Nota editorial:

A pesar de mis dudas relativas al estilo o, para ser más precisos, de la falta de él, considero que sería útil incluir aquí el único relato de un testigo de la movilización del 597.0 que he podido encontrar a estas alturas. Tal vez los lectores con un gusto refinado por la lengua gótica prefieran pasar por alto este fragmento. A aquellos de ustedes que deseen perseverar; mis excusas.

Extracto de Como un fénix de entre las llamas: la fundación del 597.º,

por la general JENIT SULLA (retirada), 097.M42

Imaginen, si pueden, la espantosa sensación de inutilidad que pesaba sobre nosotros en aquellos días tan oscuros. Mientras la ciudad que habíamos venido a proteger era consumida por el fuego a nuestro alrededor, las llamas de nuestra impaciencia ardían con no menos furia en nuestros pechos. Porque ahí estábamos, guerreros que habíamos prestado juramento al Bendito Emperador, obligados sin saber por qué a mantenernos fuera de la contienda en la que todos nosotros, mujeres y hombres, deseábamos participar. No obstante, contuvimos nuestra mano. Por amargo que fuera el deber no nos mostrábamos menos inflexibles; ¿acaso no habíamos jurado obedecer? Y obedecimos, a pesar de la angustia que a todos nos producía nuestra forzada inactividad, hasta que por fin el general supremo dio la orden de movilizarnos.

Creo hablar realmente en nombre de todos cuando digo que al recibir la noticia de que nuestro regimiento, de reciente formación y todavía sin estrenarse, iba a avanzar a la cabeza de esta magnífica empresa, sentimos que nuestros corazones se henchían en nuestros pechos, llevados en alas del orgullo y por la determinación de demostrar que el general supremo no había depositado en vano su confianza en nosotros.

Mientras conducía a mi pelotón hacia nuestros Chimeras pude ver a todo el regimiento en formación y listo para entrar en batalla por primera vez, y fue una visión que me enardeció. Docenas de motores rugían, y nuestros Sentinels formaban junto a nosotros. Noté que el capitán Shambas sonreía abiertamente mientras comprobaba el lanzallamas con que estaba equipado su aguerrido corcel, e hice un alto para intercambiar con él algunas palabras.

—Me encanta el olor del promethium por la mañana —me dijo.

Yo asentí, comprendiendo su prisa por lanzar el fuego depurador del justo castigo contra los enemigos del Emperador.

Al montar en mi Chimera de mando y ocupar el puesto habitual en la torreta superior, no dejaba de volver la cabeza hacia atrás esperando un atisbo del legendario comisario Cain, el hombre cuyo valor y celo marcial era una inspiración para todos nosotros y cuya dedicación y generosidad nos habían transformado de una ralea indisciplinada en una unidad de combate excepcional que incluso el general supremo consideraba digna de notoriedad. Sin embargo, no se lo veía por ninguna parte. Sin duda estaría ocupado otorgando el beneficio de su sabiduría a quienes tenían en sus manos la misión de forjar nuestra victoria final. En realidad, la voluntad del Emperador fue que no posara mis ojos en él hasta esa confrontación suprema final que ha pervivido en los anales del honor hasta nuestros días. Al final, la coronel Kasteen subió a bordo de su propio Chimera y dio la tan ansiada orden de avanzar.

Nuestra partida, acompañada de las ovaciones y miradas de envidia de los regimientos menos afortunados, debió de ser todo un espectáculo. Debo admitir, no obstante, que fuera del perímetro mi ánimo decayó un poco al ver la devastación que se ofrecía a nuestros ojos.

Civiles de mirada hundida nos observaban desde sus hogares en ruinas, y a menudo nos lanzaban insultos y pedradas. De nada servía protestar diciendo que este yermo de desolación no era culpa nuestra, porque estaban en todo su derecho de esperar la protección contra los invasores tau y los habíamos dejado indefensos. En todas partes había edificios en llamas y cadáveres en profusión, muchos de ellos con uniforme de la FDP, algunos modificados con franjas de tela azul para proclamar su alianza con los expoliadores alienígenas. Sin embargo, aquello no les había reportado ningún beneficio, y habían recibido la recompensa que les espera a todos los traidores, aunque sólo Su Divina Majestad sabía si la habían recibido de manos de sus compañeros más leales o de los intrusos a los que habían tratado de aplacar.

De los propios tau vimos muy pocos vestigios, salvo algún que otro tanque redondeado acechando desde el extremo de una calle, o un diablo que a toda velocidad se situaba junto a nosotros y nos acompañaba a lo largo de una o dos manzanas. No obstante, en su mayor parte parecían conformarse con observarnos a través de sus proyectores de imágenes panorámicas que flotaban como platillos volantes sobre los tejados o revoloteaban alrededor de nuestros vehículos como moscas en torno a un grox. De no haber sido por las órdenes que habíamos recibido, estoy segura de que muchos habrían sido derribados por nuestros francotiradores. Pero a pesar de lo intolerable que resultaba esta provocación, ninguno de los que formaban nuestras estoicas filas faltó a la palabra empeñada abriendo fuego.

Sólo cuando nos acercamos al recinto del palacio del gobernador empezó la verdadera resistencia, y fue de un calibre que no nos esperábamos porque no había motivo para ello.