DIECISÉIS
La vida es mucho más fácil cuando tienes a alguien a quien echarle la culpa.
GILBRAN QUAIL,
Ensayos Reunidos
—¡Traidor! —Jurgen levantó el rifle de fusión y dio un decidido paso adelante, interponiéndose entre nosotros y el gobernador renegado. Grice torció el rostro en una mueca evidente mientras mi ayudante se le acercaba, a pesar de que su permanente olor no era más fuerte que de costumbre, y a continuación volvió a apretar el gatillo. El rayo explotó contra el casco desmesurado que protegía la cabeza de Jurgen, lanzándolo hacia atrás en medio de una lluvia de ceramita hecha pedazos; pero gracias al Emperador esta vez no había penetrado, la robusta armadura lo había protegido de la muerte horripilante que había tenido Sorel. Se tambaleó hacia atrás, cayendo sobre nosotros, por lo que ambos fuimos a sostenerlo instintivamente, dejando caer nuestras armas al hacerlo. Mi pistola y la diminuta pistola bólter de Amberley rebotaron con un ruido sordo sobre la alfombra, y mi espada sierra, aún activada, fue dando vueltas hacia una esquina, donde comenzó a roer con energía el rodapié.
—Aún está vivo —le dije a Amberley, buscándole el pulso en el cuello a Jurgen y cargando todo su peso sobre mí. Después de todo, pensé, si Grice disparaba de nuevo yo estaría bien protegido ahí detrás.
—No por mucho tiempo si no lo apartáis de mí —amenazó Grice.
—Eres uno de ellos —afirmó Amberley rotundamente, como si aquello simplemente confirmara sus sospechas. Avanzó otro paso hacia él, Grice la apuntó. Observé la escena con cierta agitación, ya que a pesar de estar aún protegida por el milagroso campo trasladados ella misma me había dicho que no era del todo fiable, y aun cuando su magia funcionara otra vez, su repentina ausencia me dejaría a mí a merced de otro disparo.
Me dejé caer un poco, como si el peso de Jurgen fuera mayor del que realmente era, e intenté alcanzar con la mano el rifle infernal que aún llevaba colgado del hombro. El gobernador hizo una mueca que, bien pensado, no era del todo humana, y me eché en cara mi incapacidad para haberlo notado antes. El volumen excesivo bajo sus ropas no era el resultado, como había supuesto en nuestro primer encuentro, de una vida demasiado regalada y de la conocida endogamia de la mayor parte de las familias de la nobleza[57], sino que se debía a algo mucho más siniestro.
—La progenie sobrevivirá —afirmó—. Surgirá un nuevo patriarca…
—Pero tú no lo verás —le espeté. Giré el rifle infernal bajo la axila húmeda y olorosa de Jurgen y apreté el gatillo.
El rayo láser sobrecargado atravesó el aire entre nosotros como un chillido, abriendo un cráter humeante en un costado del pecho del gobernador, y por un instante sentí el júbilo de la victoria. Duró poco, sin embargo, ya que ante mi horrorizado asombro no cayó, simplemente giró hacia un lado a velocidad inhumana y volvió a apuntarme con la pistola bólter. Se veían gruesas placas de quitina bajo lo que quedaba de su túnica, y un tercer brazo deforme emergió del agujero. A pesar de las náuseas, un repentino rayo de comprensión sacudió mi cerebro.
—¡Tú eras el asesino! —dije con un grito sofocado.
Una vivida imagen mental de los acontecimientos de aquella noche fatídica surgió en mi cabeza. Con un arma escondida en aquella mano adicional oculta, podría haber disparado al embajador tau antes de que nadie tuviera la más mínima sospecha de sus intenciones asesinas, y cualquier desarreglo en su ropa al retirarla habría pasado desapercibido en la confusión del momento. Desde luego yo sólo había visto dos manos vacías y a un El’hassai histérico que, debo admitirlo aunque me cueste, había tenido razón todo el tiempo.
—¿Cómo llegó a esa conclusión? —preguntó Amberley con ironía, lanzándose a por el arma que había soltado.
Intenté volver a apuntar con el rifle infernal, pero la correa estaba enredada en el brazo de Jurgen, y el peso muerto de mi ayudante inconsciente me lo impedía. Cuando la pistola bólter de Grice volvió a apuntarme ya sabía que no iba a salir de aquélla.
Entonces, durante un bendito segundo, dudó, aun moviéndose a una velocidad sobrenatural, y volvió a apuntar a Amberley. Supongo que se dio cuenta de que ella alcanzaría su pistola bólter y lo abatiría si no lo hacía él antes. Intenté lanzarle un grito de advertencia, pero apenas pude proferir la primera sílaba de su nombre, atenazado por el terror, antes de que disparara.
La descarga impactó contra el suelo, haciendo trizas la pistola que casi había alcanzado con las puntas de los dedos y lanzando astillas de madera por los aires, pero una vez más fue trasladada de repente a otro lugar. Una exclamación totalmente impropia de una dama y el ruido de algo delicado al romperse unos metros más allá me dio a entender que había chocado con una de las mesas auxiliares derribando su correspondiente adorno de porcelana[58].
Grice se quedó desconcertado justo el tiempo suficiente para que yo pudiera tirar del recalcitrante rifle infernal lo suficiente para dispararle de nuevo, lo cual hizo un estropicio tremendo con aquellos elegantes paneles de madera pero por desgracia ni siquiera rozó al gobernador contaminado. Se dio la vuelta, siguiendo el ruido del aterrizaje de Amberley, justo a tiempo para verla ponerse en pie con la destreza de una experta en artes marciales.
—Considérese relevado de su cargo —le dijo ella, apuntándolo con un dedo acusador como si fuera un tutor de la universidad sermoneando a un mal estudiante. Por toda respuesta él lanzó una carcajada, moviendo el arma para apuntarla otra vez. En ese momento, el anillo labrado en el que me había fijado en nuestro primer encuentro emitió un intenso destello. Grice se tambaleó, cayendo hacia atrás y llevándose dos manos al cuello. La tercera siguió aferrando la pistola bólter, que hizo un disparo al aire mientras caía de rodillas. Su rostro se convulsionaba como si le faltara el aire, y se oscureció con la sangre que se coagulaba mientras empezaba a echar espumarajos amarillentos por la boca.
—Inyector digital —explicó Amberley, pasando con delicadeza sobre el cadáver sacudido por espasmos—. Me han contado que la toxina es terriblemente dolorosa.
—Bien —dije, lanzándole un puntapié malintencionado al antiguo gobernador y esperando que aún estuviera lo bastante consciente como para notarlo antes de expirar.
—¿Cómo está Jurgen? —Lo cogió por el otro hombro y me ayudó a tumbarlo en el suelo. Comencé a quitarle cuidadosamente lo que quedaba del casco.
—Mal —dije, con una voz sorprendentemente preocupada. Había mucha sangre, pero casi toda parecía provenir de heridas superficiales causadas por la armadura hecha pedazos. Lo más preocupante era el fluido de color claro que se entremezclaba con ésta—. Me parece que tiene una fractura en el cráneo.
—Creo que tiene razón. —Empezó a practicarle primeros auxilios con una rapidez y una eficacia que me resultaron asombrosas—. Será mejor llamar a una unidad sanitaria.
Maldiciéndome por mi estupidez, activé mi transmisor, dándome cuenta tarde de que habría podido enviarle un mensaje a Kasteen ahora que estábamos de nuevo en la superficie. Sin embargo, descubrí con asombro que todos los canales de mando estaban saturados de tráfico y me volví hacia Amberley con el sabor amargo del fracaso quemándome la garganta.
—Demasiado tarde —dije—. Al parecer la guerra ya ha empezado.
—Entonces tendremos que detenerla —afirmó con pragmatismo, con la atención puesta todavía en Jurgen. En ese momento, sin darme cuenta de lo importante que era, sencillamente estaba agradecido de que se preocupara tanto por su bienestar, e incluso encontré tiempo para maravillarme de su espíritu infatigable. Si alguna vez una mujer pareció capaz de detener una guerra generalizada con una sola mano, era ella. Estaba a punto de responder cuando una explosión atravesó la pared, arrojándome de nuevo al suelo y salpicando de escombros lo que quedaba de la elegante decoración.
—Qué diabl… —farfullé, buscando mi pistola. Justo había conseguido agarrarla cuando unas siluetas humanas con armadura entraron en tropel por el nuevo agujero, apuntando con pistolas láser. Tras ello, me fijé distraídamente, alguien estaba destrozando el jardín. Conseguí detenerme justo antes de disparar al reconocer la armadura de la Guardia Imperial.
—¡Levántense! ¡Despacio! —gritó una voz familiar, que a continuación sonó llena de asombro—. ¡Comisario! ¿Es usted?
—Ahora mismo no estoy del todo seguro —respondí. Kasteen me miró escrutadora durante un largo instante antes de fijarse en el aspecto desaliñado de la inquisidora; entonces su mirada se dirigió hacia las figuras postradas de Jurgen y el gobernador. Señalé en dirección a mi ayudante—. Necesita atención médica —dije, y después, por alguna razón, me fallaron las piernas.
* * *
—¿No hay duda, entonces? —Kasteen había escuchado nuestro relato en silencio, o al menos la parte que Amberley había querido contarle, y yo me había pasado la última media hora asintiendo, diciendo «sí, de veras», y otros comentarios útiles similares, y gorroneando la taza más grande de infusión de hojas de tanna que había podido encontrar. Podríais pensar que no era la cosa más fácil de obtener en un campo de batalla, pero éstos eran valhallanos, después de todo, y no tardé mucho en descubrir a un grupo de combate que lo estaba preparando una vez que hubo pasado el peligro inmediato.
Broklaw corría de un lado a otro como corresponde a un buen subcomandante, explicándoles a los soldados que tenían que asegurar el perímetro y limpiar los túneles que estaban debajo de lo que quedaba del palacio, y una vez dejé a Jurgen a salvo y de camino al puesto médico, me deleité con la oportunidad de disfrutar de la sensación del sol en mi rostro y de la sorprendente revelación de que, contra todo pronóstico, había conseguido sobrevivir una vez más.
—Ninguna —respondió Amberley—. El cuerpo es la única prueba que necesitamos. Grice era un híbrido de genestealer, y mató al embajador para tratar de provocar una guerra. Toda la muerte y la destrucción que sembró en la ciudad también formaba parte del plan.
—Por la gracia del Emperador —suspiró Kasteen, horrorizada ante la perspectiva—. Su propia gente sacrificada a miles… Bastardo.
—Su propia gente eran los genestealers —intervine—. El resto de nosotros, humanos, tau, incluso los kroot, nunca fueron para él más que forraje para las flotas colmena.
—Exacto. —Amberley se puso seria un momento, antes de que la sonrisa despreocupada de siempre volviera a su rostro inmediatamente; pero me encontré pensando que era una sonrisa forzada—. Y si no hubiéramos sobrevivido, las cosas podrían haber salido de forma muy diferente.
—Todavía pueden salir así —dije, señalando las corpulentas siluetas de los diablos tau alrededor del perímetro y los curiosos vehículos redondeados que planeaban sobre la hierba. Los soldados tau comenzaban a bajar de algunos de ellos, mirando a nuestros soldados con desconfianza, pero hasta ahora, al menos, las dos fuerzas se mantenían a distancia—. ¿Podemos confiar en ellos ahora que no tenemos un enemigo común?
—Al menos por ahora —asintió Amberley. Podría haber dicho más, pero fuimos interrumpidos por un grito repentino que provenía de las ruinas.
—¡Han encontrado supervivientes! —Kasteen se apresuró a acudir a donde un pequeño grupo de figuras estaba saliendo de las ruinas del palacio. Amberley y yo intercambiamos miradas, compartiendo un presentimiento mudo, y corrimos tras ella tan rápido como pudimos. Ahora que estábamos a salvo, el cansancio por los esfuerzos realizados nos había arrollado como un terremoto, y sentí cómo me crujían los músculos de las pantorrillas mientras trataba de no quedarme atrás.
Incluso antes de alcanzarlos vislumbré un destello de cabello rojo, así que me sorprendí muy poco cuando el equipo de búsqueda (uno de los escuadrones de la sección de Sulla, creo recordar, pero no estoy seguro de cuál) se apartó para mostrar a Velade y Holenbi, cada uno apoyado en un soldado que lo rodeaba por los hombros con un brazo, cogidos de la mano como un par de adolescentes. No exagero si os digo que tenían una pinta infernal, pero supongo que eso es lo que cabía esperar; los uniformes rasgados y vendas empapadas de sangre donde el médico del escuadrón les había aplicado vendajes para las peores heridas. Holenbi me miró confuso y desconcertado, pero eso no era nuevo.
—¿Dónde los encontraron? —le pregunté al sargento que estaba al mando y que me saludó con elegancia.
—Abajo, en los túneles, señor. La teniente Sulla nos dijo que nos desplegáramos y asegurásemos el perímetro bajo tierra, y estaban a medio klom de distancia. Deben de haber tomado parte en una lucha infernal, señor.
—¿Velade? —pregunté con suavidad. Volvió la cabeza hacia mí, con la mirada desenfocada—. ¿Qué ocurrió?
—¿Señor? —Arrugó la frente—. Estábamos luchando, Tomas y yo.
—Estaban por todas partes —interrumpió la voz de Holenbi, como distante.
—Entonces el techo se desplomó y perdimos a los demás. Así que tuvimos que abrirnos paso peleando.
—Ya veo. —Asentí despacio y miré a Amberley. La misma duda empañaba sus ojos. Me volví hacia los soldados desaliñados, a continuación cogí mi pistola láser y les disparé a la cabeza antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.
—¿Qué diablos…? —exclamó Kasteen, llevando la mano instintivamente a su pistola bólter hasta que el sentido común se reafirmó e interrumpió el gesto.
Me dirigió una mirada llena de odio, con la mandíbula apretada, y los soldados que nos rodeaban se detuvieron conmocionados, con expresión furiosa y confundida. Tuve una súbita sensación de déjà vu, un recuerdo espontáneo del comedor a bordo del Cólera Justa. Por un instante me sentí terriblemente inseguro, temiendo haber cometido un espantoso error, pero entonces volví a mirar a Amberley en busca de apoyo. Asintió con un gesto apenas perceptible, y me sentí algo mejor. Al menos, si estaba equivocado, una inquisidora también lo estaba. Algo que no me ayudaría mucho a reinstaurar la moral del regimiento, pero al menos no sería el único que después se sentiría avergonzado.
—He visto esto antes —declaré, dirigiéndome a Kasteen directamente pero hablando lo suficientemente alto y claro para que me oyera todo el mundo—. En Keffia. —Cogí el cuchillo de combate del arnés del sargento y me arrodillé junto al cuerpo de Holenbi. Desgarré la ropa para mostrar una herida pequeña y profunda bajo el tórax. La abrí, ignorando los gritos ahogados de los que me rodeaban, horrorizados, y palpé con los dedos manchados de sangre. Después de un instante encontré lo que esperaba encontrar: un pequeño ovillo de materia orgánica fibrosa.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Kasteen, mientras Sulla vomitaba con gran aspaviento.
—Un implante de genestealer —le explicó Amberley—. Una vez se aloja en un huésped, gradualmente transforma su identidad genética haciendo que los descendientes sean híbridos. Una generación o dos después empiezan a conseguir individuos de pura cepa junto con híbridos que son difíciles de distinguir de los humanos, y la contaminación se sigue expandiendo. —Señaló una herida similar en el torso de Velade—. Ambos fueron implantados cuando los genestealers los atraparon.
—Lo que los delató realmente fue la desorientación —añadí—. El implante manipula la química del cerebro, así el huésped ignora que ha sido infectado. Todo lo que recuerdan es una impresión confusa de haber estado luchando, y suponen que han escapado.
—A menudo se confunde con la fatiga de combate —concluyó Amberley—. Por suerte, el comisario conocía la diferencia, si no su regimiento hubiera ido dejando sectarios de genestealers allí donde se desplegaran.
—Ya veo. —Kasteen hizo un único gesto de asentimiento, con brusquedad, y se volvió hacia el sargento—. Quemen los cuerpos.
—Una sabia precaución —admitió Amberley mientras los tres nos alejábamos y el sargento iba a buscar un lanzallamas.
—¡Coronel! ¡Comisario! —Broklaw nos hacía gestos desde la rampa de un Chimera de mando—. Una de nuestras patrullas encontró también a varios tau ahí abajo. ¡Están volviendo ahora mismo a la superficie!
Amberley y yo nos miramos y fuimos a recibir a los supervivientes del shas’la con el que habíamos topado en los túneles. Noté una agitación en mi interior mientras el pequeño grupo, reducido ahora a tres, salía tambaleándose a la luz del sol. Uno había perdido su casco y entornó los ojos ante la repentina claridad. Me estremecí y sentí que me tragaban las sombras cuando un transporte de tropas Mantarraya pasó sobre nosotros y aterrizó para recibirlos. Parecían desorientados, era cierto, pero seguramente estaban tan cansados como nosotros, y no podía estar seguro de la causa. Éstos eran alienígenas, después de todo, y no podía estudiarlos de la misma manera que a los de mi propia raza.
Así que me quedé allí, paralizado por la indecisión, mientras subían la rampa tambaleándose y entraban en el transporte ayudados por sus compañeros. Ya era demasiado tarde, de todos modos. Al alejarme, enfermo por la aprensión, me encontré con que Amberley me miraba con lo que sólo puedo describir como una sonrisa de satisfacción.
Por alguna razón, aquello no me levantó la moral. El efecto fue, más bien, todo lo contrario.