OCHO

OCHO

¿Los inquisidores? Son unos bastardos rastreros. Son útiles, sí, incluso necesarios, pero yo no le compraría un aeromóvil de segunda mano a ninguno de ellos.

Arbites general BEX VAN STURM

Como es lógico, al final no tuve más remedio que aceptar. El propio general supremo me había elegido para esta misión, de modo que sólo cabía esperar lo mejor y prepararse para lo peor. Por fortuna, las negociaciones de Donali con los tau dejaron algo de margen para respirar, y yo pude plantear un plan de acción que daba la impresión de que lideraba desde el frente mientras que permanecía lo bastante apartado de la línea de fuego como para tener una visión táctica completa. Kasteen y Broklaw habían acogido la misión con entusiasmo en cuanto deposité en ellos mi confianza, seguros de que el interés especial del general supremo por mí era un buen presagio para el futuro del regimiento, de modo que pude dejar que tomaran la delantera sin que pareciera realmente que lo hacían. Entre nosotros, habíamos dado con un plan que realmente tenía visos de funcionar, al menos si se convencía a los azulados (como habían empezado a llamarlos los soldados tomando la palabra de la jerga local) de que nuestra incursión en la ciudad no los afectaba para nada. Ése era, por supuesto, un interrogante al que sólo el Emperador podría responder, y él estaba ocupado en otras cosas, de modo que me limité a apoyar el pulgar en la palma de la mano[28] y a seguir adelante con las cosas que dependían de mí.

Aun así, no podía sacarme de encima la sensación de que estábamos pasando por alto algo importante, que fuera cual fuere la funesta camarilla que trataba de desencadenar una guerra a gran escala en esta indigna bola de barro, no estaría dispuesta a abandonar con tanta facilidad, pero como pensando en esto sólo conseguía preocuparme, traté de olvidarlo. Por mi vida que no entendía lo que pretendían ganar forzando un enfrentamiento, y a menos que uno sepa lo que persiguen los enemigos, no se pueden plantear medidas para contrarrestar sus planes. No tengo empacho en admitir que me ponía un poco nervioso. Estoy habituado a que mi paranoia innata me haga anticiparme a la mayor parte de las cosas, pero incluso los partidarios del Caos suelen tener una respuesta tipo (aunque sólo sea «matar a todo lo que vive en un planeta») que después de un tiempo se revela como obvia. Además, para eso tenemos a los inquisidores, de modo que le deseaba a Orelius la mejor suerte imperial y dejé de pensar en ello dedicándome, en cambio, a idear una manera de dar a los rebeldes de la FDP la respuesta que se merecían. Supongo que era lo único que podía hacer. Pueden creerme si les digo que, de haber sabido lo que realmente estaba sucediendo, hubiera perdido más horas de sueño.

—No nos lo podrían poner más fácil aun queriendo —dijo Broklaw con cierta satisfacción examinando el hololito. Había convencido al general supremo de que nos permitiera usar el salón de conferencias al que me había llamado antes hablándole de la necesidad de coordinar la información de más de un regimiento, y Broklaw estaba tan contento con la pantalla de la mesa como un chaval con su primer juego de soldaditos de plomo. Yo casi pensaba en llevármela de tapadillo en la nave de transporte cuando nos marcháramos. Señaló la disposición de las unidades xenoístas—. ¿Cómo es esa palabra que usan ustedes los artilleros? ¿Clusterfrag?

—Más o menos —respondió secamente el coronel Mostrue, del 12.º de Artillería de Campo, mirándome, como siempre, con cierta desconfianza en sus gélidos ojos azules. Durante todo el tiempo que estuve asignado a su unidad siempre había tratado de otorgarme el beneficio de la duda, pero de todos los oficiales de batería con los que me he tropezado, era el que más cerca había estado de adivinar la verdad sobre Desolatia, y después de eso nunca había confiado del todo en mí. Bien pensado, era muy sensato por su parte. Sin duda, había respondido con una prisa casi obscena en las pocas ocasiones en las que me había visto obligado a solicitar la presencia de la artillería ligera cerca de mi posición, pero prefería pensar que eso se debía a que hacía su trabajo con la mayor eficiencia. No había cambiado lo más mínimo en los años transcurridos desde la última vez que lo había visto, a diferencia de las marcas visibles que el paso del tiempo había dejado en Divas. El mayor también estaba con él, cojeando todavía un poco después de nuestra reyerta con los partidarios xenoístas de hacía algo así como una semana, y me sonreía con el mismo entusiasmo declarado del que siempre hacía gala.

—Será como pescar en un barril —declaró confiado.

—Lo será para ustedes —replicó Kasteen—. Nosotros estaremos donde los peces pueden devolvernos los disparos. —La mayor parte de los xenoístas no tenían más que armas ligeras. Las armas más pesadas que tenían eran lanzamisiles, de modo que la unidad de artillería no tendría que preocuparse por que les devolvieran el fuego, pero por desgracia habían tenido el buen sentido de parapetarse en su mayor parte en la zona de alrededor de Los Altos. Eso significaba sacar a los sobrevivientes edificio por edificio, lo cual resultaría un trabajo duro y sangriento si las cosas no iban bien. Por fortuna, Kasteen y Broklaw tenían experiencia en lucha urbana, que era precisamente lo que se necesitaba aquí, y yo esperaba que los hombres y mujeres del 597.º no tuvieran dificultades con los traidores de la FDP después de los tiránidos a los que se habían enfrentado en Corania.

—Haremos que muerdan el polvo —prometió Divas—. Todo lo que tendrán que hacer es limpiar después con una mopa. —Kasteen y Broklaw se miraron, pero lo dejaron pasar.

Puede que Divas tuviera sólo una vaga idea de lo que implicaba la lucha urbana, pero conocía bien a su artillería, y yo había pasado tiempo suficiente con su unidad como para comprender su confianza. Los desertores xenoístas se habían ido reuniendo a medida que se replegaban hacia Los Altos, compactándose cada vez más en la red de bulevares y parques que rodeaba las mansiones, hasta tal punto que habría dado lo mismo que hubieran estado allí con una gran diana pintada rodeando el perímetro.

—Todo es demasiado perfecto para mí —dije—. Lo lógico hubiera sido que tuvieran el buen sentido de dispersarse.

—Aficionados. —El desprecio de Mostrue era obvio.

Como la mayor parte de los oficiales de alto rango de la guardia, tenía una mala opinión de la mayoría de los regimientos de la FDP, aunque yo me había topado con algunos en mis tiempos que se las habrían hecho pasar canutas a cualquier unidad de la Guardia. No obstante, en este caso su opinión parecía más que justificada. La artillería pesada daría cuenta de la mayoría, no tenía duda. Por supuesto, los supervivientes estarían bien parapetados y sería difícil cogerlos, especialmente con tantos escombros tras los cuales refugiarse, pero no creía que hubiera muchos de ellos. Sin duda, nada de lo que el 597.º no pudiera ocuparse sin dificultad.

Incluso contando con la falta de experiencia de los desertores, parecía notoriamente estúpido por su parte ofrecer un blanco tan incitante, y otra vez empezaba a sentir el cosquilleo en las palmas de las manos. Traté de concentrarme en el informe y de no pensar en las corrientes subterráneas de conspiración que estaba convencido de que Orelius estaba rastreando incluso mientras nosotros estábamos allí sentados. Había tenido esperanzas de poner a descansar mi mente interrogando a los idiotas de la FDP que habían derribado el aerocar de los tau, y determinando de una vez por todas si había sido un simple acto de estupidez o parte de un plan más siniestro. Pero a pesar de mi orden de arresto contra ellos, los autores simplemente se habían desvanecido, o se habían unido a los desertores, lo cual planteaba todavía más preguntas cuya respuesta no estaba seguro de desear.

—¿Qué saca en limpio de esto? —preguntó Broklaw estudiando la pantalla más de cerca. Seguí la línea de su dedo hasta donde un pelotón de soldados leales de la FDP habían acordonado un par de manzanas de una zona industrial cerca del Distrito Antiguo, y me encogí de hombros.

—Los chicos locales tienen miedo de ensuciarse los dedos. —El icono del centro del cordón marcaba un contacto hostil, pero no daban la impresión de tener prisa para cerrar el nudo. Presumiblemente algunos rezagados, demasiado para unirse al éxodo hacia Los Altos, pensé. De repente me di cuenta de que podía usar esta pequeña anomalía para mi provecho.

—Voy a dejarme caer por allí y ver si puedo averiguar qué es lo que piensan —dije—. No está demasiado apartado de nuestro camino. —Y para cuando hubiera terminado aquel trabajo que me había inventado, Kasteen y Broklaw ya habrían dado cuenta de los supervivientes xenoístas. Si todo iba bien, el polvo ya se habría asentado antes de que tuviera ocasión de acercarme a la línea de fuego. Parecía que la suerte no me había abandonado después de todo.

—¿Está seguro, comisario? —Kasteen me miraba con curiosidad, y aquella expresión antigua había vuelto a los ojos de Mostrue—. Realmente no parece tan importante. Seguramente puede esperar hasta que nos hayamos ocupado del grueso de las fuerzas.

—Es probable —me encogí de hombros—, pero el propio general supremo confía en mí para acabar con todo esto. No quiero que quede un núcleo de rebelión al que enfrentarnos cuando hayamos roto la espina dorsal de la conspiración. Me sentiría mucho más tranquilo su supiera con certeza que no van a dispersarse antes de que demos con ellos.

—Bien pensado —reconoció Kasteen. Decidí que era el momento de restar solemnidad a la cosa y sonreí.

—Además —añadí—, no creo que eso les vaya a atar las manos. Creo que a estas alturas saben distinguir entre un extremo y el otro de un rifle láser.

Kasteen, Broklaw y Divas rieron y Mostrue ensayó una gélida sonrisa.

—Sin embargo, no quisiera dividir nuestras fuerzas —apuntó Kasteen—. Si vamos a barrer a los amigos de los az… a los simpatizantes de los xenoístas, no quiero que nuestra red tenga agujeros.

—De acuerdo —asentí—. Nos atendremos al plan. Simplemente me separaré del grupo, les meteré el miedo del Emperador en el cuerpo a los zánganos de la FDP que vigilan el perímetro para asegurarme de que los rebeldes que hay dentro no escapen mientras nosotros estamos ocupados, y me reintegraré en seguida. Seguramente estaré de vuelta antes de que empiece la diversión.

—Apostaría por ello —sonrió Kasteen—. Ya he visto cómo conduce Jurgen.

Sin duda habría perdido la apuesta. Iba a procurar por todos los medios demorarme aclarando aquel asunto de la FDP hasta que se hubieran acabado los disparos. Al menos ése era el plan. De haber sabido en qué me estaba metiendo como resultado de esa pequeña diversión, habría encabezado la carga sobre Los Altos sin dudarlo.

* * *

Por fin Donali se puso en contacto con nosotros aproximadamente una hora después del mediodía, diciendo que a los tau no los hacía muy felices la perspectiva de que unidades de la Guardia Imperial camparan por sus respetos en la ciudad, pero en la medida en que yo anduviera por ahí vigilando la marcha de las cosas y en que nos atuviésemos al plan que se les había enseñado, dejarían que actuáramos sin interferencia. Por supuesto, el lenguaje era un poco más diplomático que eso, pero ya pueden hacerse una idea. Yo también entendí perfectamente el trasfondo del texto, incluso antes de que Donali lo explicitara para mí: que en cuanto hubiera un simple atisbo de traición, se lanzarían sobre nosotros con todo su armamento antes de que pudiéramos decir «joder».

Como pueden imaginar, me sentía un poco presionado cuando la fuerza a cuyo frente me encontraba abandonó nuestros cuarteles y entró en la ciudad, tanto que ni siquiera tuve tiempo de disfrutar de la posición incomparable en que me encontraba[29].

Como ya dije antes, había tenido el buen tino de dejar en manos de Kasteen y Broklaw las decisiones tácticas, ya que su experiencia en materia de lucha urbana era más práctica que la mía, de modo que estaba bastante seguro de que teníamos la combinación adecuada de recursos para conseguir nuestro objetivo. Con la idea de que el terreno estaría bastante allanado cuando la artillería hubiera acabado su labor (lo cual podía atestiguar por mi experiencia personal después del tiempo pasado con el 12.º), habían sugerido ir a pie, con una tropa de Sentinels para tener apoyo de fuego pesado. Eso me había parecido bien, ya que la infantería tendría un efecto psicológico devastador entre los supervivientes de la artillería, o al menos eso esperaba. Si llevaban a los Chimeras pisándoles los talones, sus rastros no tardarían en borrarse en cuanto entraran en los escombros, pero si permanecían a la espera en el perímetro después de desembarcar a sus tropas, sus pesados bólters sin duda alentarían a todos los rebeldes que todavía se sintieran inclinados a ofrecer resistencia a mantener la cabeza baja.

También habíamos pensado en llevar una unidad de blindados, pero desechamos la idea. Un par de tanques de batalla Leman Russ habrían representado muy escasa diferencia contra la infantería parapetada, especialmente después de que los Estremecedores de Mostrue hubieran acabado su trabajo. Además, eso habría representado incluir a otro regimiento en la operación. Teniendo en cuenta lo delicado de la situación, yo quería reducir al mínimo las oportunidades de que las cosas se torcieran. Mi paranoia estaba otra vez activa y me advertía de que no ampliara nuestros planes más de lo necesario. Además, los tanques nos habrían retrasado, y la clave de esta operación era la velocidad, especialmente si quería que todo hubiera terminado cuando yo llegara.

—Cuanto más rápido entren, mejor —fue el final de mi alocución informativa. Me volví para mirar con furia a Sulla, que había susurrado algo a la soldado que tenía al lado con una risita—. ¿Alguna pregunta?

No las había. Eso significaba o bien que el plan era brillante, o bien que era tan desastroso que nadie se daba cuenta de ello, de modo que les endilgué una de esas arengas estándar que me sabía de memoria desde que el viejo jefe de estudios me había hecho entrega del fajín escarlata deseoso de perderme de vista, y despedí a los sargentos y oficiales, que fueron incorporándose a sus escuadrones. Mi mirada se cruzó con la de Lustig, que me sonrió. Me había asegurado de que su escuadrón fuera asignado al centro de la línea de batalla, pues pensaba que encontrarse de lleno en un combate les elevaría la moral. Haber tenido que abatir a los leales de la FDP les había dejado un regusto amargo, lo sabía, aunque eran buenos soldados capaces de apreciar los motivos de aquello. Un par de ellos habían ido a hablar con el capellán, pero en general habían mantenido el tipo. No obstante, yo sabía que si se les dejaba tiempo para cavilar sobre ello, su moral podría verse perjudicada, de modo que me pareció prudente actuar de inmediato antes de que la desmoralización se generalizara.

—Supongo que cuento con su aprobación, sargento —dije. Una de las cosas más importantes que me han enseñado los años, y que trato de inculcar a mis cadetes en la actualidad, es que siempre debe tomarse uno tiempo para hablar con los soldados uno por uno. Nunca se traba amistad con ellos, salvo tal vez con un par de oficiales, con suerte, y nunca se termina el trabajo por más que se intente, pero estarán mucho más dispuestos a seguirte si piensan que te importan. Y lo que es aún más importante, al menos para mí, es que empezarán a pensar en ti como si fueras uno de ellos y te cubrirán la espalda cuando empiece el tiroteo. He perdido la cuenta del número de veces que los tipos que me rodeaban abatieron a un xenos o a un traidor, que me hubieran metido un tiro por la espalda antes de que me diera cuenta siquiera. Yo también he devuelto el favor, y ésa es la razón por la que ya he superado mi segundo siglo mientras que las tumbas están llenas de comisarios respetuosos del reglamento que se basaron en la intimidación para hacer su trabajo.

—Es un buen plan, señor —dijo Lustig asintiendo con la cabeza—. Mis muchachos no lo defraudarán.

—De eso estoy seguro —repliqué—. De lo contrario no se lo habría pedido. —Una vez más el orgullo se reflejó en su cara.

—Les transmitiré sus palabras, señor.

—Le ruego que lo haga. —Respondí a su saludo y miré en derredor buscando a Jurgen mientras Lustig se alejaba sacando pecho. Seguramente no iba a haber problemas con su escuadrón, pensé. No veía a mi asistente por ninguna parte, de modo que me dirigí a la puerta pasando por la fila de sillas en las que momentos antes había sentados más de una docena de oficiales y suboficiales. Conociendo a Jurgen, seguramente estaría en el aparcamiento, realizando un examen exhaustivo de nuestro Salamander.

—Comisario. —Me volví, un poco sobresaltado por la voz que sonó a mi lado. Sulla estaba todavía sentada, con el rostro encendido por un nerviosismo que no era propio de ella. Jugueteaba con la placa de datos que tenía en el regazo.

—¿Tiene alguna pregunta, teniente? —pregunté, tratando de adoptar un tono neutro. Ella asintió rápidamente, tragando saliva un par de veces.

—No exactamente. Es que… —Se puso de pie. Su coronilla me llegaba a los ojos y tuvo que inclinarse un poco hacia atrás para hablarme directamente—. Sólo quería decirle… —Volvió a vacilar y a continuación lo soltó todo de golpe—: Sé que usted no se ha formado muy buena opinión de mí desde su llegada, pero le agradezco que me dé una oportunidad. No lo lamentará, se lo prometo.

—De eso estoy seguro. —Sonreí, una expresión de simpatía calculada para infundirle confianza—. Su pelotón fue el primero en el que pensé para esta misión porque sé que puede hacer el trabajo. —En realidad, era el escuadrón de Lustig el que quería, por las razones que ya he explicado, y el resto del pelotón vino por añadidura, pero eso ella no lo sabía—. Integrar a los dos antiguos regimientos en una nueva unidad ha resultado duro para todos, especialmente para aquellos de ustedes a los que se colocó en puestos de responsabilidad para los que no estaban preparados. Pienso que hicieron un trabajo admirable.

—Gracias, comisario. —Enrojeció a ojos vistas y se marchó tras saludar con cierta torpeza.

Bueno, esto era un añadido inesperado. Si no me equivocaba, la chica se iba a esforzar por justificar mi inexistente confianza en ella y no me iba a causar más problemas, al menos por un tiempo. A pesar de la perspectiva inminente de combate, mi paso era decididamente animado cuando fui en busca de Jurgen.

* * *

La primera parte del plan funcionó como un reloj. Formamos en el aparcamiento principal para vehículos dos pelotones completos, que yo pensaba iban a ser suficientes para la tarea que nos traíamos entre manos, con el agregado de los Sentinels que avanzaban entre ruidos sibilantes y metálicos sobre el rococemento hacia nosotros como unos enormes pollos robóticos. Y si piensan que tenían un aspecto torpe, los invito a montar en uno durante un rato. He ido en barco durante una tormenta y me he mareado menos. Claro que cuando la alternativa es ser destrozado por los orcos uno puede aguantarse con el estómago revuelto. Y si piensan que eso suena un poco endeble, recuerden que los xenoístas sólo representaban unos doce escuadrones, de modo que los superábamos ampliamente en número, y dado lo delicado de la situación diplomática, yo no quería llevar más tropas que las estrictamente necesarias. Además, contaba con la artillería para eliminar a la mayor parte, de modo que la capacidad de fuego que tenía me parecía más que suficiente para acabar con ellos.

Y por si me lo preguntan, sí, supongo que lanzar bombas sobre una parte de la ciudad a la que nos habían enviado para proteger parecía un poco paradójico en ese momento, pero era una cuestión de eficacia. A mi modo de ver, todo el que permaneciese todavía en el área a la que nos dirigíamos lo había hecho por propia elección, y los civiles que no hubiesen huido todavía o eran traidores o tan tontos que les estábamos haciendo un favor a las futuras generaciones al eliminarlos del banco genético.

Me monté en el Salamander de mando que Jurgen se había procurado y examiné con la vista nuestra fuerza expedicionaria con un sentimiento de orgullo, a pesar de que temblaba perceptiblemente. Los escuadrones de infantería iban montados en Chimeras, destacándose del resto los que comandaban los dos pelotones por la antena de radio que se veía en su superficie. La cabeza y los hombros de Sulla sobresalían de la escotilla del suyo. Unos cascos la protegían del ruido del motor. Al ver que miraba en su dirección, levantó el micrófono que llevaba en la mano.

—Tercer pelotón preparado —informó.

—Quinto pelotón preparado —dijo el teniente Feril, que estaba en el otro extremo. A pesar de ser un oficial obstinado y poco imaginativo, contaba con el respeto y la confianza de sus soldados, en gran medida por su seco sentido del humor y por lo mucho que se preocupaba por su bienestar, lo cual significaba que era poco probable que los presionara demasiado si se encontraban con una férrea resistencia. Yo lo había elegido precisamente por eso, porque sabía que preferiría esperar el apoyo de los Sentinels si las cosas se ponían difíciles en lugar de poner en peligro las vidas de los suyos corriendo riesgos innecesarios. Algunas bajas eran inevitables, por supuesto, pero yo pretendía que fueran las mínimas. Si la primera ocasión que tenían los regimientos de probar sus armas daba como resultado una victoria fácil, eso les daría más confianza y reforzaría su moral, mientras que un número elevado de bajas podía echar por tierra todo el duro trabajo que les había permitido recuperar su eficacia combativa.

—Todos los escuadrones preparados —informó el capitán Shambas, jefe de los Sentinels; teníamos tres escuadrones con nosotros, lo que representaba un total de nueve bípodes. Una potencia destructiva considerable dada la calidad de la resistencia que esperábamos encontrar, pero nada contribuye más a dar confianza que contar con una superioridad de fuego apabullante.

—Confirmar. —La voz de Broklaw se unió a las demás en mi comunicador. Estaba en otro Salamander que, al igual que el mío, había sido equipado como unidad de mando. Yo estaba más acostumbrado al modelo más ligero y rápido de exploración, que había sido siempre mi vehículo favorito (prefiero tener la posibilidad de huir de los problemas si es necesario), pero en las presentes circunstancias quería estar en condiciones de mantener las cosas bajo control. Además, la versión de mando venía equipada con un pesado lanzallamas que podía resultar útil en la brutal lucha cuerpo a cuerpo que yo esperaba entre los escombros de Los Altos.

Eso me recordó que…

—Unidades de artillería, en marcha —dije. Un momento después, el suelo empezó a temblar bajo nuestros pies cuando los Estremecedores de Mostrue empezaron a hacer honor a su nombre. Miré en derredor, pasando revista a la fuerza de asalto reunida. Una docena de Chimeras, nueve Sentinels y dos Salamanders. Con mi espada sierra señalé hacia la puerta.

—¡En marcha! —ordené. Jurgen aceleró a fondo y arrancó con una sacudida. Acostumbrado a su brusco estilo de conducción por años de familiaridad, mantuve el equilibrio sin dificultad. El conductor de Broklaw avanzó con suavidad detrás de nosotros y pude ver su cabeza y sus hombros en el compartimento trasero abierto. Su mirada se cruzó con la mía y me saludó con la mano. Yo sabía que Kasteen hubiera estado encantada de llevar el mando, pero se había hecho a un lado para dejárselo a su subordinado. Después de todo, él también merecía una oportunidad para demostrar su valor, y técnicamente la operación era demasiado poca cosa para merecer la supervisión de alguien de su rango. No obstante, me gustó que le dejara el campo libre sin necesidad de sugerírselo, y me di cuenta de que Broklaw había apreciado el gesto. Era un ejemplo más de que el regimiento empezaba a funcionar como se suponía que debía hacerlo.

Kasteen estaba allí para vernos marchar, junto con todos los demás que no tenían deberes apremiantes que atender o que pensaban que podían escabullirse unos minutos. Nuestros camaradas nos despidieron con una ovación que, por un momento, se impuso al rugido de los motores, el estruendo de los Sentinels y el retumbo atronador de los Estremecedores.

Cuando salimos a las calles, el desorden se apoderó de la ciudad. Habíamos mantenido nuestros planes en secreto, por supuesto, para que ninguno de los nativos pudiera sospechar lo que se estaba cociendo. Abrían camino delante de nosotros como aterrorizadas ratas de alcantarilla, y Jurgen aceleraba como si fuera capaz de alcanzar las velocidades a las que solía conducir. Por delante de nosotros, una columna de polvo y humo marcaba nuestro destino.

Pasé de los canales de voz a la red táctica. Las unidades FDP leales tenían orden de no actuar y abrirnos paso, lo cual fue un alivio, aunque, como la ralea indisciplinada que eran, muchos discutían y exigían saber qué estaba sucediendo.

—Mayor —dije, volviendo a la conexión anterior—, todos suyos por el momento. Trate de reservar un par para mí, ¿de acuerdo?

—Haré lo que pueda. —Broklaw me dijo adiós con la mano mientras Jurgen se apartaba del resto del convoy, aplastando un par de arbustos ornamentales y un contenedor de basura al desviarse del ancho bulevar y tomar por una calle transversal más estrecha que nos conduciría al área industrial.

Ahora podía oírse el estallido amortiguado de las bombas. El silbido previo a cada explosión y el ruido despejaban la calle a nuestro paso con mucha mayor eficacia que cualquier sirena del Arbites. Después de unos instantes y de varias curvas cerradas en las que cualquier conductor que no fuera Jurgen probablemente nos habría hecho volcar, los edificios que nos rodeaban adquirieron un aspecto inconfundiblemente industrial. Es cierto que era una arquitectura de estilo xenoísta olvidada del Emperador, pero era lo bastante mazacotuda como para que su finalidad resultara obvia.

—Broklaw al mando —la voz del mayor sonó tranquila y segura—. Dejen de bombardear. Estamos en posición.

Me satisfizo oírlo. Ni siquiera había empezado con mi supuesto cometido y él ya estaba a punto de acabar con los traidores. Jurgen redujo la marcha del Salamander y, con una sensación de déjà vu, pude ver a un oficial de la FDP que se ponía en nuestro camino con la mano alzada. Todo en derredor había manufactorías tan altas que no permitían que el sol iluminara en las calles, pero el hombre de uniforme parecía ser el único vestigio de vida. Eso me pareció extraño, ya que los turnos de trabajo ya deberían haber empezado.

—Comisario —dijo Jurgen con tono de duda—, ¿puede oír disparos?

Cuando el motor dejó de funcionar me di cuenta de que tenía razón. Me pregunté si sería la acústica, y supuse que lo que oía debían de ser más bien ecos del combate en Los Altos, que una serie de vivos intercambios en mi auricular me dijeron que ya había empezado. Entonces me di cuenta de que provenía de algún lugar por delante de nosotros, dentro de la línea del acordonamiento de la FDP que tenía marcado en la placa de datos delante de mis ojos.

—¿Qué sucede? —pregunté, mirando con fiereza al oficial. Parecía un poco asustado.

—No lo sé con certeza, señor. Tenemos órdenes de resistir, pero hay docenas de ellos. ¿Ha traído refuerzos?

—Me temo que nosotros somos los refuerzos —dije, ganando tiempo—. ¿Contra quiénes tienen que resistir?

—No lo sé. Nos sacaron de los barracones anoche y nos ordenaron acordonar la zona. —Observé con súbita aprensión que no parecía tener más edad que el oficial al que había disparado y la velocidad con que hablaba me reveló que estaba al borde del pánico. No sabía dónde nos habíamos metido, pero era evidente que íbamos directos al desastre. Maldije mi suerte, pero era demasiado tarde para volvernos atrás—. Simplemente nos dijeron que aseguráramos la zona hasta que volviera el grupo del inquisidor…

Emperador misericordioso, esto se ponía cada vez mejor. Era evidente que donde fuera que Orelius había escarbado había descubierto algo más que aquello con lo que se conformaban los funestos conspiradores tras los cuales andaba, y estaba decidido a asegurarse de que ningún ser vivo tuviera acceso a sus secretos.

—¿Dijo qué era lo que buscaba aquí? —pregunté. El oficial negó con la cabeza.

—Yo no he hablado con ninguno de ellos. Sólo el capitán lo hizo, y ahora está muerto… —empezó a elevar la voz, se veía que la histeria estaba a punto de aflorar. Bajé de un salto del vehículo y me puse junto a él, sintiendo cómo el rococemento se estremecía bajo mis pies, y traté de proyectar tanta tranquilidad y autoridad como pude.

—Entonces, entiendo que usted es el oficial al mando, teniente. —Eso le llegó. Asintió con un gesto breve, mioclónico—. Informe, pues. ¿Adónde han ido? ¿Cuándo? ¿Cuántos eran? ¿Qué me puede decir? —Su boca se movió como si estuviera a punto de empezar a funcionar. Se seguían oyendo disparos y gritos entre los edificios.

—Hay un almacén. Ahí detrás. —Señaló una de las estructuras. Un disparo láser atravesó las ventanas superiores, pasando entre nuestras cabezas, e impacto en el costado del Salamander. Me agaché y tiré de él hacia abajo para ponerlo a salvo mientras Jurgen hacía girar el pequeño pero robusto vehículo para apuntar el bólter pesado que llevaba montado en el casco. Disparó como respuesta, derribando parte de la pared y reduciendo al francotirador a una mancha desagradable.

—Gracias, Jurgen. —Volví a centrar mi atención en el joven oficial—. ¿Y el inquisidor entró ahí?

—Todos entraron justo antes del amanecer. Recibimos órdenes de no dejar entrar o salir a nadie hasta que volvieran. —De eso debían de haber pasado unas diez horas y media según mis cálculos, y algo me decía que Orelius no volvería pronto.

—¿Cuántos eran? —pregunté. Se quedó pensando un momento.

—Yo vi a seis —dijo por fin—. Cuatro hombres y dos mujeres. Una de ellas parecía algo peculiar. —Supuse que se trataba de Rakel, la psíquica.

—¿Y los hostiles? —lo animé. Negó con la cabeza.

—Los hay por todas partes, docenas de ellos. —Movió la cabeza con nerviosismo de un lado a otro tratando de no perder de vista ningún sector de la calle.

—¿Dónde? ¿Dentro del almacén?

—La mayoría. —Se puso de pie como para huir, y otro disparo lo alcanzó en el hombro. Cayó hacia atrás chillando como un niño.

—Se pondrá bien —le dije tras una rápida mirada a la herida. Algo que tiene de bueno un disparo de bólter láser es que cauteriza la herida que produce, con lo que, al menos, uno no muere desangrado por un disparo desviado, cosa que ha salvado mi propia y miserable vida en un par de ocasiones. Me volví y miré calle abajo, tratando de determinar de dónde había salido el disparo, y vislumbré un movimiento tras una pila de embalajes.

—¿Nuestros o de ellos? —pregunté señalando en aquella dirección.

—¡No lo sé! Por la sangre del Emperador, duele de…

—¡Y le va a doler más dentro de un momento si no deja de marearme, maldita sea! —grité de repente—. ¡Sus hombres están muriendo por ahí! ¡Si no puede empezar a comportarse como un oficial y ayudarme a salvarlos, lo remataré con mis propias manos!

Por supuesto, no tenía la menor intención de hacerlo. Sus chillidos atraerían sobre él el fuego del enemigo librándome a mí de él en cuanto nos moviéramos, pero la amenaza surtió efecto. Pude ver cómo caía la moneda por detrás de sus ojos cuando de repente recordó lo que le había sucedido a la última unidad de la FDP que se había interpuesto en el camino de un comisario.

—Son todos civiles —dijo jadeando después de un momento—. Cualquiera que lleve uniforme es de los nuestros.

—Gracias. —Tiré de él y lo puse a la sombra de un contenedor—. Mantenga la cabeza baja y no le pasará nada.

Volví a montar en el Salamander, agradeciendo el blindaje protector.

—Broklaw a Cain —la voz del mayor sonó en mi intercomunicador—. ¿Está usted bien? Estamos recibiendo una retroalimentación extraña desde su frecuencia.

—Por el momento. —Comprobé que el lanzallamas estaba bien cargado y listo para usar. «Que el Emperador bendiga a Jurgen por su minuciosidad», pensé—. Parece ser que nuestros chicos de la FDP no tenían las cosas tan controladas, después de todo.

—Aquí la resistencia es escasa… —su voz quedó ahogada por un momento por el crepitar del aire ionizado que asocié con uno de los multilásers de los Sentinels—, pero todavía nos va a llevar un rato.

—Por mí no se den prisa —respondí. Era posible que los renegados sólo tuvieran armas cortas, a juzgar por los sonidos que se oían, y el blindaje del Salamander tenía el espesor suficiente para brindar absoluta protección. Cambié de frecuencia, buscando la red táctica interna del escuadrón de la FDP, pero sólo encontré estática. Debería haber estado mejor informado, por supuesto[30], pero los viejos hábitos son difíciles de desarraigar.

Unos cuantos bólter láser que dispararon desde detrás de los cajones confirmaron la identidad de los rebeldes que allí se habían refugiado y dejaron la pintura del carro hecha un asco, de modo que disparé el lanzallamas, lanzando una ráfaga de promethium ardiente calle abajo. El resultado fue impresionante. Los cajones se prendieron fuego y las llamas alcanzaron a los rebeldes que se ocultaban detrás. Salieron del escondite con la ropa y el pelo en llamas y chillando como condenados, y Jurgen los acalló con el bólter. Sus cuerpos explotaron con el impacto, sembrando las paredes del edificio de restos ardientes que, de una forma incongruente, me recordaron a los fuegos de artificio.

—Acabemos con esto —dije, y mi ayudante pisó el acelerador a fondo pasando por encima del charco de promethium ardiente que cubría ahora el callejón. Cuando me volví, el oficial del FDP estaba contemplando la devastación que habíamos provocado con ojos desorbitados.

El callejón daba a una calle transversal, uno de cuyos lados estaba formado por la pared del almacén que se extendía ante nosotros en ambas direcciones. El crepitar distintivo del fuego de los rifles láser era repetido por el eco en las calles que nos rodeaban, y al ampliarse nuestro campo de visión, pude ver los chispazos de los cañones de las armas dentro del edificio así como las nubes de rococemento pulverizado en los lugares donde otros disparos impactaban en torno a las ventanas superiores. Dentro se veía la sombra de figuras que disparaban antes de replegarse, y no pude sacar de ello grandes conclusiones. Lo único era que, tal como había dicho el teniente herido, llevaban ropas civiles. Además, formaban un grupo heterogéneo. Vislumbré algo de terciopelo y la cresta de uno de los gremios de mercaderes y alguien que parecía un pastelero antes de barrer con el lanzallamas toda la fachada. Las consecuencias fueron espectaculares. Los disparos cesaron de inmediato; la madera de los marcos de las ventanas se prendió fuego con un rugido y unos cuantos gritos de escasa duración surcaron el aire.

—Eso les enseñará a mantener la cabeza baja —dijo Jurgen con satisfacción, lanzando una andanada de disparos después del promethium para asegurarse de ello. Un humo espeso y negro seguía saliendo del edificio, y una ovación desigual se mezcló con el rugido de las llamas.

Me volví y vi a un grupo de soldados cautelosos del FDP que salían del edificio de enfrente del almacén o del escondite, fuera cual fuere, que habían podido encontrar entre los camiones aparcados y los escombros sembrados por la calle. Unos cuantos disparos desperdigados seguían sonando entre los edificios, lo cual indicaba que no todos los traidores habían sido incinerados, pero su naturaleza esporádica era indicio de una retirada en medio del pánico que se encaminaba hacia los soldados situados al otro lado del cordón. La columna de humo negro y espeso debía de ser visible desde donde se encontraban, y evidentemente su visión los animaba. Salté del Salamander.

—Sargento Crassus, 49.º de la FDP Gravalaxiana. —Un hombre alto, de pelo gris, me hizo un amago de saludo sin apartar los ojos de la calle. Era el primer soldado de la FDP que había visto desde mi llegada al planeta que realmente parecía saber lo que se hacía. Le devolví el saludo con el mismo tono.

—Comisario Cain, adjunto al 597.º de Valhallan. —Una vez más tuve la callada satisfacción de ver que mi nombre era reconocido, y el murmullo de admiración que arrancó entre los soldados resultó muy halagador para mi ego.

—Le agradecemos su ayuda —dijo Crassus—. ¿Lo ha enviado el inquisidor? —Negué con la cabeza.

—Sólo estaba curioseando —admití—. Observé su pequeña diversión en la pantalla táctica y me pregunté qué estaba pasando. —Crassus se encogió de hombros.

—Tendría que haber preguntado a uno de los oficiales.

—Lo hice. —Señalé hacia atrás por el callejón, donde el charco de promethium ya había acabado de arder dejando un rastro chamuscado de rococemento ennegrecido—. Allí atrás. Dicho sea de paso, necesita un sanitario.

—Ah. —Crassus no pareció sorprendido—. Para ser sincero, pensé que había desertado. —Mi falta de respuesta pareció confirmar su idea, pero después de un momento indicó a uno de los hombres que cogiera un botiquín y fuera a ver al teniente.

—Usted parece más preparado para el combate que la mayoría de los de la FDP —dije.

Crassus se encogió de hombros.

—Aprendo rápido. Además, estoy acostumbrado a cuidar de mí mismo. —Observando su forma física y su aire alerta no tenía la menor duda—. Pertenecí al Arbites antes de unirme a este cuerpo.

—Un traslado muy extraño —dije. Su expresión se volvió tensa.

—Política de oficina —replicó con sequedad. Asentí con aire comprensivo.

—Lo mismo que en el Comisariado —afirme[31], pero antes de que pudiéramos intercambiar más palabras, un fuerte crujido a nuestra espalda anunció el derrumbamiento de una de las plantas superiores del almacén en llamas—. Será mejor que repliegue a sus hombres —le aconsejé—. Se va a venir abajo en cualquier momento.

—Creo que tiene razón. —Llamó al operador de radio del escuadrón, dio la orden, e hizo marchar a sus hombres callejón arriba a paso rápido. Me volví a mirar otra vez el almacén. Ahora estaba totalmente en llamas y empezaban a caer trozos de manipostería del techo y de las paredes exteriores. Volví a subir al Salamander mientras Jurgen aceleraba marcha atrás para ponernos a salvo.

De repente reparé en los disparos de armas ligeras que llegaban de dentro del edificio y que se oían a pesar del crepitar de las llamas.

—Crassus —llamé por el microtransmisor, molesto ante la necesidad de transmitir mensajes a través del operador de radio de su escuadrón—. ¿Hay hombres suyos dentro del edificio? —Apenas había empezado a responder cuando la conexión se interrumpió por la presencia de un mensaje en un canal de mando de mayor prioridad. Había hecho lo mismo suficientes veces como para reconocer qué estaba sucediendo, pero hacía mucho tiempo que no era yo el interrumpido. Sin embargo, supuse que era un indicio de que Orelius estaba vivo todavía, y había oído bastante de la respuesta como para saber que no había matado accidentalmente a ningún otro súbdito leal del Emperador. Eso era un alivio, ya que todavía andaba a vueltas con el papeleo sobre el último daño colateral que le había infligido a la FDP.

Acababa de decidir que el fuego que había oído era de munición recalentada que estallaba o de traidores xenoístas que habían decidido pegarse un tiro antes de morir quemados, cuando Crassus volvió a aparecer en mi microtransmisor.

—Comisario, el equipo del inquisidor está retenido dentro del almacén. Solicitan ayuda inmediata para salir.

Bueno, lo que uno pide y lo que consigue no siempre es lo mismo, pensé. Arriesgarse a entrar en aquel infierno era suicida. Que Crassus lo intentara si quería, pero yo tenía la impresión de que Orelius y sus acompañantes estaban a punto de presentarse ante el Emperador en persona, y maldito si había algo que los demás pudiéramos hacer al respecto.

En ese momento me asaltó una idea terrorífica. Había sido yo el que había prendido fuego al edificio. Si la Inquisición consideraba que yo había sido el responsable de la muerte de uno de los suyos y que no había hecho nada por rescatarlo, sería hombre muerto, y eso con suerte. Vacilé una fracción de segundo que me pareció una eternidad, y por fin tomé una decisión.

—No intervenga, nos ocuparemos nosotros —le dije a Crassus, e inclinándome sobre el compartimento del conductor le grité—: ¡Llévanos adentro!

Como de costumbre, mientras cualquier otro podría haber dudado o discutido, él se limitó a cumplir la orden sin rechistar. El Salamander dio un salto adelante, acelerando hacia el edificio en llamas lo más rápido que pudo.

—¡Allí! ¡Esas puertas de carga! —señalé, pero mi fiel asistente ya las había visto, y una lluvia de granadas perforantes las hizo trizas un instante antes de que chocáramos contra ellas. Entramos dando botes en el interior en sombras del almacén lleno de humo por todas partes. Restos de la puerta destrozada salían disparados de debajo de nuestra oruga. Tosiendo, arranqué parte de mi fajín y me cubrí la cara con él. La verdad, no cambió mucho las cosas, pero me sentí un poco menos ahogado.

Disparos de láser empezaron a chocar contra el blindaje frontal del vehículo, indicándonos así, al menos, dónde estaba el enemigo. Jurgen se disponía a responder a los disparos con el bólter pesado cuando yo lo detuve.

—Espera —dije—, podrías herir al inquisidor. —Ese hubiera sido el detalle que faltaba. En lugar de eso, giró hacia un lado golpeando una pila de cajones y haciendo que se vinieran abajo. Unos gritos repentinos quedaron ahogados abruptamente. Volví la cabeza frenéticamente, tratando de orientarme, y de pronto todo se iluminó con un vivido resplandor anaranjado al tragarse el fuego parte del techo.

—¡Maldita sea! —exclamé. A punto estaba de ordenar a Jurgen que se retirara cuando vi un grupo reducido de figuras que corrían hacia nosotros. Señalé en esa dirección y Jurgen invirtió la marcha del Salamander y paró en seco. Eran cinco y corrían para salvar la vida perseguidos por un número indeterminado de siniestras figuras. Reconocí a Orelius de inmediato. Se volvió mientras corría para lanzar una andanada con su pistola bólter.

Tumbó a un par de sus perseguidores, pero los bólter láser siguieron disparando contra el inquisidor y su séquito. Reconocí a un hombre musculoso como uno de sus guardaespaldas a quien había visto en la fiesta del gobernador. También él disparaba, pero cayó abatido al alcanzarlo un proyectil en la parte posterior de la cabeza. Orelius vaciló un momento, pero incluso desde donde yo estaba se veía a las claras que el hombre ya estaba muerto antes de llegar al suelo.

El resto del grupo tenía verdaderos problemas, de modo que, a pesar de mis reservas naturales ante la posibilidad de convertirme yo mismo en blanco, salté al bólter que había hecho montar en el pivote central. No todos los Salamander lo tenían, pero yo había agradecido muchas veces su presencia en el pasado y por eso insistí en disponer de uno en la medida de las posibilidades. Y bendije la previsión, ya que ahora podía aprovechar la posición elevada que me permitía el vehículo para disparar por encima de las cabezas del grupo inquisitorial sobre sus perseguidores. Un número satisfactorio de ellos cayó abatido o se dispersó, pero todavía había demasiados que seguían disparando. Había pensado que empezarían a disparar sobre mí, pero vi con alivio que seguían concentrando el fuego sobre las figuras que huían delante de ellos.

El escriba al que había visto con Orelius era el que corría delante de todos; su larga barba blanca se agitaba mientras corría con ligereza sorprendente para un hombre de su edad. Sólo cuando vi que recibía un disparo de bólter láser en una pierna y saltaron chispas sin que él dejara de correr me di cuenta de que sus miembros inferiores estaban potenciados. Detrás de él iban dos mujeres: Rakel, cuyo vestido verde estaba ahora muy manchado de sangre, aparentemente de una herida en el pecho, pero que seguía balbuceando incoherencias aunque daba la impresión de que no respiraba, y otra que la sostenía en pie. Ésta iba envuelta en una capa con capucha del negro más profundo que haya visto jamás y que parecía engullir la luz que daba sobre ella desdibujando el contorno. La vi vacilar cuando un bólter láser chamuscó el material, pero siguió acercándose, sujetando a la farfullante psíquica con una fuerza sorprendente.

Volví a apuntar a sus perseguidores, en la esperanza de, cuando menos, desviar sus disparos, pero por cada uno que derribaba parecía surgir otro que ocupaba su lugar, moviéndose con una precisión fantasmagórica que tenía algo de familiar. Ahora no tenía tiempo para pararme a pensar en ello. Tendí la mano para coger la del viejo escriba que, sorpresivamente, también estaba potenciada, y lo alcé a bordo.

—Muy agradecido —dijo, dejándose caer en el compartimento de la tripulación y mirando en derredor con evidente interés—. Un Salamander de la Guardia Imperial. Un vehículo bueno y sólido. Fabricado en Triplex Valí, si no me equivoco…

Dejé que se serenara y me volví hacia los demás.

—¡Jurgen! —grité—. ¡Ayuda a las mujeres! —Orelius se llevó un bólter láser al hombro y dejó caer su arma de mano. No estaba dispuesto a perderlo después de haber llegado hasta aquí, de haber pasado por todo esto, de modo que salté del vehículo y saqué mi pistola láser preparándome para ayudarlo.

—¿Comisario Cain? —Parecía un poco confundido, hasta que recordé mi improvisada mascarilla antigases y tiré de ella hacia abajo; después de todo, ya no servía para nada. En torno a nosotros, el edificio entero estaba en llamas, el calor era terrible, y de repente recordé los tanques de promethium del pesado lanzallamas que llevábamos a bordo del Salamander. Bueno, era demasiado tarde para preocuparse de eso ahora—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Oí que necesitaba un transporte —dije, ayudándolo a ponerse de pie y haciendo un par de disparos por aproximación en la dirección donde supuestamente estaba el enemigo. Lo arrastré hasta el vehículo, donde Jurgen hacía lo posible por ayudar a las mujeres, aunque Rakel no colaboraba precisamente. Al parecer, él la aterrorizaba y luchaba por desprenderse de su compañera para huir.

—¡Él no es nada! ¡Nada! —chillaba, lo cual me pareció un poco duro. De acuerdo que no era el soldado más atractivo de la Guardia, pero si uno pasaba por alto el mal olor y la interesante colección de enfermedades de la piel, tenía sus puntos a favor. Entonces Rakel sufrió una convulsión y se desmayó, empezando a lanzar espuma entre los dientes apretados.

Subí a Orelius a bordo, levanté el peso muerto de Rakel como un saco de patatas y dejé que el escriba la cogiera fácilmente con sus brazos potenciados. Subí al Salamander junto a la mujer de negro y Jurgen volvió al compartimento del conductor y aceleró el motor.

—¡Jurgen! ¡Sácanos de aquí! —grité, y él pisó el acelerador a fondo.

—¡Encantado, comisario!

El Salamander dio un salto adelante, en dirección a la puerta de carga destrozada por la que habíamos entrado, arrancando una lluvia de chispas al pasar. Cuando salimos a la calle dio la impresión de que el calor infernal disminuía, aunque todavía era suficiente para levantar ampollas en la pintura. Me relajé, aliviado, aunque temblando y tratando todavía de entender aquel riesgo descabellado que había asumido. Como para poner de relieve lo cerca que habíamos estado, el edificio se desplomó detrás de nosotros con un rugido de mampostería que se derrumba.

Bueno, no tiene sentido engañar a la muerte con un acto de valentía insensata si nadie está en condiciones de apreciar lo que uno ha hecho, de modo que me puse en contacto con Crassus.

—Crassus —dije—, el inquisidor está sano y salvo.

—Sí que lo estoy. —La mujer de negro dejó caer su capucha dejando al descubierto un rostro en el que había pensado a menudo en los últimos días. Con su pelo rubio y sus ojos azules, era todavía más hermosa de lo que recordaba, y la voz que había oído por última vez cantando baladas sentimentales todavía tenía ese tono levemente ronco que me había erizado la piel.

Amberley Vail me miró levemente divertida al ver mi expresión atónita. Un electoo inquisitorial se hizo visible con un destello en la palma de su mano.

—Gracias, comisario —añadió con una dulce sonrisa.