I. PIQUES ENTRE «LOS JAGUARES»

Sentadas junto a la puerta del garaje de casa de Sara, lugar llamado pomposamente por «Los Jaguares» la «sala de juntas», Sara y Verónica se dedicaban a tricotar. No es que fueran especialmente hacendosas ni que la tarea les entusiasmara. ¡Oh, no! Era que la señora Bellido, madre de la pelirroja Sara, se había empeñado en convertir a ambas, durante aquellos días de vacaciones, en «unas mujercitas de provecho», según su propia expresión.

Pero quizá esto tampoco entusiasmaba a las chicas, pues Verónica, con la melena tapándole parte de la cara, dejaba escapar unos suspiros que partían el alma y Sara, malhumorada, dejaba caer punto tras punto, de modo que el jersey estaba quedando de pena.

—¡Puaf! —exclamó Sara—. Ya se me ha perdido otro punto. Esto no va a ser un jersey, sino el buñuelo del siglo.

—Si al fin lo terminas… —suspiró una vez más Verónica—. Yo, por más que lo intento, nunca salgo de la misma vuelta. Cuando acabe el mío, me habré convertido en una ancianita achacosa.

Al oír aquello Raúl, el forzudo de «Los Jaguares», inmovilizó un rastrillo con que limpiaba el césped del minúsculo jardín de la casa de su compañera. Fervorosa la mirada, exclamó:

—¡Eso es tan improbable! Tú siempre serás una chica en lo mejor de la juventud…

Se oyó un «¡Je…!» bastante sospechoso, procedente de Sara. Desde luego, Raúl era un pedazo de pan, pero no resultaba nada divertido, aunque para su madre fuera un colaborador de primer orden. Quizá se aprovechaba un poco de aquella bondad infinita y de la fuerza de sus brazos. En aquellas vacaciones había arreglado las tejas del alero, pintado la cerca, las ventanas… Claro que se pasaba todo el día allí.

En cambio, «los otros» habían desertado. El calor resultaba pegajoso y las moscas más pegajosas todavía…

—Desde luego, no han sido nada considerados —murmuró la pelirroja, dejando caer otro punto.

Y su compañera, que sacaba la punta de la lengua con angustia cada vez que llegaba al punto de revés, recogió la alusión.

—A eso lo llamo yo desertar. Podíamos haber pasado unas vacaciones tan estupendas…

—La gente importante —terció Raúl— ya se sabe, tiene más compromisos que la no importante…

Se estaban refiriendo al resto de «Los Jaguares». Los Medina, Julio y el pequeño Oscar, estaban con su padre en casa de unos amigos, junto a un lago, donde practicaban el esquí acuático; y en cuanto a Héctor, considerado jefe de grupo por los demás, realizaba una excursión arqueológica reconociendo ruinas cartaginesas.

—¡Ruinas cartaginesas…! —protestó la preciosa Verónica, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Considerando que estamos finalizando el siglo XX, no creo que sirvan para mucho… Bueno, quizá mi cultura deja bastante que desear.

—¡Oh, no! Tú eres perfecta —aseguró Raúl con calor.

Y el rastrillo se le fue nuevamente de las manos. La verdad era que aquella casi esclavitud, los trabajos forzados, el calor y las moscas se les antojaban insoportables pensando en la suerte de sus compañeros.

—Bueno, después de todo, los conocimientos son los conocimientos —barbotó Sara, perdiendo otro punto—, pero irse a practicar el esquí acuático dejándonos a nosotros en este horno de Madrid, me parece una desconsideración. Y eso, además, no deja huellas…

—¡Oh, sí! —la corrigió su compañera—. Un buen bronceado.

Al mismo tiempo se dio un cachete en la cara, tratando de zafarse de una mosca. Luego, con los ojos muy abiertos, se apartó la melena, pues las dos figuras que habían surgido en la puerta de la cerca se le antojaban irreales. Era la una muy alta, como la ele y la otra baja, como la i.

—Los del buen bronceado os saludan —dijo alegremente Julio, entrando en el jardín.

El pequeño Oscar exclamó:

—¡Yupi… Jaguares!

Antes de que las chicas tirasen el punto y Raúl su rastrillo, un ser de poblada cola, saliendo del garaje como una centella, se lanzó en brazos del menor de los dos hermanos, que le acogió con placer. Sin embargo, aquel ser, que no era sino Petra, la ardilla de Sara, trocó muy pronto su alegría en una actitud hostil. Había visto a León, el mono de Oscar, a espaldas de su dueño y ella no lo podía ver ni en pintura. Lanzando el más escalofriante de los chillidos, se abalanzó sobre el monito, que empezó a gemir aterrado.

Entre todos, separaron a los contendientes y la paz se restableció. Luego León fue a esconderse tras un arriate y Petra, con desdén olímpico, se volvió de espaldas al grupo, levantando orgullosamente su cola.

Realmente, los dos hermanos presentaban un aspecto espléndido. Raúl, inconscientemente, se atusó el pelo, se secó la frente y estiró el más viejo de sus pantalones, que era el que llevaba puesto en aquel momento.

Julio, con simpática sonrisa, alargó a las chicas la gran caja de dulces que hasta entonces tuvo bajo el brazo.

Ellas se miraron. ¿Cómo exteriorizar protesta alguna, si era tan atento?

—Es de parte de los dos —puntualizó Oscar, irguiéndose sobre los talones.

Bueno, Raúl también estaba contento. Su fervor, aunque con algún grado menos de romanticismo, alcanzaba también a los componentes masculinos de «Los Jaguares» y del contenido de aquella caja algo le tocaría…

Pasados unos segundos de su triunfal llegada, Julio ocupaba la única silla de mimbre realmente cómoda que había en el jardín.

—¿Se sabe algo de Héctor? —preguntó.

—No. A lo mejor se ha convertido en momia cartaginesa —repuso Sara.

Y la voz de Héctor, bien timbrada, alegre, se dejó oír:

—¡La momia cartaginesa saluda a «Los Jaguares!».

—¡Héctor…! ¡Qué estupendo!

—¡Yupi…! ¡Ya estamos todos! —estalló Oscar, fuera de sí.

Sí, Héctor estaba de vuelta de su excursión cartaginesa y las mejillas de las chicas se colorearon de placer. ¡Adiós calor, moscas y… tricot! Ahora todo sería maravilloso. Inventarían algo fenomenal, llevarían una vida trepidante.

Dentro de la casa, la madre de Sara oyó el bullicio y se acercó a la ventana. Se le escapó un desilusionado «¡oh!». Seguro que las sillas de la cocina se le quedaban sin pintar… En fin, ella era una entusiasta de aquella simpática pandilla… ¡qué se le iba a hacer!

Los recién llegados contaban sus respectivas experiencias, pero como hablaban todos a un tiempo, ninguno echó de ver que Héctor estaba menos parlanchín que Julio, cuando solía ser al revés.

De pronto, Oscar exclamó:

—¡Oh, chicas, qué amables sois! León se pondrá muy contento con la ropa de punto que le estáis haciendo para el invierno…

León, que procedía del Brasil, tenía siempre frío y Oscar le abrigaba en invierno como a un recién nacido.

Junto a la ventana del salón, Sarabel, la madre de Sara, se llevó las manos a la cabeza. Entre dientes, dijo:

—¡Adiós jerséis!

A la animada conversación de los primeros momentos había seguido un trabajo de mandíbulas, mientras vaciaban la caja de dulces.

Héctor empezó a mirar con insistencia a Julio… No parecía sino que intentara transmitirle un mudo mensaje, lo que hizo muy disimulado, pues, al menos, dejaron de captarlo aquéllos a los que no estaba dirigido.

—Esto ha estado bien —dijo Héctor levantándose de la hierba, con un gesto hacia la caja de dulces casi vacía—, pero podemos completarlo con unos helados. Anda, Julio, vamos tú y yo a comprarlos.

¿Cómo? Sara se puso en pie de un salto. Después de los días de aburrimiento que habían pasado no era cosa de consentir que aquellos dos se fueran y, hablando de marcas deportivas y curiosidades cartaginesas, se hiciera de noche antes de que pensaran en volver.

—Vamos todos —dijo.

En la puerta estaba ya Verónica, que se había adelantado a sus pensamientos.

Los seis en grupo fueron hasta la heladería. Compraron los helados, se los comieron y Héctor dijo, mirando hacia el punto más lejano de la calle:

—Tengo que volver pronto a casa…

—¿Sí…? —las chicas sintonizaban la pregunta y la decepción.

—Sí, lo siento, ya nos veremos mañana. ¿Vienes, Julio?

La segunda decepción de ellas fue que el «larguirucho», como llamaban al más alto del grupo cuando no se amoldaba a sus deseos, se apresurase a aceptar la invitación.

Raúl luchaba entre su deseo de marcharse con ellos y el de quedarse con las chicas.

—Pero… si acabáis de llegar —protestó Verónica.

—Eh… bueno, ya nos veremos mañana… Oye, grandón —Héctor se dirigía a Raúl—, no es cosa de que por nosotros dejes solas a las chicas. Puedes quedarte.

—Sí, claro…

—Hasta mañana, Jaguares —dijo Julio, empezando a alejarse a grandes zancadas, ignorando el disgusto que su precipitada marcha producía.

Entre la decisión de los dos mayores y el apabullamiento de los que habían estado soportando el calor de Madrid, se produjo una actitud intermedia: la de Oscar. Al mirar ya a unos, ya a otros, su expresión, que a simple vista parecía muy inocente quizá debido a sus ojos azules, su pelo rubio y sus facciones tan correctas que hubiera podido pasar por una niña, se tiñó de picardía. Era como si se dijera: «¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde encajo yo?».

Y como aquel chiquillo salía inmediatamente de dudas, levantó alegremente la mano en dirección a las chicas y Raúl:

—Hasta mañana…

Julio giró en redondo.

—Oye, mico, no es necesario que vengas. Anda, no te sacrifiques…

—¡Oh, Jul! —empezó Oscar con su manía de abreviar nombres—. Sabes que nunca mido los sacrificios…

Y seguía caminando, emparejado a su hermano.

Héctor apenas pudo reprimir un mohín de contrariedad. Con cierta impaciencia, se quitó el mechón que le caía sobre la frente.

—Las chicas se van a sentir muy tristes; quédate, Oscar.

Oscar y también León, más que nunca, estaban dispuestos a formar en las filas de los desertores.

—Para qué, si lo que realmente las deja tristes es que os vayáis vosotros.

León, de un salto, se le subió al hombro.

—Mico, insolente… —explotó Julio, lanzándole un papirotazo.

Pero como el chico era todo un experto en eludirlos, con un ligero esguince, se zafó. Luego continuó su camino calle adelante, tan campante.

Héctor, sabiendo que el pequeño estaba decidido a seguirles, tuvo que resignarse a que les acompañara.

—Julio, ¿no crees que los chicos de la edad de tu hermano deben ir con los que tienen sus mismos años?

—¿Yo con críos inmundos? ¡Brrr…! —desdeñó el menor de los Medina.

Comprendiendo que tenía perdida la partida, el mayor, con gesto displicente, las manos en los bolsillos, barbotó:

—Estoy harto de repetirle lo mismo una y otra vez, y ya ves…

Había amanecido otro día radiante y caluroso. La madre de Sara podía sentirse satisfecha, pues a las diez llegó el fiel Raúl y sin que tuviera que emplear más que una pequeña alusión, el muchacho se llevó las sillas de la cocina al garaje e inmediatamente empuñó el pincel hasta con alegría.

—Eres el muchacho más agradable del mundo… —le premió Sarabel.

Al rato, Sara llegó para contemplar la operación. Apenas pasados unos segundos, se fue a casa de Verónica, que vivía al lado y, media hora después, ambas estaban en el garaje con la cara de aburrimiento más larga que el muchacho les había conocido.

—Supongo que tendremos que ponernos a tricotar —empezó Verónica, para acabar con un tremendo suspiro.

Con el pincel en alto y goteando pintura roja, Raúl propuso:

—También podíamos ir a remar al lago de la Casa de Campo…

Los ojos le chispeaban de ilusión.

Mientras lo pensaba, Sara se tiró de la coleta.

—Puede que vengan ésos… —apuntó.

—¿Y si les telefoneáramos? —apuntó Raúl. En el fondo, estaba harto de pintura.

Pero aquella mañana, o Verónica estaba muy quisquillosa o había desayunado orgullo:

—¡Ni hablar! Si quieren ir solos, que vayan. Después de todo no nos hacen falta… En cuanto queramos podemos tener otra pandilla.

Raúl afirmaba a cabezazos, pero encogiéndosele el corazón. Varios de sus compañeros de clase no deseaban más que formar pandilla con sus «chicos jaguares» y algunos de los muchachos del barrio, por cualquier tontería y con la menor excusa, se detenían ante aquellas dos casas… ¡A lo mejor venían otros y se las quitaban! Y la creación de «Los Jaguares», el mantenimiento de su unidad, le parecían a Raúl la cosa mejor del mundo. No quería ni pensar en que se disolviera la pandilla. Si los culpables eran Héctor y Julio y para evitar lo peor tenía que andar a puñetazos con ellos… ¡Andaría a puñetazos!

¡No faltaba más!

Y así, entre preocupaciones y descontento, transcurrió media hora. Y de pronto Petra, que también andaba tontorrona y perezosa, se enderezó, tendiendo el oído, antes de salir disparada hacia la empalizada.

—¡Vaya! Por lo menos Oscar sigue siendo fiel —comentó Sara, haciendo saltar con un gestecillo las gafas sobre su nariz.