TRECE

TRECE

Mirar con perspectiva está muy bien y es prudente, pero ten cuidado de que la preocupación por conseguirlo no te haga perder de vista lo que tienes delante de tus narices.

Precepto de Santa Emelia,

capítulo XXXIV, versículo XII

Seguimos adelante, todavía con más cuidado, si cabe, porque la presencia y la disposición del puesto de control ponía de manifiesto que nos habíamos adentrado profundamente en el perímetro del campamento enemigo. Los tau volvieron a tomar la delantera, lo que me pareció fantástico, ya que fueran cuales fuesen los sensores que tenían dentro de aquellos extraños cascos me parecían mucho más fiables que el auspex de Amberley. Lo había vuelto a consultar unas cuantas veces desde su evidente fracaso para detectar a nuestros compañeros alienígenas, pero después del anuncio de Gorok y de que yo dedujera, presa del pánico, la naturaleza de aquello a lo que nos enfrentábamos, ya no esperaba nada de él. Por supuesto, era posible que algunos de los enemigos que nos esperaban aquí abajo todavía tuvieran lo suficiente de humanos para reflejarse en el artilugio, pero a mí me preocupaban mucho más los otros. Así pues, decidí fiarme de mis ojos y de mis oídos, y me quedé lo bastante rezagado para comunicarle a Amberley mis temores de modo que los demás no pudieran oírnos.

—Esto no es lo que esperaba encontrar, ¿no es cierto? —le pregunté, tratando desesperadamente de que mi voz pareciera tranquila. Aun así, me daba la impresión de que sonaba a un volumen alarmante. Amberley me miró con su expresión habitual de animado buen humor, que yo empezaba a sospechar que tenía tanto de máscara como mi propio simulacro de distanciamiento profesional.

—Para ser sincera, no —admitió—. Pensé que aquí abajo nos íbamos a encontrar con algunos insurrectos descontrolados. Si ahora estamos en lo cierto, esto cambia un poco las cosas.

Más que un poco yo habría dicho que muchísimo, pero no estaba dispuesto a demostrar menos sangre fría que nadie, de modo que asentí manifestándome de acuerdo, como si estuviera considerando atentamente nuestras opciones.

—No puedo enviar un mensaje al mando —dije—. Nos hemos internado demasiado. —Lo único que había conseguido recoger mi intercomunicador desde hacía rato era la estática. Miré a Amberley con avidez—. A menos que usted tenga algo más potente.

—Me temo que no. —Negó con la cabeza, aparentemente sólo contrariada a medias por el inconveniente—. Supongo que hemos quedado librados a nuestra suerte.

—Podría hacer que Jurgen retrocediera un poco —sugerí—. Al menos para tratar de hacer llegar un mensaje. El general supremo debería ser informado de forma inmediata de nuestras sospechas. Si estamos en lo cierto, lo que haría falta aquí abajo serían un par de regimientos, no medio escuadrón y un puñado de xenos.

—Agradezco su ofrecimiento, Ciaphas. —Me miró con aquellos enormes ojos azules con una chispa de diversión en el fondo, y tuve la repentina certeza de que podía leer con toda facilidad mis verdaderas intenciones—. Pero por el momento sólo tenemos sospechas. Si nos equivocamos —yo rogué al Emperador que así fuera—, la movilización de semejante cantidad de soldados rompería nuestra tregua con los tau.

—Y si estamos en lo cierto, lo más probable es que no sobreviva ninguno de nosotros para prevenirlos —repliqué—. Ya sabe que he hecho esto antes.

—Sí, yo también tengo un poco de experiencia con los alienígenas —me recordó, y de repente me di cuenta de que estaba discutiendo nada menos que con una inquisidora. Eso me volvió a la realidad y decidí callarme. Amberley volvió a sonreírme—. Sin embargo, tiene usted razón. En cuanto tengamos confirmación por cualquier medio que sea, nos replegaremos.

Bueno, ya era algo. Manifesté mi acuerdo con una inclinación de cabeza.

—Creo que eso sería lo prudente. A pesar de la potencia de fuego de los xenos, no tendríamos muchas oportunidades.

—Oh, no lo sé. —Volvió a sonreír, esta vez para sí, como si supiera algo que yo ignoraba. (Y así era, por supuesto, pero después de todo era una inquisidora, y supongo que así era como debía comportarse.)—. Tal vez tengamos una pequeña ventaja. —Mientras hablaba miraba a Jurgen, y recuerdo haber pensado que un rifle de fusión no suponía una gran diferencia. No obstante, así fue al final, y no era ésa, en todo caso, la ventaja de la que ella hablaba.

* * *

Habíamos recorrido tal vez otros tres kilómetros cuando el shas’ui alzó su curiosa mano deforme imponiendo silencio. Durante las dos últimas horas nos habíamos acostumbrado a interpretar las señales no verbales de nuestros compañeros alienígenas, aunque ninguno de nosotros se sentía especialmente cómodo con ellos. Kelp, por lo menos, parecía como si sólo esperara una excusa para abrir fuego, y aunque me disgustaba profundamente este hombre, tenía que admitir que probablemente no le faltaban motivos. Al fin y al cabo, un xenos es un xenos, y aunque al parecer estábamos del mismo lado por el momento, mi amarga experiencia me decía que cualquier alianza con ellos sólo podía ser temporal y podía romperse de forma repentina y sangrienta sin previa advertencia.

—Dice que detecta señales de vida más adelante, en grandes cantidades —dijo Gorok con calma, traduciendo los rapidísimos signos que el otro hacía con los dedos. Todos los tau tenían transmisores, y el Emperador sabe cuántas cosas más, incorporados en los cascos, pero sus aliados kroot no contaban con esos aparatos de comunicación, y ya empezaba a sospechar que los habrían desdeñado en caso de que se les ofrecieran. Así pues, utilizaban este semáforo peculiar para transmitirse órdenes e información sin hablar, más o menos como hacían las unidades de la Guardia cuando los soldados no tenían microtransmisores individuales o cuando el enemigo estaba tan cerca como para poder interceptar una transmisión verbal.

—¿Cuántos? —susurró Amberley, echando una última mirada a la pantalla del auspex que, por esta vez, realmente pareció reflejar algunas señales de vida que no eran nuestras ni de los seis soldados que nos acompañaban. La respuesta pareció perturbarla un poco, ya que yo podía ver un número de destellos muy inferior al que Gorok había traducido, claro que eso también me preocupaba a mí, pues parecía confirmar nuestros peores presentimientos.

—Vamos a tener que confirmar esto visualmente, ¿no es cierto?

Si lo pregunté no fue porque esperara una respuesta, sino porque me daba la tranquilizadora impresión de que tenía todavía cierto control sobre mi destino, al que, en aquel momento, me parecía con toda probabilidad que iban a poner fin de una manera rápida, sangrienta y turbia. Amberley asintió con una mirada sombría que no habría concebido en ella, y de repente tuve la impresión de que incluso una inquisidora podía tener miedo en las circunstancias propicias para ellos (y si alguna vez se han dado las circunstancias para estar aterrorizado, fue en ese momento).

—Me temo que sí —dijo, como si realmente lo pensara.

A menudo me he preguntado desde entonces si las cosas habrían sido diferentes en caso de que hubiéramos puesto a los soldados sobre aviso de qué era lo que nos esperaba. Al fin y al cabo, eran todos veteranos y habían combatido en una invasión tiránida hasta el final, de modo que no era muy probable que hubieran sido presas del pánico al oír la noticia. No me fiaba de ellos, ésa era la verdad desnuda. Por lo que sabía, si les decía lo que habíamos conjeturado, lo que harían sería desertar, matando a Amberley para cubrir su retirada, como había sugerido Sorel, y también a mí, por supuesto, que era lo que en realidad me preocupaba personalmente.

De modo que, equivocado o no, mantuve la boca cerrada y dejé que siguieran pensando que sólo íbamos detrás de una célula de insurrectos; si eso manchó mis manos de sangre, puedo soportarlo. No es que no haya hecho cosas mucho peores a gente que se lo mereciera menos a lo largo de los años, y les aseguro que eso no me ha quitado el sueño[49].

Después de algunas consultas más, que Amberley y Gorok tradujeron con muy buena voluntad, seguimos avanzando todavía con más cuidado. A unos cuantos metros por delante los corredores parecían dar a una cámara más ancha, tal como había sucedido ya varias veces en nuestro recorrido por la ciudad subterránea, y yo pensaba que ésta no iba a ser muy diferente, parecida a aquella en la que habíamos descubierto el puesto de control, o la otra más grande donde los tau habían matado a los guardias. Fue así que me acerqué al extremo del corredor y eché una mirada curiosa en derredor. Lo que vi me hizo dar un respingo.

La cámara era enorme y el techo abovedado se elevaba decenas de metros por encima de nuestras cabezas, como la capilla de la schola donde había pasado muchas horas aburridas e interminables en mi juventud, escuchando la voz monótona del viejo capellán Desones hablando sobre el deber y la lealtad al Emperador y mirando furtivamente imágenes holográficas salaces con los demás cadetes. Aquí la atmósfera no se parecía en nada a la mohosa y piadosa de la capilla, pero desde todos los rincones parecía acechar un peligro palpable.

Habíamos salido a una galería situada en un nivel intermedio, a unos veinte metros por encima del suelo y, el Emperador sea loado, provista de una balaustrada hasta la altura de la cintura que nos permitía ocultarnos. Nos agachamos detrás de ella, tanto humanos como alienígenas, todos igualmente apabullados por lo que veían nuestros ojos.

Por debajo de nosotros se extendía un espacio vasto, que se perdía en la distancia, como una manufactoría de un mundo forja. En una ocasión había visto un hangar de mantenimiento de titanes, donde los Warhound eran rearmados y preparados para la batalla, y el enorme espacio, con sus resonancias repetidas por el eco, era un hervidero de actividad marcial, igual que éste. Sin embargo, en lugar de imponentes gigantes de metal, aquí sólo había gente, cientos de personas que iban y venían haciendo el mantenimiento de enormes máquinas muy antiguas cuya finalidad sólo cabía adivinar[50]. No obstante, los que tenían un interés más inmediato para mí eran los que llevaban, y mantenían con una meticulosidad que hubiera hablado muy a favor de un miembro de la Guardia Imperial, más armas ligeras de las que me hubiese gustado ver en otras manos que no fueran las de los servidores más leales de Su Majestad.

—¡Por los huesos del Emperador! —musitó Trebek—. ¡Hay todo un ejército ahí abajo!

Unas cuantas exclamaciones breves, sibilantes, emitidas por los tau me confirmaron que para ellos era una sorpresa tan desagradable como para nosotros.

—Hay algo todavía peor —musitó Kelp. Amberley y yo nos miramos preocupados, sabiendo de antemano en lo que habían reparado, claro que nosotros ya lo sospechábamos y sabíamos qué era lo que debíamos buscar.

—¿Qué quieres decir? —dijo Holenbi en un susurro, otra vez con la expresión de perplejidad tan propia de él.

—Son mutantes —confirmó Sorel, barriendo el lugar con la lente de aumento de su rifle—. Al menos algunos de ellos.

Una oleada de intranquilidad recorrió a los soldados, un horror atávico a lo impuro que aflora a la superficie a pesar del entrenamiento y la disciplina. Una vez señalada por alguien, la contaminación era evidente: aunque muchos de los fanáticos que estaban ahí abajo eran humanos, o podían pasar por tales, otros eran sin duda algo más. En algunos casos era algo tan sutil como una postura rara, un encorvamiento peculiar de la espalda o un alargamiento de la cara, pero en otros era algo mucho más pronunciado. En estos individuos, la contaminación de lo alienígena era evidente, la piel tenía casi la dureza de una armadura y las mandíbulas eran muy anchas y con exceso de dientes; a unos cuantos les brotaban miembros adicionales rematados en garras afiladas como cuchillas.

—No, no lo son —se apresuró a aclarar Jurgen haciendo sombra con la mano sobre sus ojos para mirar más detenidamente y sin atender al frenético gesto de mi mano que le ordenaba callarse—. Son híbridos de genestealers. Vimos muchos como éstos en Keffia, y… —se interrumpió obedientemente cuando por fin volvió la cabeza hacia mí y vio mi expresión.

—Y los barrimos del mapa —completé yo tratando de sonar decidido y confiado. Kelp apretó los dientes.

—Usted lo sabía. —Fue una afirmación tajante, una acusación, y todos los demás se sumaron a ella—. Usted sabía qué era lo que nos esperaba aquí abajo desde el principio, y nos trajo aquí para que nos mataran brutalmente.

—Nadie los va a matar, a menos que lo haga yo —le solté, consciente de que si perdía la iniciativa ahora nunca la recuperaría, y eso significaría el fin de todo, de la misión, de mí mismo, de Amberley y probablemente también de Gravalax, aunque el bienestar del planeta no figuraba a la cabeza de mi lista de prioridades—. Ésta es una misión de reconocimiento, nada más. Nuestro objetivo era identificar al enemigo, y eso es lo que hemos hecho. Ahora regresaremos para informar. Volvemos a la superficie ahora mismo para pedir refuerzos, y sólo combatiremos si nos atacan. ¿Satisfecho?

Asintió lentamente, pero su mirada seguía siendo amenazadora.

—Para mí es suficiente —dijo Sorel. Velade, Trebek y Holenbi asintieron siguiendo su ejemplo.

—Para mí no. —Kelp levantó su rifle infernal y apuntó directamente a Amberley. Del grupo de los tau se alzaron murmullos sibilantes de consternación, pero un gesto del shas’ui indicó a los que habían empezado a alzar sus armas que se mantuvieran al margen, y comprobé con alivio que le obedecían. Lo que menos necesitábamos ahora era empezar a matarnos los unos a los otros. Ya había suficientes genestealers por allí para encargarse de eso, y atraer su atención en ese momento era tan mala idea como retar a un orco a un combate cuerpo a cuerpo—. Voy a salir de aquí, y la mataré si intentan detenerme. —Eché mano a mi pistola, pero ella me hizo un gesto negativo.

—No, comisario. No va a disparar, ¿verdad, Tobías? —Señaló con la cabeza a la multitud atareada de monstruos semihumanos de abajo—. El ruido haría que subieran corriendo, y usted no llegaría a recorrer cien metros antes de que lo hicieran pedazos.

Me di cuenta de que lo mismo era aplicable a mi arma de mano, de modo que volví a dejarla en la cartuchera.

—No se saldrá con la suya —dije tajante, consciente de lo absurdo de mis palabras, que sonaban a parlamento de un personaje de holodrama. Su respuesta fue un gesto desdeñoso.

—Como si no hubiera oído eso otras veces.

—Largo de aquí —la voz de Amberley sonaba llena de desprecio—. No quiero a ningún cobarde a mi lado. Tuvo una segunda oportunidad y la ha tirado por la borda. —Por primera vez, una chispa de inquietud se reflejó en la cara de Kelp, que dio un paso atrás.

—Será mejor que ruegue que lo encuentren primero los genestealers —añadí con el aire bravucón inevitable de una amenaza vacía que uno sabe que nunca tendrá ocasión de llevar a cabo—, porque si alguna vez me topo con usted, es hombre muerto.

—Siga soñando, comisario, no voy a aceptar una orden más de usted. —Miró a los demás esperando un gesto de apoyo, pero todos se limitaron a mirarlo con expresión decidida.

No me importa admitir que quedé sorprendido, claro que, bien mirado, seguían siendo ante todo soldados del Emperador. Un momento después, Kelp dio un paso atrás, hacia las sombras, y se dio la vuelta. Oímos el ruido de sus botas corriendo por el túnel por el que habíamos venido.

—Creo que todavía lo tengo a tiro —se ofreció Sorel, alzando el rifle y mirando por la mira telescópica hacia el origen de los sonidos—. Y esto tiene silenciador.

Hice un gesto negativo.

—Deje que se vaya —le dije—. Al menos todavía nos servirá para atraer el fuego del enemigo. —El francotirador asintió y bajó el arma.

—Usted manda —respondió.

Amberley seguía conversando animadamente con los tau, aunque yo no imaginaba de qué medio se valdría para que siguieran confiando en nosotros después de esto, de modo que hice todo lo que pude por animar a las tropas con unas cuantas palabras de alabanza a su lealtad.

—El shas’ui dice que sería más prudente volver a dividir nuestras fuerzas —tradujo Gorok amablemente. No me sorprendió. De ser yo el shas’ui y de haber visto que uno de nuestros aliados apuntaba con el arma a su comandante, yo también me habría planteado acabar con nuestro pequeño acuerdo.

—Unos y otros necesitamos informar a los nuestros —dijo Amberley, interrumpiéndose el tiempo suficiente para cruzar una mirada conmigo antes de volver a su sibilante diálogo.

—Eso es indiscutible —reconocí—. ¿Qué es lo que les está llevando tanto tiempo, entonces?

—Los tau no conocían esta habilidad de las criaturas a las que ustedes llaman genestealers —explicó Gorok—. Ellos sólo las conocían como una versión guerrera de la mente dominante tiránida. Su inquisidora está tratando de instruirlos sobre su verdadera naturaleza.

—Son infiltradores —afirmé—. Se abren camino entre la sociedad de un planeta y la debilitan desde dentro antes de que lleguen sus flotas enjambre. A dondequiera que vayan, siembran el desorden y la anarquía.

—Constituyen una poderosa amenaza —reconoció el kroot.

—Señor —susurró Velade tratando de llamar mi atención. Me volví hacia ella y vi que señalaba hacia el fondo de la cámara—. Allá abajo está pasando algo.

—Es hora de marcharnos —dije tocando a Amberley en el hombro. Ella alzó la vista y asintió.

—Creo que tiene razón.

Uno de los híbridos, un tío feo que podría haber pasado por humano en un lugar con poca luz de no haber sido porque su piel parecía salpicada por ácido, venía corriendo hacia la cámara. Llevaba algo bajo el brazo, y después de un momento me di cuenta de que era la cabeza del kroot al que Sorel había disparado.

—Oh, maldición —mascullé. Ahora los teníamos encima, sin duda alguna. A medida que se internaba en la caverna, cada vez más fanáticos dejaban lo que estaban haciendo y se arremolinaban a su alrededor. Lo más extraño de todo es que nadie decía nada, sólo se reunían a su alrededor en silencio y miraban el macabro trofeo.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Trebek en voz baja.

—Se están comunicando —respondió Amberley, volviéndose y conduciéndonos por el corredor por el que habíamos entrado.

—Todos tienen esa mentalidad de enjambre, ¿saben? —Velade estaba tensa pero decidida—. Sólo hay que matar a los peces gordos.

—No es como la mente colectiva tiránida —afirmó Amberley—. Son todos independientes. Sólo están vinculados unos a otros por vía telepática, al menos de cerca.

—Como los psíquicos —aclaró Jurgen.

—Eso espero —recalcó Amberley, aunque en ese momento yo todavía no sabía lo que quería decir.

—Retirémonos despacio —ordené—. Todavía no han reparado en nosotros. Aún tenemos tiempo de volver a la superficie antes de que se den cuenta de dónde estamos.

—Y probablemente lo habríamos conseguido de no haber sido por el maldito kroot.

—Contaminan la carne —dijo Gorok—, y no deben probar la nuestra. —Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, o siquiera de darme cuenta de lo que se proponía, gritó algo en su propia lengua a sus compatriotas.

Me dio un vuelco el corazón. Cuando aquel chillido aviar se propagó por la cámara, todas las cabezas se volvieron hacia nosotros como si hubieran sido movidas por un mismo hilo. Me recordó a una batería Hydra apuntando. Incontables ojos nos observaron un momento y luego rompieron a correr mientras Gorok y los demás kroot apuntaban con sus armas de cañones largos al centro del grupo y abrían fuego.

—¿Qué diablos se proponen hacer? —preguntó Holenbi.

—¿A quién le importa? ¡Corran! —ordené. Al mirar hacia atrás vi que habían derribado al híbrido que llevaba la cabeza del kroot, y otra andanada dejó el trofeo transformado en pulpa.

Todavía no sé con certeza por qué era tan importante para ellos. Sólo puedo suponer que habían captado algo de lo que les estaba diciendo Amberley sobre la peculiar capacidad de los genestealers para sobreescribir el código genético de sus víctimas y habían pensado que la posesión de la cabeza de su congénere les habría permitido infectar a otros kroot. Algo totalmente descabellado, por supuesto. Los genestealers necesitan víctimas vivas para infectarlas a fin de que después, al tener hijos, extiendan la contaminación sin saberlo, pero supongo que en cierto modo interfería con su religión, o cualquier otra cosa que les hace andar por ahí dando bocados a los cadáveres. A fin de cuentas, un xenos es un xenos, y ¿quién sabe por qué hacen las cosas[51]?

De algo sí estaba seguro, sin embargo: los tau estaban tan sorprendidos como nosotros. El shas’ui gritaba algo cuya esencia no me costó nada adivinar sin necesidad de un intérprete, pero los kroot no escuchaban, y desistió prefiriendo organizar su propio escuadrón. No le sobró tiempo, porque el ruido que llegaba desde el corredor por el que habíamos entrado me confirmó que no tardaríamos en tener compañía.

Una andanada de fuego de plasma de las armas de los tau barrió el corredor, dejándome casi ciego con su brillo, y me volví. No podríamos regresar por donde habíamos venido, eso era indudable, y nuestra única esperanza era seguir galería adelante con la esperanza de encontrar un camino de salida por uno de los otros túneles.

Era increíble, pero el enemigo seguía acercándose, aunque yo casi me lo esperaba después de mis aventuras en Keffia, donde seguían amontonándose los unos sobre los otros, pisoteando a sus propios muertos en su ansia de llegar hasta nosotros. La respuesta fue una ráfaga de relámpagos de láser y armas automáticas, y uno de los tau fue abatido, destrozada su armadura por múltiples impactos.

—Dígales que se replieguen antes de que los maten —le dije a Amberley, que asintió antes de gritar algo en tau. No es que me importara, por supuesto, pues cuanto más tiempo siguieran disparando los xenos tanto más lejos podríamos llegar.

—¡Hay otro túnel ahí delante! —gritó Velade con nerviosismo, luego se volvió de cara a nosotros y levantó su arma infernal. Entrecerré los ojos esperando la traición pero el bólter láser de alta potencia no disparó sobre nosotros sino al primer enemigo que apareció en el túnel que teníamos detrás, alcanzándolo en el tórax.

—¡Por las entrañas del Emperador! —exclamó Trebek, imitándola.

El corazón se me paró de terror. Había visto demasiados, en Keffia y formando parte de la masa vociferante de un ejército tiránido, como para confundirlo con otra cosa.

Un genestealer de pura cepa. Una de las criaturas más mortíferas de la creación. Y no venía solo.