DIEZ
¿Confianza? La confianza no tiene nada que ver con esto.
De lo que se trata es de no perderlos de vista.
GENERAL KARIS, tras prometer pleno acceso a su búnker de mando a los comandantes locales de la FDP en Vortovan.
—¿Está seguro de esto, comisario? —me preguntó Kasteen, evidentemente tan preocupada como yo por la perspectiva. Ella y Broklaw se habían reunido conmigo en mi oficina por petición mía y los había puesto al tanto de la misión que me había asignado Amberley hasta donde me estaba permitido. Solté un hondo suspiro.
—No, claro que no —admití—, pero la inquisidora insistió: ésos son los soldados que quiere.
—Bueno, será mejor que se los demos —dijo Broklaw—. Al menos así nos los sacaremos de encima. —Kasteen asintió. La perspectiva sin duda la alegraba.
—Es cierto —confirmó.
Mis denodados intentos de conseguir su traslado a una legión penal fueron infructuosos; el Munitorum se mostró tan lento y obstruccionista como de costumbre y no mostró la menor inclinación a mandar una nave hasta aquí sólo para recoger a un puñado de carne de cañón. Normalmente, eso no habría sido un problema. Seguramente habría encontrado espacio en el siguiente carguero que partiera de Gravalax, pero este planeta no es precisamente el centro del Segmentum, e incluso la escasa capacidad de transporte que solía haber se acabó cuando la situación política se deterioró. Aun cuando el peor de los escenarios que vi en el hololito no se hubiera producido, daba la impresión de que iba a cargar con los cinco delincuentes hasta que volviéramos al espacio imperial, para lo cual, tal como iban las cosas, faltarían meses todavía.
Lo cual venía a significar que iban a ser responsabilidad nuestra en un futuro previsible, que no era exactamente lo que yo me había propuesto cuando conseguí disuadir a Parjita de montar su escuadrón de fusilamiento a bordo del Cólera Justa.
—Y por añadidura —prosiguió Broklaw animadamente—, no perderemos a nadie a quien podamos echar de menos. —Se paró en seco al darse cuenta de lo que acababa de decir, presa de un azoramiento que podría haberme parecido cómico en cualquier otra circunstancia—. No es su caso, comisario, como es obvio. Quiero decir que a usted sí lo echaríamos de menos, pero estoy seguro de que no será así. De que no tendremos motivos, quiero decir. Usted volverá.
—Eso pretendo —dije, con más confianza de la que sentía.
Todavía no había podido pensar en una razón creíble para escabullirme de aquella misión, de modo que me sometí a lo inevitable y me dediqué a encontrar la manera de asegurar mi propia supervivencia. No se podía confiar en ninguno de los soldados, eso era innegable, pero Amberley parecía bastante tranquila, de modo que mi apuesta más sólida era mantenerme pegado a ella y esperar que tuviera algún plan. Por otra parte, era probable que los infortunados guardaespaldas de Orelius hubieran pensado lo mismo. Como la mayor parte de los habitantes de las colmenas, yo me sentía bastante a mis anchas en un complejo de túneles, a menos que hubiera alguien disparándome, con lo cual era posible que lo más prudente fuera perderme convenientemente a la menor oportunidad y volver al recinto cuando hubiera pasado un tiempo razonable. Claro que si hacía eso y Amberley sobrevivía, no estaría precisamente contenta conmigo, eso por decir poco, y la perspectiva de ponerse a mal con un inquisidor no era algo que pudiera tomarse a la ligera.
El resultado de todo esto fue que me pasé una larga noche en vela pensando en mis inexistentes opciones hasta que, por puro agotamiento, me sumí en un sueño lleno de pesadillas en el que huía de relucientes asesinos metálicos por corredores interminables y masas grises de escoria tiránida se lanzaban sobre mí como una marea letal mientras una seductora de ojos verdes trataba de sorberme el alma en nombre del poder del Caos al que rendía culto[38].
Y probablemente algunos otros que me alegro de no haber recordado al despertarme.
Jurgen apareció a mi lado, precedido por su fétido olor habitual, y me sirvió el consabido cuenco de infusión de hojas de tanna, pero en lugar de retirarse como hacía normalmente, se quedó junto a mi escritorio, vacilante.
—¿Hay algo más, Jurgen? —pregunté, creyendo que se trataría de alguna consulta de rutina sobre papeleo con el que no podía entretenerme. Si iba a morir hoy, no estaba dispuesto a dedicar mis horas finales a llenar formularios por triplicado. Y si no era así, lo cual juré ante el Emperador que iba a procurar hasta el final de mis malditas fuerzas, él podría encargarse de ello mientras yo estuviera fuera. Ése se suponía que era el trabajo de un asistente, al fin y al cabo. Se aclaró la garganta, y el sonido espeso de sus flemas a punto estuvo de hacer vomitar a Broklaw.
—Me gustaría ir con usted, señor —dijo por fin—. Yo no me fiaría más de esos descerebrados que de un baneblade, si me permite decirlo, y me sentiría mucho mejor si me permitiera guardarle las espaldas.
Aquello me conmovió, no me importa admitirlo. A esas alturas llevábamos casi trece años de campaña juntos y habíamos hecho frente a innumerables peligros, pero su lealtad nunca dejaba de sorprenderme, tal vez porque lo más cerca que estuve yo mismo de ese concepto fue cuando lo busqué en el diccionario.
—Gracias, Jurgen —dije—, sería un honor. —Un leve rubor le subió desde debajo del cuello de la camisa que, como de costumbre, llevaba abierta y manchada con algo que parecía comida. Kasteen y Broklaw también parecieron debidamente impresionados.
—Entonces será mejor que vaya a prepararme. —Hizo un saludo somero, se volvió con lo más parecido a la precisión que haya visto en él alguna vez, y se marchó cuadrando los hombros.
—Admirable —dijo Broklaw.
—Tiene un acendrado sentido del deber —comenté, sintiéndome levemente optimista sobre mis oportunidades de supervivencia por primera vez desde que Amberley había dejado caer su bomba. Nos habíamos visto juntos en algunas situaciones difíciles a lo largo de los años, y sabía que podía confiar en él sin reservas, lo cual es más de lo que podía decir de cualquiera de los que formaban parte del equipo.
—Es un hombre valiente —apuntó Kasteen, aparentemente sorprendida por la idea. La mayoría trataba de evitarlo, desalentada por su aspecto y su olor corporal y por la leve sensación de incorrección que lo rodeaba, pero yo llevaba tanto tiempo con él que me había acostumbrado a ver sus virtudes ocultas dejando de lado su apariencia. Eso a pesar de ser yo la última persona de la que se esperaría que las apreciara.
—Supongo que lo es —corroboré.
* * *
—Bueno, ahí los tiene —dije—. Son todos suyos.
Amberley hizo un gesto afirmativo y recorrió la fila de soldados mirándolos a los ojos uno por uno. Eran el grupo más ceñudo del que tengo recuerdo, y nos miraban a su vez sin decir nada.
Había hecho que los reunieran en uno de los cobertizos de avituallamiento de nuestro sector del recinto a paso redoblado, y observé con satisfacción que ninguno de ellos parecía haberse quedado sin aliento, o sea, que las semanas que habían pasado en confinamiento no los habían dejado tan fuera de forma como yo temía. Claro que supongo que no habían tenido mucho más en que entretenerse que en hacer ejercicio. Parecieron levemente sorprendidos cuando despedí a los guardias, excepto Sorel, cuya expresión no mostraba el menor cambio sucediera lo que sucediese, y me miraron a mí, que estaba reclinado con aire displicente sobre un cajón.
—Les prometí una oportunidad de redención —expliqué—, y esa ocasión ha llegado. —Eso consiguió atraer su atención. Velade parecía algo desconfiada, y Holenbi tan desconcertado como de costumbre, e incluso Sorel pareció un poco más interesado de lo habitual. Kelp y Trebek se limitaban a mirarme, pero al menos no parecían inclinados a lanzarse otra vez el uno sobre el otro. Tal vez fuera mi carisma personal, o mi inmerecida reputación, pero lo más probable es que fuera la pistola láser que llevaba en la cartuchera sobre la cadera y que había dejado visiblemente abierta para poder sacarla con rapidez. Le hice un gesto a Amberley, que salió de entre las sombras. La capa negra que llevaba la había mantenido prácticamente invisible hasta que se movió—. Ésta es la inquisidora Vail, que tiene una pequeña misión para nosotros.
Velade lanzó un respingo cuando Amberley alzó la mano y su electoo se activó con un destello. Vestida de negro como iba era la encarnación de la imagen popular de un inquisidor, muy diferente de la de cantante de locales sofocantes que yo había visto la primera vez o de la de joven alegre que había llegado a conocer más tarde, y podría decir que la mayoría de ellos se sintieron realmente intimidados.
—¿Qué clase de misión? —preguntó Trebek. Esperé que fuera Amberley quien respondiera, pero después de un momento me di cuenta de que dejaba en mis manos la tarea de informarlos. No es que yo supiera mucho más que los demás, pero estaba dispuesto a contarles lo que sabía. Cuanto más tiempo vivieran, más podría ocultarme tras ellos de cualquier cosa que nos acechase en aquellos túneles subterráneos.
—Reconocimiento —dije—. En la ciudad subterránea. Se espera resistencia.
—¿Resistencia de quiénes? —preguntó Trebek.
—Eso es lo que se supone que debemos averiguar —dije, encogiéndome de hombros.
—Supongo que no se espera que sobrevivamos —intervino Kelp.
Amberley lo miró a los ojos.
—Eso más bien depende de ustedes —replicó—. El comisario sin duda aspira a ello. Espero que sigan su ejemplo.
—De todos modos, eso no va a cambiar las cosas para nosotros, ¿verdad? —preguntó Velade con sorprendente vehemencia—. Aunque salgamos vivos de ésta sólo nos esperará otra misión suicida.
—En su lugar, yo me preocuparía de eso más tarde —respondí. Pero Amberley se limitaba a asentir lentamente, como si estuviera siendo razonable. Yo, sin duda, no me habría atrevido a replicarle a una inquisidora de haberme encontrado en su pellejo, pero supongo que ella pensaba que no tenía nada que perder.
—Buena observación, Griselda —manifestó Amberley. Velade y los demás parecieron un poco desconcertados por el uso que había hecho del nombre de pila. Reconocí la técnica como un sutil recurso de manipulación psicológica y agradecí la oportunidad de observar el trabajo de un experto. De pronto, Amberley sonrió, una muestra más de su personalidad veleidosa—. Está bien. Necesitan un incentivo. Si consiguen volver de una pieza, tienen mi palabra de que serán trasladados a una legión penal. ¿Qué les parece?
Por lo que a mí respecta, un verdadero suplicio. El papeleo en sí mismo sería una pesadilla, por no mencionar los problemas para la moral y la disciplina que indudablemente traería aparejados la integración de semejante ralea de insubordinados en una compañía. De todos modos, no estaba dispuesto a dejar que minara mi propia autoridad al conseguir que una inquisidora me hiciera callar en público, de modo que guardé silencio. Tal vez pudiera conseguir que los trasladasen a otro lugar, o que los asignaran allí donde no pudieran causar problemas una vez que ella se hubiera marchado. Sin duda a la FDP local podría venirle bien un grupo bien entrenado en cuanto hubiéramos terminado con este follón, y era poco probable que volviéramos alguna vez a Gravalax…
—¿Todos nosotros? —preguntó Holenbi, evidentemente sin dar crédito a sus oídos.
Amberley se encogió de hombros.
—Bueno, ella fue la primera que preguntó, pero supongo que sí. De no ser así no sería un verdadero incentivo para el resto de ustedes, ¿no les parece?
Nadie respondió, de modo que retomé la sesión informativa.
—Un número indeterminado de hostiles está parapetado ahí abajo. Nuestra tarea consiste en averiguar cuántos son, cuál es su disposición y qué es lo que se proponen.
—¿Contamos con un mapa de los túneles? —quiso saber Kelp. Bueno, al menos parecía que se estaban centrando en la misión. Me volví hacia Amberley.
—¿Inquisidora? —pregunté. Ella negó con la cabeza.
—No. No nos adentramos mucho la primera vez antes de vernos obligados a retirarnos. Nosotros tenemos muy poca idea de su extensión y de lo que hay ahí abajo.
—¿Quiénes son «nosotros»? —inquirió Trebek.
—Mis asociados y yo —respondió Amberley.
Trebek echó una mirada significativa en derredor.
—Yo sólo la veo a usted.
—Los demás resultaron heridos. Por eso los necesito a ustedes. —No mencionó a los muertos, y pensé que tal vez fuera mejor. De todos modos no iba a engañar a los soldados. Sabían lo suficiente sobre la lucha con armas de fuego en lugares cerrados como para darse cuenta de que no todos los que habían bajado allí habrían salido con vida.
—Recapitulando —intervino Kelp—. Lo que usted quiere es que bajemos a un laberinto del que no hay mapas a buscar algo que usted cree que podría haber allí pero no sabe qué es, protegido por un número indeterminado de guardias fuertemente armados y que la última vez que lo intentó usted fue la única que consiguió salir de una pieza.
—Más o menos así es —admitió Amberley alegremente—. Pero se olvida usted de algo.
—¿De qué? —pregunté, con la seguridad de que la respuesta no me iba a gustar.
—Ahora saben que vamos a por ellos. —Amberley sonrió como si fuera una broma increíble—. De modo que esta vez nos estarán esperando.
—Otra pregunta. —Sorel abrió la boca por primera vez quebrando el sombrío silencio—. A pesar de su generosa oferta es evidente que nos ha elegido a nosotros porque somos prescindibles. —Su voz, al igual que sus ojos, carecía de relieve y de color—. Supongo que no espera que haya muchos supervivientes después de esta pequeña excursión.
—Como ya dije antes, eso depende de ustedes. —Amberley lo miró fijamente—. Yo tengo intención de volver, y el comisario también. —Al menos en eso tenía razón—. ¿Y cuál es su pregunta?
—¿Qué nos impide a cualquiera de nosotros meterle un disparo en la cabeza y borrarnos del mapa a la primera de cambio? —Su gélida mirada recorrió a los demás prisioneros—. No me vais a decir que no pensáis en eso.
—Buena observación —sonrió Amberley recuperando su expresión divertida. Sorel no dio la menor muestra de que eso lo hubiera desconcertado, pero sí los demás. La inquisidora señaló con el pulgar en mi dirección—. Ahí está el comisario para acudir antes de que puedan herirme, por supuesto.
—Y yo no vacilaré en ejecutar a cualquiera de ustedes al menor indicio de que alberguen semejante intención —prometí. Y lo haría porque tendrían que matarme a mí también si querían salirse con la suya, y eso era una consecuencia muy poco deseable desde mi punto de vista.
—Y aunque acabaran con nosotros dos —el tono divertido había desaparecido repentinamente de la voz de la inquisidora—, cosa que realmente dudo, he perdido la cuenta del número de personas que creyeron poder esquivar a la Inquisición, pero ustedes podrían intentarlo si les parece. —A continuación, recuperó el tonito desenfadado—. Después de todo, siempre hay una primera vez.
Yo también sonreí para demostrar mi confianza en ella, cosa que no hicieron los demás. Sorel asintió, moviendo lentamente la cabeza, como un participante en un debate que le da la razón a otro.
—Me parece justo —dijo.
* * *
Como nadie tenía nada constructivo que añadir, tras unas cuantas preguntas inconexas sobre los parámetros de la misión (cuyas respuestas casi se reducían a «sólo el Emperador lo sabe» en todos los casos), los conduje afuera, hasta donde Jurgen estaba esperando con un Chimera con el motor en marcha y tratando de dar impresión de confianza. Yo hubiera preferido mi Salamander habitual, pero en él no había sitio para todo el equipo, y además, la cabina de pasajeros cerrada a cal y canto desalentaría cualquier intento de deserción de último momento, o al menos eso esperaba.
—Su equipo está ya a bordo —les informé mientras permanecía apartado hasta que todos hubieron embarcado, como un perro pastor que conduce a un rebaño por la puerta del corral. (Si bien es cierto que los perros no suelen llevar pistolas láser para dar mayor contundencia a sus autoridad). Dentro los esperaban cinco bultos de equipamiento, envuelta cada una de ellas en un chaleco protector con un nombre grabado en él. Todo el mundo recogió el suyo al subir a bordo.
—Compruébenlo con atención —les dijo Amberley—. Si falta algo no van a tener ocasión de volver a por ello.
—¿Documentos de licenciamiento? —preguntó Trebek, arrancando a Velade y a Holenbi una risa liberadora.
—Aquí hay algo que no funciona —masculló Kelp calzándose la armadura con un encogimiento de hombros—. Me queda bien. El oficial de intendencia debía de estar borracho. —Era un axioma entre la Guardia que el equipamiento sólo venía en dos tamaños: demasiado grande o demasiado pequeño.
—Le di algunas instrucciones —le aseguró Amberley—. Me aseguró que no habría ninguna queja.
—Pues se lo tomó en serio —musitó Kelp.
—¡Por todos los infiernos, Shady! —Velade alzó su nueva arma mirándola como un adolescente la mañana del día del Emperador. Como soldado raso, sólo estaba acostumbrada a manejar un rifle láser modelo estándar, ya que la variante más potente solía reservarse para tropas de asalto y otras fuerzas especiales. Al menos su entusiasmo evidente por el nuevo juguete parecía tener controlada su aprensión.
—Estupendo —coincidió Kelp, insertando una célula de energía con la precisión que sólo da la práctica.
—Pensamos que un poco de potencia extra podía resultar útil.
Amberley me había sugerido que reemplazara mi traqueteada pistola láser por una versión manual del arma más pesada, pero tras dudar un instante me negué. Me había acostumbrado tanto a ella a lo largo de los años que era más bien una extensión de mi brazo que un arma, y no había potencia añadida capaz de compensar la diferencia de peso y la sensación de que un cambio desequilibraría mi puntería instintiva. En un combate con armas de fuego eso podía representar la diferencia entre la vida y la muerte.
No obstante, había aceptado una armadura ligera y la llevaba puesta, oculta bajo el capote del uniforme. Me resultaba un poco pesada e incómoda, pero mucho menos que recibir un disparo de láser en el pecho.
—Podría ser —concedió Trebek. Estaba muy atareada colgando granadas de fragmentación del arnés de su armadura. La mayor parte tenía un par de ellas, junto con cápsulas de humo, iluminadores, células de energía de recambio y todos los demás avíos que los soldados llevan al campo de batalla. La excepción era Holenbi, que llevaba un botiquín sanitario en lugar de las granadas, pero su experiencia en medicina de campaña lo hacía más valioso para auxiliar a los demás si se presentaba la necesidad. Y si se trataba de usar granadas en un espacio cerrado, estaríamos bastante fastidiados en cualquier caso, de modo que un par de más o de menos no representaría diferencia alguna.
—Podéis aplicar la fuerza bruta si queréis. —Sorel comprobó la mira telescópica de su rifle láser e hizo algunos ajustes. Me había tomado la molestia de buscar el arma que solía utilizar, convencido de que un francotirador toma tanto cariño a su arma como yo a mi vieja pistola y que sin duda le habría hecho una docena de pequeños ajustes para mejorar su precisión—. Aquí tengo toda la ventaja que necesito. —Debió de haberse dado cuenta de que había tenido que mover muchos hilos para conseguírsela, porque al decir eso me miró y me lo agradeció con una inclinación de cabeza apenas perceptible. Me quedé sorprendido. Hasta ese momento estaba convencido de que era inmune a las emociones.
—Sólo cerciórese de apuntarla en la dirección adecuada —dije, sonriendo lo suficiente como para quitar hierro a la advertencia. No obstante, todavía estaba allí, y una expresión que no pude identificar del todo afloró a su rostro habitualmente impasible.
—Me vendrían bien unos cuantos apósitos de presión más —solicitó Holenbi después de inventariar el botiquín médico con la velocidad que sólo da una larga práctica. Señalé con un gesto el botiquín de primeros auxilios adosado a la pared interna del Chimera.
—Sírvase —lo invité. No esperó a que se lo repitiera, y se hizo con varias unidades que pasaron a dar volumen a la bolsa que llevaba al cinto y llenaron varios bolsillos de su chaleco tras descartar un par de raciones para conseguir más espacio.
—Mejor que te las comas —le aconsejó Velade sentándose a su lado—. Si las dejas, acabarás pasando hambre.
—Ya, es cierto —reconoció. Partió una por la mitad y le ofreció una parte a ella, que la aceptó con una sonrisa. Sus manos se tocaron un instante mientras los dedos de ella rodeaban la ración.
Amberley me sonrió.
—Vaya —se puso a gesticular de espaldas a ellos—. Qué dulce.
Puede que lo fuera para ella, pero para mí se parecía más a otra posible complicación en la catástrofe que nos esperaba. Contuve mi irritación y recogí lo que quedaba de la barra.
—Velade tiene razón. —La repartí con Amberley—. Es mejor atiborrarse de hidratos de carbono mientras se puede. Pronto estaremos quemando un montón de energía.
—Usted es el experto —reconoció Amberley, como si la opinión de todos los demás no importase un comino en esta descabellada expedición. Olisqueó la masa fibrosa y le dio un mordisco con desconfianza—. ¿Ustedes realmente comen esta porquería?
—No si podemos evitarlo —respondió Velade.
—Entonces estoy segura de sobrevivir a esto. —Amberley engulló el resto de su barra de ración con una mueca de asco—. No estoy dispuesta a que ésta sea mi última comida. —Todos los soldados rieron, incluso Sorel, y volvió a maravillarme su poder de manipulación[39]. Al representar su papel de civil ajena a aquel mundo, había reforzado su identidad como soldados con gran sutileza. Dudé de que aquello bastara para formar con ellos una unidad cohesionada, pero no se trataba de eso en esta misión. Lo único que hacía falta era que trabajaran bien juntos para proporcionarle a Amberley la información que necesitaba, y para sacarme a mí de allí sano y salvo, por supuesto.
Sin embargo, todavía quedaban demasiados cabos sueltos para mi gusto. Kelp y Trebek eran lo bastante profesionales para dejar a un lado sus rivalidades durante el tiempo necesario para llevar a cabo su misión, al menos eso esperaba, especialmente con la promesa de un perdón inquisitorial, pero la forma en que evitaban mirarse a los ojos era una señal nada alentadora. Y fuera lo que fuese lo que había entre Velade y Holenbi, tal vez bastara para que pusieran su preocupación el uno por el otro por delante de su interés por el objetivo de la misión, o por la supervivencia de los demás. En cuanto a Sorel, bueno, directamente me daba repelús, y estaba decidido a no quitarle el ojo de encima en ningún momento. Ya me había encontrado antes con psicópatas, y él reunía todas las características. No vacilaría en sacrificarnos a todos los demás para salvar su propio pellejo, de eso estaba seguro[40].
Y también estaba Amberley. Aunque la encontraba encantadora, no dejaba de ser una inquisidora por encima de todo, y eso significaba que todos los demás eran para ella un medio para alcanzar un fin. Un fin noble e importante, sin duda, pero eso no iba a servirme de consuelo cuando doblara la campana negra[41].
De modo que no me sorprendió que me hormiguearan las palmas de las manos cuando cerré la rampa de cola y activé mi microtransmisor.
—Todo en orden, Jurgen —dije—. Estamos listos para partir.
* * *
Esta vez no salimos del recinto acompañados por ovaciones, aunque no tengo la menor duda de que los rumores habían difundido la noticia de nuestra partida con igual diligencia que la vez anterior. Para ser sincero, aquello fue un alivio para mí, ya que ésta no iba a ser una victoria fácil digna de que nuestro recién formado regimiento se enorgulleciera de ella y la celebrara. Ésta iba a ser una lucha desesperada por sobrevivir. No necesitaba el hormigueo en las palmas de las manos para saber eso. Aunque en aquel momento no tenía la menor idea de lo desesperada que iba a ser y de lo terrible que era el enemigo que nos esperaba. (Lo cual fue una bendición, si se me permite decirlo. De haber sabido entonces lo que nos esperaba en la ciudad subterránea de Mayoh, es probable que el terror me hubiera provocado un ataque de histeria).
Lo cierto es que disimulé mi preocupación con esa facilidad que da una práctica prolongada y me dediqué a vigilar fijamente a los soldados, con la esperanza de que si experimentaba alguna agitación la tomaran como actitud de alerta. Vi con alivio que parecían más tranquilos, más centrados en la misión que tenían por delante, y aunque todavía no estaban precisamente en la misma longitud de onda, al menos se estaban adaptando los unos a los otros.
Eso me recordó que todavía no había informado a Kasteen de nuestra partida, de modo que resintonicé mi intercomunicador con la frecuencia del mando e intercambié con ella unas cuantas palabras. Tal como había previsto, no parecía muy alegre, y me deseó suerte como si pensara que realmente podría necesitarla.
La atmósfera tensa que se respiraba dentro del vehículo empezaba a causarme un poco de claustrofobia, eso por no mencionar la sensación de ser removido como un guisante en una lata por el habitual estilo de conducción de Jurgen, de modo que abrí la escotilla de la torreta y saqué la cabeza para respirar un poco de aire fresco. La ráfaga que me asaltó me produjo una sensación vigorizante y a punto estuvo de arrancarme la gorra. Me puse a revisar el bólter pesado a fin de tener una excusa para permanecer fuera el mayor tiempo posible. Estaba cebado y dispuesto, por supuesto, ya que Jurgen había llevado a cabo su minucioso trabajo habitual, de modo que pude acomodarme y disfrutar del espectáculo del tráfico civil local que se apartaba para dejarnos paso. Observé que parecía haber mucho movimiento, especialmente en los principales bulevares, pero sin una pauta de circulación evidente. La misma cantidad circulaba en una y otra dirección, y una mirada a las calles laterales me permitió comprobar que todas parecían igualmente congestionadas.
—Inquisidora —dije en voz baja sintonizando el canal que Amberley me había indicado previamente. No había visto la menor señal de un auricular en sus oídos, pero eso no me sorprendió. Seguramente lo había disimulado bajo alguna otra forma o estaba provista de un oído potenciado que desempeñaba la misma función. (Y muchísimas otras, como descubriría a lo largo de nuestra asociación.)—. Da la impresión de que hay una intensa actividad civil. ¿Hay algo a lo que tengamos que estar atentos?
Por supuesto que había mucho a lo que deberíamos haber estado atentos. La conspiración a la que le seguíamos la pista era mucho más extensa y peligrosa de lo que habíamos imaginado, pero en ese momento yo estaba todavía en una bendita ignorancia del problema en el que nos habíamos metido.
—A montones de cosas, tal vez. —El tono de Amberley parecía precavido, aunque no especialmente preocupado—. Pero tendremos que arreglarnos con lo que sabemos y actuar con precaución.
Eso era más fácil decirlo que hacerlo con Jurgen al volante, pensé, pero la experta era ella. Observé cómo adelantábamos a un lento vehículo de carga que llevaba la parte trasera atestada de civiles con fardos en los que habían reunido apresuradamente algunas posesiones. Tal vez huían espantados por nuestra incursión en Los Altos, pero las implicaciones me preocuparon. Empecé a buscar otros similares y encontré varios en cuestión de segundos. Volví a comunicarme con Amberley.
—Da la impresión de que por aquí hay traslado de refugiados —dije.
—Curioso —respondió con un tono algo intrigado—. Me pregunto de qué estarán huyendo.
—De nada bueno —afirmé, hablando por mi amarga experiencia, aunque la verdad no tenía nada de inesperado que todo el que pudiera abandonara la ciudad a estas alturas. La situación política y militar hacía equilibrios en el filo de una navaja, y no hacía falta tener la inteligencia de Mott para deducir que las cosas serían mucho más saludables en otra parte si todo saltaba por los aires. Pensé que no estaba de más comprobarlo todo, de modo que hice un recorrido por las frecuencias tácticas, y me encontré con un montón de tráfico desvirtuado en la red de la FDP. Sin embargo, muy poco de él tenía sentido realmente.
—Comisario —me llegó de golpe la voz de Kasteen—. Creo que debería saber que acabamos de recibir instrucciones de estar alerta para entrar en combate.
—¿De quién? —interrumpió Amberley antes de que yo tuviera ocasión de responder. Supongo que podría haberme molestado su intromisión, y mucho más su control de mis mensajes supuestamente seguros, pero en ese momento estaba demasiado ocupado haciendo girar el bólter y quitando el seguro.
Por delante de nosotros se avistaba una densa columna de humo que salía de un camión incendiado en medio de la calzada, y el tráfico empezaba a atascarse al tratar los conductores, presas del pánico, de encontrar una manera de sortearlo o de volver atrás. Brillantes relámpagos láser surcaban el aire, pero con el humo era imposible saber quiénes disparaban y a qué.
—Por orden del gobernador —respondió Kasteen.
—¡Imbécil! —exclamó Amberley, y acompañó este calificativo con otros que yo no había vuelto a oír desde una vez en un tugurio de la subcolmena cuando resultó que alguien tenía más emperadores de lo normal en su baraja de tarot. Empecé a sospechar que el futuro político del gobernador Grice iba a ser corto e incómodo—. Los tau se nos van a pegar al trasero como las moscas a un cadáver.
—Creo que ya los tenemos pegados —dije. Algo rápido y ágil, cuya estatura duplicaba la de un hombre, se estaba moviendo en medio del humo. Además, no estaba solo. Había otros dos moviéndose por allí, y todos estaban rodeados de una multitud de pequeños puntos centelleantes. De repente recordé los discos voladores que habíamos visto en el enclave tau, y que también estaban armados.
Súbitamente, de una manera preocupante, el diablo que llevaba la delantera (del mismo tipo de los que El’sorath había llamado armaduras), giró la cabeza hacia nosotros y se volvió apuntando con un par de armas de cañones largos montados sobre sus hombros. Todavía estábamos muy lejos para ser un blanco fácil, pero yo siempre he sido precavido.
—¡Jurgen! —le grité a nuestro conductor—. ¡Sácanos de aquí!
La respuesta de Jurgen consistió en internarse bruscamente en un estrecho callejón aplastando a su paso un macizo de arbustos ornamentales bajo nuestra oruga izquierda y sacando de en medio a un pequeño vehículo de superficie. La andanada de insultos que profirió el conductor quedó ahogada por una repentina explosión provocada por algo que impactó delante de un vehículo de transporte colectivo que estaba justo donde nosotros nos encontrábamos un momento antes, reduciendo su morro a un montón de confetti metálico antes de barrerlo de principio a fin y hacer saltar una mezcla informe de chatarra, sangre y huesos por la parte trasera. Antes de que pudiera ver algo más nos encontrábamos tras la protección de un edificio de cuyas paredes nuestro blindaje metálico iba arrancando trozos mientras nuestras orugas dejaban un rastro de contenedores de basuras aplastados.
—¡Por las entrañas del Emperador! —gruñí, al ver que habíamos escapado por los pelos.
—¿Qué fue eso? —preguntó Amberley, cuya voz apenas se oía entre las quejas de los soldados que la rodeaban. Traté de explicárselo lo mejor que pude, todavía conmovido por el alcance y la precisión del arma que habían empleado contra nosotros—. Suena como un acelerador lineal —dijo, aparentemente tranquila—. Mala cosa.
—¿Podría habernos dañado? —pregunté, comprobando que las cajas de munición de recambio se encontraban a mi alcance. Por delante de nosotros ahora no había más que civiles presas del pánico, pero estaba dispuesto a que no nos tomaran por sorpresa una segunda vez.
—Con toda seguridad —respondió con tono animado—. Incluso a esa distancia nos podría haber destripado como a un pez.
—Que el Emperador nos proteja —dijo Jurgen con expresión piadosa. Bueno, él no había protegido demasiado a los pasajeros del autobús, pensé, pero decidí que era más prudente no decir nada. Al fin y al cabo, sólo se lo tomaría como una señal de que éramos importantes para su plan inefable.
—¿Contra quién combaten los tau? —pregunté.
—Contra la FDP —respondió Kasteen—. ¿Contra quién si no? Estamos recibiendo noticias de que algunos de los leales se han amotinado y han abierto fuego contra el recinto tau. Los diplomáticos están tratando de aquietar los ánimos, sin embargo los azulados dicen que tienen derecho a responder y han entrado en la ciudad. Están luchando contra todas las unidades de la FDP con las que se topan.
—¿Y la Guardia? —pregunté, sabiendo de antemano que la respuesta no me iba a gustar nada.
—Las órdenes del gobernador son de contener la situación empleando todos los medios necesarios. El general supremo está pidiendo aclaraciones. —O sea, ganando tiempo. Si las unidades de la Guardia entraban en la ciudad quedarían cogidas en el medio, y dado que la mitad de la FDP no era de fiar, se convertirían en blanco para ambas partes. Se me revolvió el estómago, y esta vez no fue por la forma de conducir de Jurgen.
—Bueno, así están las cosas —dije. Las palabras me supieron a ceniza—. Se nos ha acabado el tiempo. —La guerra que tantos sacrificios había costado evitar se cernía sobre nosotros, y daba la impresión de que no podíamos hacer nada al respecto.