NUEVE
Según mi experiencia, las cosas no suelen ser lo que parecen, por lo general son mucho peores.
Inquisidor TITUS DRAKE
De más está decir, dada mi profesión, que he tenido sorpresas desagradables más que suficientes. Pero descubrir que la mujer a la que, a lo largo de una agradable velada social, había estado tratando de impresionar con mis incipientes especulaciones sobre hechos de los que ella tenía información privilegiada y que, preciso es admitirlo, me había producido una gran impresión (en la medida en que soy sensible a tales cosas[32]), era una inquisidora encubierta, pasó a ocupar uno de los primeros puestos en la lista. Y por si eso fuera poco, la expresión de diversión que vi en su rostro ante mi absoluta estupefacción multiplicó por mil mi desconcierto.
—Pero yo pensaba… Orelius… —dije sin entender nada. Amberley reía mientras el Salamander avanzaba a bandazos por las calles de vuelta al recinto fortificado donde Zyvan había establecido el cuartel general de nuestra fuerza expedicionaria. Por el audífono que llevaba en el oído pude oír que continuaba el fuego en Los Altos. Al parecer, Sulla había hecho algo estúpido, pero estábamos ganando con comodidad y con tan pocas bajas que las cosas podrían marchar bien sin que yo interfiriese en absoluto, de modo que consideré justificado ordenar a Jurgen que nos llevara lo antes posible al cuartel general. Rakel y Orelius evidentemente necesitaban atención médica, lo cual me daba la excusa perfecta, y supuse que era mi deber ocuparme de que la inquisidora quedara a salvo cuanto antes.
Tal como se desarrollaron las cosas, habría de verla con bastante asiduidad antes de que abandonáramos Gravalax, e incluso eso habría de ser sólo el comienzo de una larga asociación llena de alternativas que me pondría en peligro en más ocasiones de las que hubiera querido. A veces me pregunto si, en caso de haber tenido alguna premonición sobre quién era ella realmente la primera vez que la vi, me habría limitado a abandonar el salón y así evitado todos los horrores de las décadas siguientes; sin embargo, lo dudo. Su compañía, en las raras ocasiones en que pude disfrutar de ella sin pensar en nada más, compensó con creces todas las veces en las que tuve que huir para salvar la vida o en las que me enfrenté a la inminencia de una muerte dolorosa. Por difícil que sea de entender, estoy seguro que de haberla conocido hubieran pensado lo mismo[33].
—¿Orelius? —dijo sujetándose cuando Jurgen tomó una curva que la mayoría de los conductores habrían considerado demasiado cerrada a la mitad de la velocidad a la que íbamos—. Me ayuda a veces. —Volvió a sonreír—. Dicho de sea de paso, parece que quedó muy impresionado con usted en la fiesta del gobernador.
—Entonces ¿él también es un inquisidor? —pregunté. La cabeza todavía me daba vueltas. La risa de Amberley se parecía al sonido del agua que cae por las piedras. Negó con la cabeza.
—Buen Emperador, no. Es un comerciante independiente. ¿Qué demonios le hace creer que es un inquisidor?
—Algo que dijo un amigo —respondí, pensando que no volvería a creer nada más que pudiera decirme Divas. Aunque, para ser justo, debo decir que, después de todo, no se había equivocado tanto, y que no era responsable de mi febril imaginación.
—¿Y el de la barba? —Señalé al escriba que estaba inclinado hacia el compartimento del conductor manteniendo una animada conversación con Jurgen sobre los aspectos más sutiles del mantenimiento del Salamander.
—Caractacus Mott, mi sabio. —Sonrió con afecto—. Un pozo de información, útil en parte.
—A los otros ya los había conocido —dije señalando a Orelius, que había sacado un botiquín de primeros auxilios y estaba atendiendo a Rakel lo mejor que podía con un brazo herido—. ¿Y ella, qué problema tiene?
—No estoy muy segura —respondió con un relámpago de preocupación en su rostro. Más tarde descubriría que eso no era totalmente cierto. Tenía sus sospechas, pero la verdad sobre Jurgen tardaría aún algún tiempo en confirmarse.
* * *
Abreviando, llegamos de vuelta al cuartel general sin más incidentes y nos dispersamos para cumplir cada uno con sus obligaciones. Amberley partió con los sanitarios para asegurarse de que sus amigos fueran debidamente recompuestos, aunque, como habría de comprobar por mí mismo en posteriores ocasiones, tener a un inquisidor merodeando no les ayuda exactamente a concentrarse en detener una hemorragia o en lo que sea. Yo fui a darme una ducha y a cambiarme de ropa, pero todavía olía un poco a humo cuando Broklaw y los demás volvieron con la moral muy alta.
—Tengo entendido que hicieron un buen trabajo —lo felicité mientras desembarcaba de su Chimera. Asintió, con la adrenalina un poco alta todavía.
—Eliminamos totalmente el nido. Y con un mínimo de bajas. —Se apartó para devolver el saludo a Sulla, cuyo rostro brillaba como si acabara de tener una cita—. Bien hecho, teniente. Fue un buen golpe.
—Me limité a preguntarme qué habría hecho el comisario —dijo ella.
En aquel momento yo no tenía la menor idea de qué estaban hablando, pero supuse que Sulla había tenido una actuación destacada, de modo que procuré parecer complacido. Más tarde resultó que había hecho algo descabellado que a punto había estado de costarle la vida, pero los soldados pensaban que era la heroína del momento, de modo que todo había resultado de lo mejor. Además, era el tipo de cosa que se suponía habría hecho yo, de modo que no pude recriminarla cuando se presentaron los partes, ¿no les parece?
—Y espero que hiciera todo lo contrario —repuse, y luego enarqué una ceja al ver su expresión—. Era una broma, teniente. Estoy seguro de que fuera cual fuese la decisión que haya tomado, era lo correcto en esas circunstancias.
—Eso espero —afirmó, repitiendo el saludo y marchándose a buen paso para ocuparse de los heridos de su pelotón. Broklaw la miró mientras se alejaba con expresión pensativa.
—Bueno, de todos modos funcionó. Además, es probable que nos haya ahorrado un montón de bajas, pero… —Se encogió de hombros—. Es probable que al final haga las cosas bien, si no consigue antes que la maten.
Sin duda tenía razón, aunque por entonces ninguno de nosotros podía saber lo lejos que llegaría. Como se suele decir: siempre son los que menos se espera[34].
Después de algunas palabras sin más trascendencia, nos fuimos. Broklaw a presentar su parte a Kasteen, y yo a por un trago.
* * *
Lo encontré en un apartado tranquilo en la parte trasera del Ala del Águila. El lugar estaba casi desierto, ofreciendo un marcado contraste con la visita que había hecho con Divas, pero supuse que sería todavía muy temprano para que aquello se animara. Además, la soledad venía bien a mi estado de ánimo. En mi corto paseo hasta el bar había notado que también las calles estaban desusadamente tranquilas, y que los escasos civiles con los que me había cruzado parecían nerviosos y se apartaban de mí en cuanto veían mi uniforme. Nuestra demostración de fuerza contra los rebeldes en Los Altos había puesto nervioso a todo el mundo, y daba la impresión de que el sentimiento antiimperialista se había fortalecido.
No puedo decir que los culpara del todo. De haber sido yo un gravalaxiano probablemente pensaría que por azulados, calvos y chalados que fueran los tau, al menos no habían volado parte de la ciudad. De haber sido posible, mi opinión sobre Grice habría decaído aún más por ordenarnos intervenir.
Cuando el amasec empezó a hacer efecto, me encontré pensando en los acontecimientos de la tarde. Ésa es la consecuencia que tiene sobre mí el escapar por los pelos de la muerte: empiezo a pensar en mi propia mortalidad y me pregunto qué diablos estoy haciendo en un trabajo en el que constantemente estoy al borde de que me maten. La respuesta, por supuesto, es que no tuve otra opción, ya que los asesores de la Schola Progenium decidieron que yo era carne del Comisariado, y así fue[35].
Me estaba dejando caer en un estado de melancolía y pesimismo perversamente reconfortante cuando una sombra se proyectó sobre mí.
—¿Le molesta si me siento aquí? —preguntó una voz meliflua.
Por lo general nunca rechazo la compañía femenina, como ya sabrán si han leído lo suficiente de estas memorias, pero en aquel momento lo único que me apetecía era que me dejaran solo para contemplar la injusticia del universo envuelto en una niebla de autoconmiseración y alcohol. Sin embargo, nunca es prudente desairar a un inquisidor, de modo que señalé el asiento que había al otro lado de la mesa y disimulé todo lo que pude mi sorpresa. Había tenido tiempo de refrescarse y cambiarse, poniéndose, según pude observar, un vestido color gris niebla que sacaba el mejor partido a sus colores naturales.
—Por supuesto. —Hice un gesto a la camarera, que pareció algo decepcionada al acudir a servirnos—. Otros dos, por favor.
—Gracias. —Amberley dio unos delicados sorbos a la bebida, traicionando con un leve mohín lo que pensaba de su calidad, antes de volver a colocar la copa sobre la mesa y mirarme con curiosidad. Traté de evitar sus ojos azules sin fondo, pero luego me di cuenta de que realmente no era eso lo que quería—. Es usted un hombre notable, comisario.
—Eso dicen. —Esperé un instante antes de sonreír—. Aunque no puedo decir que esté de acuerdo. —Amberley alzó un lado de la boca con expresión inequívocamente divertida.
—Oh, sí, la modesta rutina del héroe. Eso se lo sabe al dedillo, sin duda. —Vació de un trago el resto de su copa e hizo señas de que le trajeran otra, dejándome totalmente atónito. Su sonrisa se ensanchó—. ¿Y qué viene a continuación: «Soy sólo un humilde soldado», o «Puede creerme, soy un sirviente del Emperador»?
—No estoy seguro de qué es lo que insinúa… —protesté, pero ella me interrumpió con una risita.
—Vaya, auténtica indignación. Hacía tiempo que no la veía. —Cogió unos frutos secos del cuenco que había sobre la mesa, alguna variedad local que no reconocí, y me sonrió con aire totalmente pícaro—. Anímese, comisario, sólo le estoy tomando el pelo.
Sí, claro, pensé, y haciéndome saber de paso que puede ver a través de todas las pequeñas tretas manipuladoras que tengo en mi repertorio. Algo de esto debe de haberse reflejado en mi cara, porque su expresión se suavizó.
—Ya sabe, puede intentar mostrarse como es.
La idea me aterraba. Había pasado tanto tiempo ocultándome detrás de máscaras que ya no estaba seguro de que hubiese un auténtico Ciaphas debajo de ellas. Más bien creía que lo único que quedaba era un pequeño envoltorio de egoísmo. Entonces me golpeó una idea aún más aterradora: ¡ella podía darse cuenta de lo que estaba pensando! ¡Todo lo que había tratado de ocultar sobre mi fraudulenta reputación quedaría al descubierto para ella y para la Inquisición…! ¡Por las entrañas del Emperador!
—Relájese. No soy una psíquica. Sólo se me da bien leer a la gente. —Vio cómo me dejaba caer en mi asiento, aliviado, sin intentar siquiera ocultarlo, y la leve diversión volvió a aparecer en el fondo de sus ojos—. Todo lo que piense que puedo averiguar está seguro, y seguirá estándolo. A menos que me dé una razón para empezar a buscarlo.
—Trataré de no hacerlo —prometí, levantando mi copa con mano temblorosa.
—Me alegro de oírlo —su sonrisa volvía a ser cálida—, porque esperaba que pudiera ayudarme.
—¿Ayudarla con qué? —pregunté, casi seguro de que la respuesta no iba a gustarme.
* * *
La sala de conferencias estaba menos llena esta vez, aunque puesto que dos de los presentes eran el general supremo Zyvan y una inquisidora que ya había dejado perfectamente claro que era quien mandaba, me parecía abarrotada. La única otra persona que había allí era Mott, el anciano sirviente, que estaba sentado en actitud alerta y de vez en cuando se hurgaba en una melladura que un tecnosacerdote con prisas le había dejado en la pierna izquierda por falta de tiempo para terminar debidamente la reparación cuando llegó la convocatoria para la reunión.
—Gracias por unirse a nosotros, comisario. —Amberley me regaló una sonrisa que parecía auténticamente cálida, aunque siendo yo mismo un manipulador experimentado, no estaba muy seguro de hasta qué punto podía fiarme de ella. Zyvan me saludó con una inclinación de cabeza, contento también de verme.
—Hola otra vez —sonrió Mott, cuyos ojos pardos sorprendentemente transparentes resplandecían detrás de su barba excesiva. Evidentemente no había tenido tiempo de quitarse de encima el olor de humo que tenían su pelo y su ropa, o a lo mejor ni siquiera le importaba—. Nos ha causado muchos inconvenientes, joven. Aunque supongo que no tenía por qué saberlo.
—¿Saber qué? —pregunté, tratando de restar perentoriedad a la pregunta. Había cogido un par de bocadillos para tratar de contrarrestar el alcohol que había bebido, y había hecho que Jurgen me trajera un recafeinado, pero entre el amasec y la reacción a las aventuras del día, me zumbaba la cabeza.
—Todo a su tiempo. —Amberley sonrió con indulgencia al marchito sabio—. Caractacus tiene tendencia a despejar todas las dudas a la menor ocasión.
—Cuando se llega a mi edad, no hay tiempo que perder en ellas —respondió, sonriendo a su vez. Me di cuenta de que todo esto formaba parte de una familiaridad cordial entre ellos, lo cual hablaba a las claras de la confianza que la inquisidora tenía puesta en él y de lo prolongado de su asociación. El hombre se volvió hacia mí—. Lo cual me recuerda que debo darle las gracias por acudir en nuestra ayuda. Fue muy oportuno.
—Fue un placer —dije.
—Entonces tiene usted una idea sumamente perversa de lo que es la diversión. Debería salir más.
Amberley negó con la cabeza y me miró enarcando una ceja, en un gesto exagerado de exasperación.
—En estos tiempos no es corriente que te ayuden —dijo.
No se me ocurrió una respuesta adecuada, de modo que no dije nada. Jamás había tenido la menor idea de cómo se suponía que era un inquisidor, aunque como la mayor parte de la gente, tenía una vaga impresión de algún psicópata temible que se abría camino a golpe de asesinatos entre los enemigos del Emperador. Amberley, en cambio, parecía ser todo lo contrario. Tenía su vena implacable, por supuesto, como habría de descubrir en el transcurso de nuestra larga relación, pero por entonces, aquella joven alegre, burlona, con un extraño sentido del humor, parecía tan ajena a la concepción general preconcebida de su profesión como era posible[36]. Zyvan carraspeó.
—Inquisidora, ¿le parece que pasemos a ocuparnos de lo que nos ha traído aquí?
—Por supuesto. —Activó el hololito sintonizándolo en el punto justo para enfocar la imagen—. Ni qué decir tiene que todo lo que aquí vea y oiga es absolutamente confidencial, comisario.
—Por supuesto —asentí.
—Bien. Odiaría tener que matarlo. —Volvió a sonreír, y me pregunté si aquello sería o no una broma. Hoy en día estoy totalmente seguro de que no lo era en absoluto.
»Por si no ha estado prestando atención —prosiguió—, soy agente del Ordo Xenos. ¿Sabe lo que significa eso?
—¿Se ocupa de los alienígenas? —dije tanteando. Por aquel entonces tenía una idea muy vaga de que la Inquisición estaba dividida en múltiples ordos con áreas específicas de interés y responsabilidad, pero era una deducción muy fácil de hacer. Amberley asintió con la cabeza como muestra de aprobación.
—Exactamente —afirmó.
—Bueno, casi en todo —intervino Mott con ánimo colaborador—. Hubo aquel culto del Caos, en Arcadia Secundus y los herejes de Ghore…
—Gracias, Caractacus —lo interrumpió Amberley como diciendo «calla, maldita sea».
Yo no tardaría en descubrir que ser un hombre sabio significaba estar obsesionado con los detalles y las trivialidades y toda la pedantería que eso conlleva. Imaginen al camarero más sabelotodo que puedan haber conocido y que tiene la maldita compulsión de largar todo lo pertinente a cualquier tema que surge en la conversación cuando uno está en medio de ella. Aunque a veces podía resultar sumamente incordiante, llegó a ser una buena compañía, a su modo, cuando llegué a conocerlo, especialmente porque entre sus dotes se contaba una intuición excelente para la probabilidad que nos resultó muy conveniente en numerosos establecimientos de juego a lo largo de los años.
Amberley seleccionó en el hololito un diagrama estelar que reconocí sin gran dificultad ya que lo había visto reproducido de forma mucho menos pormenorizada en la placa de datos a la que había echado un vistazo antes de aterrizar en el planeta.
—El golfo de Damocles —dije, y ella asintió.
—Estamos aquí. —Señaló el sistema Gravalax, aparentemente solo y aislado en los confines del espacio imperial—. ¿Le llama la atención algo sobre la topografía de la región?
—Estamos cerca de la frontera tau —dije, tratando de ganar tiempo mientras estudiaba las imágenes. Era indudable que no iba a aludir a algo tan obvio. Varios de los sistemas vecinos estaban señalados con iconos azules que indicaban que se trataba de mundos dominados por los tau. A decir verdad, prácticamente tenían rodeada nuestra posición actual, y sólo una estrecha cadena de amistosas balizas amarillas nos conectaban al acogedor puerto del espacio imperial—. Demasiado cerca —concluí—. Si tuviéramos que librar una guerra aquí, nuestras líneas de abastecimiento serían demasiado endebles para inspirarnos confianza.
—Precisamente —Zyvan asintió con aprobación y señaló un par de cuellos de botella—. Podrían cerrarnos el paso aquí y aquí sin el menor problema. Quedaríamos bloqueados durante meses mientras que ellos podrían reabastecerse a su antojo de cuatro sistemas por lo menos.
—Y ése es el motivo por el cual nos urge tanto evitar una guerra a gran escala por esta miserable bola de barro —declaró Amberley—. El esfuerzo de conservarla implicaría la participación de los activos navales de al menos tres sectores sólo para asegurar nuestras líneas de abastecimiento, y tendríamos que canalizar hacia aquí unidades de la Guardia y del Astartes de todo el Segmentum. En pocas palabras: no vale la pena.
Si dijera que me quedé atónito me quedaría corto. Siempre se había aceptado como artículo de fe que los sagrados dominios del Imperio debían mantenerse libres de contaminación alienígena fuera al coste que fuera, y aquí teníamos nada menos que a una inquisidora y el propio general supremo, aparentemente satisfechos con dejar que los tau se adueñaran del lugar. Bueno, yo no tenía ningún problema al respecto, especialmente si eso me mantenía lejos de la línea de fuego, de modo que asentí prudentemente.
—Presiento que ahora llega el «pero» —apunté.
—Cierto —asintió Zyvan, evidentemente complacido con mi astucia—. Tampoco podemos aceptar que los pequeños azulados amantes de los grox lleguen y se apoderen del lugar. Eso equivaldría a darles una imagen equivocada. Ya se están asomando a todos los mundos del sector y preparándose para permanecer allí. Si les dejamos apoderarse de Gravalax sin oponer resistencia, pensarán que la mitad del Segmentum está a su disposición.
—Pero podríamos vencerlos a la larga —dije, tratando de no imaginar las décadas de sufrimiento que eso implicaría al enfrentarse el poder abrumador del Imperio a la tecnobrujería de los tau. Sería el mayor baño de sangre desde la cruzada de los Mundos de Sabbat.
—Podríamos llegar a hacerlo —asintió Amberley con gesto grave—, si fueran la única amenaza a la que tuviéramos que enfrentarnos. —Amplió el campo de visión hasta que los sistemas quedaron en el centro del hololito y otros nuevos aparecieron en los extremos del campo de proyección. Había varios sistemas marcados con rojo. Reconocí a uno de ellos como Corania, y después, un momento más tarde, identifiqué el sistema Desolatia, donde había tenido mi bautismo de sangre contra una horda tiránida hacía ya más de una década.
—En los últimos años han aumentado los ataques de tiránidos en esta región de la galaxia —dijo Zyvan—. Pero eso seguro que usted lo sabe ya.
—He presenciado unos cuantos —admití.
—Hay un patrón —intervino Mott—. No está claro todavía, pero indudablemente va tomando forma[37].
—Nuestro mayor temor es que puedan ser la avanzadilla de una nueva flota enjambre —dijo Amberley con preocupación. Traté de imaginar semejante cosa y se me pusieron los pelos de punta. Las hordas con las que me había topado antes eran débiles, los supervivientes desperdigados de la flota enjambre de Behemoth que había sido dispersada hacía siglos, pero seguían siendo esquirlas ponzoñosas clavadas en el cuerpo del Imperio. A pesar de lo venidas a menos que estaban, todavía eran capaces de superar a un mundo escasamente defendido e iban adquiriendo fuerza con cada uno que consumían. La perspectiva de enfrentarme a una flota renovada con recursos casi ilimitados resultaba simple y llanamente aterradora.
—Roguemos que se equivoque usted —dije. Por desgracia, tal como ahora sabemos, ella acertaba por partida doble, y la realidad superaba con mucho las peores expectativas que pudiéramos tener.
—Que así sea —Zyvan hizo la señal del aquila—, pero si no se equivoca, esas naves y esos hombres serán necesarios para defender el Imperio. Y no son sólo los tiránidos… —Dejó la frase sin terminar cuando Amberley le lanzó una mirada asesina. Era evidente que no se me debía poner al tanto de todo.
—Necrones —aventuré, sacando una conclusión obvia. Señalé el mundo necrópolis del que había tenido la suerte de escapar hacía un par de años—. No son lo que se dice unos xenos de lo más amistosos. Y aparecen cada vez con más frecuencia si hemos de guiarnos por estos iconos de contacto. —Señalé un par más en la misma escritura color púrpura.
—Eso no son más que especulaciones, comisario —manifestó Amberley con un claro tono de advertencia en su voz.
—Un doscientos setenta y tres por ciento de aumento en probables contactos de necrones a lo largo del último siglo —asintió Mott con entusiasmo—. Sólo el veintiocho por ciento plenamente confirmados, sin embargo. —Por supuesto, eso se debía a que la mayoría de los contactos no habían dejado supervivientes.
—Sea como sea —dijo Amberley—, el hecho es que los recursos que consumiríamos librando una guerra por Gravalax podrían ser necesarios en otra parte, y si nos vemos obligados a usarlos ahora quedaríamos fatalmente debilitados.
—Lo que todavía deja en pie las preguntas de quién sería lo bastante loco como para tratar de provocar semejante guerra y de qué podría pretender ganar con ello —intervine, ansioso de demostrar que estaba prestando atención.
—Eso es precisamente lo que la inquisidora vino a averiguar —me aseguró Zyvan.
—No exactamente. —Amberley apagó la pantalla hololítica, probablemente para impedir que sacara más conclusiones sobre lo que nos amenazaba desde las tinieblas exteriores—. Lo que atrajo nuestra atención fue el aumento en la influencia tau sobre Gravalax, y las actividades de algunos comerciantes independientes que al parecer se estaban lucrando con ello. Yo he venido a investigar eso y a evaluar la lealtad del gobernador.
—Por eso hizo usted que Orelius lo presionara para que le otorgara concesiones comerciales —dije. La moneda había caído de repente—. Quería ver si él tenía alguna influencia sobre los tau.
—Eso es —asintió con una sonrisa, como un tutor de la schola cuyo alumno menos prometedor acabara de recitar completo el catecismo de abjuración—. Es usted realmente astuto para ser soldado.
—¿Y a qué conclusión ha llegado? —preguntó Zyvan con cuidado de no mostrarse ofendido por la observación.
—Todavía lo estoy considerando —admitió la mujer—. Sin duda es un hombre débil, tal vez corrupto, e innegablemente necio. Ha permitido que la influencia alienígena echara raíces demasiado profundas aquí como para poder arrancarlas sin un esfuerzo considerable. Pero ya no es nuestra preocupación principal.
—¿Se refiere a los conspiradores? —pregunté—. ¿A quienquiera que sea que esté tratando de provocar una guerra por esto?
—Precisamente —asintió, dedicándome otra sonrisa que, al menos era lo que a mí me habría gustado, se parecía mucho a un elogio—. Otra astuta deducción por su parte.
—¿Tiene usted alguna idea sobre sus identidades? —inquirió Zyvan.
Amberley negó con la cabeza.
—No son pocos los enemigos que se beneficiarían de un debilitamiento de la presencia imperial en este sector —dijo con una mirada de advertencia a Mott, que parecía a punto de enumerarlos a todos—. Entre ellos los propios tau. —El anciano se resignó con visible decepción—. Pero quienquiera que sea, es indudable que funciona a través de la facción xenoísta de este planeta y las unidades de la FDP a las que controlan. Por suerte, parece ser que la Guardia les ha sacado las muelas sin arrastrar a los tau, de lo cual podemos estar agradecidos.
Zyvan y yo aceptamos el cumplido implícito sin comentarios.
—¿Cómo va la investigación sobre el asesinato del embajador? —pregunté—. Si encuentran al asesino, encontrarán a los conspiradores, ¿no le parece?
—Es probable. —Amberley asintió con la cabeza—. Pero por el momento no tenemos sospechosos. La autopsia reveló que lo habían matado con una pistola bólter imperial a bocajarro, pero eso ya lo sabíamos, y la mitad de los asistentes a la fiesta llevaban una. Nuestra mejor pista sigue siendo la conexión xenoísta.
—O lo era —chilló Mott dirigiéndome una mirada de censura—, hasta que este joven le prendió fuego.
—¿Perdón? —inquirí, mirándolo con expresión confundida.
—Debería pedir perdón, sí —dijo sin rencor.
Amberley suspiró.
—Los Arbites locales han estado vigilando a los grupos xenoístas más activos. Uno de ellos solía mantener reuniones en aquel almacén, de modo que fuimos a comprobarlo.
—Y encontraron algo más de lo que esperaban —aventuré con ánimo de ayudar. Ella asintió.
—Así es. Encontramos un pasadizo hacia la ciudad subterránea.
—Una indudable sorpresa —confirmó Mott—. Aunque dada la cantidad de arquitectura de influencia tau relativamente nueva de la ciudad en su conjunto, encontrar un acceso no era algo totalmente inesperado.
Supongo que debo de parecer ingenuo, pero hasta ese momento jamás se me había ocurrido que no hubiese una ciudad subterránea, siendo como es una parte esencial de toda colmena. Deben saber que la mayor parte de las ciudades imperiales tienen miles de años de antigüedad. Cada generación ha construido sobre los restos de la anterior, dejando un laberinto de túneles de servicio y estancias abandonados debajo del nivel más reciente de calles y edificios, a menudo de decenas, o incluso centenares de metros de profundidad. Mayoh, por el hecho de estar tan escasamente poblada para lo que son las ciudades imperiales, no tenía una capa tan gruesa por debajo, pero yo había dado por sentado que poseía el mismo laberinto de cloacas y pasadizos por debajo de los pies de sus ciudadanos que cualquier otra área urbana de las que yo conocía.
—Parece un buen lugar para planear una sedición —reconocí.
—Ideal —coincidió Amberley—. Como descubrimos a nuestra costa.
—Nos tendieron una emboscada —dijo Mott—. Pero no antes de determinar que el sistema de túneles es sumamente extenso.
—¿Una emboscada? ¿De quiénes? —preguntó Zyvan.
—Ah, ésa es la cuestión. —Amberley ladeó la cabeza con expresión burlona—. Fueran quienes fueran, iban bien armados y estaban bien entrenados. A duras penas salvamos el pellejo.
—Tomas y Jothan no tuvieron tanta suerte —le recordó Mott, y a ella se le ensombreció la expresión durante un momento.
—Su sacrificio será recordado —dijo de la manera maquinal en que lo hace la gente que no siente lo que dice—. Sabían cuáles eran los riesgos.
—¿Más desertores de la FDP? —preguntó Zyvan.
—No lo creo. —Negué con la cabeza—. Mi asistente y yo les echamos una buena mirada a varios de ellos. Definitivamente eran civiles.
—O al menos iban vestidos como tales —intervino Mott—. Que no tiene por qué ser lo mismo.
—En cualquier caso —dijo Amberley, decidida—, necesitamos más información. Y sólo hay un lugar donde podemos conseguirla. —Se me empezó a hacer un nudo en el estómago por el presentimiento.
—La ciudad subterránea. —Fue Zyvan quien lo dijo, y la inquisidora asintió.
—Exactamente. Y es por eso que necesito su ayuda.
—Lo que sea, por supuesto. —Zyvan abrió las manos—. Aunque no veo con claridad…
—Mi comitiva está fuera de combate, general. Y yo no soy tan necia como para emprender una expedición de esta naturaleza totalmente sola. —Bueno, eso estaba claro—. Quisiera pedir la ayuda de una parte de su Guardia.
—Claro, por supuesto —concedió Zyvan—. No se puede confiar demasiado en la lealtad de la FDP.
—Exacto —volvió a asentir ella.
—¿Cuántos hombres quiere? —preguntó Zyvan—. ¿Un pelotón, una compañía?
—No. —Amberley negó con la cabeza—. Tendremos que movernos con rapidez y sigilo. Un equipo de combate. Y el comisario para comandarlos. —Volvió a fijar en mí esos ojos fulgurantes y a sonreír—. Estoy segura de que su magnífica reputación estará a la altura del desafío.
No lo estaba, pueden estar seguros, pero no podía negarme a una petición directa de una inquisidora, ¿no les parece? (Aunque, de haber sabido en qué me metía, lo hubiera intentado con todas mis fuerzas). Así pues, asentí y traté de dar impresión de seguridad.
—Puede contar conmigo —afirmé con toda la sinceridad que fui capaz de fingir, aunque por la sonrisa que alzó un extremo de su boca me di cuenta de que no la había engañado ni un segundo.
—Me alegra oírlo —replicó—. Tengo entendido que su regimiento tiene amplia experiencia en guerra urbana, de modo que creo que serán los más idóneos.
—Pediré voluntarios —dije.
—No es necesario —negó ella con la cabeza, y me deslizó una placa de datos por encima de la mesa. La cogí y empecé a sentir un cosquilleo premonitorio en las palmas de las manos—. Usted ya ha asignado a algunos.
Eché una mirada a la lista de nombres, aunque ya la conocía antes de leerla, del mismo modo en que se puede ver una avalancha incluso antes de que las rocas empiecen a deslizarse. Kelp, Trebek, Velade, Sorel y Holenbi. Los cinco soldados del planeta en los que menos confiaba para guardarme las espaldas, a menos que fuera para clavarme una bayoneta. Alcé la cabeza.
—¿Está segura, inquisidora? No puede decirse que estos soldados sean precisamente de fiar…
—Pero son los más prescindibles —me aseguró con una mueca burlona y aquella luz equívoca en el fondo de los ojos—. Y estoy segura de que usted puede mantenerlos a raya.
Así pues, era oficial. Se trataba de una misión suicida. Tragué saliva y la boca se me quedó seca de repente.
—Puede contar con ello —dije, preguntándome cómo, en el nombre del Emperador, iba a salir de ésta.