delantero y a remolque la roulotte. El inevitable León, con su gesto asustado de siempre, se acurrucaba en las rodillas de su dueño.

Habían previsto llevar las «bicis» —debían de preverlo todo— y con ayuda del servicial mecánico, Raúl las depositó en el interior de la roulotte, así como el equipaje de los tres. Luego, despedidos por dos madres preocupadas que no cesaban de repetir sus consejos —Sarabel y Luci—, el coche se puso en marcha en cuanto Petra hubo entrado en él.

Verónica comentaba lo preciosa que era aquella roulotte y lo estupendo que hubiera sido que tanto Julio como Héctor fueran de la partida. Seguidamente llegaban casi hasta el centro de la capital, donde recogieron a la señora reumática y sorda que, aunque no llegaba a anciana, tampoco estaba para los trotes de aquella excursión.

Pero parecía feliz. ¡Qué muchachos más guapos! ¡Qué amables parecían! Hasta el chófer tenía un aspecto estupendo. Eso sí, todo lo entendía al revés.

¿Y dices que vamos al mar? —le preguntó a Sara.

—No, tía Julita: a la sierra.

—¿Qué parra?

—Sie-rra —repitió Sara a gritos.

—¡Ah!

Se asustó bastante de León y algo de la ardilla, pero todos a un tiempo trataron de tranquilizarla, asegurándole que ambos eran inofensivos.

—El señorito Julio me ha encargado que les lleve por la serranía de Cuenca —dijo el chófer.

—¡Oh, nos gusta más Cercedilla! —terció Sara—. Cuando veamos algún paraje acogedor ya se lo indicaremos.

Luego, por un lado de la boca, susurró para Raúl:

—Ese mequetrefe de Julio nos mandaba a las antípodas.

La verdad es que estaban contentos, aunque nerviosos. Escapar de Madrid y su agobiante calor les resultaba maravilloso. En el fondo, todos deseaban que llegase la noche: las chicas y la señora para estrenar la roulotte y los chicos la tienda de campaña. Tía Julita se sintió romántica enumerando las delicias del campo, que nadie escuchaba.

Luego, al ascender muy cerca de tupidos pinares, todos respiraban con fruición. Al rato se repartieron codazos, pues en una bifurcación divisaron el siguiente indicador: «Embalse de Santillana, 2 km».

El chófer seguía hacia Cercedilla, sólo que al momento, Sara le llamó la atención:

—¿Quiere detenerse, por favor? Este lugar es precioso bueno para acampar y con agua.

El mecánico obedeció. Después de todo, antes terminaría su trabajo.

Así que desenganchó la roulotte junto a un manantial y quedó en regresar a buscarlos cuatro días después, o sea, el lunes.

—¡Qué sitio tan precioso! —se extasiaba la señora—. ¡Qué fresquito y qué higiénico!

—¿Armamos la tienda? —preguntaba Oscar, impaciente.

—No se saca nada —ordenó Sara.

Luego se unió a la anciana, hablándole cerca del oído:

—¡Qué fallo, tía Julita! La humedad de ese manantial va a perjudicarte… Si encontráramos a alguien que quisiera remolcarnos a cierta distancia…

La pobre señora estaba atónita y no decía esta boca es mía. Plantados todos en la carretera y después de varios intentos frustrados, se detuvo un camión que aceptó remolcarles por el camino transversal que conducía al pantano, por la ruta de Miraflores de la Sierra.

Y se quedaron aparcados no lejos del embalse, en un lugar agreste y bonito, agradecidos al amable caballero de la carretera que tuvo la gentileza de llevarles hasta allí.

—Sarita, hija —dijo la señora—, nos hemos ido del otro lado porque había un chorrito de agua y aquí hay tanta como para anegar el mundo entero.

Oscar saltó:

—Es un agua muy seca…

A Verónica le entró la risa. Sara, muy seria, se alejó por entre unas matas, dando la espalda a sus compañeros.

De pronto, ante el respeto que inspira la naturaleza en todo su esplendor, se sintió culpable de infinidad de cosas. Sin darse cuenta, se encontró llorando.

Muy pronto, Petra se le subía al hombro y su fidelidad sólo le sirvió para estimular al máximo la cuerda de su sentimentalismo.

El pobre y despistado Raúl, mirando la espalda de Sara a algunos metros sobre el talud, tuvo una sospecha y la siguió. Y Verónica, que no se había dado cuenta de nada, le siguió a él. Oscar, que convergía inevitablemente en toda reunión, apareció en medio de los demás.